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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (7 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Yugurta se había sometido. Preparó dócilmente su equipaje, eligió a dedo unos cuantos notables para que le acompañasen, escogió los cincuenta mejores miembros de la guardia real númida y se embarcó con Casio el pretor. De eso ya hacía dos meses. Dos meses durante los cuales no había sucedido casi nada.

¡Oh, sí, Cayo Memio había cumplido su palabra! Había convocado una asamblea de la plebe en el Circo Flaminio, fuera del perímetro del pomerium, límite sagrado de la ciudad, con lo que se impedía la asistencia del soberano ungido Yugurta. El propósito de aquella reunión era que todos los romanos interesados, de alta o de baja condición, oyesen al rey de Numidia contestar a las preguntas de Cayo Memio. A quiénes había sobornado y cuánto dinero había pagado. Todo el mundo en Roma sabía las preguntas que Cayo Memio iba a formular y por eso la convocatoria en el Circo Flaminio contó con una asistencia masiva, sus gradas se llenaron y los que llegaron tarde se acomodaron en bancos de madera con la esperanza de poderlas oír aun desde tan lejos.

Sin embargo, Yugurta sabía cómo enfocar su defensa, porque desde la experiencia de Hispania y los años sucesivos había aprendido muy bien: sobornó a un tribuno de la plebe.

A primera vista, el tribuno de la plebe era un cargo menor en la jerarquía senatorial. Los tribunos de la plebe no tenían imperium, palabra sin equivalente en el mundo númida. ¡Imperium! Pues bien, eso de ímperíum equivalía al grado de autoridad que posee un dios en la tierra. Con aquello, un solo pretor podía obligar a un gran rey a que le acompañase. Los gobernadores provinciales tenían imPerium, los cónsules tenían ímperíum, los pretores tenían imperium, curules y ediles tenían imperium, pero todos ellos poseían una clase distinta de imperium. La única evidencia tangible de imperium era el lictor. Los lictores eran ayudantes profesionales que iban delante del que ostentaba el imperium abriéndole paso y llevando sobre el hombro izquierdo el fasces o haz de varas sujetas con cintas rojas.

Los censores no tenían imperium. Ni los ediles de la plebe, ni los cuestores. Tampoco lo tenían los que más interesaban a Yugurta en sus propósitos: los tribunos de la plebe. Estos últimos eran los representantes elegidos del pueblo, ese vasto conjunto de ciudadanos romanos sin derecho a la alta distinción de ser patricios. Los patricios eran la aristocracia antigua, aquellos cuya familia había formado parte de los padres de Roma. Cuatrocientos años antes, cuando la república acababa de constituirse, sólo contaban los patricios, pero conforme algunos plebeyos adquirieron dinero y poder e ingresaron en el Senado ocupando una silla curul, también quisieron ser aristócratas, y el resultado fueron los nobilis. Así, la doble aristocracia la constituían los patricios y los nobles. Para ser noble bastaba con tener un cónsul en la familia, y nada impedía que un plebeyo llegara a cónsul. De este modo quedaban satisfechos el honor y la ambición de los plebeyos.

Los plebeyos tenían su propia asamblea de gobierno, a la que les estaba vedada la asistencia y el voto a los patricios. Pero tan poderosos se habían hecho los plebeyos, en detrimento de los patricios, que este nuevo organismo de la Asamblea de la Plebe era quien asumía la mayor parte de la legislación. Para que velaran por sus intereses, la plebe elegía diez tribunos renovables cada año, y ésa era la peor característica del gobierno romano: que sus magistrados sólo ocupaban el cargo durante un año, con la consecuencia de que no se podía sobornar a una persona, al no saber si iba a durar lo bastante para servir los intereses de uno. Así, cada año había que sobornar a un hombre distinto, y generalmente había que sobornar a varios.

