—El más tonto —dijo Garrapata.
—Entonces, el chino.
—No quielo, echalemos a sueltes, ya está bien de abusal.
Los marineros echaron a suertes y le tocó al chino. Cogió éste un cucharón y comenzó a descender por la escotilla. Los marineros fueron detrás. Lechuza Flaca, que era un gafe, iba diciendo:
—Esto va a acabar como el rosario de la aurora.
Nada más decir esto se hundió una trampa y desaparecieron el chino, Chaparrete y tres marineros.
—Ya lo decía yo —dijo Lechuza Flaca.
—¡Cállate de una vez! —ordenó Garrapata.
—Me callo, pero esto me huele muy mal.
Efectivamente, de la bodega subía un olor nauseabundo.
Los marineros bajaron al comedor. Los platos habían desaparecido. Oyeron un ruido de pucheros y cacharros y todos bajaron a la cocina. La armadura estaba fregando los cacharros. De pronto se volvió con los brazos abiertos y avanzó hacia los marineros.
—¡Alto, o disparamos!
Una risotada se oyó dentro de la armadura. Los hombres dispararon y las balas atravesaron la coraza.
—¡Está hueca! —gritó Garrapata.
La armadura cogió en sus brazos a Comadreja. Este gritaba y pataleaba:
—¡No me mate, tengo doce hijos!
Los gritos no ablandaron a la armadura y desapareció pasillo adelante con el desgraciado marinero.
—Aquí hay una puerta —dijo Chaparrete.
—Tiradla abajo.
Los marineros tomaron carrerilla, y ya iban a chocar contra ella cuando se abrió sola. Los marineros entraron de cabeza en una habitación profunda y sin escaleras. Unos brazos descomunales los atraparon.
—¡Son pulpos! ¡Son pulpos gigantes!
Los marineros sacaron los cuchillos, pero aquellos terribles animales parecían de goma. Cuchareta sacó un frasco de cloroformo, untó el pañuelo y dijo a un pulpo:
—Toma, rico, límpiate los mocos.
El pulpo dejó caer los brazos y se mareó. Cuchareta hizo lo mismo con los otros cuatro pulpos, y pronto quedaron los marineros en libertad. Encendieron linternas y encontraron una puerta. En un cartel ponía: «Pasen sin llamar».
—Entremos —dijo Cuchareta.
—¡No! ¡Es una trampa! —gritó Garrapata.
—Abramos con el bastón.
Empujaron con el bastón y una piedra de cien kilos cayó del techo con gran estruendo.
—Pasemos ahora.
Los hombres entraron en una habitación, alumbrada por un candil. Un hombre vestido de moro escribía de espaldas.
—¡Ahí va! ¡Está sentado en el aire!
—¡Y el tintero está vacío!
—¡Qué cosas tan lalas! —dijo el chino.
—Siéntense —dijo el moro.
Los marineros se fueron a sentar en unas sillas, pero éstas desaparecieron y nuestros amigos se dieron un trompazo.
—¿Dónde está Carafoca? —preguntó Garrapata, enfadado.
—¿Quién? ¿Uno con cara de tonto? —dijo el moro.
—Sí.
—Ahí, encerrado.
Garrapata abrió un baúl y se encontró con un esqueleto.
—¡Pobre Carafoca! ¡Qué viejo está ya! —exclamó Garrapata.
—Ese no es Carafoca —dijo el moro.
—Entonces, ¿dónde está?
—Allí, encerrado en aquel frasco.
Los marineros sacaron a Carafoca de una botella muy grande.
—¿Qué hacías ahí? —preguntó Chaparrete.
—Nada, me metió el moro para ponerme en alcohol.
—¿Y Comadreja?
—Está puesto en aceite en aquel bote.
Los marineros lo sacaron empapado de aceite. El moro se levantó y gritó:
—¡Fuera de aquí!
—¡No nos da la gana!
El moro dio un silbido y se abrió un armario. La armadura apareció moviendo los brazos.
—¡Mátalos! —ordenó el moro.
La armadura avanzó hacia Garrapata, pero de pronto se quedó quieta: se le había parado la cuerda. El moro corrió hacia ella con una llave, pero cien manos cayeron sobre él. Garrapata, una vez que le hubo quitado la llave, preguntó:
—¿Quién es usted?
—Yo soy Mustafá. Yo iba de cocinero en este barco, el
Pepinillo
, pero un día envenené a toda la tripulación y la tiré al mar.
—¡Muy bonito! ¿Es suya la armadura?
—Sí, la robé en una tienda de El Cairo.
—¿Y anda sola?
—Tiene una llave para darle cuerda. Es muy obediente.
Garrapata dio cuerda a la armadura y ésta empezó a hacerle reverencias y dijo:
—A sus órdenes, honorable Garrapata.
—Dale una patada al moro —ordenó Garrapata.
La armadura le dio un patadón y cargó con un cofre que guardaba los planos de un tesoro escondido. Los marineros subieron detrás llevándose todos los utensilios que pudieron. El moro fue atado y conducido a la fuerza al
Salmonete
. El
Pepinillo
fue abandonado.
