El primer día (36 page)

Read El primer día Online

Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
3.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Menos de media hora.

—No tenemos ninguna certidumbre de que el documento esté vinculado de alguna forma con mi colgante, ¿no es así?

—No, en efecto, pero, de una manera más general, siempre me he prohibido tener certidumbres.

—Sin embargo, quieres creer que existe una relación entre ambos —repuso.

—Keira, cuando buscamos en lo infinitamente grande un punto infinitamente pequeño, una fuente de luz por muy alejada que esté, cuando esperamos un ruido llegado del fondo del universo, no hay más que una cosa de la que estamos seguros: nuestra ansia por descubrir. Y sé que a ti te pasa lo mismo cuando excavas la tierra. Entonces, sí, no hemos encontrado todavía nada que nos permita afirmar que avanzamos en la buena dirección, salvo ese instinto que compartimos y que nos empuja a creerlo, lo que no está mal, ¿no?

Yo no tenía la impresión de haber dicho algo muy importante, el paisaje de la estación de Ashford no era especialmente romántico y todavía me pregunto por qué en ese preciso momento en lugar de en cualquier otro, Keira se volvió, puso sus manos en mis mejillas y me besó como no lo había hecho nunca.

Estuve dando vueltas durante meses a ese instante de mi vida, no sólo porque será para siempre uno de mis mejores recuerdos, sino también porque he buscado en vano comprender lo que había podido hacer para provocar tal impulso. Incluso, más tarde, cuando me atreví a preguntárselo, no obtuve como respuesta más que una sonrisa. Y finalmente me parece bien, lo que me autoriza a solazarme a menudo con esa pregunta, a revivir ese beso en la estación de Ashford una hermosa tarde de verano.

París

Ivory movió el caballo sobre el tablero de mármol que presidía su salón. Tenía algunos muy antiguos y el más bello de su colección se encontraba en su habitación, un modelo persa enteramente de color marfil y que databa del siglo VI. Fue un antiguo juego indio, el chaturanga, el juego de los cuatro reyes, el que dio su tablero al ajedrez. Un cuadrado de ocho casillas por ocho, cuyo cuadrado, sesenta y cuatro casillas, explicaba la marcha del tiempo y de los siglos. La oposición del negro y del blanco llegó más tardíamente. Los indios, los persas y los árabes jugaban sobre una cuadrícula monocolor, a veces sobre una mera rejilla dibujada en el suelo. Antes de convertirse en un juego profano, el diagrama del tablero servía de plano en la India védica para la construcción de los templos y las ciudades. Simbolizaba el orden cósmico y las cuatro casillas centrales correspondían al Dios creador.

El chirrido del fax sacó a Ivory de sus ensoñaciones. Se dirigió a la biblioteca donde se encontraba el aparato y arrancó la hoja de papel que acababa de imprimirse. Un texto redactado en una lengua africana muy antigua, seguido de una traducción. Su autor le rogaba que lo llamara en cuanto lo recibiese, lo que hizo en seguida Ivory.

—Ha venido a verme hoy —dijo la voz en el teléfono.

—¿Iba sola?

—No, la acompañaba un inglés petulante. ¿Ha podido echar una ojeada al documento?

—Acabo de hacerlo ahora mismo, ¿lo ha traducido usted mismo?

—Lo mejor que he podido en tan poco tiempo.

—Es un buen trabajo, considere que sus problemas de tesorería pertenecen al pasado.

—¿Puedo preguntarle por qué a Keira le interesa
tanto
y cuál es la importancia de ese texto?

—No, si es que quiere que el dinero prometido ponga a flote desde mañana las cuentas de su imprenta.

—He intentado reunirme con ella después. Su hermana, antes de colgarme en las narices, me ha dicho que Keira había partido para Londres. ¿Puedo hacerle otro servicio, señor?

—Como habíamos quedado, avisarme si vuelve a entrar en contacto con usted.

Una vez terminada la comunicación, Ivory volvió a sentarse en su salón. Con el texto en la mano, se puso las gafas y empezó a corregir la traducción. Desde la primera línea, introdujo algunas modificaciones.

Londres

La idea de pasar algunos días en mi casa no me disgustaba precisamente. Keira aprovechó el suave atardecer para ir a pasear por las calles de Primrose Hill; cuando estuve solo, llamé a Walter.

—Adrián, antes de que me digas cualquier cosa, te advierto que he hecho todo lo que he podido. Quiero que sepas que no se encuentra un traductor de gueze antiguo en el mercado de Pimlico, ni tampoco en el de Camdem y he verificado que tampoco aparecen en las páginas amarillas.

Retuve el aliento. La idea de confesar a Keira que me había marcado un farol con el único objetivo de alejarla de ese Max que la rondaba no me seducía.

