—¡He dicho seis!
—¡Cinco! —dijo Carafoca.
—¡Cuatro! —gritó Lechuguino.
—¡Tres! —dijo miss Laurenciana.
—¡Dos! —gritó el loro.
—¡Uno! —imploró miss Floripondia, llorando.
—¡Ninguno! —dijo el chino, dando un salto y escapándose.
El látigo empuñado por Chaparrete se abatió sobre Floripondia, que cayó al suelo desmayada.
—¡Bruto! —gritó Garrapata, dando un puñetazo a Chaparrete.
El teniente Lechuguino bajó a la desdichada Floripondia a su camarote. Miss Laurenciana se tiraba de los pelos y amenazaba a todos con el paraguas:
—¡Os ahorcarán a todos!
Los marineros se sentaron en cubierta y se pusieron a fumar. Garrapata, que estaba muy enfadado, dio una patada en el suelo y gritó:
—Aquí sólo fumo yo.
Los hombres tiraron los cigarros y Garrapata mandó clavar en las paredes unos letreros que decían: «Se prohíbe fumar», «Se prohíbe estornudar», «Se prohíbe rascarse». Los marineros estaban hartos. Comadreja dijo:
—¡Nos van a prohibir hasta hacer pipí!
Garrapata ató al chino con la coleta a la pata de su cama, y de cuando en cuando le daba con el cinto.
Una noche, un humo terrible y un calor insorportable despertaron a todos.
—Se habrán quemado las judías —dijo Carafoca.
—¡Fuego, fuego! —gritó Chaparrete, corriendo hacia el puente.
Garrapata tocó la campana y los marineros acudían alocados, en calzones.
—¡Coged los cubos!
Los marineros cogieron los cubos.
—¡Llenadlos de agua!
Por medio de sogas cogían agua del mar y una fila de marineros se pasaban los cubos de uno a otro. Al abrir la escotilla mayor, una llamarada surgió en la noche.
—¡Cerrad la escotilla!
El capitán mandó cerrar todas las escotillas y tapar los resquicios con brea para que el fuego se extinguiese por falta de aire. Floripondia se había desmayado y miss Laurenciana la subió a la toldilla para respirar aire puro. Los marineros sacaron de la despensa unos barriles de carne, otros de bizcochos y una vaca que tenían atada y que se llamaba Filomena.
Al amanecer apenas se podía entrar en el interior del buque. Miss Laurenciana preguntó al capitán:
—¿Qué pasa, señor Garrapata?
—Que se han quemado las judías.
—¡Pues vaya humo!
A miss Floripondia la instalaron en un camarote de popa, y los marineros pusieron sus colchonetas en el puente y en la toldilla. Por la noche se oían crujidos de maderas quemadas. Algunas ratas salían despavoridas con el rabo chamuscado. Aquellos días, el gato se hartó de comer ratas asadas.
El fuego lento seguía minando el buque. Dos marineros bajaron a la despensa por la noche, pues tenían hambre.
—¿Queda algo? —preguntó Garrapata.
—No. Todo se ha estropeado.
El chino hizo una cocinilla en el puente y allí asaba algún pez volador que cogía con el paraguas cuando cruzaba volando sobre cubierta. Una tarde pescó un bonito en escabeche, que hizo las delicias de todos. Garrapata revisó las provisiones y se quedó asustado.
—Queda un barril con cien libras de bizcochos.
Carafoca hizo el cálculo con los dedos y tocaba a un cuarto de libra por persona durante diez días.
—¿Cuánta carne salada? —preguntó Carafoca.
—Otras cien libras —calculó el chino.
—Pocas libras para tantos dientes…
—También queda un barril de aceitunas.
—Eso, para aperitivo —dijo Carafoca.
—¿Qué tal andamos de agua?
—Muy bien. Fíjate toda la que hay —dijo Carafoca señalando el mar.
—Bobo, esa es salada.
—¡Y yo qué sabía! Entonces sólo tenemos dos barricas.
—¿Cuánto toca por cabeza? —dijo Garrapata.
—Medio litro al día.
—¡Pocos litros son ésos!
—¡Tenemos hambre! —gritaban los marineros.
—Pues yo os hartaré a trabajar —dijo Garrapata—. ¡A barrer el barco!
Los marineros barrieron el barco.
—¡Mojad la cubierta!
Los marineros echaron cubos de agua para refrescar las tablas.
—¡Apagad el fuego!
Los marineros abrieron un agujero en el suelo, pusieron en él un embudo y empezaron luego a echar cubos de agua.
—¡Echad más cubos!
—Vamos a secar el mar —protestaron los marineros hartos de tanto trabajo.
—¿Estáis hartos ya? —rugió Garrapata.
—Sí, estamos hartos.
—Pues todos a la cama.
Los días fueron pasando. El fuego seguía su lenta labor en la bodega del barco. El agua que echaban por el embudo era insuficiente para sofocarlo. Una mañana, miss Laurenciana preguntó:
—¿Apagaron ya las judías?