El buque pirata comenzó a moverse despacio. No soplaba casi viento. Los marineros, después de tantas emociones, cayeron rendidos en sus camas.
—¿Qué serán estas manchas que tengo en las piernas? —dijo Garrapata.
—Eso es que no te lavas —contestó Carafoca.
—Yo también tengo manchas —intervino Chaparrete.
El doctor Cuchareta las observó y dijo:
—Es el escorbuto.
—¿El escorbuto? ¿Qué es eso?
—Es una enfermedad que se adquiere por no comer más que cosas secas.
—¿Y con qué se cura?
—Comiendo frutas frescas.
—¿Y de dónde las sacamos?
—Esos arbustos tienen frutos.
—¡Ja, ja, ja! Son venenosos —gritó el moro.
Cuchareta se rascó la cabeza y dijo:
—Se los daremos al gato, a ver si se muere.
—Los gatos no comen fruta.
—Entonces, al loro.
El loro comió uno, que era de color azul, y no se murió. Pero sus plumas se volvieron azules.
—Comamos —dijeron los marineros.
Comieron de aquellos frutos y las manos y la cara se volvieron azules. Los que comieron frutos rojos se volvieron de color rojo, como cangrejos cocidos. Otros comieron frutos amarillos y se pusieron color calabaza. Carafoca se puso verde como un melón y Chaparrete morado como una berenjena. Los que comían varios frutos de distintos colores tenían la piel a rayas, también de distintos colores. El teniente Lechuguino parecía una cebra. Comadreja, que se había comido un fruto con pinchos, parecía un puerco espín. El doctor Cuchareta lo arregló cociendo los frutos con bicarbonato y aspirinas machacadas. Con todo ello el escorbuto fue desapareciendo.
A todo esto, Garrapata deseaba salir del mar de los Sargazos, pero las algas y los arbustos flotantes atenazaban al
Salmonete
.
—No saldréis —aullaba el moro—. Moriréis conmigo.
De aquella maraña vegetal salían unas hojas gigantes con grandes dientes, capaces de comerse crudos a los marineros. Otras tenían grandes trompas como elefantes y daban unos trompazos terribles. Por todo ello, un día…
—¡Preparen las baterías! —gritó Garrapata.
—¡Carguen los cañones!
—¡Apunten!
—¡Fuego!
¡Pumba! Los catorce cañones dispararon a la vez, vomitando fuego y metralla. Los arbustos rugieron y se retorcieron, soltando su presa. El
Salmonete
quedó libre. El aire, sin embargo, no soplaba. Garrapata mandó hacer al carpintero unos remos y los marineros remaron con todas sus fuerzas.
Con todo, el
Salmonete
no se movía.
—¿Habéis quitado el ancla? —preguntó Garrapata.
—No.
—Entonces, ¿cómo va a moverse el barco?
Levantaron el ancla y el barco se movió pesadamente. Los hombres, debilitados por tantas privaciones y sedientos por la falta de agua, no podían con los remos.
—¡Si lloviera un poco…! —dijo Garrapata.
El sol echaba lumbre. Una calma chicha tenía clavado al barco. El chino, tumbado en cubierta, cantaba una canción oriental. Cantaba muy mal y Garrapata le regañó:
—No cantes, que va a llover…
Una nubécula empezó a formarse encima del barco. Garrapata miró al chino y se rascó una oreja.
—¿Y si cantásemos todos? —preguntó.
—A lo mejor, llovía —dijo Lechuguino.
Garrapata reunió a toda la tripulación y les ordenó que cada uno cantara lo peor que pudiera. Los marineros empezaron a cantar. Gruesos nubarrones invadieron el cielo. El barómetro descendió a 700 milímetros y un viento pesado y húmedo sopló del sur. El mar se encrespó.
—¡Cantad peor aún y más fuerte! —rugió Garrapata.
Los marineros así lo hicieron y Garrapata tuvo que taparse los oídos. Un temblor horrible sacudió el barco de arriba abajo y un rayo hizo astillas el palo mayor. Las nubes se hartaron y empezó a llover a cántaros. Los cántaros caían sobre la cubierta con un ruido ensordecedor. A Carafoca le cayó uno en la cabeza y le dejó sin sentido.
—Recoged los que podáis —gritó Garrapata.
La bodega quedó repleta de cántaros llenos de agua.
—Desplegad las velas —ordenó Garrapata.
El viento venía de popa y el
Salmonete
empezó a surcar las aguas rapidísimamente. Llegó la noche y una niebla espesa cubrió el mar. Garrapata mandó al hombre del anteojo que oteara el horizonte, pero era imposible distinguir un burro a tres palmos. Por la mañana se produjo un claro en la niebla y míster Calabacín gritó:
—¡Barco a la vista!
—¿En qué dirección?
—Dos millas a barlovento.
—¿Y eso qué es? —preguntó Garrapata.
—Por donde sopla el viento, ¡caramba! —dijo Calabacín.
