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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y el gran amor (6 page)

BOOK: El pequeño vampiro y el gran amor
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Su madre le miró incrédula. Entonces su mirada fue a parar al cuaderno.

—¿Has terminado? —preguntó ella.

—Sí —gruñó—. Todo listo.

Ella se rió y empezó a leer:

—Me gustaría ser dentista. Me gustaría tener una gran consulta... ¡Bueno! —dijo aliviada—. ¡Al fin nada de vampiros!

Cripta Bohnsack

El sábado por la tarde Anton preguntó a su padre:

—¿Puedes ayudarme? Quiero montar algo en mi habitación.

—¿Montar? ¿El qué?

—Una cueva. Y para eso tengo que darle la vuelta a mi cama.

—Pero va a ser una cueva grande... —dijo el padre de Anton riéndose.

—Y también necesito mantas de lana —dijo Anton—. Preferiblemente negras, para que esté bien oscuro.

—No tenemos mantas negras de lana —contestó su madre—. Pero tengo tela negra vieja en el armario.

—Oh, sí —dijo Anton entusiasmado.

Si sus padres supieran a qué le iban a ayudar...: ¡quería transformar su habitación en una cripta para el «Baile de los Vampiros» que ponían aquella noche en la televisión a las ocho y cuarto!

Pero eso sólo se lo diría más tarde…

¡Poco antes de que se marcharan al cine! Y hasta entonces aún tenía muchas cosas por hacer...

A las siete y media llamaron a la puerta de la habitación de Anton.

—¿Anton? —exclamó su madre—. Nos marchamos. ¿Podemos ver ahora tu cueva?

—Sí. ¡Entrad! —exclamó alegre Anton sentándose encima de su escritorio, que había tranformado en un ataúd: con tela negra y una cruz de cartón envuelta en papel de aluminio.

Sus padres entraron en la habitación llenos de curiosidad y expectación... y se quedaron parados como si les hubiera alcanzado un rayo. ¡No estaban preparados para lo que estaban viendo!

«Cripta Bohnsack», leyeron en letras rojas como la sangre en un cartel que estaba sujeto al cable de la lámpara debajo de la manta.

En las paredes había cabezas de vampiro de tamaño superior al natural, que había pintado Anton. No se veía nada de los muebles: Anton había cubierto todo con tela negra.

No obstante, lo más terrorífico de todo era la cama dada la vuelta: bajo el paño negro que Anton había extendido sobre las cuatro patas, se veía yacer a alguien, sin moverse, como un cadáver...

La madre de Anton pegó un grito.

—¿Quién hay ahí? —El se rió irónicamente.

—Nadie. Sólo la ropa de cama.

—¡Vaya susto que me has pegado!

—¿De verdad? —dijo Anton orgulloso con el efecto que había conseguido—. Fíjate bien cuando apague la luz...

Encendió rápidamente la linterna y la colocó junto al cadáver. Luego apretó el interruptor de la luz. Ahora sólo se veía brillar el resplandor de la linterna a través de la tela negra... y aquello era tan horripilante que hasta al propio Anton se le puso la carne de gallina.

—¡Iiiih! ¡Qué horror! —exclamó su madre.

—¿Verdad que sí? —dijo satisfecho Anton.

—¡Sólo que..., hay algo que no pega en esta cripta! —observó el padre.

—¿El qué?

—¡La televisión!

Anton, naturalmente, no había colgado de la televisión ningún paño negro; ¿para qué, si la iba a encender en seguida?

—¿O acaso crees que los vampiros tienen corriente eléctrica en su cripta? —preguntó el padre riéndose irónicamente.

Anton se enfadó por el tono de sabelotodo. De forma arrogante dijo:

—¿Por qué? No la necesitan para nada. Bien podría ser una televisión a pilas.

Su padre se rió.

—Una imagen exquisita: ¡Vampiros que ven el telediario!

—¿Por qué no? —dijo Anton—. Con tanta sangre como corre allí cada noche...

—Yo sé por qué no ha tapado Anton la televisión —dijo entonces la madre de Anton—. Probablemente vuelven a poner una de esas horribles películas de terror.

Anton tuvo que reírse irónicamente.

—¡Efectivamente! Esta noche ponen el «Baile de los Vampiros», mi película favorita.

—¿Cuándo? —preguntó ella de mal humor.

—A las ocho y cuarto —contestó complacido Anton.

—¿Tan pronto?

—Sí. Quedaos conmigo a verla. La película es estupenda.

—No, gracias —dijo ella poniendo una cara como si hubiera mordido un limón—. Preferimos ir al cine y ver una película que merezca la pena.

—¿Más todavía? —observó Anton partiéndose de risa.

Su madre se dio la vuelta irritada y salió fuera.