No, un tribuno de la plebe no tenía imperium ni era un magistrado mayor; en apariencia, no contaba gran cosa. No obstante, habían logrado convertirse en los magistrados más importantes del común y disponían de auténtico poder, ya que eran los únicos con derecho a veto. Y era un veto que obligaba a todos; sólo el dictador quedaba exento de él. Pero hacía casi cien años que no había un dictador en funciones. Un tribuno de la plebe podía vetar a un censor, a un cónsul, a un pretor, al Senado, a sus nueve colegas tribunos de la plebe, vetar las reuniones, las asambleas, las elecciones, prácticamente cualquier cosa. Además, su persona era sacrosanta; es decir, no se le podía impedir fisicamente que ejecutara sus funciones. Y, además, hacía las leyes. El Senado no podía legislar, sino únicamente recomendar la adopción de una ley.

Es indudable que todo esto tendía a establecer un sistema equilibrado de controles para impedir la posible hegemonía política de un organismo o un individuo. Si los romanos hubieran sido una raza superior de animales políticos, el sistema habría dado resultado; pero como no lo eran, casi no funcionaba. De entre todos los pueblos en la historia universal, los romanos eran los más ingeniosos para encontrar subterfugios legales a la ley.

Por ello, el rey Yugurta sobornó a un tribuno de la plebe, un don nadie, que no era miembro de las familias ilustres ni acaudalado. No obstante, Cayo Bebio era tribuno electo de la plebe y, al esparcir ante sus ojos, sobre la mesa, aquel montón de denarios de plata, se limitó a guardar el tesoro en doce grandes sacos y se convirtió en sumiso servidor del rey de Numidia.

En las postrimerías del año viejo, Cayo Memio logró convocar la gran asamblea en el circo Flaminio para que Yugurta compareciera ante ella. Allí, con el rey en pie, sumiso en el estrado ante los miles de silenciosos asistentes, Cayo Memio le hizo la primera pregunta.

—¿Sobornasteis a Lucio Opimio?

Pero antes de que el rey pudiese contestar, Cayo Bebio interrumpió inesperadamente:

—¡Rey Yugurta, os prohíbo que respondáis a Cayo Memio!

No necesitaba decir nada más. Era el veto.

Conminado por el tribuno de la plebe a guardar silencio, Yugurta no podía contestar legalmente, y la Asamblea de la Plebe se disolvió en medio de los murmullos de protesta de los asistentes. Cayo Memio montó en tal estado de cólera, que sus amigos tuvieron que contenerle y llevárselo a casa, mientras Cayo Bebio abandonaba el circo con una actitud de sublime virtud que no engañaba a nadie.

Sin embargo, el Senado no había concedido permiso a Yugurta para regresar a su país, y por eso aquel día de Año Nuevo estaba allí sentado, en el porche de aquella villa alquilada a un precio exorbitante, maldiciendo a Roma y a los romanos. Ninguno de los dos nuevos cónsules le había dado indicio alguno de verse interesado en un obsequio personal, ninguno de los nuevos pretores merecía el esfuerzo de un soborno, y los nuevos tribunos de la plebe tampoco parecían muy predispuestos.

El inconveniente del soborno es que no puede dejarse por las buenas en el agua para que lo pesquen; primero el pescado tiene que salir a la superficie y hacer glu-glu para dar muestras de que le interesa tragarse la presa dorada. Si no hay nadie que muestre tal interés, hay que dejar flotar la carnada y aguardar pacientemente lo más posible.

Pero, ¿cómo iba a poder estarse allí sentado pacientemente mientras su reino era objeto de la codicia de otros pretendientes? Gauda, hijo legitimo de Mastanábal, y Masiva, hijo de Gulusa, ostentaban fundadas pretensiones, aunque no eran los únicos. Era vital regresar al país. Y él estaba allí, impotente. Y si se marchaba sin permiso del Senado, su partida seria considerada un acto de beligerancia. Por lo que le constaba, nadie en Roma quería la guerra, pero no estaba muy seguro de qué postura adoptaría el Senado si abandonaba Roma. Aunque no podía legislar, el Senado conservaba la última palabra en asuntos exteriores, desde declarar la guerra hasta dictaminar en la gobernación de las provincias romanas. Sus agentes le habían informado que Marco Emilio Escauro estaba furioso por el veto de Cayo Bebio; y Escauro tenía gran ascendiente sobre el Senado y ya le había hecho reaccionar a su voluntad. La opinión de Escauro era que Yugurta no prometía nada bueno para Roma.

