Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
Pero el capataz se tambaleó hacia un costado: Rankin no podía usar las manos, pero se había puesto de pie y empujaba a Streeter hacia el borde del puente de metal con su cuerpo. Por un momento pareció que iba a caer, pero recuperó el equilibrio, y disparó contra Rankin a quemarropa.
El geólogo movió convulsivamente la cabeza hacia atrás y luego se desplomó.
Pero el puño de Hatch conectó con la mandíbula de Streeter en el instante en que éste se daba la vuelta. Streeter retrocedió hasta apoyarse en la barandilla, y el metal protestó con un chirrido. Hatch no perdió el tiempo y lo empujó con fuerza con las dos manos. La barandilla cedió. El capataz cayó, no sin antes hacer un último esfuerzo desesperado por agarrarse a la plataforma. Se oyó un grito de sorpresa o de dolor, el retumbar de un disparo y el ruido de la carne que golpea contra el metal. Y luego, muy abajo, una zambullida que se confundió con el ruido del agua que hervía en las profundidades.
Hatch se levantó, la respiración agitada por el esfuerzo. Se dirigió hacia donde estaba Rankin. Bonterre ya estaba junto al geólogo. La luz de un relámpago, reflejada en la estructura metálica, les reveló que ya no había nada que hacer.
Se oyó un gruñido; la linterna volvió a encenderse, y Woody Clay trepó al andamio, la cara sucia de sudor y sangre seca. Él era quien había subido lentamente por la escalera desde abajo, tratando de distraer a Streeter mientras Hatch trepaba por la parte trasera de la estructura metálica y lo atacaba por sorpresa.
Hatch abrazó con fuerza a Bonterre, y enredó sus manos en el pelo de la joven.
—Gracias a Dios —murmuró—. Gracias a Dios. ¡Tenía tanto miedo de que hubieras muerto!
Clay los miró un instante sin decir nada.
—He visto que caía alguien —dijo—. ¿Eso eran disparos?
Un repentino estruendo interrumpió la respuesta de Hatch. Un segundo más tarde una gran viga de titanio pasó junto a ellos en su caída. La estructura metálica vibró a lo largo de sus cincuenta metros de extensión. Hatch empujó a Bonterre y a Clay para que cruzaran el puente que llevaba al túnel.
—Pero ¿qué demonios está pasando? —preguntó.
—Gerard ha abierto el cofre de la espada y se ha disparado la trampa final de Macallan —respondió Bonterre.
Neildelman, paralizado por la impresión, vio que una serle de violentas sacudidas estremecían la cámara del tesoro. El suelo se inclinó aún más. Magnusen, que había sido arrojada contra la pared, estaba ahora medio sepultada por una masa de monedas de oro, y gritaba con una voz que no parecía de este mundo. La cámara volvió a temblar y otra pila de barricas se desmoronó, estallando en un caos de trozos de madera podrida, oro y piedras preciosas.
El cofre de la espada se movió debajo de Neidelman, y el capitán salió de su parálisis. Sujetó la espada a su arnés y alzó la vista buscando su cuerda de seguridad. Allí estaba, sobre su cabeza, y salía por el agujero del techo de la cámara. En la base de la estructura metálica aún brillaban las luces de emergencia. Se apagaron un instante pero volvieron a encenderse. El capitán se cogió a la cuerda justo cuando comenzaba otro violento temblor.
De pronto se oyó un fuerte crujido, y la juntura entre el suelo y una de las paredes comenzó a abrirse. Neidelman vio, horrorizado, cómo las masas de oro y piedras preciosas se deslizaban hacia la goleta, se apilaban encima, y eran absorbidas por el negro abismo en un remolino, como cuando se escurre el agua de una bañera.
—¡No! ¡No! —gritó Magnusen, que se abrazaba a los lingotes de oro y a los doblones, atrapada entre su deseo de salvar las monedas, y la necesidad de ponerse a salvo ella misma.
