Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
Streeter le hincó con crueldad el cañón del arma en el oído, y Hatch intentó vanamente apartarse.
—¿No lo comprende? Sólo Dios sabe cuánta radiactividad hay en esa espada. Debe de estar caliente como el infierno. Si la deja al descubierto, morirá usted, y no sabemos cuántos más. Usted…
—Ya he oído bastante —dijo Neidelman—. Es curioso, nunca pensé que usted fuera a hacerme esto. Cuando yo le vendía la búsqueda del tesoro a nuestros patrocinadores, y analizaba los riesgos posibles, usted era el único elemento que consideraba seguro. Usted odiaba el tesoro, y jamás había permitido que nadie realizara excavaciones en su isla. Qué diablos, si ni siquiera había vuelto nunca a Stormhaven. Pensaba que si conseguía que colaborara conmigo, no tendría que preocuparme de que tratara de quedarse con una parte mayor de la convenida. —Neidelman movió la cabeza negativamente—. Me molesta pensar cómo me equivoqué al juzgarlo.
Se oyó un último silbido del soplete de acetileno, y Magnusen se puso de pie.
—Ya está, capitán —dijo quitándose la visera y apretando el mando que controlaba el cabrestante. Se oyó un quejido cuando el cable de acero se puso tenso. El cuadrado que habían cortado en la placa de hierro se elevó en el aire con un chillido metálico de protesta. Magnusen lo depositó en un rincón, y luego desenganchó el cable de acero.
Hach no pudo contenerse y miró el agujero que habían abierto en la placa de hierro. La oscura abertura de la cámara del tesoro dejaba escapar un aroma a incienso, madera de sándalo y ámbar gris.
—Baje una luz —le pidió el capitán a Magnusen.
La corpulenta mujer, temblando de emoción, cogió una lámpara de la escalera y la bajó por el agujero. Neidelman se puso a gatas y lentamente, con cautela, se asomó al interior de la cámara.
Hubo un prolongado silencio, subrayado por el ruido de las gotas de agua, el zumbido de los acondicionadores de aire y el distante retumbar de los truenos. El capitán por fin se puso de pie. Se tambaleó, pero de inmediato recuperó el equilibrio. Su rostro tenía la rigidez de una máscara, y estaba muy pálido. Se enjugó el sudor con un pañuelo, esforzándose por reprimir sus sentimientos, y le hizo una señal a Magnusen con la cabeza.
La mujer se agachó de inmediato y miró por el agujero. Su grito sofocado resonó de una manera extraña, amplificado por la cámara del tesoro. Magnusen permaneció varios minutos a gatas en el suelo, inmóvil. Después se puso de pie y se apartó a un lado.
—Ahora es su turno —le dijo Neidelman a Hatch, mirándolo.
—¿Mi turno?
—Así es. No soy un hombre carente de sentimientos. La mitad de ese tesoro podría haber sido para usted. Y a pesar de todos los inconvenientes que ha causado, tengo que agradecerle que pudiéramos realizar las excavaciones en la isla. Estoy seguro de que querrá ver la razón de todos nuestros desvelos.
Hatch respiró hondo.
—Capitán, en mi despacho hay un contador Geiger. No le pido que me crea sin comprobarlo…
Neidelman le pegó en la cara. No fue un golpe fuerte, pero el dolor que Hatch sintió en la boca y el oído fue tan insoportable que cayó de rodillas. El capitán había enrojecido de furia, sus facciones desencajadas por la cólera.
Neidelman, sin decir una palabra, señaló la placa de hierro. Streeter cogió a Hatch del pelo y lo empujó hasta que su cara quedó contra el agujero.
La luz se balanceaba y arrojaba extrañas sombras sobre la cámara. Hatch parpadeó con fuerza dos veces, e intentó comprender lo que veía. La cámara de hierro tendría unos tres metros, y los muros estaban herrumbrados pero intactos. Y mientras contemplaba aquello, Hatch olvidó el dolor, olvidó las manos de Streeter que le tiraban sádicamente del pelo, olvidó a Neidelman, olvidó absolutamente todo.
Hatch había visto en su infancia una fotografía de la antecámara de la tumba de Tutankamón. Ahora, contemplando las barricas, los cajones, los cofres y los sacos que se apilaban en la cámara, recordó aquella foto.
Era fácil advertir que el tesoro había sido cuidadosamente envuelto y guardado por Ockham y sus hombres, pero el tiempo se había cobrado su tributo. Los sacos de cuero se habían podrido, derramando torrentes de monedas de plata y oro. De los barriles, medio destruidos por la carcoma, habían escapado grandes esmeraldas, rubíes rojos como la sangre de un cerdo, zafiros que destellaban a la luz de la lámpara, amatistas, perlas y cascadas de diamantes, tallados y en bruto, grandes y pequeños. Contra una de las paredes había pilas de colmillos de elefante y cuernos de narval y de jabalí, y el marfil estaba resquebrajado y amarillento. Junto a otra de las paredes había lo que en otro tiempo habían sido grandes rollos de seda, podridos hasta convertirse en negros montones de ceniza, atravesados por masas de hilos de oro.
