El primer hombre de Roma (56 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¡Claro que las tiene, joven Sertorio! —replicó el veterano de cien batallas y escaramuzas—. ¡Son las que le dan suerte!

Y, si, cuando se presentó ante él, Cayo Mario confesó un tanto incómodo que había llevado sus condecoraciones a lo largo de toda la campaña, hasta que Sertorio le comentó la observación del veterano a propósito de la suerte.

Los habitantes de Cirta se echaron a la calle, pues era una ceremonia impresionante: el ejército entero desfilando en atavío de gala, cada legión con su águila de plata envuelta en los laureles de la victoria y todos los estandartes de las centurias —el vexillum— también cubiertos con laurel. Todos los soldados exhibían sus condecoraciones, pero como era un ejército nuevo, sólo unos cuantos centuriones y media docena de soldados exhibían brazaletes, torcas y medallones. Naturalmente, Publio Vagienio portaba sus phalerae de plata.

¡Ah, pero nadie hacía sombra a Cayo Mario!, pensaba el admirado Quinto Sertorio, mientras aguardaba turno para que le impusiera la corona de oro por un solo combate en el campo de batalla. También Sila aguardaba su corona de oro.

Allí estaban, colocadas todas en el estrado a sus espaldas, las condecoraciones de Cayo Mario: seis lanzas de plata por muerte al enemigo en combate en seis ocasiones, un estandarte vexíllum rojo .bordado en oro y con flecos de oro por dar muerte a varios hombres en un solo combate en la misma ocasión, dos escudos con incrustaciones de plata con la forma ovalada antigua por resistir tenazmente en una posición. Luego estaban las condecoraciones que portaba: coraza de cuero endurecido en lugar de la normal de bronce plateado de oficial mayor, y sobre ella llevaba sus phalerae en los arneses con incrustaciones de oro, nada menos que tres juegos de nueve de oro, dos en el pecho y uno a la espalda; seis torcas de oro y cuatro de plata, pendientes de correillas en hombros y espaldas, así como brazos y muñecas llenos de pulseras, armillas de oro y plata. Luego estaban las coronas. En la cabeza llevaba la corona cívica de hojas de roble, concedida a quien hubiese salvado la vida de sus compañeros, resistiendo en el lugar de la hazaña hasta el final de la batalla; dos coronas más de hojas de roble colgaban de dos lanzas de plata, como muestra de haber ganado la corona cívica nada menos que tres veces; en otras dos lanzas de plata colgaban dos coronas de oro en forma de hojas de laurel, por su notable valor; en la quinta lanza pendía una corona miira de oro con almenas, por haber sido el primero en escalar las murallas de una ciudad enemiga, y de la sexta lanza colgaba una corona vallarís de oro, ganada por haber sido el primero en saltar la valla de un campamento enemigo.

¡Qué hombre!, pensó Quinto Sertorio, haciendo mentalmente el catálogo de los trofeos. Sí, las únicas condecoraciones que le faltaban eran la corona naval, concedida al valor en batalla naval, pero, como Mario nunca había combatido en el mar, era una omisión lógica, y la corona gramínea, la simple corona de hierba concedida a quien por su solo valor e iniciativa hubiese salvado a una legión o a un ejército. La corona de hierba sólo se había concedido unas cuantas veces en la historia de la república, la primera vez al legendario Lucio Sicio Dentato, que había ganado nada menos que veintiséis coronas distintas, pero sólo una corona gramínea; a Escipión el Africano durante la segunda guerra contra Cartago. Sertorio frunció el entrecejo, esforzándose en recordar los otros condecorados. ¡Ah, sí!, Publio Decio Mus, que la había ganado en la primera guerra samnita, y Quinto Fabio Máximo Verrucosis Cunctator, por ir a la zaga de Aníbal por toda Italia, evitando que cayera en la tentación de atacar a Roma.

Luego nombraron a Sila para entregarle su corona de oro y un juego de nueve phalerae de oro por su valor durante la primera de las dos batallas contra los africanos. ¡Qué complacido parecía y qué enaltecido! Quinto Sertorio había oido decir que era un individuo bastante frío y que tenía una vena de crueldad, pero desde que estaban juntos en Africa no había visto pruebas de tales acusaciones; y, desde luego, de haber sido cierto, Cayo Mario no le habría apreciado tanto como demostraba. Evidentemente, Quinto Sertorio no entendía que cuando las cosas iban bien y la vida era agradable, con suficiente estímulo mental y fisico, la frialdad y la crueldad quedaban temporalmente ocultas; tampoco sabía que Sila era lo bastante astuto para saber que Cayo Mario no era hombre a quien conviniera mostrar el lado más siniestro de su carácter. Realmente, Lucio Cornelio Sila había hecho gala de un comportamiento irreprochable desde que Mario le había nombrado cuestor, y lo había mantenido sin esfuerzo.