Bomilcar, el hermanastro, permanecía sentado sin decir palabra, aguardando a que Yugurta saliera de su abatimiento. Tenía noticias, pero conocía de sobra al rey para no interrumpirle mientras se mostrase enfadado. Era un hombre estupendo, Yugurta. ¡De una gran habilidad innata! Y había padecido mucho por el accidente de su humilde origen. ¿Por qué sería tan importante lo hereditario? La sangre púnica cartaginesa de la nobleza númida era muy evidente en Yugurta, aunque también su sangre beréber por parte de madre. Los dos eran pueblos semitas, pero los bereberes habían vivido mucho más tiempo que los púnicos en el norte de Africa.

En Yugurta se equilibraban perfectamente los dos linajes semitas. De la belleza beréber de la madre, había heredado los luminosos ojos grises, la nariz recta y aquel rostro alargado y flaco de pómulos marcados, y la estatura. Mientras que la sangre púnica de su padre se evidenciaba en el negro cabello de finos rizos, el profuso vello, el cutis atezado y la fuerte estructura ósea. Quizá por eso resultaba tan imponente; aquellos ojos causaban impacto en la oscuridad. Y miedo. Helenizadas por siglos de contacto con los griegos, las clases altas númidas vestían a la moda griega, cosa que verdaderamente no favorecía a Yugurta, que presentaba mejor aspecto con cascos, coraza, grebas, la espada al cinto y el caballo de guerra mordisqueando a su lado. Era una lástima, pensó Bomílcar, que los romanos de la urbe no hubiesen visto nunca al rey con atavío bélico; pero luego se estremeció al pensarlo. ¡Pensar aquello era tentar al destino! Mejor sería ofrecer al día siguiente un sacrificio a la diosa Fortuna para que los romanos no viesen nunca a Yugurta en atavío de guerra.

El rey comenzaba a tranquilizarse; su rostro se había ablandado. Era horrible tener que poner fin a aquella paz tan arduamente lograda y agobiarle con otra preocupación. Pero mejor que la supiera por boca de su barón más fiel, su propio hermano, que dejar que le llegase la noticia a través de algún agente imbécil, ávido de causar la máxima consternación.

—Mi señor... —comenzó a decir Bomilcar.

—Di —replicó Yugurta, volviendo hacia él sus ojos grises.

—Ayer me llegó un rumor en casa de Quinto Cecilio Metelo.

Aquello hería a Yugurta en lo más vivo, por supuesto. Bomílcar podía ir donde quisiera en Roma porque no era un rey ungido; y era a él a quien invitaban a cenar.

—¿El qué? —inquirió tajante.

—Masiva se ha presentado en Roma, y, lo que es más, ha conseguido que se interese por su caso el cónsul Espurio Postumio Albino, y pretende que éste presente una petición al Senado.

El rey se incorporó bruscamente, girando el asiento para mirar directamente a Bomilcar.

—Me preguntaba yo a quién se dirigiría ese miserable gusano —dijo—. Ahora ya lo sé. Pero ¿por qué a él y no a mi? Albino debe saber que yo le pagaría mucho más de lo que Masiva puede darle.

—No, según mis informaciones —replicó Bomilcar, inquieto—. Sospecho que han llegado a un acuerdo sobre la posibilidad de que a Albino le concedan el gobierno de la provincia africana. Mientras estáis aquí detenido en Roma, Albino se apresura a pasar a Africa con un buen ejército, cruza la frontera hasta Cirta y todos vitorean a Masiva como rey de Numidia. Me imagino que el rey Masiva de Numidia estaría muy predispuesto a pagar a Albino el precio que ponga.

