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Authors: Justin Cronin

El pasaje (96 page)

BOOK: El pasaje
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Sara se volvió hacia Alicia y se puso derecha en un gesto combativo.

—Eres tú la que cree haber visto a una chica que murió hace quince años. ¿Qué tendría ahora?, ¿veintipico? ¿Cómo supiste que era Liza Chou?

—Te lo dije. Por la cicatriz. Y creo que conozco a un Chou cuando lo veo.

—¿Eso supone que debamos creerte a pies juntillas?

El tono agresivo de Sara irritó a Alicia.

—Me importa un bledo si lo crees o no. Lo que vi es lo que vi.

Peter ya había oído más de lo que le habría gustado.

—Basta ya, las dos. —Ambas mujeres se estaban fulminando con la mirada—. Esto no va a solucionar nada. ¿Qué os pasa?

Ninguna de las dos contestó. La tensión se palpaba en el ambiente. Entonces, Alicia suspiró y se dejó caer de nuevo en el catre.

—Olvídalo. Es que estoy cansada de esperar. En este lugar no puedo dormir. Hace tanto calor que tengo pesadillas toda la noche.

Por un momento nadie habló.

—¿La mujer gorda? —preguntó Hollis.

Alicia se incorporó al instante.

—¿Qué has dicho?

—En la cocina. —Hollis hablaba en tono muy serio—. Del Tiempo de Antes.

Caleb se acercó a ellos desde la puerta.

—«Os lo digo, ese chico no sólo es mudo...»

Sara terminó por él.

—«... sino que se ha quedado sin habla.» —Estaba estupefacta—. Yo también estoy soñando con ella.

Todo el mundo estaba mirando a Peter. ¿De qué estaban hablando sus amigos? ¿A qué mujer gorda se referían?

Sacudió la cabeza.

—Lo siento.

—Pero los demás estamos soñando lo mismo —insistió Sara.

Hollis se mesó la barba y asintió.

—Eso parece.

Michael había estado entrando y saliendo de un sueño indefinido, cuando oyó la puerta abrirse. Una joven rodeó el biombo. Era más joven que Billie, pero tenía el mismo extravagante vestido naranja y el corte de pelo al cero. Sostenía una bandeja ante ella.

—Pensé que tendrías hambre.

Cuando avanzó por la habitación y el olor a comida caliente golpeó los sentidos de Michael como una corriente eléctrica. De pronto, se sintió famélico. La muchacha dejó la bandeja sobre su regazo: una especie de carne con salsa marrón, verduras hervidas y, lo mejor de todo, una gruesa rebanada de pan con mantequilla. Al lado había cubiertos metálicos, envueltos en un paño tosco.

—Me llamo Michael —dijo.

La chica asintió. ¿Por qué todo el mundo sonreía siempre?

—Yo soy Mira. —Michael vio que se ruborizaba. El poco pelo que tenía era tan rubio que parecía blanco, como el de una Pequeña—. Soy la que cuidó de ti.

Michael se preguntó qué significaba aquello exactamente. Durante las horas transcurridas desde que había despertado, retazos de memoria habían regresado flotando a él. El sonido de voces, formas y cuerpos que se movían a su alrededor, agua sobre su cuerpo y en la boca.

—Supongo que debería darte las gracias.

—Oh, me alegré de hacerlo. —Le estudió un momento—. Vienes de muy lejos, ¿verdad?

—¿Lejos?

Ella se encogió de hombros con delicadeza.

—Está el aquí y el lejos. —Alzó la nariz hacia la bandeja—. ¿No vas a comer?

Empezó con el pan, blando y maravilloso en la boca, después atacó la carne, y por fin las verduras, fibrosas y amargas, pero satisfactorias de todos modos. Mientras comía, la muchacha, que había acercado una silla a la cama, tenía la vista clavada en él, con expresión fascinada, como si cada bocado de él le proporcionara placer a ella también. Qué gente más extraña.

—Gracias —dijo Michael, cuando sólo quedó una mancha de grasa en el plato. ¿Cuántos años tendría? ¿Dieciséis?—. Estaba fantástica.

