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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

El pendulo de Dios (39 page)

BOOK: El pendulo de Dios
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Azul estaba internada en el Hospital del Mar, donde parecía recuperarse en parte. Había caído víctima de una tristeza impropia en ella, y ni Mars ni yo sabíamos a qué achacarla. Todos estábamos preocupados por Marie Stewart. Mars, sobre todo, pues según me había explicado en un arranque por vaciar algo de la tensión que acumulaba, era mucho más que su jefa o su amiga. Menos su amante, que en algún momento temí que lo fuera, era todo lo demás. Pero su abatimiento era casi alegría en comparación al que sufría Azul. Pasaba largas horas sedada, momentos en que su cuerpo reaccionaba y cicatrizaba de la operación a la que se había sometido en París, pero cuando recuperaba la conciencia, una pesadumbre infinita parecía caer sobre ella y no dejaba de culpar a Mars por la pérdida del códice.

Habíamos llamado varias veces al teléfono móvil de la condesa con la esperanza de vernos «pagados» por nuestra entrega imprevista e involuntaria del códice, pero todos los intentos de comunicación habían sido baldíos. La verdad era que, aunque en muchos momentos de aquellos días solamente deseé que Mars se fuera de mi apartamento, y ella misma en alguna ocasión insinuó mudarse a un hotel, en el fondo me alegraba de que estuviera allí. Al principio, creí que era yo quien la retenía, pero poco a poco fui comprendiendo que lo único que la mantenía en mi casa era la necesidad de sentirse acompañada y el miedo a ser víctima de algún ataque.

Mi situación no era mucho mejor. Oriol Nomis me había llamado a casa y habíamos quedado un día para comer. Por supuesto me había despedido, y no le podía culpar. Sin embargo, me dijo que no me preocupara porque un talento imprevisible como el mío siempre encontraría un lugar en el que desplegarse. Si era algún tipo de insinuación, no quise cogerla, y me quedé con la cortesía de quien no se atreve a enviarte a algún lugar impío y apestoso con palabras gruesas. Pensé varias veces en explicarle una parte de lo que nos había acontecido, pero él parecía saber también mucho de esa historia, tanto así que, en la corta conversación telefónica que mantuvimos, me dijo que si pensaba en algo que él pudiera hacer algo por liberar a su amiga Marie, no dudara en decírselo. Me sorprendió porque en ningún momento llegué a confesarle nada, pero el buen auditor tenía oídos en muchos lugares, incluida la comisaría de la Policía, así que seguramente a través de alguno de ellos se había enterado. También estaba seguro de que sabría que estaba acusado de robo y expolio al patrimonio nacional, además de daños a un conjunto histórico, y varias cosas más, pero su inmaculada cortesía le impidió hablar de algo así por teléfono, y supuse que sacaría el tema en el almuerzo que teníamos pendiente, algo que yo intentaba atrasar lo máximo posible.

Otra de las cosas que me preocupaba, además del estado de Azul, la tristeza de Mars y mis muchos crímenes cometidos, era no recibir noticias de la señora Bouvier. Habían pasado casi dos semanas y ni siquiera recibí un correo más allá del inicial en donde me confirmaba la recepción de mi envío y me decía que trabajaría en él.

