El primer hombre de Roma (8 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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No era por cuestión de dinerO, porque los Mario tenían dinero y vivían muy bien. Arpinum era un lugar rico, con un vasto término de muchas millas cuadradas, y la mayor parte de las tierras eran propiedad de tres familias: los Mario, los Gratidiuso y los Tulio Cicerón. Cuando una de estas tres familias necesitaba una esposa o un esposo de fuera, los sondeos no se efectuaban en Roma, sino en Puteoli, donde vivía la familia de los Granio, que era el clan de mercaderes marítimos más acaudalado procedente en sus orígenes de cerca de Arpinum.

La novia de Cayo Mario se había obtenido por compromiso cuando él era todavía un niño, y la muchacha aguardó pacientemente, creciendo en el hogar de los Granio en Puteoli, ya que era siete años más joven que el novio. Pero cuando Cayo Mario se enamoró no lo hizo de una mujer. Ni de un hombre. Se enamoró del ejército, reconociendo en él a un compañero natural, alegre y espontáneo de su vida. Se alistó de cadete al cumplir los diecisiete años y, lamentando que no hubiese ninguna guerra importante en aquel momento, se las compuso para servir constantemente en las filas de los oficiales más jóvenes de las legiones consulares hasta que, a la edad de veintitrés años, le asignaron un destino fijo a las órdenes de Escipión Emiliano en el sitio de Numancia.

No tardó mucho en hacerse amigo de Publio Rutilio Rufo y del príncipe Yugurta de Numidia, pues tenían la misma edad y a los tres los tenía en gran estima Escipión Emiliano, quien los llamaba el "trío terrible". Ninguno de los tres procedía de los círculos altos de Roma. Yugurta era extranjero, la familia de Publio Rutilio Rufo no había formado parte del Senado desde hacía más de cien años y hasta entonces no había conseguido acceder al consulado, y Cayo Mario procedía de una familia señorial del campo. Por aquel entonces, desde luego, a ninguno de los tres le interesaba la política, y lo único que les preocupaba era la carrera militar.

Pero Cayo Mario era un caso especial. Había nacido para militar, pero, sobre todo, había nacido para ostentar el mando.

"Sabe qué hacer y cómo hacerlo", decía Escipión Emiliano, con un suspiro quizá de envidia. Y no es que Escipión Emiliano no supiera lo que había que hacer y cómo, pero es que desde niño había oído hablar a generales en el comedor de su casa y sólo él sabía realmente el grado de espontaneidad que había en sus propias dotes militares. La verdad es que era muy poco. El gran talento de Escipión Emiliano radicaba en su organización, no en sus dotes militares. Estaba convencido de que si una campaña se proyectaba minuciosamente en el puesto de mando, incluso antes de alistar al primer legionario, las dotes militares no contaban mucho a la hora del resultado.

Mientras que en Cayo Mario era un don natural. A los diecisiete años era todavía bajo y delgado, comía con melindres y seguía siendo un niño delicado, mimado por la madre y secretamente despreciado por el padre. Luego, se ató el primer par de botas militares, se abrochó las planchas de una buena coraza de bronce sobre la fuerte camisa de cuero y creció en cuerpo y espíritu hasta ser físicamente mayor que nadie y fuerte mentalmente en valor e independencia. Momento en el que su madre comenzó a rehuirle y su padre a henchirse de orgullo.

En opinión de Cayo Mario, no había una vida mejor que aquélla, en la que se formaba parte integral de la más poderosa máquina militar jamás habida en el mundo: la legión romana. No existía marcha ardua ni lección de esgrima pesada o inútil ni tarea lo bastante humillante que apagase su creciente fervor y entusiasmo. No importaba el servicio que le asignasen, siempre que fuese militar.

En Numancia conoció a un cadete de diecisiete años que había llegado de Roma a unirse a su selecto grupo a petición del propio Escipión Emiliano. El muchacho era Quinto Cecilio Metelo, hermano menor del Cecilio Metelo que adoptaría, tras una campaña contra las tribus dálmatas de los montes ilíricos, el sobrenombre de Dalmático y sería nombrado pontífice máximo o sumo sacerdote de la religión estatal.

