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Authors: Justin Cronin

El pasaje (99 page)

BOOK: El pasaje
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Formaron una fila de nuevo, y consiguieron alzar la puerta lo suficiente como para que Caleb encajara la palanca debajo. Una hoja de luz había aparecido en el hormigón. Subieron la puerta, fueron pasando de uno en uno, y dejaron que cayera a sus espaldas.

Se encontraban en una especie de zona de carga. Había rollos de cadena en el suelo, piezas de motor antiguas. Caía agua cerca. El aire olía a aceite y piedra. La fuente de luz se encontraba delante, un resplandor parpadeante. Cuando avanzaron, una forma familiar se materializó en medio de la oscuridad.

Un Humvee.

Caleb abrió la puerta de atrás.

—No hay nada, salvo el rifle de calibre.50. Hay tres cajas de balas.

—¿Dónde está el resto de los fusiles? —preguntó Alicia—. ¿Quién ha trasladado eso aquí?

—Nosotros.

Se volvieron y vieron que una figura solitaria se desgajaba de las sombras: Olson Hand. Más figuras empezaron a emerger y los rodearon. Seis hombres con monos naranja, todos ellos armados con rifles.

Alicia había sacado el revólver del cinto y apuntaba a Olson.

—Diles que retrocedan.

—Obedecedla —dijo Olson, al tiempo que levantaba una mano—. Hablo en serio. Bajad las armas.

Uno a uno, los hombres bajaron los cañones de sus fusiles. Alicia fue la última, aunque Peter observó que no devolvía el arma al cinto, sino que la conservaba a su lado.

—¿Dónde están? —preguntó Peter a Olson—. ¿Las tenéis vosotros?

—Pensaba que Michael era el único.

—Amy y Mausami han desaparecidos.

El hombre vaciló. Parecía perplejo.

—Lo siento. No era ésa mi intención. No sé dónde están. Pero tu amigo Michael está con nosotros.

—¿Quiénes sois vosotros? —los urgió Alicia—. ¿Qué está pasando, maldita sea? ¿Por qué soñamos todo lo mismo?

Olson asintió.

—La mujer gorda.

—¿Qué habéis hecho con Michael, hijos de puta?

Y después de eso, Alicia levantó el arma de nuevo, utilizando las dos manos para inmovilizar el cañón, que apuntó a la cabeza de Olson. A su alrededor, seis rifles reaccionaron del mismo modo. Peter sintió un nudo en el estómago.

—No pasa nada —dijo Olson en voz baja, la mirada clavada en el cañón del arma.

—Díselo, Peter —habló Alicia—. Dile que le meteré una bala en la cabeza a menos que empiece a hablar.

Olson estaba moviendo las manos a los lados.

—Que todo el mundo conserve la calma. No saben. No comprenden.

Alicia apoyó el pulgar sobre el percusor del arma para amartillarla.

—¿Qué es lo que no sabemos?

A la tenue luz, Olson daba la impresión de haber menguado, pensó Peter. Ya no parecía la misma persona. Era como si una máscara hubiera caído y Peter estuviera viendo al verdadero Olson por primera vez: un hombre viejo y cansado, agobiado por la duda y la preocupación.

—Babcock —dijo—. No conocéis a Babcock.

Michael estaba tumbado de espaldas, la cabeza sepultada bajo el panel de control. Una masa de cables y conectores de plástico colgaba sobre su cara.

—Prueba ahora.

Gus cerró el interruptor que conectaba el panel con las baterías. Desde debajo de ellos se oyó el zumbido del generador principal al girar.

—¿Algo?

—Espera —dijo Gus—. No. El disyuntor de arranque ha saltado otra vez.

Tenía que haber un cortocircuito en algún lugar del árbol de control. Tal vez se debía a lo que Billie le había tirado en la bebida, o al tiempo pasado con Elton, pero era como si Michael pudiera
olerlo
, una tenue descarga aérea de metal caliente y plástico fundido en algún punto de la maraña de cables que colgaba sobre su cara. Movió con una mano de arriba abajo el verificador de circuitos, y con la otra dio un suave tirón a cada conexión. Todo estaba bien sujeto.

Salió de debajo de la locomotora y se sentó. Estaba sudando a mares. Billie, de pie sobre él, lo miraba ansiosa.

—Michael...

—Lo sé, lo sé.

Dio un largo sorbo de una cantimplora y se secó la cara con la manga. Después, se concedió un momento para pensar. Horas de probar circuitos, tirar de los cables, reseguir cada conexión hasta el panel. Y todavía no había encontrado nada.

Se preguntó qué haría Elton.

La respuesta era evidente. Demencial, quizá, pero evidente de todos modos. Y, en todo caso, él ya había intentado hacer todo lo que se le hubiera ocurrido. Michael se puso en pie y avanzó por la estrecha pasarela que comunicaba la cabina con el compartimento del motor. Gus estaba parado al lado de la unidad de control de arranque, con una pequeña linterna en la boca.

—Reajusta el relé —ordenó.

Gus escupió la linterna en su mano.

