—Quizá tendría que plantearme hacer excavaciones en el parque Asterix —me dijo Keira.
Me presenté al dueño del hotel, que acababa de darnos las llaves de su última habitación libre y después de que le di buena cuenta de nuestras respectivas competencias profesionales, accedió a mi petición y prometió organizamos para el día siguiente una entrevista privada con el conservador del enclave arqueológico de Nebra.
En la plaza Lubianka, dos mundos ajenos se codeaban: por un lado, el gran edificio con fachada anaranjada que ocupaba el KGB; enfrente, el palacio del Juguete.
Aquella mañana, Vassily Yurenko había tenido que renunciar a su desayuno en el café Pushkin y eso lo ponía de mal humor. Después de haber aparcado su viejo Lada junto a una acera, había esperado que los grandes almacenes abriesen sus puertas. En la planta baja el tiovivo iluminado daba sus primeras vueltas de la jornada, pero todavía no había ningún niño montado en los caballos de madera. Vassily se abstuvo de tocar la barandilla de la escalera mecánica, demasiado grasienta para su gusto. En la primera planta se paró delante de un aparador en el que se encontraban las más bellas réplicas de muñecas rusas. Esos conjuntos de figuritas encajadas unas en otras le gustaban desde siempre. En su juventud, su hermana poseía una colección que hoy no tendría precio, pero su hermana reposaba desde hacía treinta años en el cementerio Novodievitchi y la maravillosa colección ya no era más que un lejano recuerdo. La vendedora lo gratificó con una amplia sonrisa y una visión poco agradable de su mandíbula desdentada. Yurenko desvió la mirada, la dependienta cogió una muñeca de colores vivos, con la cabeza roja y el cuerpo amarillo, la metió en una bolsa de papel y pidió mil rublos a su cliente. Yurenko pagó y se alejó. Un poco más tarde, rascó la pintura que recubría la tercera y la quinta muñeca y copió las cifras que habían aparecido. Cogió el metro, bajó en la parada de Ploshchad Vosstaniya y enfiló el largo pasillo que lleva a la estación de Moscú.
En la consigna, se dirigió hacia el casillero indicado por la tercera muñeca, compuso en el dial el número indicado en la quinta y cogió el sobre que se encontraba en el interior. Contenía un billete de avión, un pasaporte, un número de teléfono en Alemania y tres fotografías; una de ellas era el retrato de un hombre, otra, el de una mujer y en la tercera se los veía a ambos bajando de un avión. En el dorso de las fotos estaban sus nombres garabateados. Yurenko guardó el sobre en el bolsillo y miró el horario que figuraba en el billete de avión. Tenía dos horas para llegar al aeropuerto de Sheremetyevo. Intentó recordar si había aparcado el coche en una plaza autorizada, pero era demasiado tarde para preocuparse por eso.
Lorenzo estaba acodado en el balcón de su despacho. La colilla de su cigarrillo cayó a la calle de abajo. Miró como rodaba hasta la cuneta, cerró las ventanas y descolgó su teléfono.
—Tenemos un pequeño problema en Etiopía. Han dejado el país —dijo Lorenzo.
—¿Dónde están?
—Hemos perdido su pista en Fráncfort.
—¿Qué ha pasado?
—Los que hacían su seguimiento han tenido mala suerte. Sus dos protegidos fueron al lago Turkana en compañía de un jefe de aldea que les servía de guía. Mis hombres quisieron sonsacarle para saber qué habían ido a hacer los otros dos en un islote en medio del lago y hubo un accidente.
—¿Qué tipo de accidente?
—El viejo se encaró a ellos y tuvo una mala caída.
—¿Quién está al corriente?
—Le había garantizado la prioridad de mis informaciones, pero habida cuenta del giro de los acontecimientos, ya no puedo dejarle un día antes de contactar con los demás. Y tendré que explicar por qué mis hombres seguían a sus dos tontainas.
Lorenzo no pudo despedirse de Ivory, que ya había colgado.
—¿Qué piensa usted? —preguntó Vackeers, que estaba en el sillón justo enfrente de él.
—Ivory no se dejará engañar mucho tiempo, sospecho incluso que habrá adivinado que usted ya está informado. Es un viejo zorro, no lo atrapará así como así.
—Ivory es un viejo amigo y no intento atraparlo, sólo quiero impedir que nos manipule. Nuestros objetivos son divergentes y no podemos permitir que dirija el baile.
—Bueno, si quiere mi opinión, apuesto a que él está dirigiendo la orquesta mientras nosotros hablamos.
—¿Qué le hace pensar eso?
—También estaría dispuesto a apostar que el hombre que espera abajo, en la calle, lo lleva siguiendo desde que ha salido de su despacho.
—¿Desde Amsterdam?
—Para que se haga visible de manera tan grosera, o bien es un incapaz, o bien su viejo amigo le envía un mensaje, algo del tipo «no me tome por un imbécil, Vackeers, sé dónde está usted». Y dado que el tipo ha conseguido seguirlo hasta aquí sin que usted lo notara, más bien me decantaría por la segunda hipótesis.