—¡Oh!, —exclamó Quinto Sertorio, sobresaltado. Estaba tan profundamente inmerso en sus pensamientos que no había oído que le nombraban, hasta que su criado le dio un codazo, casi tan orgulloso como él mismo. Se dirigió rápido hacia el estrado y, firme, aguardó a que el gran Cayo Mario le impusiera la corona de oro, para recibir a continuación los vítores del ejército y estrechar la mano de Cayo Mario y de Aulo Manlio.

Una vez repartidos las torcas, pulseras, medallones y estandartes y después que algunas cohortes recibieran condecoraciones de oro y plata para las astas de sus banderas, habló Cayo Mario.

—¡Bravo, proletarios! —exclamó frente a la tropa condecorada—. ¡Habéis demostrado ser más valientes, más decididos, más trabajadóres, más inteligentes que nadie! ¡Las astas de muchos estandartes quedarán ahora adornadas con condecoraciones! ¡Así tendrán algo que mirar en Roma cuando desfilemos en triunfo! ¡Y a partir de este momento ningún romano podrá decir que los proletarios no ganan batallas para Roma!

 

Acababa de comenzar noviembre con sus prometedoras lluvias cuando llegó una embajada del rey Boco de Mauritania. Mario dejó que se cocieran en su propia salsa durante unos días, sin hacer caso de sus prisas.

—Estarán más suaves que un guante —le dijo a Sila momentos antes de recibirlos—. ¡No pienso perdonar al rey Boco —dijo nada mas entrar la comisión—, así que marchaos! Me estáis haciendo perder el tiempo.

El portavoz era Bogud, hermano menor del rey Boco; el príncipe Bogud dio un paso al frente antes de que Mario hiciera seña a sus lictores de que despidieran a la embajada.

—¡Cayo Mario, mi hermano el rey sabe de sobra la gravedad de sus transgresiones! —dijo—. No demanda tu perdón, ni pide que solicitéis al Senado del pueblo de Roma que vuelvan a admitirle como amigo y aliado. Lo que pide es que en primavera mandéis una embajada con dos de vuestros legados mayores a su corte de Tingis, junto a las columnas de Hércules. El les explicará con todo detalle por qué se alió con el rey Yugurta, y sólo pide que le escuchen. No quiere que le repliquen nada, sino que os lo informen a vos para que respondáis en persona. ¡Os ruego que concedáis ese favor a mi hermano el rey!

—¿Qué, enviar a dos de mis principales hasta Tingis a principios de la época de campaña? —inquirió Mario con fingida sorpresa—. ¡No! Lo único que haré es enviarlos a Saldae.

Se trataba de un pequeño puerto cercano al de Rusicade, en Cirta, y todos los miembros de la embajada alzaron las manos horrorizados.

—¡Imposible! —exclamó Bogud—. ¡Mi hermano el rey quiere evitar a toda costa un encuentro con Yugurta!

—En Icosium —dijo Mario, nombrando otro puerto a unas doscientas millas al oeste de Rusicade—. Enviaré a mi legado mayor Aulo Manlio y a mi cuestor Lucio Cornelio Sila a Icosium, pero ahora, príncipe Bogud, no en primavera.

—¡Imposible! —exclamó Bogud—. ¡El rey está en Tingis!

—¡Bobadas! —exclamó Mario, despreciativo—. El rey está camino de Mauritania con el rabo entre piernas. Si enviáis un corcel rápido para que le alcance, no tendrá dificultad alguna en llegar a Icosium al tiempo que mis legados se embarcan —añadió mirando imperioso a Bogud—. Es mi mejor y última oferta. O eso, o nada.

Bogud aceptó. La embajada embarcó dos días más tarde junto con Aulo Manlio y Sila en una nave con destino a Icosium, después de haber enviado un corcel rápido que diera alcance a los maltrechos restos del ejército moro.

 

—Nos estaba esperando cuando zarpamos, como tú previste —dijo Sila un mes más tarde, al regresar.

—¿Dónde está Aulo Manlio? —inquirió Mario.

—Aulo Manlio no se encontraba bien —respondió Sila con ojos risueños— y decidió regresar por tierra.

—¿Es una indisposición grave?

—Nunca he visto a nadie que se maree tanto —respondió Sila.