—¿Ya te he dicho la suerte que tienes al tenerme como amigo, Adrián? He conseguido encontrar a una persona de rara calidad, que sin duda podrá ayudarte. Soy de una perspicacia que me asombra a mí mismo. Imagínate que he hablado de tu problema con una amiga, un pariente próximo de la cual va cada domingo a la Iglesia ortodoxa etíope de Santa María de Sión. Esa persona ha hablado a su vez con un sacerdote, un santo varón, cuya erudición parece ser ilimitada. Ese sacerdote no es simplemente un eclesiástico, sino también un historiador y un enorme filósofo. Es refugiado político en Inglaterra desde hace veinte años y está reconocido como uno de los mayores especialistas en la materia que te interesa. Nos hemos citado con él mañana por la mañana. Y ahora puedes decir: «Walter, eres genial.»

—¿Quién es esa amiga a la que debemos este servicio impagable?

—La señorita Jenkins —respondió Walter un tanto confuso.

—Pues ésta es una noticia que me encanta por partida doble, eres genial, Walter.

Feliz por haber renovado el contacto con él, lo invité a pasar la velada en casa. Durante la cena, Keira y Walter aprendieron a conocerse mejor. Le relatamos, por turno, nuestras aventuras y desventuras en el Valle del Omo y las vividas en Nebra, sin olvidar los episodios de Fráncfort y de París. Le enseñamos el texto encontrado en la Biblioteca Nacional Alemana y la traducción de Max. La leyó con la mayor atención, aun sin entender absolutamente nada. Cada vez que Walter se reunía conmigo en la cocina, o cada vez que nos encontrábamos solos en la mesa, me confesaba que encontraba a Keira formidable, asombrosa y deliciosa, y concluí que había caído bajo su encanto; es verdad que Keira tenía un encanto impresionante.

Lo que Walter no nos había dicho era que teníamos que asistir a toda la ceremonia antes de poder entrevistarnos con el sacerdote. Confieso que fui aquel domingo por la mañana a regañadientes, ya que mis relaciones con Dios eran bastante distantes desde mi infancia, y sin embargo el momento fue especialmente emocionante. La belleza de los cantos me sobrecogió, así como la sinceridad del recogimiento. En aquella iglesia parecía que no hubiera más que bondad. Una vez terminada la ceremonia y mientras se vaciaban los bancos, el sacerdote vino a nuestro encuentro y nos invitó a seguirle hasta detrás del altar.

Era de pequeña estatura, y tenía la espalda terriblemente curvada, quizá bajo el peso de las confesiones de los hombres o por un pasado que había conocido guerras y genocidios. Nada malo parecía existir en él. Era imposible sostener su mirada. Su voz grave y envolvente hubiera bastado para convencerte de que lo siguieras hasta donde fuera.

—Es un documento muy sorprendente —nos dijo después de haberlo releído dos veces.

Para mi asombro, no había prestado ninguna atención a las traducciones que lo acompañaban.

—¿Están seguros de su autenticidad? —preguntó.

—Sí.

—El problema que se plantea aquí no es el de la traducción, sino el de la interpretación. No se traduce una poesía palabra por palabra, ¿verdad? Ocurre lo mismo con las escrituras antiguas. Es fácil hacer decir más o menos lo que uno quiere a un texto sagrado. Por otra parte, los hombres no se privan de pervertir los discursos benévolos y deformarlos para atribuirse indebidamente sus poderes y obtener lo que quieren de sus fieles. Las Escrituras santas ni amenazan ni condenan, indican un camino y dejan al hombre la elección de encontrar lo que lo guiará, no en su vida, sino hacia la vida. Los que pretenden comprender y perpetuar la palabra de Dios no siempre lo entienden así y abusan de la ingenuidad de los que se complacen en gobernar.

—¿Por qué nos dice eso, padre? —pregunté.

—Porque preferiría conocer sus intenciones antes de instruirlos más sobre la naturaleza de este texto.

Le expliqué que yo era astrofísico y Keira arqueóloga, y el sacerdote me sorprendió al decirnos que nuestra asociación podía tener consecuencias.

—Buscan ambos algo cuya comprensión es temible, ¿están seguros de estar preparados para afrontar las respuestas que podrían encontrar en su camino?

—¿Qué hay de temible? —pregunto Keira.

—El fuego es un aliado valioso para el hombre, pero es peligroso para el niño que no lo sabe utilizar. Ocurre lo mismo con algunos conocimientos. A escala de la humanidad, los hombres no son todavía más que niños; miren nuestro mundo y observen cuánta educación nos falta todavía.

Walter replicó que Keira y yo éramos absolutamente respetables y dignos de confianza, lo que hizo sonreír al sacerdote.

—¿Qué conoce usted verdaderamente del universo, señor astrofísico? —me preguntó.

Su pregunta no tenía nada de arrogante, no había en su voz ninguna suficiencia, pero antes de que pudiera responder, miró a Keira con amabilidad y le preguntó:

—Y usted, que piensa que mi país es la cuna de la humanidad, ¿ya se ha preguntado por qué?

Confiábamos en poder darle respuestas prudentes y adecuadas, pero rápidamente nos planteó una tercera cuestión.

—¿Creen que su encuentro ha sido fortuito, imaginan que es posible que un documento así haya podido llegar a su manos solamente por azar?

—No sé, padre —balbuceó Keira.

—Usted que es arqueóloga, señorita, ¿cree que el hombre descubrió el fuego o que el fuego se le apareció cuando llegó el momento propicio?