Vackeers se levantó de un salto y se acercó a la ventana. Pero el hombre del que acababa de hablar Lorenzo ya estaba alejándose.
—Deberías ponerte el cinturón, las carreteras son estrechas.
Keira abrió totalmente la ventanilla e hizo como si no me hubiera oído. En aquel viaje tuve que aguantar a veces las ganas de abrir la portezuela y empujarla fuera.
El conservador del museo de Nebra nos acogió con los brazos abiertos. El hombre estaba tan orgulloso de su colección que nos explicó con todo detalle cada pieza. Espadas, escudos, puntas de lanza, de todo; tuvimos que escuchar la historia de sus cien tesoros antes de llegar por fin al disco.
El objeto era notable. Su apariencia no tenía nada en común con el colgante de Keira, pero ambos quedamos fascinados por su belleza y por el ingenio de quien lo había concebido. ¿Cómo, en la edad de bronce, el hombre había podido realizar tal proeza técnica? El conservador nos invitó a la cafetería y nos preguntó en qué podía sernos útil. Keira le mostró su collar y yo confié a nuestro interlocutor sus extrañas propiedades. Apasionado por lo que le acababa de revelar, me preguntó sobre su edad y le respondí que no sabíamos nada.
El hombre había consagrado diez años de su vida al estudio del disco de Nebra, así que nuestro objeto le intrigaba al máximo. Recordaba vagamente haber leído algo que podría interesarnos. Tenía que poner orden tanto en sus pensamientos como en sus archivos. Propuso que nos volviéramos a encontrar por la noche y que cenáramos juntos. Mientras tanto, intentaría hacer todo lo posible para ayudarnos en nuestras investigaciones. Teníamos la tarde libre. En el hotel, dos ordenadores estaban a disposición de la clientela, y aproveché para enviar noticias a Walter y dirigir algunos e-mails a los colegas, haciendo malabarismos entre lo que me permitía revelar y lo que prefería esconderles para no pasar por un majadero.
En cuanto bajó del avión, Vassily pasó sucesivamente por los cuatro mostradores de alquiler de coches que había en la terminal internacional. Había presentado una foto a cada uno de los empleados, preguntando si reconocían a la pareja que les mostraba. Tres de ellos habían respondido negativamente y el cuarto le dijo que ese tipo de información era confidencial. Vassily ya sabía que aquellos a quienes buscaba no habían cogido un taxi para ir a la ciudad y, lo que era más importante, sabía a quién habían alquilado un coche. Acostumbrado a ese tipo de situaciones, se acercó a una cabina telefónica, desde donde llamó al empleado que acababa de hablar con él; en cuanto descolgó, le explicó en un alemán casi perfecto que se había producido un accidente en el área de estacionamiento y que su presencia era requerida en el plazo más breve posible. Vassily espió al hombre que colgó, furioso, y se precipitó a los ascensores que llevaban al sótano. En cuanto el empleado hubo desaparecido, Vassily volvió al mostrador, se inclinó sobre el teclado del terminal y en seguida la impresora empezó a crepitar. Vassily se alejó con una copia del contrato de alquiler de Adrián en el bolsillo.
Después de haber marcado el número de teléfono encontrado en el sobre que estaba en la consigna de la estación de Moscú, ya sabía que el Mercedes gris con matrícula KA PA 521 había sido filmado por las cámaras de vigilancia de la autopista B43, y después por las de la autopista A5 en dirección a Hannover; ciento veinticinco kilómetros más lejos se volvía a encontrar al vehículo en la A7, donde había cogido la salida 86. A ciento diez kilómetros de allí, el Mercedes circulaba a ciento treinta kilómetros por hora por la A71 y un poco más tarde se encontraba en una nacional en dirección a Weimar. Al no haber dispositivos de vigilancia en las carreteras de menor importancia, el vehículo parecía haberse desvanecido en la naturaleza, pero gracias a la cámara de un semáforo reapareció en el cruce de Rothenberga.
Vassily alquiló una berlina y dejó el aeropuerto de Fráncfort, siguiendo escrupulosamente el itinerario que acababa de copiar.
Aquel día, la suerte estaba de su lado, ya que sólo una carretera proseguía desde el sitio en el que el Mercedes había sido visto por última vez. Pero quince kilómetros después, al atravesar Saulach, tuvo que enfrentarse a una elección de itinerario. La avenida Karl Marx iba en dirección a Nebra, mientras que una carretera a su izquierda partía hacia Bucha. Seguir a Karl Marx no le recordaba nada bueno, así que fue hacia Bucha. La carretera se adentraba por la maleza, antes de resurgir a través de un paisaje de vastos campos de colza.
