El primer día (15 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
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—Sí: ¡durante dieciséis días! Mi ex mujer y yo lo dejamos al volver de la luna de miel.

—¡Sí que os costó daros cuenta de que no estabais hechos el uno para el otro!

—Si la luna de miel se hiciera antes de la ceremonia del matrimonio, te aseguro que los tribunales se ahorrarían muchos papeleos inútiles.

Aquella vez parecía que por fin había agotado a Walter y que se le habían quitado las ganas de averiguar más cosas sobre mi pasado sentimental. Por lo demás, no había mucho que saber, pues mi vida profesional se había impuesto al resto y me había pasado los últimos quince años recorriendo el mundo sin pensar en instalarme de verdad en ningún sitio, y menos aún en tener una relación en serio. Vivir una historia de amor no era el centro de mis preocupaciones.

—¿Y no os habéis vuelto a ver nunca?

—Sí, me crucé con Elizabeth en un par o tres de cócteles organizados por la Academia de las Ciencias. Mi ex esposa iba acompañada de su nuevo marido. ¿Te he mencionado que éste había sido además mi mejor amigo?

—No, no me lo habías dicho. Pero no me refería a ella, sino a tu joven estudiante, a la primera de esta lista digna de un Casanova.

—¿Por qué ella?

—¡Porque sí!

—Nunca nos volvimos a ver.

—Adrián, si me confiesas por qué te dejó, pago yo la cuenta.

Pedí doce ostras más al camarero, que pasaba junto a nuestra mesa.

—Al finalizar el trimestre de intercambio regresó a Francia a terminar sus estudios. Y la distancia, a menudo, acaba marchitando hasta la relación más bonita. Un mes después de su partida, regresó de nuevo para visitar a su padre. Quedó extenuada tras aquel viaje en autocar, ferry y tren que duró diez horas. El último domingo que pasamos juntos no fue muy idílico. Por la noche, cuando la acompañé a la estación, me confesó que prefería dejarlo ahí: así sólo guardaríamos hermosos recuerdos. Leí en su mirada que era inútil luchar, pues la llama estaba extinta. Se había alejado de mí, y no sólo geográficamente. Ya está, Walter, ahora lo sabes todo y, la verdad, no entiendo por qué te has quedado sonriendo como un tonto.

—Por nada —respondió mi colega.

—¿Yo te cuento cómo me dejaron plantado y tú vas y te ríes? ¿Y encima me dices que es por nada?

—Acabas de contarme una historia adorable y, si yo no hubiera insistido tanto, te habrías escaqueado jurándome por lo que más quieres que todo eso no eran más que cosas pasadas, ¿verdad?

—¡Evidentemente! Ni siquiera sé si la reconocería ahora mismo. Aquello pasó hace quince años, Walter, y sólo duró un par de meses. ¿Cómo iba a decirte lo contrario?

—Lo que tú quieras, Adrián. Pero contéstame entonces una pregunta estúpida: ¿cómo puede ser que me hayas explicado esa aventura anodina, enterrada desde hace quince años, sin llegar a pronunciar ni una sola vez el nombre de esa chica? Desde que me sinceré contigo sobre el asunto de la señorita Jenkins, me sentía…, ¿cómo decirlo?, un poco ridículo. ¡Pues bien, ahora ya no!

Nuestras dos vecinas habían dejado su mesa sin que nos hubiéramos dado ni cuenta. Recuerdo que, aquella noche, Walter y yo cerramos el restaurante, y que tomamos el vino suficiente como para que yo rechazara su invitación y dividiéramos el importe de la cuenta.

Al día siguiente, cuando ambos nos presentamos en la Academia con una resaca de campeonato, nos enteramos por un correo de que nuestra candidatura había sido aceptada.

Walter se encontraba tan mal que no fue capaz de emitir un grito de alegría digno de ese nombre.

París

Keira hizo girar la llave en la cerradura lo más despacio que pudo. En el último giro hacía un ruido terrible. Volvió a cerrar la puerta del apartamento tras de sí con la misma precaución y recorrió el pasillo de puntillas. La luz del amanecer iluminaba ya el pequeño despacho de su hermana. Encima de una copa la aguardaba un sobre a su nombre, con sello de Inglaterra. Keira, intrigada, lo abrió y sacó de él una carta que la informaba de que, pese a su entrega fuera de plazo, el dosier de su candidatura había llamado la atención de los miembros del comité de selección. La esperaban el 28 de aquel mes en Londres para que presentara sus trabajos ante el gran jurado de la Fundación Walsh.

—¿Y esto qué es? —murmuró al devolver la carta al sobre.

Apareció Jeanne en camisón y despeinada, bostezando mientras se estiraba.

—¿Cómo está Max?

—Vuelve a acostarte, Jeanne: ¡es muy temprano!

—O tarde, según. ¿Fue bien la velada?

—La verdad es que no.

—Entonces, ¿por qué has pasado la noche con él?

—Porque tenía frío.

—Dichoso invierno, ¿eh?

—En fin, Jeanne, me voy a dormir.

