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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

El pendulo de Dios (38 page)

BOOK: El pendulo de Dios
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En Jerusalén, en el día 13 de octubre del año de nuestro Señor de 1152.

Como sabía el rey Pere II, el quinto Gran Maestre de la Orden del Temple jamás tuvo la oportunidad de volver. Ahora debía encontrar un lugar donde esconder los escritos y confiar en Dios la oportunidad que tanto le pedía al destino. Aquellos cuatro hombres a los que había ordenado enviar en paquetes a Roma le habían inquietado más de lo que él mismo se atrevía a confesar, y sabía que más pronto que tarde recibiría otras visitas con el mismo fin.

Comprendía muy bien el poder de esos rollos y sabía que la misma inquina con que la Iglesia mandó arrasar a los Bons Hommes de Occitania no dudaría en utilizarla para barrer al poseedor de tales rollos. Solo podía confiar en una persona, su hija Elisabeth. Pensó el rey que quizá sería una buena recompensa por el daño que las cuestiones de la Corona le obligaban a infligirle.

La joven Elisabeth acudió a ver a su padre con la actitud que siempre había demostrado desde el día de su nacimiento, sumisa y con una sonrisa que iluminaba la vida a todos aquellos que tenían el honor de contemplarla. El rey Pere le habló.

—Desde vuestro nacimiento, habéis demostrado un corazón de santa, os he visto pasar vuestro tiempo con enfermos, viejos y mendigos —doña Elisabeth se sonrojó—, y debo reconoceros que no me parece apropiado para una futura reina. También os he visto confeccionar vestidos con vuestras propias manos y para nadie es un secreto vuestra relación con las Hermanas Clarisas y del Císter.

—Lo siento, padre.

—No os disculpéis, sois un ejemplo y por eso debo confiaros un secreto, un gran secreto que deberéis mantener contra riesgo de vuestra propia vida. Un secreto que jamás desvelaréis a nadie y que guardaréis en un lugar seguro hasta el momento de mi muerte. Entonces os aseguraréis de que quede bajo custodio y de que jamás, entendéis mis palabras, jamás caiga en ningunas otras manos.

—Me asustáis, padre.

Y el rey explicó a su hija todo lo que acababa de leer antes de entregarle los rollos que, ni aun siendo el monarca más poderoso del mundo, se habría atrevido a recitar en voz alta jamás, de no haber sabido cercano su fin.

Capítulo
34

E
l comisario Aripas abrió el cajón de su descuidada mesa y sacó un paquete de cigarrillos sin boquilla. Hacía tiempo que se había prometido dejarlo, y casi era fiel a su promesa, a no ser por momentos como ese en los que su mente necesitaba el mareo dulce de la nicotina para centrarse.

Había algo en todo ese asunto que se le escapaba. Su olfato, que ahora degustaba el olor rancio del tabaco, se lo decía. Si la chica tenía razón, podía cometer el descuido de dejar como visto un caso en el que parecía que había más implicaciones de las que él mismo se había atrevido a contemplar. Había hecho investigar al hombre que salió del apartamento antes de que sus hombres intervinieran, y lo que había averiguado no le gustaba en absoluto.

Marco Santasusanna Ravaioli, de nacionalidad italiana, cincuenta y dos años según la copia del pasaporte que tenía en su escritorio. Dueño de una de las mayores industrias de moda del mundo. Propietario del veinticinco por ciento de un
holding
de empresas que controlaban casi en exclusiva la distribución de bienes tan dispares como materias primas, tabacos, licores, moda, compañías aéreas, incluso inmobiliarias. Soltero, sin hijos ni relaciones conocidas. Un expediente limpio que le habían facilitado los Carabinieri, no sin antes poner mil y una pegas.

No era ese un tipo al que se le pudiera poner escucha o hacerle un seguimiento sin meterse en un lío del carajo. Pero ¿y si tenía relación con el intento de asesinato que él mismo había frustrado? ¿Y si realmente, como le había dicho la novia de aquel tonto, la había tenido secuestrada junto con Marie Stewart?

También había hecho investigar a la señora Stewart. Otro expediente increíble. Una condesa de padre francés y madre inglesa, de la que adoptó el apellido al morir su padre, con títulos nobiliarios en España, Francia e Inglaterra. Propietaria de más tierras de las que él visitaría en toda su vida. Filántropa y coleccionista de obras de arte, reconocida por sus donaciones en docenas de buenas causas, y vinculada estrechamente a la Orden del Císter, de la cual incluso llegó a formar parte en su juventud, y a la que financiaba con grandes cantidades de dinero. Había pedido un informe a la Gendarmerie francesa que ahora leía todavía caliente por el paso reciente de la impresora. Al parecer, la condesa Stewart hacía varios días que estaba en paradero desconocido, pero nadie había presentado ninguna denuncia de desaparición, ni estaba en busca y captura. Tampoco eso era nada extraño, pues según detallaba el mismo informe, la condesa de marras viajaba más que Marco Polo. Nada, ni siquiera una multa de tránsito. Otro expediente en el que poner un dedo encima podría suponerle un destierro a vigilar las arcas de un monasterio en la Conchinchina.