—¡Tengo que volver al país! —exclamó Yugurta.

—Lo sé. Pero ¿queréis decirme cómo?

—¿No crees que existe la posibilidad de influir sobre Albino? Aún tengo dinero, y puedo conseguir más.

—Al nuevo cónsul no le gustáis —respondió Bomílcar meneando la cabeza—. Olvidasteis enviarle un obsequio el día de su cumpleaños, el mes pasado; pero a Masiva no se le olvidó. De hecho, se apresuró a enviar un regalo a Albino cuando le eligieron cónsul y otro el día de su cumpleaños.

—¡Malditos sean mis agentes! —exclamó Yugurta enseñando los dientes—. Empiezan ya a pensar que voy a perder la partida y ni se preocupan —añadió, mordiéndose el labio y humedeciéndolo con la lengua—. ¿Voy a perderla?

—¿Vos? —replicó Bomilcar sonriendo—. ¡Jamás!

—No sé... ¡Masiva! ¿Te das cuenta de que le había olvidado totalmente? Pensaba que estaba en Cirenaica con Tolomeo Apion —dijo Yugurta encogiéndose de hombros, decidido a sobreponerse—. Puede que sea un falso rumor. ¿Quién te lo dijo concretamente?

—El propio Metelo. El tiene que saberlo, porque estos días tiene bien alerta los oídos, dado que proyecta presentarse al consulado el año que viene. El no aprueba el acuerdo de Albino, porque si no, no me habría dicho una palabra. Pero ya sabéis que Metelo es uno de los romanos más virtuosos, inmune al soborno. Y no le gusta ver a reyes acampados a las puertas de Roma.

—Metelo puede permitirse el lujo de la virtuosa rectitud —replicó Yugurta con aspereza—. ¿No es tan rico como Creso? Entre los dos se han repartido Hispania y Asia. ¡Pero no se repartirán Numidia! Ni tampoco Espurio Postumio Albino, mientras yo pueda impedirlo —dijo Yugurta irguiéndose en el asiento—. Así que, ¿seguro que Masiva está aquí?

—Según Metelo, sí.

—Hay que esperar hasta saber cuál de los dos cónsules va a ser gobernador de Africa y cuál de Macedonia.

—¡No me digáis que creéis en los sorteos! —replicó Bomílcar con desdén.

—Ya no sé qué pensar de los romanos —respondió el rey, pesimista—. Tal vez lo tengan ya decidido, o tal vez sea preferible creer que el sorteo no es una farsa y se deja en manos del azar. Así que, esperaré, Bomílcar. Cuando conozca el resultado del sorteo, decidiré lo que hay que hacer.

Sin más palabras, volvió a dar la vuelta a la silla y siguió contemplando la lluvia.

 

* * *

 

En la granja enjalbegada de blanco próxima a Arpinum había habido tres hijos; Cayo Mario era el mayor, luego estaba su hermana María y luego otro varón llamado Marco Mario. Las lógicas expectativas eran que creciesen y ocupasen un lugar prominente en la sociedad de aquel distrito y del pueblo en concreto, pero nadie habría soñado que ninguno de los tres llegase a destinos más altos. Los Mario eran nobleza rural, señores de campo francotes y de buen corazón, destinados, en apariencia, a ser para siempre gentes importantes únicamente en su propio ámbito de Arpinum. La idea de que uno de ellos llegara al Senado de Roma quedaba descartada. Catón el censor ya había suscitado un considerable revuelo por sus orígenes campesinos, y eso que procedía de un lugar tan próximo a Roma como Túsculo, a tan sólo quince millas de las murallas de Servio. Por todo ello, un señor de Arpinum no podía imaginar que su hijo llegase a ser senador de Roma.

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