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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

El pendulo de Dios (52 page)

BOOK: El pendulo de Dios
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Esa noche, conseguimos examinar las cuevas que teníamos previstas, las números siete, ocho, nueve y diez, y cuando el sol se anunciaba en el retrovisor del todoterreno, hacíamos nuestra llegada al hotel. El resultado era de decepción contenida. Tampoco habíamos encontrado ninguna pista. Las cuevas habían sido absorbidas por la naturaleza inhóspita del desierto y sus paredes no se diferenciaban en nada de las paredes de las montañas que las acogían. Además, ni siquiera teníamos idea de lo que buscábamos en realidad. Una fantasía que nos había hecho creer que llegaríamos y encontraríamos a Mariam bajo un cartel luminoso anunciando su presencia milenaria.

Desayunamos y nos acostamos tras una buena ducha después de enviar nuestro informe a
madame
Bouvier. Despertamos al mediodía. En la pantalla del ordenador, palpitaba un correo de la señora Bouvier y la condesa que nos infundía ánimos en la distancia. Se lo enseñé a Mars.

—Creo que no deberíamos ir esta noche a Qumrán —le dije.

—¿Por qué?

—Nos faltan por visitar solo dos cuevas, las 5Q y 6Q, y están demasiado cerca de la caseta del vigilante como para arriesgarnos en una búsqueda inútil. Creo que sería mucho mejor ir de día y visitarlas con calma.

—Cècil, ¿y si no encontramos nada?

—No lo vamos a encontrar, Mars. No es aquí donde se oculta Mariam.

—Yo empiezo a pensar lo mismo —admitió—, pero sabes, la ilusión por encontrarla, por estar aquí contigo, y por algo que parecía el final de un camino que empecé hace años, me había nublado un poco la razón. Tenía la esperanza, quería creer que la encontraríamos, de que nosotros éramos los elegidos después de dos mil años de búsquedas, y ahora veo que no va a ser posible. Hemos sido unos tontos —me dijo Mars.

—No, no digas eso. Es solo que si Mariam estuviese aquí y hubiese dejado alguna pista, con todas las excavaciones y los estudios que se han hecho de la zona, la habrían encontrado o la habrían forzado a marcharse. No sé cómo no lo pensamos antes.

—¿Y dónde puede estar?

—No tengo ni idea —admití.

—Deberíamos consultar con Marie.

—Tampoco creo que ella tenga mucha idea. E incluso dudo de que si la tuviera nos pusiese sobre la pista correcta. Todo este embrollo es un galimatías demasiado complejo y perverso en el que nosotros pasamos de alfil a peón con una velocidad escalofriante.

—Cècil, fue ella quien nos envió aquí.

—Sí, y no hemos encontrado nada, además no olvides que lo hizo después de que nosotros ya hubiésemos decidido venir. Recuerda también que ella sabía que los manuscritos estaban en la tumba del rey Pere el Gran, en Santes Creus, y no se lo dijo jamás a nadie. Ni siquiera ella misma los buscó. Es como si nadie quisiera que encontráramos a Mariam, tu condesa la primera.

—Ellos sí quieren encontrarla, Cècil. Casi matan a Marie Stewart y a Azul para conseguirlo, ¿o no te acuerdas de eso?

—¡Claro que me acuerdo!, pero creo que la ayuda externa, por decirlo así, solo nos embrolla más. Cada uno de los descubrimientos que hemos hecho lo hemos conseguido por nosotros mismos.

—La señora Bouvier nos ayudó —dijo Mars, cada vez más convencida de mi razonamiento.

—Sí, nos ayudó, pero solo mientras pensaba que era lo mejor para la condesa. Ahora están juntas las dos, y si Marie Stewart sabe algo, puede que nos esté jugando una nueva pasada guiándonos por un camino falso.

—Estoy confundida, Cècil, siento que lo que dices está cargado de razón, pero Marie es mi mejor amiga, la persona que me ayudó a ser feliz, a ser la persona que soy. A quien debo toda mi iniciación y mi crecimiento espiritual.