En Memleben, al llegar cerca de un río, Vassily cambió de opinión, seguir hacia el este ya no le parecía buena idea, dio un volantazo y giró bruscamente en Thomas Müntzer Strasse. El itinerario que había cogido debía ser triangular, ya que de nuevo un cartel indicaba la proximidad de la ciudad de Nebra. Cuando vio a su derecha el aparcamiento de un museo de arqueología, Vassily abrió la ventanilla y se permitió el primer cigarrillo de la jornada. El cazador husmeaba a sus presas por las cercanías, no le haría falta mucho tiempo para localizarlas.
El conservador del museo se había reunido con nosotros en nuestro hotel. Para la ocasión, se había puesto un traje de pana, una camisa de cuadros y una corbata de punto. Incluso con nuestra vestimenta, superviviente de un periplo por África, íbamos más elegantes que él. Nos llevó a un restaurante y esperó a que Keira y yo nos sentáramos para preguntarnos cortésmente cómo nos habíamos conocido.
—¡Somos amigos desde que íbamos al colegio! —respondí.
Keira me asestó una contundente patada por debajo de la mesa.
—Adrián es más que un amigo, es casi un guía para mí; además, me lleva muchas veces de viaje para distraerme —dijo ella, mientras su tacón se ensañaba con los dedos de mi pie.
El conservador prefirió cambiar de tema. Llamó a la camarera y pidió nuestra comida.
—Quizá tenga algo que les puede interesar —nos dijo—. Cuando efectuaba mis investigaciones sobre el disco de Nebra, y Dios sabe cuántas he podido hacer, di con un documento en la Biblioteca Nacional. Durante un tiempo creí que me ayudaría en mis trabajos, pero era una falsa pista, aunque quizá no en lo que les concierne a ustedes. Por más que he rebuscado toda la tarde en mis archivos, no he conseguido encontrarlo, pero recuerdo bastante bien su contenido. Es un texto redactado en gueze, una antiquísima lengua africana cuyos caracteres son relativamente parecidos a los del alfabeto griego.
El interés de Keira se despertó súbitamente.
—El gueze —prosiguió ella— es un lenguaje semítico que sirvió para el desarrollo del amárico en Etiopía y del Tigrinya en Eritrea. Las escrituras que dieron nacimiento al gueze datan de más o menos tres mil años. Lo más asombroso es, en efecto, el parecido no sólo del alfabeto, sino también de ciertas vocalizaciones entre el gueze y el griego antiguo. Según las creencias de la Iglesia etíope ortodoxa, el gueze fue una revelación divina hecha a Enós. En el libro del Génesis, Enós es hijo de Seth, padre de Kenan y nieto de Adán; en hebreo, Enosh sugiere la noción de humanidad. En la Biblia ortodoxa etíope, Enós nació en el año trescientos veinticinco de la creación del mundo, con lo que nos remontaríamos al siglo XXXVIII antes de Jesucristo, período antediluviano en la mitología hebraica. ¿Qué pasa con él?
Debí de mirar a Keira asombrado, porque se interrumpió en su relato antes de añadir que estaba aliviada al comprobar que yo por fin notaba que su principal trabajo no consistía en ayudarme a reescribir la
Guía del trotamundos
.
—¿Recuerda lo que revelaba ese texto redactado en gueze? —preguntó Keira al conservador del museo.
—Entendámonos, aunque el escrito original está en gueze, el que yo tuve entre las manos es mucho más reciente, es una retranscripción que data no más que del siglo V o VI antes de la era cristiana. Si mi memoria es buena, se habla en él de un disco celeste, una especie de mapa en el que cada trozo habría servido de guía para el poblamiento del mundo. La traducción es bastante confusa y da pie a múltiples interpretaciones, pero en el corazón del texto se encuentra la palabra «reunificación», de eso me acuerdo muy bien, y esa noción está extrañamente conectada a la de una división. Es imposible saber si una u otra predicen el advenimiento o la destrucción del mundo. Se trata probablemente de un escrito más o menos religioso, una profecía más, imagino. De todas maneras, era demasiado antiguo para que hiciera referencia al disco de Nebra. Tendrían que ir a la DNB.
[9]
Consulten el texto y háganse su propia idea. No quiero darles falsas esperanzas, la probabilidad de que ese escrito tenga alguna relación con el objeto que usted lleva alrededor del cuello es bastante ínfima, pero yo, en su lugar, por lo menos iría a ver, nunca se sabe.
—¿Y cómo encontrar el documento? La Biblioteca Nacional es inmensa.
—Estoy seguro de haberlo consultado en los locales de Fráncfort y algunas veces tuve que ir a los de Múnich o Leipzig, pero estoy seguro de que ese manuscrito estaba en Fráncfort. Por otra parte, me acuerdo ahora que estaba en un códice, pero ¿cuál? Todo esto se remonta a una decena de años. Verdaderamente, tendría que poner algo de orden en mis cosas. Empezaré esta misma noche y, si descubro algo, los avisaré en seguida.
Cuando el conservador nos dejó, Keira y yo decidimos volver a pie. A la ciudad vieja de Nebra no le faltaba encanto y un paseo nos ayudaría a digerir la excesivamente copiosa cena.
—Lo siento, creo que te he metido en una aventura que no tiene ni pies ni cabeza.