Un temblor que parecía brotar del centro de la tierra retorció la cámara, y una nueva y más abundante lluvia de lingotes de oro cayó alrededor de la mujer. Cuando el peso del oro fue mayor, el remolino se hizo más rápido, y Magnusen fue absorbida y arrastrada hacia la goleta, que se hacía cada vez más grande, y el estrépito del metal apenas dejaba oír sus gritos. Magnusen levantó los brazos, y los ojos parecían saltarle de las órbitas a medida que el peso del oro oprimía su cuerpo. El ruido de los leeros que se retorcían y de los pernos que se desprendían retumbó en la cámara.
Y luego Magnusen desapareció junto con el reluciente río de oro, tragada por el abismo.
Neidelman soltó la línea de seguridad, trepó por una inestable pila de lingotes de oro y consiguió aferrarse al cubo de metal, que se balanceaba en el aire. Estiró el brazo y apretó un botón en el interior. El cabrestante rechinó y el cubo, con Neidelman suspendido debajo, comenzó su lenta ascensión, hasta salir por la estrecha abertura en el retorcido techo de la cámara.
Mientras subía en dirección a la base de la escalera de titanio, Neidelman consiguió subirse al cubo, y desde allí echó una última mirada a aquella inmensa fortuna —lingotes de oro, bolsas llenas de monedas, barricas colmadas de piedras preciosas, rollos de seda deshecha por el tiempo—, que desaparecía por la goleta abierta en el suelo de la cámara del tesoro. Después la lámpara, que se balanceaba de un lado a otro, chocó contra la pared de hierro y se apagó. El fondo del pozo quedó a oscuras, iluminado apenas por las luces de emergencia de la estructura metálica, muchos metros más arriba. Neidelman vio —o quizá creyó ver—, que la cámara del tesoro se desprendía de los muros del Pozo de Agua, y era arrastrada por una inmensa y rugiente tromba de agua.
Un violento temblor sacudió el pozo. Hubo pequeños desprendimientos de tierra y arena, y los puntales de titanio crujieron largamente. Las luces de emergencia titilaron, y luego se apagaron definitivamente. El cubo se detuvo con un chirrido justo debajo de la escalera.
Neidelman se aseguró de que la espada estaba a salvo y tanteó en la oscuridad. Sus dedos rozaron los largueros de la base de la estructura metálica. Otro terrible temblor sacudió el pozo y el capitán comenzó a trepar con la fuerza que le daba la desesperación, agarrándose al primer peldaño, luego al segundo, mientras sus pies colgaban sobre el caos. Toda la estructura de refuerzo del pozo se estremecía y vibraba bajo las manos de Neidelman como si fuera un ser vivo. Uno de los puntales más bajos se soltó con un chasquido. El resplandor de un distante relámpago le permitió ver un cuerpo que flotaba en las agitadas aguas que llenaban el fondo del pozo.
Y allí, suspendido en la escalera, y respirando con dificultad, Neidelman finalmente se dio cuenta de la magnitud del desastre. Permaneció un instante inmóvil, mientras su mente buscaba respuestas.
Después, una mueca de furia deformó su rostro, y de su boca salió un grito que se impuso al aullido del abismo que se abría a sus pies.
—¡Haaaaaatch!
—¿De qué estás hablando? —preguntó Hatch, apoyado contra la húmeda pared del túnel y respirando laboriosamente—. ¿Qué es eso de la trampa final?
—Según Roger, el Pozo de Agua fue construido sobre una columna diapírica situada en la intersección de una falla geológica —le explicó Bonterre casi gritando—. Un abismo natural que penetra profundamente en la tierra. Macallan planeaba utilizarlo para acabar con Ockham.
—Y nosotros que creímos que reforzando la estructura del Pozo de Agua resolvíamos todos los problemas —dijo Hatch con un gesto de desaliento—. Macallan ha estado siempre un paso más adelante.