—¡Ah, no lo sabía! —añadió Mario, sorprendido—. Entonces, supongo que serías tú el más consciente de lo que dijeran en la entrevista.

—Sí —contestó Sila—. Ese Boco es un hombrecillo divertido. Parece una bola de tanto comer dulces. Muy ampuloso por fuera y muy tímido por dentro.

—Es una combinación que se da —comentó Mario.

—Bien, está claro que teme a Yugurta; en eso no creo que mienta. Y si le diésemos garantías de que no tenemos intención alguna de quitarle el trono, creo que se plegaría complacido a los intereses de Roma. Pero Yugurta le trae de cabeza.

—Yugurta nos trae de cabeza a todos. ¿Seguiste el método de Boco de no decir nada o le contestaste?

—Primero le dejé hablar —dijo Sila—, pero luego contesté. Pretendía darse aires regios y despedirme, y yo le dije que la entrevista era una iniciativa unilateral que en nada vinculaba a tus representantes.

—¿Y qué más le dijiste?

—Que si era un rey inteligente, prescindiría de Yugurta y se avendría a la política de Roma.

—¿Y cómo reaccionó?

—Bastante bien, desde luego; quedó más que sumiso.

—Pues veremos qué pasa ahora —dijo Mario.

—He descubierto una cosa —añadió Sila—. Que a Yugurta no le quedan hombres para reclutar. Hasta los gétulos se niegan a entregarle más tropas. Numidia está muy cansada de la guerra y casi nadie, tanto de los habitantes sedentarios como de la población nómada, cree que exista la menor posibilidad de victoria.

—Pero ¿nos entregarían a Yugurta?

—No, claro que no —respondió Sila meneando la cabeza.

—No importa —replicó Mario, sonriente—. ¡El año que viene, Lucio Cornelio! El año que viene le cogeremos.

 

Poco antes de que concluyera el año, Cayo Mario recibió de Publio Rutilio Rufo una carta que se había retrasado mucho por una serie de temporales.

 

Sé que querías que me presentara a cónsul contigo, Cayo Mario, pero me ha surgido una oportunidad que habría sido necio perder. Sí, el año que viene seré candidato al consulado, y mañana inscribiré mi nombre. De momento parece haberse secado el pozo y no se presenta nadie importante. Parece que te oigo decir: "Cómo, ¿no vuelve a presentarse Quinto Lutacio Catulo César?" No, últimamente está de capa caída por lo evidente que resulta que pertenece a la facción partidaria de todos los cónsules responsables de la pérdida de tantas vidas humanas. Hasta ahora el que más posibilidades tiene es una especie de hombre nuevo; nada menos que Cneo Malio Máximo. No está nada mal; yo podría entenderme con él, y estoy casi seguro que es el candidato más idóneo.

Te han prorrogado el mando otro año, como seguramente ya sabes.

En este momento, Roma es una ciudad muy aburrida; apenas tengo qué contarte y poquisimo en cuanto a escándalos. Los tuyos están bien; el pequeño Mario es un gozo y una delicia, muy dominante y adelantado para su edad, y vuelve loca a su madre de lo travieso que es, como deben ser los niños. Sin embargo, tu suegro no se encuentra bien, aunque, como buen César, nunca se queja. Parece que le sucede algo en la voz y no hay manera de paliarlo por mucha miel que tome.

¡Y no tengo nada más que contarte! Es horroroso. ¿De qué podría hablarte? Apenas he llenado una página. Ah, está lo de mi sobrina Aurelia. "¿Y quién diablos es esa Aurelia?", te oigo decir. Además, no te interesará lo más mínimo. Es igual. Seré breve. Seguro que conoces la historia de Helena de Troya, a pesar de que seas un provinciano que no habla griego. Era tan hermosa, que todos los reyes y príncipes de Grecia la codiciaban en matrimonio. Pues así es mi sobrina. Tan preciosa, que en Roma todos quieren casarse con ella.

Todos los hijos de mi hermana Rutilia son hermosos, pero Aurelia es algo más que hermosa. Cuando era niña, todos lamentaban el rostro que tenía; decían que era demasiado huesudo, demasiado duro, demasiado qué sé yo. Pero ahora que va a cumplir dieciocho años, todo el mundo hace elogios de ese mismo rostro.

Te diré que yo la quiero mucho. ¿Por qué? me imagino que preguntarás. Cierto, generalmente no me interesan las hijas de mis parientes cercanos, y tampoco mi hija ni mis dos nietas. Pero sí sé por qué aprecio a mi querida Aurelia. Por su criada. Cuando cumplió trece años, mi hermana y su esposo —Marco Aurelio Cota— decidieron que tuviese una criada fija que hiciera las veces de compañera y vigilanta. Así, compraron una buena muchacha y se la dieron a Aurelia, quien al poco les dijo que no quería aquella chica.