La chica había declarado que habían estado secuestradas en algún país del este, por lo poco que había podido relacionar en su cautiverio, y suponiendo que tuviese razón, el expediente del italiano detallaba que tenía empresas en Polonia, Bulgaria y Rumanía. Pensó el comisario que tampoco haría ningún daño, ni se jugaría el puesto, por hacer un par de llamadas. Además, los tres países estaban en vías de entrar a la maldita Comunidad Europea y un poco de colaboración tampoco les haría daño.

Solo le quedaba una duda más que se extinguía con el humo del cigarrillo que ya había apestado toda su oficina, no sabía si pedir la ayuda de su amigo Oriol Nomis. Quizá no estaría de más contar con la mente siempre despierta del auditor.

Capítulo
35

E
n un lujoso ático de San Sebastián, cuatro hombres se habían desnudado y lavado con esmero. Ahora, uno de ellos ungía con aceite los pies a sus tres compañeros. Las luces estaban apagadas y las cortinas que daban a la lujosa bahía de la Concha, corridas. Cada uno de los cuatro ocupaba un trono tallado en una sola pieza de madera de roble, con un grabado en su respaldo y dispuestos en cruz. Cinco velones mantenían la sala en un estado de media penumbra.

El hombre que ungía los pies ocupaba el trono cincelado con un toro embolado, en el ábside norte de la cruz. Al este, un león con las patas hundidas en agua, y frente a él, un águila que surcaba los aires imaginarios de la madera. Al sur, el trono grabado con un hombre enterrado hasta la cintura. Los cuatro elementos, dominados por cada uno de los evangelistas. Lucas el Toro, Marco el León, Juan el Águila y Mateo el Hombre, tal y como los soñó en su revelación apocalíptica San Juan.

Cinco columnas formaban un pentágono enfocado al norte, presidido por el toro, y entre ellas, cuatro velos dispuestos para ser rasgados en el mismo orden en que lo fueron casi dos mil años atrás, cuando se produjo la muerte física de aquel a quien llamaron «el Cristo». Cada columna tenía una inicial grabada en su base, «Valor, Confianza, Determinación, Prudencia y Equilibrio». Los valores que los habían llevado día tras día hasta el momento que estaban a punto de vivir. Uno para cada uno de ellos, y el Equilibrio para el maestro ausente.

Cuando Lucas Joswiack acabó de ungir los pies de sus hermanos, se sentó. Juan de la Vega se levantó entonces para elevar la bolsa púrpura que contenía el manuscrito. Había llegado el gran día, setecientos veinticinco años después de que los cuatro primeros
designati
fueran ajusticiados. 725, los tres números mágicos necesarios para alcanzar el final, el dos, representante de la dualidad, de lo femenino y lo masculino, del bien y del mal, de la vida y la muerte; el cinco, representación del hombre, del infinito, los cinco lados del pentágono y sus valores principales; y el siete, el número mágico desde el principio de los tiempos, los siete colores, los siete principios, los siete arcanos, los siete sellos del Libro Sagrado, las siete trompetas y las siete profecías que anuncian el final. Sumados, catorce, el uno por el Único, y el cuatro por los cuatro lados de la cruz, por los cuatro elementos, por los cuatro vivientes, por los cuatro caminos de la rosa de los vientos, por los cuatro hombres que debían cambiar la historia e instaurar un nuevo orden: ellos. Simplemente perfecto. Juan de la Vega se estremeció al levantar la bolsa que apenas unos días atrás había conseguido Marco Santasusanna. Sin duda, todo parecía encajar de la manera más misteriosa e increíble en el gran rompecabezas del tiempo.

Sus rostros permanecían ocultos por las capuchas de sus purpúreas vestimentas, pero el brillo de sus ojos rivalizaba con la luz de los cinco velones que quemaban al pie de cada columna. Los cuatro habían pensado que el maestro desvelaría el secreto junto a ellos, pero una cámara en una de las esquinas de la sala sería todo el contacto que tendrían con él por el momento.

Juan de la Vega alzó la bolsa en dirección a cada una de las columnas, símbolos del universo infinito, y después lo hizo frente a cada uno de sus hermanos. Por último, la elevó ante la cámara y la dejó en manos del anfitrión, Mateo Montalbán. Él sería el elegido para leer el manuscrito que les daría la clave ansiada.

Sacó con extremo cuidado las dos hojas enrolladas y escritas por Cayo Plinio apenas dos mil años atrás, se aclaró la voz, tomada por la emoción que sentía en ese momento, y comenzó a leer en la lengua del romano todos los caracteres que habían resistido con tenacidad el paso del tiempo.

Cuando finalizó el relato, sus tres compañeros lo miraron extrañados.

—Sigue, por favor —lo invitó Marco Santasusanna.

—Es todo —dijo con un hilo de voz.

—¿Cómo, no hay más? ¡Es imposible! —respondió Santasusanna retirándose la capucha de su rostro.