La situación sin duda era pésima. Quizá pasara años en prisión, como Azul soportó en su día, quizá jamás volvería a levantar la cabeza después del lío en que me había metido. Yo amaba mi trabajo, ese pedestal desde el que observaba la raza humana cual científico que anota las idas y venidas de un ratón por un tubo de metacrilato. Un auditor de cuentas en realidad ni siquiera cuenta, solo vigila lo que otro contó, y yo me había permitido el lujo de anotar en mi libreta lo que muchos otros hacían, lo que gentes de buen corazón, algunos de ellos movidos por una fe que yo achacaba a la cultura o la tradición, y otros simplemente portadores del gen de la justicia, llevaban a cabo. Gentes que se mojaban, que metían sus manos en la harina asquerosa de la inmoralidad humana e intentaban rescatar algo de ese estercolero. Gentes a las que yo admiraba y respetaba como mi única creencia y, casi con toda seguridad, el único motivo por el que continuaba trabajando para una fundación dependiente de la Iglesia. Personas movidas por una fe a quienes no tendría oportunidad de acercarme de nuevo con mis guantes de látex en forma de lápiz anotador. No, ahora corría el riesgo real de acabar entre rejas, metido en algún lugar del que no se podía salir sin pase y del que desconocía el precio de esos pases. Un lugar en el que todas mis historias y anécdotas no servirían ni para conseguir un par de sábanas limpias. ¿Y todo por qué? ¿Por creerme una especie de Indiana Jones en busca del códice maldito? ¿Cómo había sido tan estúpido? ¿Dónde había dejado mis guantes de látex y mi traje de neopreno que tan bien me habían protegido estos últimos años?

La realidad golpeaba duro con el mazo de la evidencia. Azul ingresada, Marie Stewart en paradero desconocido, Mars abatida y confusa, y como yo, con visos más que probables de pasar algún tiempo encerrada. La vida de Indiana Jones había tocado a su fin y las consecuencias eran desastrosas.

Una tarde en que Mars se dedicó, como en la mayoría, a llamar a todos sus contactos en busca de noticias de la condesa, yo me acerqué hasta el Hospital del Mar. Azul estaba despierta y me senté a su lado. Al principio, ninguno de los dos dijo nada, hasta que al final ella me pidió perdón. Le dije que nada tenía que perdonarle, es más, ni siquiera sabía muy bien por qué me lo decía cuando estaba claro que había sido yo quien no supo comprenderla, ni a ella ni la situación que vivió.

—Me siento feliz de haber compartido una parte de mi vida contigo, Azul —le dije.

—Debería haber sido sincera contigo, pero no podía, no sabía qué hacer. Me debía a la orden, a la condesa, aunque también te amaba, ¿lo comprendes?

—Tú misma lo dijiste cuando nos vimos en el restaurante, no vale la pena remover el pasado, y tenías razón. Lo nuestro quedó en un buen lugar de la memoria, pero no existe desde entonces más allá de la interpretación que hagamos de esos recuerdos.

—Te amaba, Cècil, quiero que lo sepas.

Sus palabras, tardías, me helaron el corazón. Yo también la había amado, y aunque nuestro reencuentro me había aclarado por fin que ya no era así, mi deuda con ella era infinita. Azul era sin duda la persona a la que más había querido en mi vida, y por desgracia, a la que más había fallado.

—Yo también te amaba. Y te amaré siempre, no, no me mires así, amaré siempre a aquella Azul, a la que vivió conmigo y me hizo ver el mundo diferente. Ahora sé que esa solo era una parte de la gran desconocida que eres para mí. La parte de una persona especial, pero solo eso, una parte del crisol que atesoras.

—¿Podrás perdonarme?

—Ya te he dicho que no hay nada que perdonar, la misma pregunta debería hacerte yo a ti.

Hizo una mueca que interpreté como una sonrisa, y la besé en la frente.

—Quiero hacerte una pregunta. ¿Serás sincera? —le dije.

—Depende —repitió la mueca.

—¿Por qué estás tan abatida? No creo que sea solo por la condesa. Tú sabes en qué condiciones está, ¿tan terribles son?, ¿tanto temes por ella? —mi pregunta arrancó más lágrimas de aquellos castigados ojos.

—Sí, Cècil. Temo por ella, temo porque mientras nosotros estamos aquí, a ella pueden estar haciéndole quién sabe qué. Son malos, Cècil, son gente mala y el que nos vigilaba era el peor de todos, una bestia capaz de cualquier cosa.

—¿Y qué tiene que ver con que reproches a Mars la pérdida del manuscrito? Ella no tuvo la culpa —dije, y ella guardó unos segundos de silencio. Pensé que no me respondería o que se dormiría de nuevo, pero al final me contestó.