—Los puntales de titanio mantienen el pozo en pie… temporalmente. Si no fuera por ellos, ya se habría hundido en la falla.
—¿Y Neidelman?
—
Sais pas
. Puede que haya caído al abismo junto con el tesoro.
—En ese caso, salgamos de aquí lo antes posible.
Hatch se volvió hacia la entrada del túnel en el preciso instante en que otro temblor sacudía la escalera de titanio. En el silencio que siguió, se oyó un sonido agudo que salía de debajo del jersey de Bonterre. La joven sacó el radiómetro y se lo dio a Hatch.
—Lo he encontrado en tu despacho. Pero antes he roto unas cuantas cosas.
La pantalla estaba bastante oscura —era evidente que la batería estaba gastada—, pero el mensaje era muy claro:
244,13 radspor hora
Detectado flujo de neutrones
Probable contaminación radiactiva generalizada
Recomendación: Evacuación inmediata
—¿Puede ser que esté midiendo la radiación residual? —sugirió Bonterre mirando la pantalla.
—¿Con doscientos cuarenta y cuatro rads? Imposible. Veré si puedo hacer funcionar el localizador.
Miró a Glay, y éste iluminó con su linterna la máquina. Hatch comenzó a escribir en el diminuto teclado. El mensaje de advertencia se borró, y en su lugar apareció el gráfico de malla tridimensional. Hatch comenzó a mover el detector en la entrada del túnel, y cuando se acercó a la escalera, en el centro de la pantalla floreció una mancha con todos los colores del arco iris.
—¡Mi Dios! —Hatch miró a sus compañeros—.Neidelman no está muerto. Ahora está en la escalera, unos metros más abajo. Y tiene la espada.
—¿Qué dices? —preguntó Bonterre, incrédula.
—Mira esto. —Hatch dio vuelta el radiómetro en
dirección a la joven. Una irregular mancha blanca oscilaba bruscamente en la pantalla—. Jesús, el capitán debe estar recibiendo una dosis masiva de radiactividad de la espada.
—¿Se refiere a una dosis muy grande? —preguntó Clay con voz forzada.
—Lo que yo quisiera saber es la dosis que estamos recibiendo nosotros —intervino Bonterre.
—Nosotros no estamos en peligro inmediato. Por el momento, al menos. No recibimos radiación directa. Pero el efecto de las radiaciones es acumulativo. Es decir, que cuanto más tiempo estemos aquí, mayor será la dosis de radiactividad.
De pronto, la tierra se sacudió como poseída por mil demonios. En el interior del túnel, una viga cedió en medio de un fuerte ruido. Una lluvia de guijarros y de tierra cayó sobre ellos.
—¿Qué estamos esperando? —preguntó Bonterre, y se volvió para internarse en las profundidades del túnel—. ¡Vámonos!
—¡Espera! —gritó Hatch, con el radiómetro zumbando en sus manos.
—¡No podemos esperar! —insistió Bonterre—. ¿Este túnel no nos lleva a la playa?
—No. Cuando el reverendo volvió a montar la trampa, el túnel volvió a quedar clausurado.
—Entonces subamos por la escalera. No podemos quedarnos aquí —dijo Bonterre, y se dirigió hacia la escalera de titanio.
Hatch tiró de ella y la metió otra vez en el túnel.
—No podemos ir por allí —le dijo en voz muy baja.
—¿Por qué no?
Clay estaba ahora junto a ellos, y estudiaba atentamente la pantalla. Hatch lo miró de reojo, y le sorprendió la expresión emocionada, casi triunfal, de la cara del pastor.
—Según el radiómetro —le explicó Hatch—, esa espada es tan radiactiva que un segundo de exposición basta para recibir una dosis mortal. Neidelman está subiendo la escalera, y viene hacia nosotros. Si nos asomamos al pozo, podemos darnos por muertos.