—¿Por esto, que cualquiera conoce desde que se encontraron los rollos del Mar Muerto, llevamos tantos años de búsqueda? —el fuego de Lucas Joswiack se encendió.

—Montalbán, mira bien, debe haber algo más, quizás entre líneas u oculto en una primera lectura. Joswiack tiene razón, todo el mundo conoce a los esenios, eso no es ningún secreto, ni el códice encierra ninguna enseñanza oculta. La ciudad es Qumrán, todo el mundo sabría eso.

—Toma, léelo tú mismo —dijo Montalbán, y cedió el rollo a su compañero De la Vega.

Este lo leyó con sumo cuidado, no se atrevían a encender las luces para examinarlo mejor por miedo a dañarlo, pero como muy bien había leído Mateo Montalbán, allí no se encerraba ningún misterio ni ninguna enseñanza oculta. ¿Qué sentido tenía su búsqueda? ¿Para qué tanto secreto, si no se desvelaba nada?

—Señores, una de dos, o bien todo esto es una gran mentira, que podría ser, o bien nos han engañado y el códice no está completo —intervino Marco Santasusanna, que se había levantado de su silla de agua y miraba el códice junto a los otros
designati
.

—¡Eso es lo que pasa! ¡Te has traído la mitad, joder! —gritó Lucas Joswiack.

—¡Joswiack! —lo reprendió De la Vega.

—No, déjale, quizá tenga razón. Pero regresar en busca de la chica es difícil, y más desde que aquellos estúpidos se dejaron cazar por la Policía. Sabéis que incluso han hecho averiguaciones de mi persona a través de los Carabinieri.

—Debemos estar tranquilos, no perdamos la calma. Estamos más cerca de lo que nuestros antecesores lo estuvieron jamás, así que intentemos manejar con prudencia nuestra ventaja —dijo De la Vega mirando a la cámara.

—De la Vega tiene razón. Quizá podríamos solicitar la colaboración de su amiga —dijo Montalbán mientras lo señalaba.

—Yo pienso igual, esa bruja seguro que sabe algo y si dejáis que mi hombre nos ayude, colaborará, seguro que colaborará.

—Tu hombre es una bestia —lo acusó De la Vega—. Dejadme que hable con ella.

—No —casi gritaron los otros tres.

—La conozco, y estoy seguro de que esa sería la única forma de que colaborara. De momento, dejemos esa opción en la mesa y recojamos todo esto. Creo que ya no tiene mucho sentido.

Ni siquiera el Castello di Am de su Toscana natal hacía mella en el ánimo de Marco Santasusanna. La frustración se leía en la cara de los cuatro hombres que, sentados a la mesa reservada para la celebración del día más importante, no solo de sus vidas, sino de las de todos sus antecesores, todavía no comprendían qué podía haber fallado.

—Perdón, señor, ¿no le apetece su lubina, prefiere que se la cambiemos por cualquier otro plato?

La voz del
maître
del Akelarre los devolvió por un segundo a este mundo.

—No, no, está perfecta, como siempre. Por favor, felicita a Subijana de mi parte —contestó Montalbán.

—No puede ser. Algo ha debido fallar, nos falta una parte, o el escrito esconde algo que no hemos sabido encontrar —intervino De la Vega—. Deberíamos avisar al maestro.

—Ya está al corriente y no ha intervenido. Apoya nuestras acciones y creo que deberíamos presionar un poco a nuestra invitada.

—Yo ya os lo dije, una llamada y la vieja cantará todo lo que sepa —apoyó Joswiack la idea de Montalbán, ante la mirada ansiosa de Juan de la Vega.

—No me gusta, estamos rozando terreno muy peligroso. Somos hombres de negocios respetados y temidos, no podemos cometer una estupidez que echara abajo nuestras carreras. Nos salvamos de la muerte del cura, y también de la muerte del amigo del Negro, incluso parece que hemos esquivado la retención de las dos mujeres, pero si cometemos un solo error, nos caerá toda la Policía encima, ya sabéis que han hecho algunas averiguaciones a través de los Carabinieri —volvió a recordar Santasusanna.

—Os avisé que era una temeridad ir con la chica. ¿Qué propones tú? —le preguntó Lucas Joswiack.

El italiano se echó un nuevo trago del vino toscano.

—Propongo que examinemos el manuscrito en los laboratorios de Lunna Co. Allí disponemos de la última tecnología para diseñar y reconocer tejidos. Quizás encontremos algo.

—¡Bravo! —gritó De la Vega—. Esa sí me parece una brillante idea.

Su grito sorprendió a los otros tres, pero todos estuvieron de acuerdo. Incluso el
ertzaina
que los observaba desde la sala de espera del restaurante se sobresaltó con el grito del californiano.

Capítulo
36

E
l régimen de visitas que nos había impuesto el comisario se había disminuido a una vez por semana en lugar de cada dos días. Quizá comprendió que no teníamos ninguna intención de escapar, o quizá simplemente se cansó de vernos por allí después de tomarnos declaración en varias ocasiones y no creer ni una palabra de lo que le explicamos.

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