—¡Y ten cuidado, no te vayan a morder! —dijo el padre de Anton como despedida.

—¿Morderme? ¿Quién? —preguntó Anton

—¡Los vampiros!

«Baile de los vampiros»

Anton iba a encender la televisión cuando oyó un extraño ruido en la ventana. Sonó como si hubiera chocado contra ella un gran pájaro.

Echó las cortinas a un lado y contempló el pequeño rostro, blanco como la nieve, de un vampiro al que nunca había visto antes.

Tenía que ser una chica-vampiro, pues llevaba un lazo rojo en el pelo.

¿Sería..., Olga?

Le hizo una señal de que abriera la ventana... Anton obedeció con las manos temblorosas, y la chica-vampiro se metió en la habitación.

—¿Eres Anton?

Tenía una voz potente y ronca y era casi tan alta como Anton.

—Sss..., sí —tartamudeó.

—Yo soy Olga, la Señorita von Seifenschwein —declaró ella—. Así que vives aquí...

Anton la examinó mientras ella miraba con curiosidad a su alrededor. Para ser un vampiro no estaba nada mal: tenía pequeñas pecas sobre su nariz respingona, grandes ojos azules y el pelo cuidadosamente cepillado. Sólo molestaba un poco su fuerte olor a moho.

Olga había advertido su mirada.

—¿Te gusto? —preguntó ella.

Anton se puso coloradísimo.

—Sí...

Ella sonrió satisfecha de sí misma.

—Eso me había parecido.

—Me gusta tu habitación —dijo ella—. En la cripta donde vivíamos también había cuadros en las paredes.

Señaló las cabezas de vampiros pintadas.

—¿Las has hecho tú?

—Sí —asintió Anton.

—¿Te gustaría pintarme a mí también? —preguntó apasionadamente poniéndose delante de Anton en una postura afectada—. ¡En mi patria, en Transilvania, me pintaban a menudo!

—Yo..., en este momento no tengo ni idea de dónde están mis pinturas —murmuró.

La cara de Olga cobró una expresión de enojo. Desapareció la dulce sonrisa y Anton vio sus afilados dientes de vampiro.

—Pero puedo buscarlas si quieres —dijo apresuradamente.

—¡No! —contestó aguda—. Ahora ya no tengo ganas de que me pinten.

Dicho esto se dio la vuelta y se fue a la ventana.

—¡Es..., espera! —exclamó Anton. Se quedó parada mirándole expectante:

—¿Sí?

—¿Sabe Tía Dorothee que estás aquí?

—No. Está en la cripta zurciendo.

—¿Y cómo has encontrado mi ventana?

Soltó una risa ronca.

—Muy sencillo. Le he pedido a Rüdiger que me la enseñara. Al principio no quería..., pero como no puede negarse a ningún deseo mío, al final lo ha hecho.

—Por cierto, él tenía razón —completó ella—. Realmente eres simpático. ¡Seguro que seremos amigos! Pero ahora tengo que irme volando... Rüdiger me está esperando en el castaño.

Ella le sonrió y se subió al poyete de la ventana. Allí extendió los brazos... y los volvió a dejar caer sorprendida.

—¿Tú por aquí? —exclamó ella.

Anton se quedó helado del susto: ¡Si ante su ventana estaba Tía Dorothee...!

Pero no era Tía Dorothee...

—¡Sí, soy yo! —oyó contestar a Anna—. ¡Y lo he oído todo!

Su voz sonó penosa. Pero Olga no se dejó impresionar.

—¿Y qué? —dijo solamente—. ¡No estará prohibido decirle a Anton que es simpático!... Sobre todo si responde a la realidad —añadió, y sin dignarse a decirle una palabra más a Anna, salió volando de allí.

Anna entró en la habitación ardiendo de rabia.

—Ahora también lo ha conseguido contigo.

—¿Qué quieres decir con conseguido?

—¡Enredarte! —exclamó ella—. Y por lo que veo Olga ha tenido mucho éxito. ¡Hasta has cambiado tu habitación para ella!

Anton no daba crédito a lo que oía.

—¿Para Olga? Pero…

Anna no le dejó terminar:

—No hace falta que me expliques nada. ¡Lo he comprendido!... Adiós.

Y antes de que Anton pudiera responder, Anna había desaparecido.

Se quedó de piedra y no sabía qué pensar. Primero la inesperada visita de Olga..., luego el encuentro con Anna..., sus celos infundados... y por último la despedida como si no fueran a volverse a ver nunca...

Cerró la ventana y encendió la televisión.

Un hombre gordo y sudoroso cantaba: Estoy tan solo.

Exactamente igual se sentía Anton: solo en una cripta que no lo era, con padres que se divertían en el cine, con un amigo que ya no quería saber nada de él y con una novia que acababa de romper con él...