—Puedo conseguirte más. Lo que quieras.

—No me cabe nada más, de veras.

Ella levantó la bandeja de su regazo y la dejó a un lado. Michael creyó que se disponía a marchar, pero volvió a acercarse a él, muy cerca de la cama, elevada del suelo.

—Me gusta... mirarte, Michael.

Notó que su cara enrojecía.

—¿Mira? Te llamas Mira, ¿verdad?

Ella asintió, tomó la mano de Michael (que estaba apoyada en la sábana) y la rodeó con la suya.

—Me gusta tu forma de pronunciar mi nombre.

—Sí, bien, hum...

Pero no pudo continuar. De repente, ella lo besó. Una oleada de dulce calidez llenó su boca. Michael notó que sus sentidos se derrumbaban. ¡Lo estaba besando! ¡Lo estaba besando, nada menos! ¡Y él la estaba besando a ella!

—Papá dice que puedo tener un hijo —decía ella, el aliento cálido sobre la cara de Michael—. Si tengo un hijo, no tendré que ir al círculo. Papá dice que puedo estar con quien quiera. ¿Puedo estar contigo, Michael? ¿Puedo estar contigo?

Estaba intentando pensar, procesar lo que ella estaba diciendo y lo que estaba pasando, su sabor, y también el hecho de que se había puesto encima de él, lo aferraba de cerca de la cintura, con la cara apretada contra la de él, una colisión de impulsos y sensaciones que lo dejaban postrado en un estado de muda sumisión. ¿Un hijo? ¿Quería tener un hijo? ¿Si tenía un hijo no tendría que ir al círculo?

—¡Mira!

Se produjo un momento de absoluta desorientación. La chica había desaparecido. De pronto, la habitación se llenó de hombres, hombres grandes con monos naranja, que ocupaban el espacio con su masa. Uno de ellos agarró a Mira del brazo. No era un hombre. Era Billie.

—Fingiré que no he visto esto —dijo a la chica.

—Escucha —dijo Michael, que había encontrado la voz—, ha sido culpa mía, lo que has creído ver...

Billie lo fulminó con una fría mirada. Desde detrás, uno de los hombres lanzó una risita.

—No finjas que fue idea tuya. —Billie volvió a mirar a Mira— Vete a casa —ordenó—. Y hazlo ya.

—¡Es mío! ¡Es para mí!

—Basta, Mira. Quiero que vayas a casa y esperes allí. No hables con nadie. ¿Me he expresado con claridad?

—¡No es para el círculo! —gritó Mira—. ¡Papá me lo dijo!

—Lo será, a menos que te vayas. Vete.

Esas últimas palabras parecieron obrar efecto. Mira enmudeció y, sin volverse a mirar a Michael, se arrojó detrás del biombo. Las sensaciones de los últimos minutos (deseo, confusión y vergüenza) estaban remolineando todavía en su interior mientras otra parte de él pensaba para sí misma: «Menuda suerte. Ahora no volverá nunca».

—Darren, acerca el camión a la parte de atrás. Niles, quédate conmigo.

—¿Qué vais a hacer conmigo?

Billie había extraído un pequeño bote metálico de algún lugar de su persona. Con el índice y el pulgar sacó un poco de polvillo del bote y lo tiró en un vaso de agua. Lo extendió hacia él.

—Salud.

—No pienso beberme eso.

La mujer exhaló un suspiro de impaciencia.

—Niles, ayúdame.

El hombre avanzó hacia la cama de Michael.

—Confía en mí —dijo Billie—. El sabor no te gustará, pero te sentirás mejor enseguida. Se acabó la tía gorda.

La tía gorda, pensó Michael. La tía gorda en la cocina del Tiempo de Antes.

—¿Cómo has...?

—Bebe. Te lo explicaremos por el camino.

Por lo visto, no había forma de evitarlo. Michael inclinó el vaso hacia los labios y se lo bebió. ¡Venga ya, aquello era horrible!