Contra eso no tuve respuesta, y cambié de tema. Era mejor bajar a cenar.

Por la noche, fuimos al cine. Necesitábamos relajar nuestra mente y nuestras emociones, y la mejor medicina nos pareció una sesión nocturna en los multicines del mismo centro comercial que habíamos visitado días atrás en Tel Aviv. La película era en inglés subtitulada al hebreo. Cuando volvimos al hotel, eran las dos de la madrugada y nos costó dormirnos, acostumbrados a caminar hasta bastante más tarde entre rocas y lomas desérticas. Por la mañana, después de desayunar, nos marchamos a Qumrán.

Hicimos la visita como otro par de turistas cualquiera, con la fortuna de que en esa ocasión el guía no fue el mismo de la vez anterior, y evitamos ser reconocidos. Después de realizar casi el mismo recorrido que en nuestra primera visita, Mars y yo nos fuimos hasta las cuevas 5Q y 6Q, y las examinamos con toda tranquilidad a la luz del día. Cuando regresamos al hotel, a media tarde, ya teníamos la constancia de lo que había sido hasta entonces una sospecha. Si Mariam había dejado alguna marca en esas cuevas, el tiempo se la había tragado, aunque los dos sentíamos en nuestro interior que no era allí donde debíamos seguir buscando.

Capítulo
48

E
l tedio comenzaba a exasperar los ánimos del Negro.

Llevaba dos semanas sin salir de aquella maldita furgoneta más que para vaciar el baño químico en plena noche, por miedo a que se presentara aquel hombre, o bien que las dos mujeres decidieran abandonar justo en ese momento la casa de la que no se habían movido en varios días. Demasiada mierda para él solo.

Las había visto salir únicamente en un par de ocasiones. La primera fue para acudir a un supermercado y hacer acopio de provisiones, que el Negro interpretó como una evidencia de que pensaban permanecer tiempo allí metidas, y la segunda, que todavía reafirmó más su teoría, cuando las siguió hasta el palacete y las vio salir con el coche cargado de ropa en sus asientos traseros. El maestro (se preguntó de qué) lo había llamado un par de veces para que lo pusiese al corriente de cada movimiento. Maldito tipo que se creía su amo.

Se retiró a la parte trasera de la furgoneta y se sirvió un jugo. La ciudad comenzaba a despertar como todos los días. Los más madrugadores, o los más desgraciados, bajaban las calles de Montmartre en dirección al Métro. Todos iguales, con la cabeza refugiada del frío tras las solapas levantadas de sus chaquetas, las miradas bajas, escrutadoras del terreno que pisaban a cada paso. Miserables que dejaban a sus pollitas calientes en la cama y a las que él imaginaba desnudas, o con ligeros pijamas, aprovechando el espacio que les acababan de regalar, estirándose, y abriendo sus piernas a una fantasía que él necesitaba aprovechar. Quería entrar en aquellas casas con olor a sudor y deudas, y hacerlas sentir mujeres por una vez en su vida, francesas de todas las procedencias, ardientes y necesitadas. También a ellas las veía pasar, metidas en sus chaquetas de media temporada, cubiertas por capas de ropa innecesarias para sus ojos expertos de depredador.

Y dentro de la casa aquella putita de ojos verdes. Le parecía verla retozar, gritar de miedo y placer en cada embestida con que la regalaría en cuanto pudiese echarle la mano encima.

Poco a poco, la mañana se fue apoderando de los adoquines y de las fachadas de las casas unifamiliares del barrio. Las puertas se abrían con más frecuencia que en las primeras horas, y el tránsito arrancaba en un devenir de coches y furgonetas de reparto. Vio llegar el camión que dejaba hermanos de piel para recoger la mierda de los franceses. Su rabia ya no cabía en la furgoneta.