El joven Metelo era un auténtico Cecilio Metelo, más aplicado que brillante o con disposición para la tarea, aunque decidido a realizarla y totalmente convencido de que podía llevárla a cabo de maravilla. Aunque la lealtad a su clase impedía a Escipión Emiliano decirlo, es muy posible que aquel jovenzuelo, especialista en todo, le irritase, ya que, poco después de su llegada a Numancia, le consignó a las dulces mercedes del "trío terrible" formado por Yugurta, Rutilio Rufo y Mario. Estós, cuya juventud no dejaba lugar a la compasión, se mostraron tan resentidos como enojados porque les encomendasen aquel testarudo estorbo, y la tomaron con el joven Metelo, si no cruelmente, sí con dureza.

Mientras Numancia resistió y Escipión Emiliano estuvo ocupado, el muchacho apechó con su suerte. Luego, Numancia cayó, fue arrasada y desde el jefe de mayor categoría hasta el recluta de más baja condición recibieron permiso para emborracharse. El "trío terrible" no fue menos, y lo propio hizo Quinto Cecilio Metelo, pues resultó ser el día en que cumplía dieciocho años. Ocasión en que el "trío terrible" consideró una broma estupenda lanzar al homenajeado a una pocilga.

El muchacho salió sobrio del estiércol, maldiciendo y escupiendo.

—¡Arribistas desgraciados! ¿Quiénes os habéis creído que sois? ¡Yo os lo diré! ¡Tú, Yugurta, un simple extranjero grasiento, indigno de lamer las botas a los romanos! ¡Tú, Rutilio, un buscafavores venido a más! ¡Y tú, Cayo Mario, un simple palurdo itálico que ni siquiera sabe griego! ¿Cómo os atrevéis? ¿Cómo osáis siquiera? ¿Es que no comprendéis quién soy? ¿Os dais cuenta de quién es mi familia? Soy un Cecilio Metelo. ¡Nosotros éramos reyes de Etruria antes de que Roma fuese una simple idea! He aguantado durante meses vuestros insultos, pero ¡ya basta! ¡Tratarme a mí como a un inferior! ¡Habráse visto osadía...!

Yugurta, Rutilio Rufo y Cayo Mario permanecían sentados, balanceando las piernas en la cerca de la cochiquera, parpadeando como lechuzas, impertérritos. Luego, Publio Rutilio Rufo, que era un individuo sin par, capaz de una erudición tan profunda como de una actuación militar sumamente práctica, pasó una pierna por la valla y se puso a balancearse a horcajadas, esgrimiendo una gran sonrisa.

—No me malinterpretes, Quinto Cecilio, de verdad que aprecio lo que estás diciendo —replicó—, pero el inconveniente es que lo que tienes en la cabeza es una cagarruta de cerdo en vez de una corona, ¡oh, rey de Etruria! —añadió con una risita—. Ve a darte un baño y nos lo vuelves a decir, que procuraremos no reírnos.

Metelo saltó la cerca y se frotó furioso la cabeza por verse obligado a tener que seguir tan razonable consejo, y más, dado que se le ofrecía con semejante sonrisa.

—¡Rutilio! —vociferó—. ¿Qué clase de nombre es ése, un adorno para los rollos de los senadores? ¡Palurdos de Osca, eso es lo que sois! ¡Campesinos!

—Bueno, bueno —replicó risueño Rutilio Rufo—. Sé suficiente etrusco para traducir perfectamente al latín el significado de Metelo —añadió volviéndose sobre la cerca hacia Yugurta y Mario—. Quiere decir "liberado del servicio de mercenario" —espetó muy serio.

Aquello era demasiado. El joven Metelo se abalanzó sobre Rutilio Rufo y le hizo caer en el hediondo fango, donde los dos rodaron forcejeando y golpeándose sin suficiente impulso para hacerse daño, hasta que Yugurta y Mario pensaron que aquello era muy divertido y se les unieron. Muertos de risa, estuvieron un rato en medio de los impúdicos cerdos, que en su condición de tales no pudieron resistir el hozarlos detenidamente. Cuando el "trío terrible" se cansó de sentarse encima de Metelo y restregarle bien con estiércol, el muchacho se puso en pie como pudo y huyó.

—Esta me la pagaréis —espetó entre dientes.

—¡Bah, mete la cabeza! —dijo Yugurta, estallando en carcajadas.