—¿Sabes qué contiene el Códice de Vitelio?

—No —respondí.

—Antes de explicártelo, debes prometerme que jamás revelarás mis palabras. ¿Lo prometes?

—Te lo prometo.

—En el códice se explica cómo acceder a lo sagrado, a las fuerzas del más allá, llegar directamente a Dios. ¿Comprendes?

Sus palabras me dejaron atónito. Imaginé una especie de recetario culinario mágico, pero no era eso lo que me había explicado la señora Bouvier, y en lo poco que había entendido, por no decir nada, de los fragmentos escaneados en mi disco duro tampoco me parecía comprender que fuera en esa línea, pero la dejé continuar.

—¿Una especie de código para conectarse con algo? —pregunté sin saber muy bien cómo explicarme sin caer en el ridículo.

—Algo así.

Me costaba creerla.

—¿Y por qué estás tan molesta con Mars?

—Ella lo perdió y yo lo necesitaba —sentí cómo esto último le había dolido dejarlo escapar.

—¿Tú lo necesitabas? ¿Para qué? —le pregunté. Volvió el silencio.

—Mi tío se muere, Cècil, hace dos años le diagnosticaron un cáncer que lo está matando. Necesitaba el códice para salvar la vida de mi amado tío Luali. Tuve que escoger, la vida de mi tío o la lealtad a la condesa —y se echó a llorar.

Aquello era increíble. Donde la medicina no llegaba, pensaba hacer una invocación, o qué sé yo qué, para salvarlo. Si no hubiera sido por la gravedad del momento, me habría echado a reír.

—Lo siento, Azul. No lo sabía. Tu tío es una persona excelente.

—Prometí que lo salvaría, ¿comprendes ahora cómo me siento, sin saber si volveré a ver jamás a ninguna de las dos personas que más quiero en el mundo?

—Te comprendo, Azul, ¿pero qué esperabas encontrar en ese códice, una fórmula mágica, un hechizo —no sabía cómo expresarlo—, el qué para pensar que podría salvar a tu tío?

—Ya te lo he dicho. Si no me crees, prefiero no seguir hablando de esto. Te ruego que mantengas tu promesa, que seas firme donde yo no lo fui.

—Claro que la mantendré. Y no sé si creerte, la verdad, en estas últimas semanas han pasado cosas tan extrañas que nada me sorprende ya. ¿Cómo supiste de la existencia del códice?

—La condesa me inició.

—La condesa… —repetí.

—Sí, ella. Me fue transmitido también que los conocimientos que se atesoran en el alma suponen una pesada carga de responsabilidad. Pero además un duro castigo si no se está a la altura, ¡debes creerme!, ¿me crees, verdad?

—Sí —respondí.

—Cècil, el castigo por intentar aprovechar los conocimientos más profundos no solo lo sufre quien infringe la ley, sino todo aquel que está en contacto. Por mi culpa no solo he sido castigada yo, sino las dos personas que más amo en el mundo, ¿lo comprendes?

—Sí —asentí a sus desvaríos—, ¿y Mars?

—Cada una tiene una función. Ella puede acceder a datos que yo desconozco. Según como actúe, recibirá —me dijo con frialdad.

—Sé que estás muy cansada, y me alegro de que hayas hablado conmigo. Te aseguro que jamás repetiré esta conversación, pero hay algo más, tengo una última pregunta y una petición.

—Adelante.

—¿Cómo conseguiste mover la losa de Clairvaux?

—Con un gato hidráulico —y por primera vez en mucho tiempo, la vi sonreír. Esa sí era la Azul que yo conocía—. ¿Y la petición?

—Que te sanes, que no te hundas y que te levantes de esa cama para poner al mundo en su sitio, como siempre has hecho, ¿me lo prometes?