El capitán se rascó la cabeza y tuvo que decir la verdad:
—Milady, este humo no es de las judías.
—¿Pues de qué es?
—De la bodega. Se ha incendiado.
—¿Y por qué no lo apagan de una vez?
—Porque no se puede. Si abrimos la escotilla, el fuego quemará las velas y los mástiles en un santiamén.
—Entonces, ¿qué esperan?
—Que se apague solo.
Miss Floripondia, que había escuchado desde su camarote la conversación, dio un grito y cayó desmayada.
P
OR LA NOCHE, el horizonte se pobló de luces azules. Se acercaba una tormenta. Aún no se oían los truenos. Sobre el mar rodaban nubes de vapor y aquello parecía una caldera cuando empieza a hervir. El mar, no obstante, era todavía una balsa de aceite, pero poco a poco se fue agitando. Garrapata fue por su
Manual de conducir barcos
y a la luz de una vela estudió el capítulo de las tormentas.
—¡Arriad las velas! —gritó Garrapata.
Los marineros se precipitaron a las drizas y enrollaron las velas para que el viento no hiciera zozobrar el barco.
—¿De dónde viene el viento? —preguntó Garrapata.
Carafoca sacó el pañuelo, lo observó atentamente y dijo:
—De muy lejos.
—¡Cinco grados a babor! —ordenó Garrapata.
—¡Cinco gramos de jamón! —repitió Carafoca.
Un viento huracanado comenzó a soplar, y Garrapata, sin perder su sangre fría, consultó el libro y gritó:
—¡Ponerse a la capa!
—¡Ponerse las capas! —repitió Carafoca.
Los marineros se pusieron las capas.
—Majaderos, he dicho ponerse a la capa.
—¡Ah, bueno, eso es otra cosa!
Los marineros hicieron girar el barco, poniendo la proa al norte para resistir el viento. Como las bodegas del
Salmonete
iban muy cargadas y, por tanto, el centro de gravedad era muy bajo, el barco empezó a cabecear y los mástiles a gemir. La quilla crujía. Era necesario levantar las velas altas.
—¡Desplegad los juanetes! —gritó Garrapata.
—¡A rascarse los juanetes! —repitió Carafoca.
Los marineros se quitaron los zapatos, y el capitán se puso hecho una furia.
—¿Qué hacéis?
—Rascarnos los juanetes.
—He dicho que despleguéis los juanetes —rugió Garrapata.
—¡Ah, bueno, eso es otra cosa! —dijeron los marineros, precipitándose a las jarcias.
Con las velas altas, el barco se estabilizó. De pronto, un trueno horrible sonó sobre el barco y una luz brillante iluminó todo el mar.
—¡La tormenta! —gritó el hombre del anteojo desde la cofa—. ¡Que viene la tormenta!
—Ya lo sabemos —chilló Carafoca.
—¡Agarraos a las cuerdas! —ordenó Garrapata.
Una ola más grande que una montaña cayó sobre el barco como el puñetazo de un gigante. Después, la nave fue levantada como una cáscara de nuez a lomos de la ola y se inclinó más de cuarenta grados en el abismo.
—¡Los barriles! —gritó Garrapata.
Los barriles rodaron por la cubierta y se precipitaron al mar. Carafoca dio un salto, pero sólo pudo coger una tapadera. Un viento huracanado se estrelló de pronto contra el barco.
—¡El huracán! ¡Que viene el huracán! —gritó el del anteojo.
—¡A buenas horas, mangas verdes! —gritó Carafoca.
Un golpe terrible hizo un siete en los juanetes.
—¡Mi sombrero! —gritó miss Floripondia.
Carafoca dio un salto y sólo pudo coger la cinta. El sombrero quedó colgado en el palo mayor.
—¡Arriad los juanetes! —ordenó Garrapata.
—¡Arriados los juanetes! —respondieron los marineros.
El viento entraba por las tablas del casco y atizaba el fuego como un soplillo. Los rayos seguían brillando. Uno cayó sobre el barril de carne salada, y la carne quedó asada a la parrilla. Otro cayó encima de un marinero y lo partió por la mitad.
La tempestad cedió de pronto y salió la luna.
—¡La luna! —exclamó Calabacín, el del telescopio.
—Voy a pasar revista —dijo Garrapata.
—Faltan tres marineros —observó Carafoca.
—¿Dónde están?
—A uno lo partió un rayo —afirmó Carafoca.
—Otro salió volando con el huracán —añadió Chaparrete.
—¿Y el otro?
—Se lo llevó una ola, señor.
—¿Y Floripondia? —preguntó Garrapata, colorado.
—Está mareada.
—¿Han quedado provisiones?
—Sólo un barril de carne asada a la parrilla.
—¿Asada? —se extrañó Garrapata.
—Sí…, por el rayo.
—¿Y el barril de bizcochos?
—Se lo llevó la ola.
—¿Y las barricas de agua?
—Salieron trotando. Sólo queda una.
El barril de aceitunas seguía allí, pero las aceitunas habían volado. Sólo quedaban los huesos.