—Tengo un regalo para ti.

—¿Un regalo? —preguntó Keira.

Y Jeanne le entregó un sobre a su hermana.

—¿Qué es?

—Ábrelo y lo verás.

Keira sacó del sobre un billete para el Eurostar, además de un bono de hotel para dos noches en el Regency Inn.

—No es un cuatro estrellas, pero Jérôme me llevó allí una vez y es encantador.

—¿Y este regalo tiene algo que ver con la carta que me he encontrado al entrar?

—Sí, en cierto modo, aunque he alargado tu estancia un día para que puedas disfrutar un poco más de Londres. No te puedes perder bajo ningún pretexto el museo de Historia Natural, y la nueva Tate Gallery es fascinante. Además, tienes que ir sin falta a tomarte un
brunch
en el Amoul, en Formosa Street. Cómo me gustó ese sitio, es delicioso, con su repostería, sus ensaladas y el pollo al limón…

—Jeanne, son las seis de la mañana; ahora mismo no creo que lo del pollo al limón…

—¿Piensas darme las gracias en algún momento o voy a tener que hacer que te tragues ese billete de tren?

—¡Haz el favor de explicarme ya mismo el contenido de esta carta y tus maquinaciones o al final voy a ser yo la que hará que te comas tu billete!

—Prepárame un té y una rebanada de pan con miel y te veo en la cocina dentro de cinco minutos. ¡Y rápido! Es una orden de tu hermana mayor, que se va a lavar los dientes.

Keira cogió la citación de la Fundación Walsh y la dejó bien a la vista ante la taza humeante y la tostada.

—¡Alguna de las dos tiene que creer en ti! —refunfuñó Jeanne al entrar en la cocina—. He hecho lo que tú misma habrías hecho si te valorases un poco más. Busqué por internet y preparé una lista con todas las organizaciones que podrían financiar tus trabajos de arqueología. Reconozco que no son muchas. Ni siquiera en Bruselas tienen nada relacionado. Bueno, a menos que te apetezca dedicar dos años enteros a rellenar kilómetros de formularios, claro.

—¿Escribiste al Parlamento europeo por tu hermana pequeña?

—¡Le escribí a todo el mundo! Y ayer llegó esta carta. No sé si la respuesta es positiva o negativa, pero al menos se han tomado la molestia de contestar.

—Jeanne…

—Está bien, abrí el sobre y lo volví a cerrar después. Pero con todo lo que me he esforzado, considero que esto también me incumbe un poco.

—¿Y a partir de qué documentación ha aceptado esta fundación mi candidatura?

—Conociéndote, sé que te pondrás histérica, pero me da absolutamente igual. Les he mandado tu tesis a todos. La tenías en el ordenador, así que pensé: ¿por qué no? Al fin y al cabo, tú misma accediste a publicarla, ¿verdad?

—Si no lo he entendido mal, te hiciste pasar por mí, le enviaste mi trabajo a toda una serie de organizaciones desconocidas y…

—¡Y te ofrezco la esperanza de regresar algún día a tu puñetero Valle del Omo! ¡Encima no se te ocurrirá protestar!

Keira se levantó y le dio un abrazo a Jeanne.

—Te adoro. Eres la reina de las liantas y más tozuda que una mula, pero no te cambiaría por ninguna otra hermana del mundo.

—¿Seguro que te encuentras bien? —preguntó Jeanne, mirando a Keira más de cerca.

—¡Mejor imposible!

Keira se sentó a la mesa de la cocina y leyó la citación por tercera vez.

—¡Tengo que presentar mis trabajos en una vista oral! Pero ¿qué les voy a contar?

—Precisamente, tienes muy poco tiempo para redactar tu proyecto y aprendértelo de memoria. Tendrás que dirigirte a los miembros del jurado mirándolos fijamente a los ojos; si lees el texto, te faltará convicción. Harás una actuación brillante, lo sé.

Keira se puso en pie de un salto y empezó a andar por la cocina de un lado a otro.

—Venga, no te dejes vencer por la angustia. Si quieres, cuando vuelva esta noche, yo te hago de jurado y la recitas delante de mí.

—Acompáñame a Londres; si voy sola, no lo conseguiré.

—Imposible, tengo mucho trabajo.

—Te lo suplico, Jeanne: ven.

—No puedo, Keira. Entre tu billete de tren y el hotel, mi cuenta del banco se ha quedado seca.

—No tienes por qué pagarme el viaje, ya encontraré la manera de hacerlo yo.

—Keira, eres mi hermana pequeña y eso basta para que tenga derecho a darte un empujoncito. No discutas y hazme el favor de llevarte ese premio.

—¿De cuánto se trata?

—Dos millones de libras esterlinas.

—¿Cuánto es eso en euros? —preguntó Keira con los ojos como platos.

—Lo suficiente para pagar los sueldos de un equipo internacional al completo, los viajes de todos los miembros y la compra y el traslado del material que tanto ansias para volver al Valle del Omo y escarbar toda la tierra que quieras.

—¡No ganaré jamás! Es imposible.