A lo largo de una pared había una pila de pequeños cajones. Los de arriba estaban rotos, y Hatch podía ver los lingotes de oro —cientos, quizá miles—, en ordenadas hileras. Y alineados junto a la cuarta pared había cajones y sacos de todas formas y tamaños; algunos habían caído y se habían abierto, revelando tesoros robados a las iglesias: cruces de oro incrustadas con perlas y gemas y cálices labrados. Y de otras de las bolsas rotas salía un montón de charreteras de oro robadas a los infortunados capitanes de los barcos.
Y en el centro de la cámara, rodeado por este fantástico tesoro, se hallaba un cajón alargado, de plomo con bordes de oro, y sujeto con abrazaderas de hierro al suelo de la cripta. En la parte superior se veía un gran candado de bronce, que tapaba parcialmente la imagen de una espada desenvainada, grabada en oro en la tapa del cajón.
Y mientras Hatch contemplaba atónito, casi sin aliento, esta acumulación de riquezas, uno de los sacos podridos reventó y los doblones de oro se derramaron como arroyuelos entre los bultos.
Después Streeter tiró de sus cabellos obligándolo a ponerse de pie, y la portentosa visión desapareció.
—Que se preparen arriba —ordenó Neidelman—. Sandra subirá con el cabrestante el contenedor cargado con el tesoro. El vehículo todoterreno y los dos remolques ya están preparados. En seis viajes tiene que estar todo cargado en el
Griffin
. No podemos arriesgarnos a permanecer aquí más tiempo.
—¿Y qué hago con él? —preguntó Streeter.
Neidelman se limitó a asentir con la cabeza. Streeter sonrió y apuntó con la pistola a la cabeza de Hatch.
—No, aquí no —murmuró Neidelman. Se le había pasado el ataque de furia; estaba otra vez tranquilo y miraba con expresión ausente en dirección a la cámara del tesoro—. Tiene que parecer un accidente. No quiero que aparezca su cadáver flotando en el mar con una bala en la cabeza. Llévelo a uno de los túneles laterales o….
Se quedó un instante pensativo.
—Póngalo con el cadáver de su hermano —dijo por fin, y miró por un segundo a Streeter, antes de volver a clavar los ojos en el agujero que tenía a sus pies—. Hay algo más que debe hacer, señor Streeter.
Streeter, que ya empujaba a Hatch hacia la escalera, se detuvo.
—Usted dijo que había una remota posibilidad de que Isobel hubiera sobrevivido. Elimine esa posibilidad, por favor.
Cuando Bonterre subía sigilosamente al puesto de observación, preparada para saltar a tierra en cualquier momento, Rankin se dio la vuelta y la vio. Una gran sonrisa agitó su barba, pero apenas la observó un poco mejor, se puso serio.
—¡Isobel! ¡Estás hecha unas sopas! —exclamó sallándole al encuentro—. ¡Y tienes sangre en la cara!
—No es nada serio, no te preocupes —respondió ella, y se quitó el impermeable y los jerséis, y los retorció para escurrirlos.
—¿Qué te ha pasado?
La joven lo miró, preguntándose si debía contárselo todo.
—Se hundió la lancha —replicó al cabo de un momento.
—Vaya. ¿Y por qué…?
—Te lo explicaré luego —lo interrumpió ella, y se puso de nuevo la ropa mojada—. ¿Has visto a Malin?
—¿El doctor Hatch? No —respondió Rankin. Un monitor emitió una señal aguda y Rankin se apresuró a mirar qué pasaba—. Aquí todo se ha vuelto muy extraño. El equipo encargado de la excavación dio con la placa de hierro aproximadamente a las siete. Neidelman hizo subir a todos los hombres y los envió a casa, debido a la tormenta. Luego me llamó para que reemplazara a Magnusen, y vigilara el funcionamiento de los principales circuitos. Pero casi todo está parado. Los generadores no funcionan, y las baterías de reserva no pueden con todos los sistemas. He tenido que apagar todo lo que no es imprescindible. Las comunicaciones están interrumpidas porque la tormenta ha averiado las líneas. Los de abajo están completamente aislados.
Bonterre se dirigió al centro de la estructura y miró por la portilla de cristal. El Pozo de Agua estaba a oscuras, pero se veía un resplandor color ámbar en las profundidades. La estructura de titanio, con sus puntales y vigas que recordaban los huesos de un esqueleto, tenía un brillo apagado a la luz de las lámparas de emergencia.
—¿Y quiénes están abajo? —preguntó la joven.
—Que yo sepa, solamente Neidelman y Magnusen. No he visto a nadie más en las pantallas. Pero dejaron de funcionar cuando fallaron los generadores —dijo Rankin, y señaló con el pulgar las pantallas del circuito cerrado de vídeo, ahora completamente en blanco.
Pero Bonterre continuó mirando la débil luz del fondo del pozo.
—¿Y Streeter?
—No lo he visto desde la mañana, cuando tuvimos la manifestación de protesta de los pescadores.
Bonterre se apartó del cristal.