—¿Quién se ha comido las aceitunas?
Nadie respondió.
—¿Y las sardinas?
La caja de sardinas no aparecía por ninguna parte, pero los rincones estaban llenos de raspas.
—Habrá sido el gato —dijo Carafoca.
—Coged las escobas —ordenó Garrapata.
Los marineros cogieron las escobas.
—¡Escobas a babor!
Los marineros empezaron a dar escobazos, mientras el gato corría a la otra banda del barco.
—¡Escobas a estribor!
Los escobazos cayeron a estribor, y el gato subió por el palo de mesana y se refugió junto a la bandera. La caja de sardinas apareció junto al timón, pero faltaban la mitad. Garrapata dividió las provisiones que quedaban para que durasen veinte días.
—Cada uno comerá la mitad de cuarto de carne —dijo Garrapata.
—¡Pues nos vamos a indigestar! —comentó Carafoca.
El agua también se racionó, y Garrapata, después de hacer sus cálculos, dijo:
—Cada día nos tocará a una cucharada.
—Es suficiente —dijo Comadreja—. Nos podremos lavar hasta los pies.
La bodega seguía en su lenta combustión. La madera crujía como si se estuviesen asando castañas.
—Poned más embudos.
Los marineros llenaron la cubierta de agujeros. Pusieron un embudo en cada agujero, y no paraban de echar agua del mar por ellos. Habían pasado quince días desde que empezó el incendio.
—Si encontráramos tierra… —dijo Garrapata, mirando al horizonte.
—¡Tierra a babor! —gritó Carafoca.
—¿Dónde?
—¡Ahí, en ese tiesto! ¡La he encontrado yo!
Garrapata, furioso, le dio la espalda y se fue a su camarote muy preocupado.
El fuego era tan intenso que no se podía pisar sobre cubierta.
—Va a explotar la pólvora —dijo de pronto Comadreja.
—Vamos a tirarla al agua —dijeron los marineros, asustados.
—No —repuso Garrapata.
—¿Por qué?
—Por si nos atacan. ¿Cómo nos defenderemos?
—A puñetazos —respondió Comadreja.
Los marineros no quedaron muy convencidos.
Una noche, Comadreja y otros amigotes se levantaron sigilosamente, quitaron la llave a Garrapata, que dormía como un ceporro, y se dirigieron a la santabárbara.
—¡Maldita sea! ¡Si es la llave de la despensa! —exclamó Comadreja.
—Lompamos la puelta —dijo el chino.
—Sí, sí, a patada limpia.
Cuando saltó la puerta, cogieron un saco de pólvora y se lo llevaron arrastrando.
—¡Alto! —gritó Garrapata.
—¡Bajo! —rugió Comadreja.
Garrapata agarró el saco por una punta mientras Comadreja lo agarraba por la otra. La mitad de la tripulación tiraba de cada lado del saco.
—Yo voy con Garrapata —chillaban unos.
—Yo voy con Comadreja —chillaban otros.
—Yo no voy con ninguno —dijo Cuchareta, sentándose encima del saco.
—¡Trae los huesos! —ordenó Garrapata, en voz baja, a Carafoca.
Carafoca fue por los huesos de aceituna.
—Échaselos a los pies —sugirió Garrapata.
Los de Comadreja resbalaron y cayeron patas arriba. Garrapata guardó el saco otra vez, y ordenó:
—Carpintero, clava la puerta.
A Comadreja le dio un pescozón y le castigó a cinco días de calabozo en el palo de mesana.
P
ASABA el tiempo y el hambre apretaba. Por la mañana, Garrapata mandaba repartir las raciones.
—Ponelos en cola —ordenaba el chino.
—¿A cuánto toca?
—A un moldisquito de calne.
Los marineros, con las narices dilatadas, se abalanzaban sobre su ración y la devoraban como fieras.
—Despacio. Hay para todos —gritaba Garrapata.
—Tenemos sed —protestaban los marineros.
El chino tomaba el barril y repartía una cucharada de agua por barba.
—¡Bebedla a sorbitos! —decía Garrapata.
—Sí, no sea que os ahoguéis —se burlaba Comadreja.
Una noche oscura, cuando todos roncaban, unas sombras avanzaron por entre las colchonetas.
—¿Quién va? —preguntó, medio en sueños, Garrapata.
—Unas sombras —respondieron las sombras.
Garrapata se volvió a dormir. Unas voces terribles le despertaron. Comadreja, el chino y otros cuantos se disputaban la carne del barril.
—¡Atrás! —gritó Garrapata.
—¡Adelante! —rugió Comadreja.
Los hombres, como una manada de chacales, daban feroces dentelladas en la carne.
—¡Ay, que me has mordido a mí! —gritó el doctor Cuchareta.
Garrapata y Carafoca se abalanzaron también, para no quedarse sin nada de carne.
—¡Allá voy! —gritó miss Laurenciana, abriéndose paso a paraguazos.
—¡Qué canallas! ¡Se han comido hasta el barril!