A las diez de la mañana, no pudo resistir más el encierro y se decidió a salir. Había visto un pequeño bar en la esquina de la calle desde el que podía vigilar la puerta de la casa sin problemas. Se miró en el espejo retrovisor de la furgoneta, estaba sucio, demacrado por los días de espera y por la tensión acumulada. Peinó sus descuidados cabellos y, tras meterse la camiseta en los pantalones, salió. Toda su ropa estaba arrugada. Pidió un jugo, un café con leche y dos
croissants
que le supieron a gloria. También se compró un bocadillo de fiambre y un par de botellas de agua para más tarde. Mientras regresaba a su prisión, el bolsillo del pantalón se agitó furioso. ¡Maldita fuera su suerte! Aquel hombre lo llamaba justo en el peor momento. Corrió hasta la furgoneta y entró, cuando se supo seguro descolgó el teléfono.

—¡Te dije que no te durmieras! ¿Es que no entiendes mis palabras? —vociferó el hombre al otro lado.

—No dormía, jefe. Estaba en el clóset —se excusó. Estaba harto.

—¿Cómo va todo? —preguntó el maestro, algo más tranquilo.

—Igual, esas putas no se mueven de ahí dentro. No sé qué hacen, pero no salen ni a respirar.

—Bien, escúchame con atención. Esta noche llegaré a París, quiero que estés listo. Te llamaré cuando llegue. ¡No las pierdas! —le advirtió, y colgó.

Por fin, lo iba a conocer. Más le valía compensarle como le había prometido, o toda la rabia contenida en esos días de encierro se la cobraría cara.

Capítulo
49

M
ars mordía el capuchón de su bolígrafo mientras escribía un pequeño resumen de todos los pasos que habíamos dado hasta llegar a Qumrán. Estábamos seguros de que en alguno de ellos habíamos cometido el error que nos había llevado a una pista falsa. La luz de la mañana se colaba por las cortinas translúcidas de la habitación mientras Mars anotaba en voz alta.

—Veamos. Descubrimos el dedo del monje en Cîteaux, que nos llevó hasta Clairvaux, Claraval para ti —me dijo con un deje de sorna—, allí encontraste el sarcófago con el escudo del rey Pere el Gran, lo que nos llevó hasta Santes Creus.

—Eso es, ¡y allí fue donde casi acabamos en la cárcel!

—Calla, no me distraigas. En Santes Creus encontramos tres escritos, uno de Plinio el Viejo con la historia de Mariam en tinta simpática, otro del caballero André de Montbard, que afirmaba haber estado con la comunidad y con una persona que podría responder a la descripción de Mariam, y el último de un soldado francés sin nombre que solo halló una marca en la pared de una cueva, pero que, según él mismo dijo, no dio con persona viva alguna. Cronológicamente, escritos en el año 79 el de Plinio el Viejo, el del caballero templario en 1152, que remitió a Bernardo de Claraval, y el último en 1849, que el mismo escribano se ocupó de juntar a los otros dos.

—Eso nos hace pensar en dos opciones posibles, la primera, que la comunidad se marchó entre 1152 y 1849, y la segunda, que la única referencia que tenemos del regalo de Jesús a Mariam es por Plinio el Viejo —añadí.

—Sí, pero si las conclusiones del caballero de Montbard son correctas, afirma haber dado con una persona que tenía ciertos poderes, espera que lo lea —buscó entre sus apuntes—. «
Era una mujer la que parecía estar al mando de aquel grupo de seres que muy bien comenzaba a creer eran los que el mismísimo sabio romano había llamado ‘esenios'. A la que todos llamaban Maestra
…», más adelante, dice también: «
No serían más de una docena y estaban sentados, como os digo, en círculo, flotando en la luz oscilante de las antorchas. En el centro de ellos había una roca con una pequeña bolsa de cuero de la que emanaba una luz violácea que iluminaba sus caras y sus blancos vestidos. Todos tenían sus manos vueltas hacia la roca, incluso la Maestra, que parecíase una más. En el tiempo que allí estuve, y cuya duración no alcanzo a calibrar, sobre aquella roca se originaron tempestades, viento, lluvia y sol que parecíase podían dominar a su gusto
». Creo que es bastante razonable pensar que Mariam pudiese ser la Maestra de la que habla el caballero, y que la docena de hermanos que vivían con ella en las cuevas fuesen esenios.