—Ya lo hemos probado. Estamos agotando las baterías. Si lo repetimos demasiadas veces, tendremos que recargarlas con los portátiles. Seis horas como mínimo.

—Hazlo.

Gus se encogió de hombros e introdujo la mano entre el nido de tubos, palpando a ciegas.

—De acuerdo, ya está reajustado.

Michael retrocedió hacia la caja de fusibles.

—Quiero que todo el mundo esté muy, muy callado.

Si Elton era capaz, él también lo sería. No les quedaba tiempo. Respiró hondo, y lo liberó poco a poco al tiempo que cerraba los ojos, intentando despejar su mente.

Entonces activó el disyuntor.

En el instante que siguió (una fracción de segundo), oyó los giros de las baterías y el flujo de la corriente que recorría la caja. El sonido era como el del agua al correr por un tubo. Pero algo iba mal: el tubo era demasiado pequeño. El agua se precipitó contra los costados, y entonces la corriente empezó a fluir en dirección contraria, una turbulencia violenta, la mitad por un lado y la mitad por el otro, de forma que se contrarrestaban la una a la otra, y todo se paralizó. El circuito estaba apagado.

Abrió los ojos y vio que Gus lo estaba mirando, boquiabierto, exhibiendo sus dientes ennegrecidos.

—Es el disyuntor —dijo Michael.

Sacó un destornillador que llevaba en el cinturón de herramientas, extrajo el disyuntor del panel y se lo enseñó a Gus.

—Es de quince amperios —explicó—. Este trasto no podría transportar corriente ni a un calientaplatos. ¿Por qué coño es de quince amperios? —Miró la caja, con sus cientos de circuitos, las etiquetas borradas—. ¿Qué es esto, lo de la siguiente ranura? Número 26.

Gus estaba examinando el diagrama, extendido sobre la diminuta mesa de la cabina de la locomotora. Echó un vistazo al panel, y luego miró de nuevo el esquema.

—Luces interiores.

—¡La leche! No hacen falta treinta amperios para eso. —Michael sacó el segundo disyuntor y lo cambió por el primero. Cerró de nuevo el interruptor, a la espera de que el disyuntor saltara.

—Ya está —dijo cuando no sucedió.

Gus frunció el ceño, escéptico.

—¿Ya está?

—Estarían cambiados. No tiene nada que ver el sistema de distribución eléctrica o unión. Reajusta el relé y te lo demostraré.

Michael avanzó hacia la cabina, donde Billie estaba esperando en una de las dos sillas giratorias situadas ante el parabrisas. Todos los demás se habían marchado. Regresarían justo después de anochecer en la furgoneta de Billie para reunirse con ellos en el punto de cita.

Michael ocupó la otra silla. Giró la llave colocada en el panel al lado de la válvula reguladora. Oyeron que las baterías giraban abajo. Los cuadrantes del panel empezaron a iluminarse, un color azul frío. A través de la estrecha rendija que había practicado entre las planchas protectoras del parabrisas, Michael vio el cielo tachonado de estrellas, más allá de las puertas abiertas del cobertizo. «Bien —pensó Michael—, ahora o nunca.» O llegaba corriente al motor de arranque o no. Había identificado un problema, pero nadie sabía cuántos más podían existir. Había tardado doce días en reparar un Humvee. Todo lo que había hecho allí no le había ocupado ni tres horas.

Michael alzó la voz hacia la parte posterior de la cabina, donde Gus estaba preparando el sistema de alimentación, eliminando el aire del conducto.

—¡Adelante!

Gus encendió el motor de arranque. Un gran estruendo llegó desde abajo, el cual transportó el gratificante olor del diesel en combustión. La locomotora dio un salto hacia adelante cuando las ruedas se acoplaron y empezaron a empujar contra sus frenos.

—Bien —dijo Michael, y se volvió hacia Billie—. ¿Cómo se conduce este trasto?

55

Al final tuvieron que aceptar la palabra de Olson. No les quedaba más remedio.

Dividieron las armas y se separaron en dos grupos. Olson y sus hombres irrumpirían en la sala desde la planta baja, mientras Peter y los demás entrarían por arriba. El espacio al que llamaban el Ruedo había sido en otro tiempo el patio central de la prisión, cubierto por un techo abovedado. Parte del techo se había derrumbado, dejando el espacio abierto al exterior, pero las vigas originales de la estructura estaban intactas. Suspendidas de esas vigas, a 15 metros de altura sobre el Ruedo, había una serie de pasarelas, que habían utilizado los guardias para vigilar el suelo. Estaban dispuestas como los radios de una rueda, sobre la cual corrían los conductos, lo bastante anchos como para que una persona los recorriera a cuatro patas.

Una vez asegurada la pasarela, Peter y los demás bajaron los tramos de escaleras situados en los extremos norte y sur de la sala. Éstos conducían a tres hileras superpuestas de galerías enrejadas, que rodeaban el patio. La mayor parte de la multitud se congregaría allí, explicó Olson, con más o menos una docena de hombres apostados en el suelo para controlar el cortafuegos.

