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Authors: Justin Cronin

El pasaje (100 page)

BOOK: El pasaje
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—Pensaba que lo habías entendido. Los tiene a todos.

Como Peter no dijo nada, Olson continuó.

—Babcock es más fuerte que cualquier viral que hayas visto, y la muchedumbre no se pondrá de nuestro lado. No será fácil matarlo.

—¿Alguien lo ha intentado alguna vez?

—Una. —Vaciló—. Un pequeño grupo. Fue hace muchos años.

Peter estuvo a punto de preguntar qué había pasado, pero en el silencio de Olson le comunicó la respuesta

—Tendrías que habérnoslo dicho.

Una expresión de abyecta resignación pasó por la cara de Olson. Peter comprendió que estaba siendo testigo de una carga mucho mayor que la de la pena o el dolor. Era la culpa.

—¿Qué habrías dicho tú, Peter?

No contestó. No lo sabía. Probablemente no lo habría creído. No estaba seguro de lo que creía ahora. Pero Amy estaba en el Ruedo, de eso estaba seguro. Lo sentía en los huesos. Sacó el cargador de la pistola, sopló para limpiarlo, volvió a encajarlo en la culata y tiró del cerrojo. Miró a Alicia, quien asintió. Todo el mundo estaba preparado.

—Hemos venido a rescatar a nuestros amigos —dijo a Olson—. El resto depende de vosotros.

Pero Olson negó con la cabeza.

—No te equivoques: en cuanto estéis en el Ruedo, nuestra lucha es la misma. Babcock debe morir. A menos que lo matemos, llamará a los Muchos. El tren no supondrá ninguna diferencia.

Era luna nueva. Babcock sentía el ansia de desenroscarse en su interior. Y expandió su mente desde Este Lugar, el Lugar del Retorno, diciendo:

«Ya es hora.

»Ya es hora, Jude.»

Babcock estaba volando. Sobre el suelo del desierto, dando saltos y tumbos, mientras la gran ansia gozosa corría por sus venas.

«Tráemelos. Trame uno y después otro. Tráemelos para que vivas de esta forma y no de otra.»

Había sangre en el aire. La olía, la saboreaba, notaba su esencia correr a través de él. Primero sería la sangre de las bestias, una dulzura viva. Y después, su Mejor y Especial, su Jude, que soñaba el sueño mejor que los demás desde el Tiempo de la Transformación, cuya mente vivía con él en el sueño como un hermano, quien traería a Los de la Sangre que Babcock bebería hasta saciarse.

Se subió al muro de un solo salto.

«Estoy aquí.

»Soy Babcock.

»Somos Babcock.»

Descendió. Oyó las exclamaciones ahogadas de la multitud. A su alrededor ardían las hogueras. Detrás de las llamas estaban los Hombres, que habían acudido allí a mirar y saber. Y a través del hueco vio a las bestias acercarse, azuzadas a latigazos, sus ojos intrépidos e ignorantes, y el ansia le alzó en una oleada, y ya estaba abalanzándose sobre ellas, desgarrando y destripando, primero una y después otra, una a una, un deseo cumplido.

«Somos Babcock.»

Entonces pudo oír las voces. El cántico de las multitudes en sus jaulas, detrás del ruedo de llamas, y la voz de su Uno, su Jude, de pie en la pasarela, dirigiéndoles como si cantaran.

—¡Tráemelos! ¡Tráeme uno y después otro! ¡Tráemelos para que vivas...!

Un muro de sonido, que se elevaba al unísono con fervor. ¡De esa forma y no de otra!

Un par de figuras aparecieron en el hueco. Avanzaron dando tumbos, empujados por hombres que se alejaron a toda prisa. Las llamas se elevaron de nuevo detrás de ellos, una puerta de fuego que les encerraba para ser sacrificados.

La multitud rugió.

—¡Ruedo! ¡Ruedo! ¡Ruedo!

Una estampida de pies. El aire se estremeció, martilleó.

—¡Ruedo! ¡Ruedo! ¡Ruedo!