—¿Por qué? —preguntó mi hermana Rutilia.

—Porque es perezosa —contestó la chiquilla de trece años.

Los padres volvieron a ver al tratante y se esmeraron en elegir otra criada, que Aurelia también rechazó.

—¿Por qué? —preguntó mi hermana.

—Porque se cree que puede dominarme —le contestó Aurelia.

Y sus padres volvieron por tercera vez y examinaron con Espurio Postumio Glicón los libros para encontrar otra. Debo añadir que las tres que habían escogido eran muy instruidas, griegas y muy bien habladas.

Pero Aurelia tampoco quiso a la tercera criada.

—¿Por qué? —volvió a preguntarle mi hermana Rutilia.

—Porque es una oportunista; ya le está haciendo guiños al mayordomo —contestó Aurelia.

—¡Bueno, pues ve tú misma a elegir! —dijo mi hermana, harta.

Cuando Aurelia regresó a casa con la elegida, la familia se quedó atónita. Había traído a una chica de dieciséis años de la tribu gala de los arvernos, una criatura altísima y &lrasia, de rostro rosado y nariz chata, ojos azul claro, un pelo horrorosamente cortado (su antiguo amo se lo había cortado para venderlo para pelucas) y los pies y las manos mas enormes que habían visto en su vida en hombre o mujer. Aurelia dijo que se llamaba Cardixa.

Bien, como tú sabes, Cayo Mario, a mí siempre me han intrigado los antecedentes de los esclavos domésticos; siempre me ha chocado que dediquemos mucho más tiempo a decidir el menú de un banquete que a saber los orígenes de aquellos a quienes confiamos nuestra ropa, nuestra persona, nuestros hijos y hasta nuestra reputación. Y me llamó en seguida la atención que mi sobrina de trece años hubiese elegido aquella horrenda Cardixa, precisamente con toda la razón, pues ella quería una persona fiel, hacendosa, sumisa y bien intencionada, más que alguien con buen aspecto, que hablase griego como un indígena (¿no lo hablan todas?) y pudiese sostener una conversación con ella.

Así que me preocupé por enterarme de los datos de Cardixa, lo que no fue difícil, pues pregunté a Aurelia, que conocía su historia. La habían vendido cautiva con la madre cuando tenía cuatro años, después de que Cneo Domicio Ahenobarbo conquistase la región de los arvernos y crease la provincia de la Galia Transalpina. Poco después de llegar las dos a Roma, murió la madre, por lo visto de melancolía; la niña se convirtió en una especie de doncella, obligada a ir y venir con orinales, almohadas y cojines. Poco después de perder su encanto de niña, la vendieron varias veces y fue creciendo hasta convertirse en la espingarda que yo vi el día que Aurelia la trajo a casa. Uno de los amos la había vejado sexualmente a la edad de ocho años, otro la azotaba cada vez que su esposa la regañaba y un tercero la había enseñado a leer y escribir con su propia hija, que era terca para el estudio.

—Y por compasión te la has traído a casa —comenté yo.

Ahora, Cayo Mario, verás por qué quiero más a esta muchacha que a mi propia hija. Mi comentario no le gustó nada. Dio un respingo hacia atrás, como una serpiente; y me contestó:

—¡Ni mucho menos! La compasión es admirable, tío Publio, así nos lo dicen los libros y los padres, pero yo no creo que sea una buena justificación para elegir una criada. Si la vida de Cardixa ha dejado mucho que desear, no es culpa mía. Y no tengo capacidad moral para rectificar su infortunio. Yo la he elegido porque estoy segura de que será jiel, trabajadora, sumisa y bien intencionada. Una buena encuadernación no es garantía de que el libro merezca la pena leerse.

Ah, ¿no te gusta a ti también un poco, Cayo Mario? ¡Trece años que tenía entonces! Y lo más curioso es que esto, dicho ahora con mi atroz escritura, puede sonar pedante o hasta insensible si yo no supiera que no era pedante ni insensible. ¡Sentido común, Cayo Mario! Mi sobrina tiene sentido común. ¿Cuántas mujeres conoces con una virtud como ésa? Todos quieren casarse con ella por su rostro, su cuerpo y su fortuna, cuando yo preferiría entregarla a alguien que apreciase ese sentido común. Pero ¿cómo saber quién se merece ese favor? Esa es la inquietante cuestión que nos planteamos.

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