El viral, Babcock, entraría por la abertura del techo, en el lado este de la sala. El ganado, cuatro cabezas, entraría desde el extremo opuesto, a través de un hueco en el cortafuegos, seguido por las dos personas destinadas al sacrificio.

«Cuatro y dos —dijo Olson—, por cada luna nueva. Mientras le entreguemos cuatro y dos, mantiene alejados a los Muchos.»

Los Muchos: así había llamado Olson a los demás virales. Los de Babcock, explicó. Los de su sangre. ¿Los controla?, había preguntado Peter, sin creer nada de lo que escuchaba todavía, porque todo era demasiado fantástico, si bien, aún mientras formulaba la pregunta, percibió que su escepticismo se diluía. Si Olson les decía la verdad, muchas cosas tenían sentido de repente. El propio Refugio, y su existencia imposible. El extraño comportamiento de sus habitantes, que parecían gente abrumada por un terrible secreto. E, incluso, los propios virales, y la idea, que Peter había albergado desde siempre, de que eran algo más que la suma de sus partes.

—Él no los controla —contestó Olson. Mientras hablaba, dio la impresión de que aquel hombre era presa de un gran cansancio, más profundo que el agotamiento físico. Era como si hubiera esperado años para poder contar la historia—. Él es ellos, Peter.

»Siento haberos mentido antes, pero no tenía más remedio. Los primeros pobladores que llegaron aquí no eran refugiados. Eran niños. El tren los trajo aquí, aunque no sabemos desde dónde. Iban a ocultarse en Yucca Mountain, en los túneles interiores. Pero Babcock ya estaba allí. Fue entonces cuando empezó el sueño. Algunos dicen que es un recuerdo de una época anterior a su transformación en viral, cuando todavía era un hombre. Pero en cuanto matas a la mujer del niño, le perteneces. Perteneces al Ruedo.

—El hotel, con sus calles bloqueadas —aventuró Hollis—, era una trampa, ¿no?

Olson asintió.

—Durante muchos años enviamos patrullas para traer tantos como fuera posible. Algunos se limitaban a deambular. Los virales dejaban a otros para que los encontráramos. Como tú, Sara.

Sara sacudió la cabeza.

—Ni siquiera recuerdo lo que sucedió.

—Nadie lo recuerda. El trauma es demasiado grande. —Olson miró de nuevo a Peter, implorante—. Tienes que entenderlo. Siempre hemos vivido así. Es nuestra única forma de sobrevivir. Para la mayoría, el Ruedo es un precio pequeño que hay que pagar.

—Bien, si quieres saber mi opinión, el trato es pésimo —interrumpió Alicia. Su expresión estaba endurecida por la ira—. Ya he oído bastante. Estas personas son colaboracionistas. Son como animalitos domésticos.

La expresión de Olson se ensombreció, aunque su tono, cuando continuó, demostró una calma casi inhumana.

—Llámanos como quieras. No dirás nada que no me haya repetido un millar de veces. Mira no es mi única hija. También tuve un hijo. Tendría tu edad si viviera hoy. Cuando lo eligieron, su madre protestó. Al final, Jude la envió al Ruedo con él.

Su propio hijo, pensó Peter. Olson había enviado a su hijo a la muerte.

—¿Por qué Jude?

Olson se encogió de hombros.

—Él es quien es. Siempre ha sido Jude. —Sacudió la cabeza de nuevo—. Me explicaría mejor si pudiera, pero nada de eso importa ya. Lo pasado, pasado está, al menos eso me digo yo. Un grupo de nosotros llevamos años preparando este día. Para escapar, para vivir como personas. Pero a menos que matemos a Babcock, llamará a los Muchos. Con estas armas, tenemos una oportunidad.

—¿Quién estará en el Ruedo?

—No lo sabemos. Jude no nos lo ha dicho.

—¿Qué sabes de Maus y Amy?

—Ya te lo he dicho, no sabemos dónde están.

Peter se volvió hacia Alicia.

—Son ellas.

—No lo sabemos —protestó Olson—. Además, Mausami está embarazada. Jude no la elegiría.

Peter no estaba convencido. Más aún, todo lo que Olson le había dicho lo conducía a creer que las elegidas para el Ruedo eran Maus y Amy.

—¿Hay otra forma de entrar?

Entonces Olson les explicó cómo eran el trazado y los conductos que había sobre las pasarelas, arrodillado en el suelo del garaje para dibujar en el polvo.

—Durante la primera parte, estará oscuro como boca de lobo —advirtió, mientras sus hombres iban distribuyendo rifles y pistolas del alijo saqueado del Humvee—. Seguid el sonido de la muchedumbre.

—¿Cuántos hombres más tienes dentro? —preguntó Hollis. Se estaba llenando los bolsillos de cargadores. Arrodillados junto a una caja, Caleb y Sara se dedicaban a cargar rifles.

—Nosotros siete, más otros cuatro en las galerías.

—¿Eso es todo? —preguntó Peter. Las probabilidades, que para empezar no eran demasiado buenas, se le antojaron mucho peores de lo que había imaginado—. ¿Cuántos tiene Jude?

Olson frunció el ceño.

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