—¿Y por qué él no está muerto?
—Lo está. Pero la muerte por contaminación radiactiva, incluso la producida por una dosis tan enorme como la que ha recibido el capitán, no es inmediata. Y si nosotros llegamos a ver la espada, también moriremos. La radiación de neutrones se propaga en el aire de manera semejante a la luz. Es fundamental que entre Neidelman y nosotros continúe habiendo una barrera de rocas y tierra.
Hatch miró el radiómetro.
—Ahora debe de estar a unos quince metros más abajo, o quizá menos. Lo mejor será que bajes por este túnel hasta donde te parezca prudente. Con un poco de suerte, pasará junto a la entrada sin vernos, y seguirá subiendo.
Hatch oyó que alguien gritaba. Les hizo un gesto a los otros para que no lo siguieran, y se arrastró por el túnel hasta situarse cerca de la entrada. Un poco más allá, la estructura de titanio vibraba y se balanceaba. En el radiómetro comenzó a sonar una alarma, y Hatch miró la pantalla.
3217.89 radspor hora
Detectado flujo de neutrones.
SITUACIÓN CRÍTICA. EVACUACIÓN INMEDIATA
—¡Mierda, está en alerta roja!, pensó Hatch. Ellos aún estaban a salvo, protegidos por una barrera de tierra y rocas. Pero Neidelman estaba cada vez más cerca, y muy pronto…
—¡Hatch! —gritó la voz áspera y cascada.
Él no respondió.
—¡He encontrado el cadáver de Lyle!
Hatch continuó sin responder. ¿Sabría Neidelman dónde estaba, o estaba tirándose un farol? *
—¡Hatch, no sea tímido, no es su estilo! He visto su linterna y voy a buscarlo. ¿Me oye?
—¡Neidelman! —gritó a su vez Hatch.
No obtuvo respuesta. Miró otra vez la pantalla del radiómetro. La mancha blanca continuaba subiendo por el gráfico de malla, pero aparecía y desaparecía, cada vez más débil, porque la batería estaba muy gastada.
—¡Capitán, deténgase! Tenemos que hablar.
—Claro que sí, tendremos una bonita charla.
—¡Usted no lo comprende! —gritó Hatch, acercándose aún más al borde—. La espada es muy radiactiva. ¡Lo está matando, capitán! ¡Deshágase de ella ahora mismo!
—¡Ah, doctor Hatch, usted siempre tan imaginativo! —se oyó la voz de Neidelman, débil y extrañamente serena—. Usted ha planeado muy bien este desastre.
—¡Capitán, por el amor de Dios, tire la espada!
—¿Que la tire? Usted me ha tendido esta trampa, ha destruido el Pozo de Agua, ha matado a mis hombres y me ha impedido rescatar el tesoro. ¿Y ahora quiere que tire la espada? ¡Eso, nunca!
—¿De qué diablos está hablando?
—No sea tímido, Hatch, y reconozca su obra. Lo consiguió con unos pocos explosivos bien colocados, ¿verdad?
Hatch se dio la vuelta y quedó de espaldas en el suelo. Miró al techo, meditando la respuesta.
—Usted está enfermo, capitán —dijo por fin—. Si no me cree, interrogue a su propio cuerpo. Esa espada emite una poderosa radiación de neutrones. Ya ha detenido la división celular y la síntesis del ADN en su organismo. Muy pronto afectará a su cerebro, la forma más severa de contaminación radiactiva.
Hatch escuchó. Sólo se oía el rugir del agua en el abismo, y el sonido cada vez más débil del radiómetro.
—Usted ya está percibiendo los primeros síntomas —continuó Hatch—. Primero, sentirá nauseas. Aunque es probable que ya esté experimentándolas, ¿verdad? Después, vendrá la confusión, a medida que aparezcan diversos focos inflamatorios en su cerebro. Le seguirán temblores, ataxia, convulsiones, y finalmente, la muerte.