—Creo que la naciente inteligencia del hombre le permitió domesticar el fuego.

—¿Llamaría usted a eso la providencia, entonces?

—Si creyese en Dios, probablemente.

—Usted no cree en Dios pero recurre a un religioso para intentar descifrar un misterio cuyo alcance se le escapa. No olvide esta paradoja, por favor, tendremos que recordarla cuando llegue el momento.

—¿Qué momento?

—Cuando hayan comprendido adónde les lleva este camino, porque ni el uno ni la otra saben nada. Si no, ¿habrían emprendido esta andadura? Lo dudo.

—Padre, no comprendo nada de lo que está diciendo, ¿podría aclararnos algo sobre el significado del texto? —me arriesgué a preguntar.

—Usted no ha respondido a mi pregunta, señor astrofísico, ¿qué sabe del universo?

—Muchas cosas, se lo garantizo —respondió Walter en mi lugar—, he sido su alumno durante algunas semanas y ni se imagina usted la masa de conocimientos que he tenido que asimilar, y eso que no me acuerdo de todo.

—Cifras, nombres de estrellas, situaciones, distancias, movimientos, todo eso no son más que constataciones. Usted y sus colegas comienzan a entrever, ¿pero qué han comprendido? ¿Sabría decirme qué es lo infinitamente grande o lo infinitamente pequeño? ¿Conocen ustedes el origen, adivinan el fin? ¿Saben ustedes quiénes somos, qué quiere decir ser humano? ¿Sabrían explicar a un niño de seis años qué es la inteligencia de la que hablaba la señorita, la que habría permitido al hombre domesticar el fuego?

—¿Por qué a un niño de seis años?

—¡Porque si usted no sabe explicar un concepto a un niño de seis años, es que no conoce su sentido!

Por primera vez, el sacerdote había subido el tono y el eco de su voz resonó entre los muros de la iglesia de Santa María.

—Todos somos niños de seis años en este pequeño planeta —dijo más calmado.

—No, no puedo responder a ninguna de sus preguntas, padre, nadie puede.

—No todavía, pero si las respuestas les fuesen ofrecidas, ¿estarían dispuestos, tanto el uno como la otra, a escucharlas?

El hombre había suspirado al decir eso, como apesadumbrado.

—¿Quieren que les ilumine su camino? No hay más que dos maneras de comprender lo que es la luz, dos medios de avanzar hacia ella. El hombre no conoce más que uno. Por eso Dios le resulta tan importante. Al niño de seis años que les hubiera preguntado qué es la inteligencia, hubieran podido responderle con una sola palabra: el amor. Éste es un pensamiento cuyo alcance se nos escapará todavía durante mucho tiempo. La frontera que ustedes se aprestan a franquear no tiene vuelta atrás posible. Cuando sepan, será demasiado tarde para renunciar. Por eso les planteo una vez más mi pregunta. ¿Están dispuestos a sobrepasar los límites de su propia inteligencia, a asumir el riesgo de abandonar su condición humana, así como se abandona la infancia? ¿Comprenden que ver a su padre no es lo mismo que conocerlo? ¿Aceptarían ser huérfanos de quien los ha elevado a la condición de hombre?

Ni Keira ni yo respondimos a tan singular personaje. Me hubiera gustado comprender lo que su sabiduría intentaba revelarnos, adivinar de qué nos quería proteger tan intensamente, ¡Si lo hubiera sabido!

Se inclinó sobre la hoja, suspiró de nuevo y nos miró fijamente a Keira y a mí.

—Así es como hay que leer esta escritura —nos dijo.

La vidriera de la nave se resquebrajó con una minúscula grieta, apenas de nueve milímetros de diámetro. El proyectil atravesó la iglesia a la velocidad de mil metros por segundo. La bala traspasó la nuca, seccionó la vena yugular y se aplastó contra la segunda vértebra cervical del sacerdote. El hombre abrió la boca en busca de un poco de aire y se desmoronó en el acto.

No habíamos oído ni el disparo, ni siquiera el ruido del estallido de la vidriera en la parte superior de la nave. Si no hubiera salido sangre por su boca, si esa misma sangre no estuviera corriendo por su cuello, hubiéramos pensado que el sacerdote había sufrido un ataque. Keira saltó hacia atrás y Walter la forzó a agacharse antes de arrastrarla hacia las puertas de la iglesia.

El padre yacía boca abajo, con su mano temblorosa, y yo permanecía allí, anquilosado ante la muerte que se lo llevaba. Me arrodillé y lo giré. Sus ojos se fijaron en la cruz y me pareció que sonreía. Movió la cabeza y vio el charco de sangre que se formaba a su alrededor. Comprendí por su mirada que quería que me acercara.

—Las pirámides escondidas —murmuró con un último aliento de vida—, el conocimiento, el otro texto. Si lo encuentra algún día, déjelo dormir, se lo ruego, todavía es demasiado pronto para despertarlo, no cometa lo irreparable.

Other books

The Visible World by Mark Slouka
Living with Strangers by Elizabeth Ellis
The Secrets We Keep by Stephanie Butland
Brothers in Blood by Dusty Richards