—¿Qué coño es eso? —Billie recuperó el vaso.

—No quieras saberlo.

—¿Sientes algo?

Sí. Era como si alguien hubiera conectado un largo cable en su interior. Oleadas de energía intensa parecían irradiar su núcleo. Había abierto la boca para anunciar el descubrimiento cuando lo sacudió un fuerte espasmo, un gigantesco hipido que recorrió todo su cuerpo.

—Eso sucede las dos o tres primeras veces —dijo Billie—. Limítate a respirar.

Michael hipó de nuevo. Los colores de la habitación habían adquirido un tono muy vívido, como si todas las superficies que le rodearan formaran parte de aquel nuevo nexo de energía.

—Será mejor que cierre el pico —advirtió Niles.

—Es fantástico —logró articular Michael. Tragó saliva y reprimió el ansia de hipar.

El segundo hombre había regresado del pasillo.

—Se está acabando la luz —dijo nervioso—. Será mejor que procedamos.

—Tráele su ropa. —Billie clavó la mirada de nuevo en Michael—. Peter ha dicho que eres ingeniero. Que puedes arreglar cualquier cosa. ¿Es eso cierto?

Pensó en las palabras que Sara le había escrito en el papel: «No les digas nada».

—¿Y bien?

—Supongo.

—No quiero que supongas, Michael. Es importante. O puedes o no puedes.

Michael desvió la mirada hacia los dos hombres, que lo estaban mirando expectantes, como si todo dependiera de su respuesta.

—Sí, vale.

Billie asintió.

—Entonces, vístete y haz todo lo que te digamos.

50

Mausami estaba en la oscuridad, soñando con pájaros. Despertó debido a una veloz palpitación bajo su corazón, como un par de alas que batieran en su interior.

«El niño —pensó—. El niño se está moviendo.»

La sensación regresó, una definida presión acuática, rítmica, como las ondas que se ensanchan en la superficie de una charca. Como si alguien estuviera llamando a un cristal en su interior. «¿Hola? ¡Hola!»

Dejó que las manos siguieran la curva de su estómago bajo la camisa, mojada de humedad. Una cálida satisfacción la embargaba. «Hola —pensó—. Hola, tú.»

El feto era un niño. Había pensado que era un chico desde el principio, desde la primera mañana en la pila de fertilizante orgánico, cuando había vomitado el desayuno. Aún no quería ponerle nombre. Era más duro perder un hijo con nombre, eso decía todo el mundo. Pero ése no era el auténtico motivo, porque el niño nacería. La idea era más que esperanza, más que fe. Mausami lo sabía con certeza. Y cuando el niño naciera, cuando efectuara su ruidosa y plañidera entrada en el mundo, Theo estaría presente, y le pondrían el nombre juntos.

Ese lugar. El Refugio. La cansaba tanto. Sólo podía dormir. Y comer. Era el niño, por supuesto. Era el niño quien la impulsaba a pensar en comer a todas horas. Después de toda la galleta, la pasta de judías, y aquella extraña comida tan espantosa que habían encontrado en el búnker (cien años envasada al vacío; era un milagro que no se hubieran envenenado), era asombroso tener comida de verdad. Buey y leche. Pan y queso. Mantequilla de verdad, tan cremosa que se le hacía la boca agua. La engulló, y después se chupó los dedos. Podría quedarse en aquel lugar para siempre, sólo por la comida.

Lo había intuido enseguida: algo no iba bien. La noche anterior, con todas aquellas mujeres apelotonadas a su alrededor, sosteniendo a sus bebés o encintas (algunas, ambas cosas), cuyos rostros irradiaron un resplandor fraternal cuando descubrieron que también ella estaba embarazada. ¡Un niño! ¡Qué maravilla! ¿Cuándo le tocaba? ¿Era el primero? ¿Había más mujeres del grupo preñadas? En aquel momento, no se le había ocurrido pensar en cómo lo habían adivinado (apenas se le notaba), ni en que ninguna le había preguntado quién era el padre, ni hablado de los padres de sus hijos.