—¿Ha llegado Neidelman a la cámara del tesoro?
—Como te he dicho, el circuito cerrado de vídeo no funciona. Pero el sonar señala que ya han quitado toda la tierra. He tratado de obtener un corte transversal de…
Se interrumpió, y Bonterre percibió una vibración muy débil, apenas perceptible. Repentinamente atemorizada, miró por la ventana. Pero el dique continuaba resistiendo la furia del mar.
—¿Qué demonios pasa? —exclamó Rankin observando la pantalla del sonar.
—¿Tú también lo has notado?
—¿Que si lo he notado? Lo estoy viendo en la pantalla.
—¿Y qué es?
—No tengo ni zorra idea. Es demasiado débil para ser un terremoto, y no es el mismo tipo de ondas. —Rankin escribió algo en un teclado—. Mira, ya ha terminado. Imagino que se trata de un derrumbe en uno de los túneles secundarios.
—Roger, necesito tu ayuda. —Bonterre dejó el bolso de nailon sobre un tablero de instrumentos y lo abrió—. ¿Has visto antes un aparato como éste?
Rankin, que continuaba observando la pantalla del sonar, no se volvió para mirarlo.
—¿Qué es? —preguntó.
—Un radiómetro. Se usa para…
—Espera un minuto. ¿Un radiómetro? —Rankin se apartó de la pantalla del sonar—. Sí, ya sé para qué sirve. Estos aparatos son muy caros. ¿ Cómo lo has conseguido?
—¿Sabes cómo funciona?
—Sí, más o menos. Trabajé en una compañía minera y usaba un radiómetro para localizar los depósitos de pecbienda. Claro que no era tan moderno como éste.
Rankin cogió el aparato y escribió las instrucciones en el diminuto teclado. En la pantalla apareció un diagrama de malla en tres dimensiones.
—Tú mueves este detector —dijo moviendo el instrumento con aspecto de micrófono—, y en la pantalla aparece el mapa de la fuente de radiactividad. Los colores te señalan la intensidad. Los azules y los verdes corresponden a los niveles más bajos de radiación, y luego vienen todos los demás colores del espectro. El blanco corresponde al nivel máximo. Hummm… a este aparato hay que calibrarlo.
En la pantalla se veían numerosas pinceladas y manchas azules.
Rankin apretó algunas teclas.
—Maldición, estoy recibiendo una cantidad de ruido de fondo. Este aparato debe de estar estropeado, como todo lo de la isla.
—El radiómetro funciona perfectamente —dijo Bonterre sin alterarse—. Esas señales obedecen a las radiaciones que emite la espada de San Miguel.
Rankin la miró, desconcertado.
—¿Qué has dicho?
—La espada es radiactiva.
—Me estás tomando el pelo.
—No, no es una broma. La radiactividad ha sido la causa de todos nuestros problemas.
Bonterre le hizo un rápido resumen de todo lo que sabía. Rankin la miraba atónito. Cuando terminó de hablar, la joven se preparó para la inevitable discusión.
Pero Rankin no dijo nada, y continuó mirándola con expresión perpleja. Pero luego asintió con la cabeza, como si de repente hubiera dado con la solución de un problema.
—Claro que sí —dijo—. Sólo así se puede explicar todo lo que nos ha pasado. Me pregunto si…
—No tenemos tiempo para especulaciones —lo interrumpió Bonterre—. Tenemos que impedir que Neidelman abra el cofre.
—Sí —dijo Rankin, que continuaba pensando—, sí, para que la radiactividad llegue hasta la superficie, debe de tener una potencia tremenda. Mierda, si Neidelman abre el cofre de la espada, acabaremos todos carbonizados. Con razón había tantas anomalías en los equipos. Es un milagro que el sonar consiguiera…
Su mirada se dirigió nuevamente hacia el panel de instrumentos, y las palabras murieron en sus labios.
—Espera un minuto —dijo con aire pensativo—. Aquí hay algo muy raro, más raro que un perro verde.
Neidelman continuó de pie e inmóvil en el fondo del Pozo de Agua. Entretanto, el ascensor que llevaba a Streeter y Hatch subió hasta perderse de vista entre las vigas de la estructura de titanio.
El capitán miró fijamente a Magnusen, que seguía a gatas, la cara pegada al agujero en la placa de hierro, y respiraba con esfuerzo. Sin decir una palabra, Neidelman la empujó suavemente para que se apartara —la mujer se movía lentamente, como si estuviera agotada, o medio dormida—, enganchó su cuerda de seguridad a la escalera y descendió a la cámara del tesoro.
Puso los pies en tierra junto al cofre de la espada, y las monedas de oro se derramaron tintineado al suelo. El capitán miró fijamente el cofre, ciego a los demás tesoros que colmaban el recinto. Después se arrodilló, reverente, examinando cada detalle.
El cofre de la espada tenía aproximadamente un metro cincuenta de largo por sesenta centímetros de ancho, y era de plomo con incrustaciones de oro y plata. Estaba sujeto al suelo de hierro de la cripta mediante cuatro bandas de hierro cruzadas: una rústica jaula para una espléndida prisionera.