Y fue entonces cuando la intuyó. En un estallido terrible y brillante, Babcock la presintió. La sombra detrás de la sombra, el desgarrón en el tejido de la noche. La que portaba la semilla de la eternidad, pero que no era de su sangre, no era de los Doce ni del Cero.

La que llamaban Amy.

Peter lo oyó todo desde el pozo de ventilación. Los cánticos, los gritos de pánico del ganado, y después el silencio (de respiración contenida, de algún terrible espectáculo a punto de iniciarse), y después la explosión de vítores. El calor ascendió en oleadas hasta su estómago, y con él los vapores asfixiantes del humo del diésel. El pozo era lo bastante ancho para una sola persona, que podía reptar apoyándose sobre sus codos. Bajo él, congregados en el túnel que comunicaba el Ruedo con la entrada principal de la prisión, estaban los hombres de Olson. No había forma de coordinar la llegada, ni de comunicarse con los demás, que estaban apostados entre la muchedumbre. Tendrían que improvisar, guiarse por la intuición.

Peter vio una abertura delante: una rejilla metálica en el suelo del conducto. Apretó la cara contra ella y miró hacia abajo. Vio las tablas de la pasarela, y más lejos, a unos veinte metros, el suelo del Ruedo, rodeado por una trinchera de combustible en llamas.

El suelo estaba cubierto de sangre.

En los balcones, la masa había reemprendido sus cánticos.

—¡Ruedo! ¡Ruedo! ¡Ruedo!

Peter supuso que él y los demás estaban situados sobre el extremo este del techo. Tendrían que cruzar la pasarela, a plena vista de la muchedumbre, para llegar a las escaleras que bajaban hasta el suelo. Miró a Hollis, quien asintió, y levantó la rejilla, que dejó a un lado. Después quitó el seguro de la pistola y se arrastró hacia atrás para colocarse a horcajadas sobre el pozo.

«Amy —pensó Peter—, es horrible lo que hay allí abajo. Haz lo que debas, o moriremos todos.»

Se lanzó por la abertura con los pies por delante.

Cayó y cayó, con el tiempo suficiente para preguntarse por qué no dejaba de caer. La distancia hasta la pasarela era mayor de lo que había calculado (no eran dos metros, sino cuatro, o incluso cinco), y se estrelló contra el metal con un impacto que le sacudió los huesos. Rodó. Había perdido la pistola. Y mientras rodaba, vislumbró por el rabillo del ojo una figura que había abajo: las muñecas atadas, el cuerpo desplomado en señal de sumisión, con una camisa sin mangas que Peter reconoció. Su mente se aferró a esa imagen, que también era un recuerdo: el olor del humo de la pira el día que habían quemado el cadáver de Zander Phillips, parado bajo el sol ante la central eléctrica, y el nombre cosido en el bolsillo: ARMANDO.

Theo.

El hombre del ruedo era Theo.

Su hermano no estaba solo. Había otra persona a su lado, un hombre arrodillado. Estaba desnudo de cintura para arriba, inclinado hacia adelante sobre el suelo, de modo que no se viera su cara. Y cuando Peter gozó de una visión mejor, comprendió que lo que estaba viendo en el suelo del Ruedo era el ganado, o lo que había sido el ganado (sus fragmentos estaban esparcidos por todas partes, como si se hubieran encontrado en el corazón de una explosión), y acuclillado en el centro de esta masa voluminosa de sangre, carne y huesos, con la cabeza inclinada para sumergirse en los restos, el cuerpo que se retorcía con movimientos bruscos mientras bebía, había un viral..., que no se parecía a ningún viral que Peter hubiera conocido. Era el más grande que había visto, que nadie hubiera visto, su masa acurrucada tan inmensa que era como un ser nuevo por completo.

—¡Peter! ¡Has llegado a tiempo de presenciar el espectáculo!

Había caído de espaldas, indefenso como una tortuga. Jude, de pie sobre él, con una expresión indescifrable, un placer oscuro para el que faltaban palabras, le apuntaba a la cabeza con una escopeta. Peter sintió el estremecimiento de pies que se acercaban a ellos, más hombres vestidos de naranja, que bajaban corriendo por las pasarelas desde todas direcciones.

Jude estaba justo debajo del conducto.

—Adelante —dijo Peter.

Jude sonrió.

—Qué noble.

—Tú no —dijo Peter, y alzó los ojos—. Hollis.

Jude levantó la cabeza a tiempo de que la bala disparada por el rifle de Hollis le alcanzara justo encima de la oreja derecha. Una flor rosa brumosa: Peter sintió que humedecía el aire. Por un momento, no pasó nada. Después, Jude soltó la escopeta, que cayó sobre la pasarela. Llevaba sujeta al cinto una pistola de cañón largo. Peter vio que la mano de Jude tanteaba en su busca a ciegas. Entonces, algo se liberó en su interior, la sangre empezó a brotar de su boca y ojos, dolorosas lágrimas de sangre, y cayó de rodillas hacia adelante, con el rostro congelado en una expresión de estupefacción eterna, como si dijera: «No me puedo creer que esté muerto».

Fue Mausami quien mató al individuo que se hallaba a cargo de las bombas de combustible.

Amy y ella habían entrado en el túnel principal justo antes de que la muchedumbre llegara, y se escondieron bajo la escalera que comunicaba el suelo del patio con las galerías. Esperaron allí durante mucho tiempo, acurrucadas la una contra la otra, y sólo salieron cuando oyeron el sonido del ganado al entrar, los vítores desenfrenados procedentes de lo alto. La atmósfera era asfixiante, y estaba saturada de humo y vapores.

Había algo terrible detrás de las llamas.

Cuando el viral se precipitó hacia el ganado, dio la impresión de que la muchedumbre estallaba, y de que todos cerrabas los puños, canturreaban y pateaban el suelo, como si fueran un solo ser sorprendido en un terrible éxtasis de sangre. Algunos sostenían niños sobre sus hombros para que pudiera presenciar el espectáculo. Las reses chillaban, corcoveaban y se revolvían en el ruedo, corrían hacia las llamas y retrocedían confusas, una danza demencial entre dos polos de muerte. Mientras Mausami miraba, el viral saltó hacia adelante, se apoderó de una por las patas traseras, la levantó con un ominoso crujido, la retorció hasta arrancarle las patas y las arrojó contra las jaulas en un chorro de sangre. La criatura dejó al animal donde estaba (las patas delanteras arañando la tierra, esforzándose por proyectar hacia adelante el cuerpo mutilado) y agarró otra res por los cuernos, aplicó el mismo movimiento giratorio para romperle el cuello, hundió su cara en la carne inmóvil de la base de la garganta del animal, y dio la impresión de que todo su torso se hinchaba mientras bebía, el cuerpo de la res se contraía cada vez que el viral inhalaba, y se empequeñeció ante los ojos de Mausami a medida que le chupaba más sangre.

No vio el resto. Había apartado la cara.

—¡Traédmelos! —gritaba una voz—. ¡Traedme a Uno y después a Otro! ¡Traédmelos para que podamos vivir...

—¡De esta forma y no de otra!

Fue entonces cuando vio a Theo.

En ese instante, Mausami experimentó un contraste tan violento entre placer y terror que fue como si se hubiera salido de su propio cuerpo. Contuvo el aliento. Se sintió mareada y enferma. Dos hombres enfundados en un mono estaban empujando a Theo hacia adelante, a través de una abertura en las llamas. La expresión de sus ojos era vacía, casi bovina. Parecía no tener ni idea de lo que sucedía a su alrededor. Levantó los ojos hacia la muchedumbre, parpadeando con aire ausente.

Ella intentó llamarlo, pero su voz quedó ahogada por el griterío. Buscó a Amy, confiando en que la chica supiera qué hacer, pero no la vio por ninguna parte. Por encima y alrededor de ella, las voces volvían a cantar:

—¡Ruedo! ¡Ruedo! ¡Ruedo!

Y entonces llegaron con el segundo hombre, al que dos guardias sujetaban por los codos. Tenía la cabeza gacha, sus pies apenas parecieron tocar el suelo cuando los dos hombres, que sostenían su peso, le arrastraron hacia adelante, lo arrojaron al suelo y salieron por piernas. Los vítores de la multitud eran ensordecedores, una cortina de sonido. Theo se tambaleó hacia adelante, y su rostro barrió la multitud, como si alguien pudiera ayudarlo. El segundo hombre se había puesto de rodillas.

El segundo hombre era Finn Darrell.

De repente, una mujer apareció ante ella: un rostro familiar, con una larga cicatriz rosada que le cosía la mejilla como si fuera un costurón. El estómago deformaba su mono debido al embarazo.

—Yo a ti te conozco —dijo la mujer.

Mausami retrocedió, pero la mujer la agarró del brazo y clavó la mirada en el rostro de Mausami con fiera intensidad.

—¡Te conozco, te conozco!

—¡Suéltame!

Le soltó el brazo. Detrás de ella, la mujer señaló y gritó.

—¡La conozco, la conozco!

Mausami corrió. Sólo había un pensamiento en su mente: tenía que llegar hasta Theo. Pero no podía atravesar las llamas. El viral casi había dado cuenta del ganado. La última res pataleaba bajo sus mandíbulas. Apenas unos momentos después se levantaría y vería a los dos hombres (vería a Theo), y eso sería el fin.

Entonces, Mausami vio la bomba. Un bulto enorme y grasiento, conectado mediante largas mangueras a un par de depósitos de combustible, saturados de herrumbre. El operario acunaba una escopeta contra el pecho. Un cuchillo le colgaba del cinto, dentro de una vaina de cuero. Tenía la vista, como la de todo el mundo, clavada en el espectáculo que se desarrollaba al otro lado del muro de llamas.

Mausami sintió la sombra de una duda (nunca había matado a un hombre), pero eso no bastó para detenerla, y con un solo movimiento se plantó detrás del guardia, desenvainó el cuchillo y lo hundió con todas sus fuerzas en la parte inferior de la espalda. Notó una rigidez, los músculos del cuerpo que se tensaban como un arco. Una exclamación de sorpresa gutural. Lo sintió morir.

Una voz se abrió paso entre el estruendo desde arriba. ¿Era la de Peter?

—¡Corre, Theo!

La bomba era una confusión de palancas y botones. ¿Dónde estaban Michael y Caleb cuando los necesitaba? Mausami aferró la más grande (que era tan larga como su brazo), cerró el puño alrededor y tiró.

—¡Detenedla! —gritó alguien—. ¡Detened a esa mujer!

Cuando Mausami sintió que la bala atravesaba la parte superior de su muslo (un dolor extrañamente trivial, como la picadura de una avispa), comprendió que lo había conseguido. Las llamas estaban agonizando alrededor del Ruedo. La muchedumbre se estaba alejando de los cables, todo el mundo bramaba, se desató el caos. El viral había soltado la última res, estaba erguido, todo él luz pulsátil, ojos, garras y dientes, el rostro liso, el largo cuello y el enorme pecho cubiertos de sangre. Su cuerpo parecía hinchado, como el de una garrapata. Medía al menos tres metros de estatura, si no más. Con un movimiento de cabeza localizó a Finn, el cuerpo en tensión cuando se preparó para saltar, y entonces lo hizo. Dio la impresión de que salvaba el espacio que los separaba a la velocidad del pensamiento, invisible como una bala, y aterrizó en un instante donde yacía el indefenso Finn. Mausami no vio con claridad lo que sucedió a continuación, y se alegró de ello, fue veloz y terrible, como lo de las reses, pero muchísimo peor, porque se trataba de un hombre. Un estallido de sangre, y una parte de Finn saltó por un lado y la segunda por otro.

BOOK: El pasaje
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