De repente odiaba la tela negra, las horripilantes y grotescas caras de vampiro, la plateada cruz de cartón, y se puso a echar todo abajo como un salvaje.

Cuando terminó de hacerlo se sintió mejor. Se sentó y miró la televisión. En ese momento bailaba un grupo regional... y entonces se acordó del «Baile de los Vampiros», que, con el jaleo, había olvidado por completo.

Cambió apresuradamente de canal. Vio cómo el tabernero de la venta del pueblo metía su ataúd en el castillo de Drácula. Pero, extrañamente, esta vez no le venía el picor de nervios que sentía otras veces viendo películas de vampiros. No podía hacer otra cosa que pensar constantemente en Anna.

Su mal humor todavía duraba a la mañana siguiente.

—Parece que el «Baile de los vampiros» ha sido demasiado para ti —dijo el padre de Anton guaseándose—. Pareces completamente sobrecogido aún.

Anton tuvo que reírse irónicamente contra su voluntad.

—Es cierto. El baile que tuve con los vampiros fue realmente demasiado para mí.

Sus padres, naturalmente, no entendieron el juego de palabras y sólo le miraron extrañados.

La madre de Anton sirvió café.

—¡De una cosa sí que me alegro! —dijo ella después.

—¿De qué...? —preguntó Anton.

—Tu habitación. Gracias a Dios ha vuelto a desaparecer aquella repugnante cripta.

—No sólo la cripta... —dijo Anton suspirando.

Cartero

Pasó la semana sin que Anton supiera nada de Anna ni de Rüdiger.

El sábado por la noche estaba en su habitación hojeando sus libros de terror... y esperando.

Pero nadie llamaba a la ventana.

Tenía que hacer algo..., ¿pero qué? Si Anna fuera una chica normal podría darle una carta en el patio del colegio..., o llamarla por teléfono..., o simplemente llamar a la puerta de su casa.

Pero así...

¿Y si pusiera una nota para ella cerca de la cripta?

Le vinieron a la cabeza los dos vampiros de arcilla que había hecho en el curso de cerámica. Estaban huecos por dentro..., o sea que podía meter en ellos una nota para Anna.

¡Sí, la idea era buena! Cogió de la estantería una figura de arcilla. Luego escribió en una hoja:

Querida Anna:

Tengo que hablar contigo. Siento lo de Olga, de verdad.

Anton.

¡Iría al cementerio el día siguiente por la tarde y colocaría la figura en un sitio propicio!

El día siguiente estaba nublado y hacía frío; mejor para Anton, pues con aquel tiempo no habría mucha gente fuera. Nada más comer se puso en marcha con su bicicleta. Debajo de la chaqueta llevaba la figura del vampiro con la carta.

Fue hasta la entrada principal y echó el candado a su bicicleta. Luego abrió el portón. Ante él estaba el cementerio, sin un alma, como un gran y apacible jardín.

Se notaban claramente los cuidados del guardián del cementerio... y los de su jardinero. Estremeciéndose, Anton pensó en que Geiermeir había recibido refuerzos.

Miró temeroso a su alrededor, pero no se veía a ninguno de los dos. Probablemente se estaban echando la siesta allá arriba, en la casa de Geiermeir, que estaba escondida detrás de unos altos arbustos. Anton sólo podía ver el tejado rojo y la chimenea, de la que salía un humo escaso. Quizá también estuvieran sentados delante de la chimenea afilando sus estacas de madera...

Anton aminoró el paso. Pasó al lado de una tumba recién levantada. Seguro que iban a enterrar allí a alguien... ¡Qué horror!

Justo al lado había una tumba cubierta a más no poder con flores. ¡Descanse en paz!, leyó Anton en una banda negra impresa con letras doradas.

¡Brrr! ¡Las tumbas recientes siempre le causaban espanto! Rápidamente echó de nuevo a correr y se alegró de alcanzar finalmente la parte trasera del cementerio.

Sintiendo los latidos de su corazón, examinó el alto abeto. ¡Nadie diría que debajo de él se encontraba el agujero de entrada!

Ni siquiera Geiermeier, que se pasaba husmeando a los vampiros cada minuto libre que tenía, sabía nada de ello.

Seguía buscando todavía tumbas de vampiros individuales; y mientras tanto ya hacía mucho que los von Schlotterstein habían llevado sus ataúdes a una cripta común.

Ahora la única señal de que en aquel lugar había habido tumbas de vampiros eran las lápidas en forma de corazón que debían de estar allí, por algún lado, en la hierba.

Anton se deslizó lentamente a través de la hierba, que llegaba hasta las rodillas, buscando las lápidas con la vista.

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