Como respuesta, cerró los ojos en una doble intención de descansar y de que la dejara tranquila. La noticia de la enfermedad de su tío me había afectado, y comprendí que ella hubiese buscado cualquier resquicio por el que colar una esperanza, pero ese…

Con sus últimas palabras, me marché a casa. Mars apenas salía de ella y había convertido mi pequeño apartamento en una especie de campamento base desde el que llamaba y hacía las gestiones para conocer algo del paradero de Marie Stewart. Ella y Azul habían tenido una larga conversación en la que supuse se habrían puesto al día de todos los descubrimientos que cada una de ellas había hecho, y también imaginé que Azul le habría informado de todos los detalles que creyó oportunos para que Mars ayudase a la Policía a encontrar a la condesa. Pero todo esto eran suposiciones porque, si bien Mars no utilizaba una actitud de secreto con mi persona, no me tenía informado de apenas nada de lo que hacía.

—Hola —la saludé cuando llegué a casa—. ¿Sabemos algo?

—No —fue la escueta respuesta.

—He hablado con Azul, sobre el códice.

—¿Y se puede saber qué te ha dicho? —me preguntó con un cierto tono de enfado. A veces parecía que era yo el causante de todo el lío. Y se lo dije—. Tienes razón, lo siento, pero todo esto es demasiado. Hace demasiado que no sabemos nada de la condesa y estoy muy preocupada por ella.

—¿Y por eso no duermes ni comes y te pasas horas al teléfono?

—Me hace creer que soy útil.

—Debemos confiar en la Policía —le dije.

—Ellos no harán nada. No me creyeron ni una palabra. Solo podemos confiar en que alguna de las hermanas de la orden, o de las otras órdenes que también han recibido instrucciones, nos dé una pista a la que agarrarnos. Pero bueno, eso no es cosa nuestra. ¿Qué te ha explicado Azul?

—No sé si puedo decírtelo.

—Por favor, te ruego que me lo expliques, por lo menos romperá un poco la tensión de la espera y tendré otro foco con el que pelear —me sonrió.

—Bueno, casi me das miedo. Me ha explicado que es una conexión con lo sagrado, pero si te soy sincero, no lo he entendido. También me ha dicho que sentía haberte culpado de su pérdida —mentí un poco y obvié lo del tío Luali.

—En parte, tiene razón. Debíamos haber sido más cuidadosos, haber guardado todo y esperar.

—Vamos, Mars, hicimos lo que teníamos que hacer, ¿o ya no recuerdas por qué iniciamos la búsqueda, no recuerdas el pacto de cambiar el códice por la condesa y Azul? Deja de culparte por algo de lo que no tienes ninguna responsabilidad.

—Quizá tengas razón —me dijo.

—Claro que la tengo, tú sabes que sí, pero sentirte mal ahora es una manera de unirse al sufrimiento que intuyes en tu amiga.

—Vaya, ¿desde cuándo un auditor ha cursado Psicología? —me preguntó con un tono de burla evidente.

—Lo hice por Internet —le dije—, y por cierto, ahora mismo voy a continuar con las clases. Voy a ver si he recibido algún correo de mi maestro. Y no me mires así, ya te prometí que no miraría el códice.

—Está bien,
sensei
, creo que voy a intentar descansar un poco —y se fue a la que había sido siempre mi habitación.

Tal como le había dicho, conecté el ordenador, pero no para recibir las valoraciones de un curso que jamás habría hecho, sino para ver si la doña francesa se había decidido a enviar alguna información. Por fin, el nombre de la señora apareció en la bandeja de entrada. Un temblor interno se apoderó de mi mano hasta el punto de necesitar varios intentos para clicar en el icono del sobrecito. Lo abrí, solo tres palabras, «Necesito verles urgentemente». Lo temía. Ya no había más remedio que explicarle a Mars que yo había enviado las imágenes a la señora Bouvier. Llamé a su puerta y entré. En contra de lo que había creído por su silencio, no dormía. En la mesilla de noche descansaban el bloc en donde apuntaba todas las gestiones que hacía en busca de la condesa, y un par de teléfonos, su móvil y el inalámbrico de mi casa.

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