—¿Y por dónde sopla?
—¡Y yo qué sé! —contestó Calabacín.
—¿Qué clase de barco es? —preguntó Garrapata.
—Una goleta, o un bergantín.
—¿Una maleta o un maletín?
—Sí, capitán.
—¿Es francesa?
—No, es inglesa.
—Bueno, es lo mismo. ¡Marineros, a por ella!
—¡Marineros, la paella! —dijo Carafoca.
La goleta se puso un momento al pairo para esperar. Un cañonazo avisó al
Salmonete
que sacara su bandera.
—¡Sacad la bandera! —ordenó el capitán Garrapata.
Los marineros sacaron la bandera. Al ver la goleta que era la bandera negra de los piratas, salió huyendo.
¿
QUÉ velocidad llevamos?
—Cinco millas, mi capitán.
—Son pocas. ¡Haced más millas! —gritó Garrapata.
—¡Haced más sillas! —gritó Carafoca.
Los marineros cogieron serruchos y martillos y empezaron a hacer sillas. Pronto la cubierta se llenó de sillas. Garrapata se tiraba de los pelos:
—¿Qué estáis haciendo, majaderos?
—Estamos haciendo más sillas.
—Imbéciles, yo dije que hicierais más millas.
—¡Ah, bueno, eso es otra cosa! —dijeron los marineros.
El
Salmonete
, a golpes de remo, se acercó a la goleta.
—¿Cuántos cañones lleva la goleta? —preguntó Garrapata.
—Quince —contestó Calabacín.
El
Salmonete
viró en redondo, Garrapata sacó el pañuelo y saludó:
—¡Hasta mañana! ¡Son muchos cañones!
La goleta, al ver huir al
Salmonete
, lanzó una andanada que llenó de agujeros los juanetes.
—¡Cochinos! Me las pagaréis —rugió Garrapata.
Garrapata dio una patada en el suelo, escupió por un colmillo y ordenó:
—¡Novecientos grados a babor!
El
Salmonete
empezó a dar vueltas vertiginosamente.
—¡Disparad los polvorones!
Los cañones vomitaron fuego. Como el barco giraba, unas veces disparaban contra la goleta los cañones de babor, otras los de estribor, otras los de popa, otras los de proa. Los marineros de la goleta estaban bizcos.
—Echad el freno —gritó Garrapata.
El
Salmonete
se paró junto a la goleta.
Unos garfios como unas manazas de hierro cayeron sobre los parapetos de la goleta enemiga.
—¡Preparaos para el abordaje! —rugió Garrapata.
—¡Preparaos para el potaje! —repitió Carafoca.
Los marineros del
Salmonete
cayeron como lobos sobre los soldados de la goleta. Estos eran gordos y barrigudos y poco diestros en luchar. Iban vestidos de colorado y salían a borbotones de la bodega.
—Deben de tener una fábrica de soldados —dijo Garrapata.
Las balas cruzaban el aire en todas direcciones.
—¡Sacad los sables! —gritó Garrapata.
Se luchó cuerpo a cuerpo entre aullidos y mordiscos. La cubierta estaba llena de brazos, piernas, orejas, narices y cabezas. El doctor Cuchareta ponía parches, repartía aspirinas y pegaba brazos, piernas y narices. Con un bote de cola y una brocha hacía maravillas.
A un soldado le puso la cabeza del revés, a Lechuguino le pegó la nariz en la frente, a un soldado le puso cuatro piernas y parecía un caballo. En un rincón estaban apilados los muertos. La batalla era terrible. Garrapata perdió la espada, pero se desatornilló la pata y empezó a golpes con ella. De pronto, la armadura apareció en cubierta y los soldados gritaron:
—¡Una armadura! ¡Ahí va! ¡Una armadura!
Los soldados se lanzaron sobre ella. La armadura se sentó a fumar un cigarro mientras le llovían los golpes encima.
—¿Me dan fuego, caballeros?
—¡Tome fuego! —dijeron los soldados, disparando sus pistolas.
—Gracias.
La armadura quedó como un colador. Se levantó tranquilamente y empezó a coger soldados por el cogote y a echarlos al agua.
—¡Al comedor! —gritó Garrapata, una vez acabada la refriega.
Los marineros cayeron sobre la comida como chacales. Allí no había educación por ninguna parte.
—No pongáis los pies encima de la mesa —gritaba Garrapata.
—Entonces, ¿en dónde los ponemos?
—Oro, oro —gritó en ese momento Carafoca.
La bodega estaba llena de sacos de oro que transportaba el barco desde América. Los soldados cogieron cada uno un saco y se lo cargaron a las espaldas.
—¡Llevadlo al
Salmonete
! —ordenó Garrapata.
El capitán de la goleta, un hombre muy gordito, no paraba de gritar:
—¡Os ahorcarán a todos, ladrones, bandidos!
—Ahorcadle a él —ordenó Garrapata.
Los piratas cogieron una cuerda y la colgaron de un palo. Miss Floripondia se puso de rodillas y suplicó: