—¡Qué hermosa es la libertad! —dijo Garrapata.
—¡Me gustaría ser un pájaro para volar! —dijo Chaparrete.
—Pues a mí me gustaría ser un pez sierra —dijo Garrapata.
—¿Para qué?
—Para serrar estos barrotes.
—Es verdad. ¡Si tuviéramos unas limas…!
Los piratas se acostaron en el suelo sobre un poco de paja. Al día siguiente, al barrer la celda, el carcelero encontró las limas en el rincón:
—¿Qué hacen estas limas aquí? —exclamó furioso.
—Venían dentro de los bocadillos.
—¿No las tendréis para limar los barrotes?
—No, señor. Para limarnos las uñas.
—Está bien. Pero ojo, que a mí no me la da nadie con queso.
—Se la daremos con jamón.
Cuando el carcelero se fue, Garrapata y Chaparrete se lanzaron sobre las limas y empezaron a limar los barrotes. Eran muy gordos.
Al ruido, acudió el carcelero.
—¿Qué estáis haciendo? —rugió.
—Limando los barrotes.
—¿Para qué?
—Para que entre aire.
—¡Ah, bueno! Pero ojo, que yo no tengo un pelo de tonto.
El carcelero se fue a comer. Los piratas siguieron con su trabajo, un poco preocupados.
—Creo que se está escamando un poco —dijo Garrapata.
Por la noche ya estaban rotos los barrotes.
—Y ahora, ¿dónde encontraremos una cuerda?
—La pediremos al carcelero.
—¡Carceleroooo! Una cuerda.
El carcelero trajo una soga y preguntó:
—¿Para qué la queréis?
—Para jugar a la comba.
Se fue el carcelero y los dos piratas se descolgaron por la ventana. La cuerda se partió y por poco se rompen la cabeza.
—¡Atiza! ¡Tenemos que volver! —dijo Garrapata.
—¿Por qué?
—Porque se me ha olvidado el cepillo de dientes.
—¡Qué fastidio! Vamos por él —dijo Chaparrete.
Llamaron, y el portero abrió de malas pulgas la puerta de la cárcel.
—¿Qué queréis a estas horas?
—Pues que nos habíamos escapado y veníamos por el cepillo de dientes.
El portero abrió y tocó la campana. Míster Longaniza bajó corriendo rodeado de guardias y apresó a los piratas:
—¡Ja, ja! Es muy difícil escapar de mí. Yo soy muy listo.
A los piratas los encerraron en una celda sin ventanas.
—¿Cuánto falta para cortarnos el gañote? —dijo Chaparrete.
—Dos días.
Mientras tanto, en el
Salmonete
, Carafoca se mordía las uñas de impaciencia.
—¿Cuándo se escapará Garrapata? —pensaba.
Aquella tarde, sir Almohadilla y el traidor Comadreja se presentaron con una fuerte escolta para apoderarse del
Salmonete
.
Subió Comadreja el primero y Carafoca le dio un golpe con el rodillo de la cocina.
—Metedlo en el cuarto de las ratas.
Subieron los soldados todos en tropel, pero la escalera se partió. Los soldados se cayeron y se dieron un morrón descomunal.
—¡Cuidado, que os caéis! —gritó Carafoca.
Al día siguiente dos frailes capuchinos llegaban a la cárcel del Moro. Longaniza los llevó ante la celda de los piratas.
—Pasen sus reverencias. Pero cuidado, que muerden.
Pasaron los frailes y el carcelero cerró la puerta.
—Ave María purísima —dijeron los frailes.
—Sin pecado concebida —respondieron los piratas, dando un estacazo a los frailes.
—¡Pronto, pongámonos sus trajes! —dijo Garrapata.
Llamaron luego al carcelero. Este abrió y preguntó:
—¿Qué? ¿Han sido buenos?
—Sí. Son unos angelitos. Están durmiendo.
—Quisiera su bendición —dijo el guardián poniéndose de rodillas.
—Tenemos prisa. Otro día.
—Por favor, denme su bendición.
—Pues ¡toma castaña!
Los piratas le dieron un golpe y le quitaron las llaves. Longaniza salió a su encuentro y dijo:
—Hermanos, ¿me dan una estampita?
—¿Grande o pequeña?
—Cuanto más grande, mejor.
—Pues ¡toma estampita!
Longaniza salió rodando por el suelo. Garrapata y Chaparrete abrieron la puerta y echaron a correr.
—¡Alto! —gritó el guardia.
Pistolete se acercó:
—¿Dónde van tan corriendo?
—Es que se quema el convento y vamos a apagar el fuego.
—Monten en mi carroza. Yo les llevaré.
Subieron al pescante y Garrapata restalló el látigo. Dando trompicones, la carroza corría cuesta abajo. Una rueda se salió y se metió en un portal.
—¡Cuidado, se ha roto una rueda! —gritó Pistolete.
—No importa, aún quedan tres.
Al dar una vuelta, la carroza se llevó una esquina por delante. Una piara de cerdos que cruzaba la calle quedó convertida en salchichón.
—¿Queda alguna rueda? —preguntó Pistolete.
—No, pero ya llegamos.
La carroza se estrelló contra unas tinajas de vino que había en la puerta de una taberna.
—¿Hemos llegado? —preguntó Pistolete sacando la cabeza por la ventanilla.
—Sí —dijo el posadero dándole un puñetazo en un ojo.
Los dos piratas salieron corriendo.
—¡Es Garrapata! —exclamó Pistolete—. ¡A por él!
Los piratas cruzaron el mercado derribando los puestos de tomates y repollos. Garrapata se pisó el hábito y cayó en una cesta de huevos.
—¡Ya es nuestro! —gritó Pistolete lanzándose sobre Garrapata.
Pero resbaló con una cascara de plátano y cayó de cabeza en un barreño de miel.
—¡Huyamos!
Los dos piratas sacudieron unos sacos llenos de harina y desaparecieron detrás de la polvareda.
—Vamos a quitarnos los hábitos —dijo Garrapata.
—Sí, ya no nos sirven.
P
ASABA un entierro. Varias personas iban detrás llorando. Los piratas se acercaron a la comitiva. Unos soldados abrieron la puerta de la muralla y se quitaron el sombrero. Los piratas sacaron sus pañuelos y, llorosos y compungidos pasaron delante de las narices de los guardianes.
—¿Quién es el muerto? —preguntó el guardia a Garrapata.
—No sabemos. No le hemos visto nunca.
—Entonces, ¿por qué lloran?
—Porque le queríamos mucho. ¡Era tan bueno!
Los guardias se quedaron un rato rascándose la cabeza. Luego, salieron detrás de los piratas. Empezaron a tiros, el entierro se disolvió y el muerto se quedó solo. Pasaba un carro de cubas vacías.
—Vamos a meternos en una cuba —dijo Garrapata.
—Sí, así no nos cogerán.
El carro siguió camino del puerto. Al llegar, una patrulla de soldados paró el carro. Los soldados subieron, abrieron la tapadera donde estaba Garrapata y preguntaron:
—¿Qué hay aquí?
—¡Vino de Jerez! —gritó Garrapata.
Los soldados se pegaron un susto. Luego abrieron otra cuba y preguntaron:
—¿Qué hay en esta cuba?
—Pepinillos en vinagre —dijo Chaparrete sacando la cabeza.
—Está bien —respondieron los soldados.
Se bajaron del carro y preguntaron al cochero.
—¿Has visto a dos tipos sospechosos?
—No. Yo soy sordo y no los he visto.
—Ni nosotros tampoco —dijeron los piratas sacando la cabeza.
—Bueno, sigan su camino.
Él carro llegó al puerto. Los dos piratas se bajaron y dieron las gracias al cochero. En el muelle había mucho movimiento. El
Salmonete
estaba anclado como a dos tiros de fusil. Sir Almohadilla, rodeado de generales, hablaba en un grupo. Los oficiales daban órdenes a cientos de soldados. Garrapata se puso la pipa en la boca, cogió una red y se acercó a una barca como si fuera un lobo de mar.
—¿Dónde van? —preguntó un oficial.
—Vamos a pescar.
—¿Quiénes son ustedes?
—Yo soy un lobo de mar —dijo Garrapata.
—Y yo un cangrejo de río —dijo Chaparrete.
—Atrás. No se puede salir.
Los piratas se sentaron en unas cestas de gallinas.
—¿Cómo saldremos de aquí?
—Ya veremos.
En un almacén había centenares de carneros que balaban impacientes. Garrapata dijo:
—Vamos dentro.
Entraron en el almacén, dejaron la puerta abierta y pincharon con un alfiler a los carneros. Estos salieron corriendo y tiraron las cestas y los tenderetes. Los dos piratas se pusieron a cuatro patas y se mezclaron con los carneros.
—¡Beeeeee! ¡Beeeeee! —decían los carneros.
—¡Beeeeee! ¡Beeeeee! —decían Garrapata y Chaparrete.
Los carneros embistieron a los soldados y los echaron al mar. Sir Almohadilla chillaba en el agua mezclado con los carneros. Los dos piratas nadaron con todas sus fuerzas hacia el
Salmonete
.
—Ponte un carnero encima —dijo Garrapata.
—Buena idea. Así no nos verán —dijo Chaparrete.