—Bien, podemos aceptarlo como probable, sí, y si damos por cierta esta teoría, no debemos dudar de la existencia ni de la inmortalidad de Mariam, porque si seguimos con el mismo razonamiento, esa Maestra es la misma persona que sobrevivió a la toma y destrucción de Qumrán y a la erupción del Vesubio. Además, fue allí donde el sabio romano, que para mí es más fiable que el templario, dice haberla visto resucitar a las dos niñas —añadí a los argumentos de Mars—. ¿Qué nos queda? Cada paso ha sido iniciado por el anterior, incluso venir a Qumrán ha sido originado por las palabras del soldado francés. Repasemos eso una vez más, quizás ahí encontremos la clave.

Mars buscó entre las fotocopias que nos había facilitado la señora Bouvier hasta que dio con lo que le pedía.

—Aquí está, atiende —comenzó a leer—. «Debido a mi poco conocimiento del latín, me dejé guiar por los escritos del caballero André de Montbard, que tan solo apuntaba su partida desde 'En Gedí en dirección a Jericó. En el camino entre ambos lugares debía estar la morada de los esenios». Eso casa con Qumrán, ¿no?

—Sí, pero con esas indicaciones no encontró nada y fue de la mano de un lugareño, un niño, como llegó.

—Escucha: «El niño, que no había hablado hasta el momento, sonrió y dijo algo que no comprendí, entonces comenzó a guiarme por un sendero que se dirigía a una loma no muy lejana…, descendimos un barranco de piedras puntiagudas y desprendidas que a punto estuvieron de hacernos dar con nuestros huesos al fondo del barranco. Nos sorprendió la noche… Me levanté y lo busqué en vano, pero lo que descubrí no fue a mi pequeño amigo, sino unas cuevas abiertas en la pared que se alzaba al otro lado del barranco».

—No es muy explícito —dije.

—No. Más adelante, explica cómo encontró la cueva con los signos: «Releí una vez más la descripción del lugar que había hecho el caballero y supe que estaba frente a las cuevas de los hermanos. Comencé a caminar hacia ellas y entré en tantas como pude, pero en ninguna encontré a nadie. Estuve en el lugar por espacio de varios días en los que no hallé rastro alguno de ningún ser vivo, aunque sentía la certeza de que aquellos agujeros habían estado habitados alguna vez… Quise permanecer una noche más al amparo de aquellas cuevas y fue en la última de ellas donde hallé, grabados con algún utensilio metálico, quizás un cuchillo, unos signos en la pared de la entrada».

—Es extraño.

—¿El qué? —preguntó Mars.

—Por favor, busca la descripción del lugar que hace el caballero templario. Tengo una corazonada.

—Escucha: «Me tumbé protegido por unas rocas a contemplar el cielo… Aquí no existen aldeas ni campos ricos en verduras y vegetales como en nuestra amada Champagne, ni vides ni árboles frutales. Todo en esta tierra es árido y seco, las rocas son calientes en el día y frías al caer la noche. No se ve vida más allá de algún rebaño de cabras ni una arboleda más poblada que por dos o tres árboles, que se avergonzarían ante cualquiera de nuestros pinos o robles». Ahora se enrolla un poco y sigue: «Cuando al cabo de dos días ya no pude disimular más mi mal, aun a pesar de ser día claro, unas nubes ensombrecieron la tierra y me acompañaron en plena oscuridad hasta la entrada de las cuevas para despedirme allí mismo». Y ahora, ¿compartirás esa corazonada?

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