El sol se estaba poniendo. Lo último que recordaba Mausami era haberse tendido para echar una siesta. Peter y los demás estarían en la otra cabaña, decidiendo qué iban a hacer. El niño se estaba moviendo otra vez, revolviéndose en su interior. Estaba tumbada con los ojos cerrados, y dejó que la sensación la invadiera. Servir en la Guardia: qué lejos se le antojaba. Una vida diferente. Era lo que pasaba, sabía, cuando alguien tenía un hijo. Ese nuevo ser extraño que crecía en tu interior, y cuando todo había terminado, tú también eras diferente.

De pronto se dio cuenta de que no estaba sola.

Amy estaba sentada en el catre a su lado. Su forma de hacerse invisible era aterradora. Mausami se volvió hacia ella, y apretó las rodillas contra el pecho cuando el niño se removió en sus entrañas.

—Hola —dijo Maus, y bostezó—. Creo que me he quedado dormida.

Todo el mundo hablaba siempre así a Amy, enunciando lo evidente, para llenar el silencio de la mitad de la conversación de la muchacha. Era un poco inquietante la forma que tenía de mirarte con aquella intensidad, como si te estuviera leyendo el pensamiento. Mausami se dio cuenta de qué era lo que la muchacha estaba mirando.

—Ah, ya lo entiendo —dijo—. ¿Quieres sentirlo?

Amy ladeó la cabeza, vacilante.

—Hazlo, si quieres. Mira, yo te enseñaré.

Amy se levantó y se sentó en el borde del catre de Mausami. Ésta aferró su mano y la guió hasta la curva de su estómago. La mano de la muchacha estaba tibia y un poco húmeda. Las yemas de sus dedos eran sorprendentemente suaves, no como las de Mausami, que estaban encallecidas por los años de tirar al arco.

—Espera un momento. Estaba removiéndose hace un segundo.

Se produjo un leve movimiento en su interior. Amy retiró la mano al instante, asustada.

—¿Lo has notado? —Amy tenía los ojos abiertos como platos, debido a la agradable sorpresa—. Es normal, siempre lo hacen. Toca aquí... —Tomó la mano de Amy y la apoyó sobre su barriga una vez más. Al instante, el niño se removió y pataleó—. Caramba, ésta ha sido fuerte.

Amy también estaba sonriendo. Qué extraño y maravilloso, pensó Mausami, con todo lo que había pasado, sentir a un niño moverse en su interior. Una nueva vida, una nueva persona que llegaba al mundo.

Entonces, Mausami las oyó. Tres palabras. «Él está aquí.»

Le soltó la mano, y se retrepó en el catre con la espalda apoyada contra la pared. La chica la estaba mirando con sus ojos penetrantes, unos ojos que llenaban el campo de visión de Maus como dos rayos brillantes.

—¿Cómo lo has hecho?

Estaba temblando, pensó que tal vez había contraído alguna enfermedad.

«Está en el sueño. Con Babcock. Con los Muchos.»

—¿Quién está aquí, Amy?

«Theo. Theo está aquí.»

51

Él era Babcock y era eterno. Era uno de los Doce y también el Otro, el de encima y el de atrás, el Cero. Era la noche de las noches y había sido Babcock antes de la Transformación, de convertirse en lo que era. Antes de la gran ansia que era como el tiempo en su interior, una corriente en la sangre, infinita y necesaria, interminable y sin fronteras, un ala oscura que se extendía sobre el mundo.

Estaba compuesto de Muchos. Un millar de millares de millares diseminados por el cielo de la noche, como estrellas. Era uno de los Doce y también el Otro, el Cero, pero sus hijos también estaban en su interior, los que portaban la semilla de su sangre, una semilla de los Doce. Se movían cuando él se movía, pensaban cuando él pensaba, en sus mentes había un espacio desierto de olvido en que él acechaba, diciendo a cada uno: «No morirás. Eres una parte de mí, como yo soy una parte de ti. Beberás la sangre del mundo y me saciarás».

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