Cuando llegaron al barco, Carafoca y sus compañeros saltaron de júbilo.
—Dejad de saltar y larguémonos en seguida —rugió Garrapata.
Todos los barcos del puerto venían por el
Salmonete
. Los cañones del fuerte disparaban. Era noche cerrada. No había luna y no se veía nada.
—Lanzad una barca llena de faroles —rugió Garrapata.
Los marineros echaron al mar una barca llena de faroles y el
Salmonete
, amparado en la oscuridad, enfiló la estrecha boca del puerto. Los barcos disparaban sobre la barca creyendo que era el
Salmonete
.
—¡Rumbo a mediodía! —gritó Garrapata.
—¡Un cubo de judías! —repitió Carafoca.
—¡Largad las cangrejas! —rugió Garrapata.
—¡Escoged las lentejas! —gritó Chaparrete.
Los marineros se sentaron en el suelo de cubierta y empezaron a escoger las lentejas.
—¿Qué hacéis, imbéciles? —preguntó Garrapata, repartiendo latigazos a diestro y siniestro.
El barco corría ligero. Carafoca cogió de los pelos a Comadreja y lo llevó a Garrapata. Este le dio una bofetada y le volvió la cara del revés.
—¿Le ahorcamos por traidor? —dijo Chaparrete.
—No, eso es poco. Ponedle una semana a pan y sardinas.
—¡Antes la muerte! —gimió Comadreja.
El marinero fue encerrado en el calabozo con un cajón de sardinas fritas. A la mañana siguiente Garrapata mandó subir al moro con el cofre, extendió los planos y preguntó:
—¿Dónde está el tesoro?
—Aquí, en la isla del Boquerón —dijo el moro.
—Mentira —dijo el loro de Garrapata.
Garrapata cogió al moro por las barbas.
—Dime dónde está o te arranco la barba.
—Aquí, en la isla de las Tortugas.
—¿Dónde cae eso?
—Cuatro esquinas más abajo. Según se va a Oceanía, a la derecha.
—Tirad «palante» —ordenó Garrapata.
—¡Un elefante! —gritó Carafoca.
Los marineros, asustados, corrieron a los cañones.
—¿Dónde está? —preguntó Garrapata.
—Ahí, en la sopa.
Garrapata miró en la sopa y no lo encontró.
—¡Será en la popa! ¡Ah, sí, ahí está! ¡Pero eso es una ballena, majadero!
—¿Qué velocidad llevamos?
—Tres leguas por hora.
—¡Sacad más leguas! —gritó Garrapata.
—Sacad la lengua —ordenó Carafoca.
Los marineros sacaron la lengua y Garrapata los metió en el calabozo por hacerle burla.
Al cabo de treinta días llegaron a la isla de las Tortugas. El
Salmonete
atracó en un pequeño puerto natural, abrigado por grandes rocas.
—¿Bajamos a tierra?
—Sí. Preparad las armas.
Los marineros bien armados abandonaron el barco y llegaron a tierra en una barca que, luego, escondieron en la orilla. Subieron por una pendiente empinada, caminaron largo rato y, al final, llegaron a un valle lleno de una vegetación exuberante. A duras penas avanzaban entre los matorrales.
A
NDUVIERON mucho tiempo de aquí para allá, explorando el terreno. Al salir de los matorrales, una voz gritó:
—¡Manos abajo!
Los hombres bajaron las manos.
—¡Piernas arriba!
Todos levantaron las piernas y se dieron un morrón en el suelo.
—¡Quietos, o disparo!
Pasaron dos horas y los marineros se cansaban de estar con las piernas para arriba.
—¿Quién será? —preguntó Garrapata asustado.
—Es un papagayo. ¿No lo ves en el árbol?
—¡Adelante, cobardes! —rugió Garrapata—. Sois una manada de imbéciles.
Los marineros llegaron junto al barco. Se sentaron en unas piedras y se dispusieron a comer.
—¡Estas piedras se mueven! —dijo Garrapata temblando.
—¡Es verdad! ¡Y se dirigen al mar!
—¿Será un terremoto?
Algunos marineros cayeron al agua.
—Estas piedras tienen patas —gritó Carafoca.
—¡Como que son tortugas! —exclamó Garrapata.
Los marineros salieron corriendo y se subieron a los árboles.
—¡Socorrooooo, tortugas! —chillaba Carafoca.
—¡Bajad, miedosos, que no pican! —ordenó Garrapata.
Los marineros subieron al barco unas cien y el chino hizo una buena sopa de tortuga. Garrapata preguntó al moro Mustafá:
—¿Sabes dónde está el tesoro?
—Debe de estar en una montaña con una chimenea.