—Échate a dormir unas cuantas horas, date una buena ducha cuando te despiertes y ponte en seguida manos a la obra. Y acuérdate de decirle a tu querido Max que no podrás verle en una buena temporada. No me mires así; no he organizado todo esto para alejarte de él. Al contrario de lo que piensas, yo no soy tan maquiavélica.

—Ni siquiera se me había ocurrido pensarlo.

—¡Sí, venga ya! Vamos, desfila.

Durante los días siguientes Keira se encerró en el apartamento de su hermana, donde pasó la mayor parte del tiempo delante del ordenador puliendo sus teorías y documentándolas con artículos publicados por colegas arqueólogos de todo el mundo.

Tal como le había prometido, cada noche al volver del museo Jeanne se dedicaba a escuchar el discurso de su hermana. Si éste carecía de convicción, o si ella farfullaba o se perdía en explicaciones demasiado técnicas para el gusto de Jeanne, ésta la obligaba a empezar otra vez desde el principio. Las primeras noches estuvieron llenas de discusiones entre ambas.

Keira se familiarizó muy pronto con su texto; sólo le faltaba darle el tono apropiado para cautivar al público.

En cuanto Jeanne se iba del apartamento por la mañana, Keira se ponía a recitar, paseándose por todo el salón sin parar. Incluso la portera del edificio, que una mañana a última hora fue a entregar un libro que había encargado Keira, escuchó su discurso. Cómodamente instalada en el sofá con una taza de té en la mano, la señora Hereira oyó el resumen completo de la historia de nuestro planeta, desde la era Precambriana hasta el período del Cretácico, que vio aparecer las primeras plantas con flores, toda una generación de insectos, nuevas especies de peces, amonites como las esponjas y un montón de especies de dinosaurios decididos a evolucionar desde entonces en tierra firme. A la señora Hereira le alegró averiguar que en esa época aparecieron en los océanos los primeros tiburones, muy parecidos a los que se pueden ver hoy en día. Sin embargo, eso no era lo más fascinante, sino la aparición de los primeros mamíferos, que desarrollaban a su progenie en bolsas placentarias, como harían los humanos más adelante.

La señora Hereira se quedó adormilada en plena era terciaria, en algún punto entre el Paleoceno y el Eoceno. Cuando volvió a abrir los ojos preguntó, un poco abochornada, si se había quedado dormida mucho rato. Keira la tranquilizó: ¡su cabezadita sólo había durado treinta millones de años! Por la noche se guardó bien de hablarle a Jeanne de aquella visita, y más aún de la reacción de su primer público.

El miércoles siguiente, Jeanne se disculpó ante su hermana, pues tenía una cena a la que no podía dejar de acudir. Keira estaba agotada, y la idea de eludir la sesión de recitado le encantó. Le suplicó a Jeanne que no se preocupara y le prometió que recitaría su texto exactamente igual que si ella estuviera presente. Sin embargo, en cuanto vio a su hermana subirse a un taxi, se preparó un plato de queso, se instaló en el sofá del salón y encendió el televisor. Se avecinaba tormenta: el cielo de París estaba cubierto por completo de negro. Keira se echó una manta sobre los hombros.

El primer trueno fue tan violento que incluso la sobresaltó. Al segundo le siguió un apagón general. Keira buscó un mechero en la penumbra, pero sin éxito. Entonces se levantó y se acercó a la ventana. El relámpago había impactado en el pararrayos de un edificio a varias manzanas de allí. Gracias a la experiencia adquirida sobre el terreno, la arqueóloga lo sabía todo sobre las tormentas y sus peligros, pero debía confesar que la intensidad de aquélla era especialmente fuerte. Resultaba más prudente alejarse del cristal. Retrocedió un paso y se llevó automáticamente la mano al collar. Si, en efecto, tal como creía Ivory, el colgante estaba compuesto de una aleación de metales, era mejor no tentar al diablo llevándolo encima. Keira todavía seguía con la mirada clavada en el cielo cuando un relámpago lo atravesó. El rayo iluminó la estancia donde se encontraba Keira y, de pronto, la pared se llenó de millones de puntitos luminosos proyectados por el colgante que sostenía con las yemas de los dedos. La sorprendente imagen permaneció unos segundos antes de esfumarse. Keira, temblorosa, se agachó para recuperar el collar, que se le había caído al suelo; cogió el cordel y se levantó de nuevo para mirar por la ventana. El vidrio estaba agrietado. Se sucedieron varios truenos más hasta que por fin la tormenta se empezó a alejar. Aún podía verse el cielo iluminándose a lo lejos cuando una fuerte lluvia empezó a caer.

Acurrucada en el salón, a Keira le estaba costando recuperar la calma. Las manos todavía le temblaban. Por más que intentara tranquilizarse diciéndose que tan sólo había sido víctima de una ilusión óptica, nada conseguía serenarla realmente y se sentía presa de un confuso malestar. Cuando volvió la luz, Keira observó atentamente el colgante y acarició su superficie; estaba templada. Lo aproximó a una bombilla, pero a primera vista no encontró la menor marca.

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