 

La rueda —pensó Cayo Mario mientras salía de la tina de baño y cogía una toalla— sigue dando vueltas pese a lo que hagamos. Las rencorosas palabras del joven retoño de una familia nobilísima no dejaban de ser verdad. ¿Quiénes eran, en realidad, ellos, el "trío terrible" de Numancia? Pues un extranjero grasiento, un buscafavores venido a más y un palurdo itálico que no sabía griego. Eso es lo que eran. Y era Roma quien se lo había enseñado.

Yugurta tenía que haber sido proclamado rey de Numidia hacía años, para entrar por las buenas pero con firmeza en la órbita de los reyes clientes y haber permanecido en ella con buenos consejos y tratamiento decoroso. Y, por el contrario, sufría la implacable enemistad de la facción de Cecilio Metelo, y se veía en Roma acorralado, luchando a la desesperada contra un grupo de aspirantes al trono, forzado a comprar lo que su valía y su habilidad le habrían podido procurar gratis y sin tapujos.

Y a aquel encantador Publio Rutilio Rufo, de pelo pajizo, pupilo preferido del filósofo Panetio, admirado por todo el círculo de Escipión —escritor, soldado, inteligente, político excelso—, le habían escamoteado el consulado el mismo año en que Mano apenas había logrado un cargo de pretor. Pero los antecedentes de Rutilio no sólo eran insuficientes, sino que había incurrido en la enemistad de los Cecilio Metelo, lo cual significaba —igual que en el caso de Yugurta— que automáticamente se convertía en enemigo de Marco Emilio Escauro, fiel aliado de los Metelo y estrella de su facción.

En cuanto a Cayo Mario —como diría Quinto Cecilio Metelo, el Meneitos—, había más que cumplido, mejor que ningún palurdo itálico de los que no saben griego. ¿Por qué había decidido ir a Roma a buscar fortuna en la jerarquía política? Muy sencillo: porque Escipión Emiliano pensaba que debía hacerlo. (Escipión Emiliano no era ningún esnob, como la mayoría de los excelsos patricios.) El valía demasiado para seguir siendo un caballero rural, había dicho Escipión Emiliano. Y lo que era más importante, si no llegaba a ser pretor, nunca mandaría un ejército de Roma.

Por eso Mario se había presentado a la elección de tribuno militar y la había obtenido fácilmente; después había sido candidato a cuestor y, tras recibir la aprobación de los censores, se vio convertido —él, un palurdo itálico que no hablaba griego— en miembro del Senado de Roma. ¡Había sido sorprendente! ¡Su familia en Arpinum estaba aturdida! Había servido en el ejército, logrando ascender, pero, curiosamente, había sido el apoyo de Cecilio Metelo lo que le había asegurado su elección de tribuno de la plebe en aquella época tan reaccionaria que había seguido a la muerte de Cayo Graco.

La primera vez que Mario aspiró a la elección del Colegio de Tribunos de la Plebe no lo consiguió; el año que la obtuvo, la facción de Cecilio Metelo estaba convencida de que se lo merecía. Hasta que demostró lo contrario, maniobrando enérgicamente para conservar la libertad de la Asamblea de la Plebe, que, desde la muerte de Cayo Graco, nunca se había visto tan amenazada con ser avasallada por el Senado. Lucio Cecilio Metelo el Dalmático trató de impulsar una ley que permitiera recortar el derecho legislativo de la asamblea, pero Cayo Mario la vetó. Y a Cayo Mario era imposible halagarle, engatusarle o coaccionarle para que retirara el veto.

Pero aquel veto le costaría caro. Tras el año en el cargo como tribuno de la plebe, intentó presentarse a una de las dos magistraturas edilicias plebeyas, frustrándoselo el grupo de presión de Cecilio Metelo, por lo que se vio obligado a realizar una ardua campaña por el pretorado, tropezando una vez más con la oposición de Cecilio Metelo. Dirigido por Metelo el Dalmático, el grupo recurrió a la habitual difamación, acusándole de ser impotente, abusar de niños, ser coprófago, pertenecer a sociedades secretas del vicio báquico y órfico, aceptar toda clase de sobornos y acostarse con su hermana y con su madre. Pero también recurrieron a una modalidad más insidiosa de difamación que resultó más eficaz, diciendo que Cayo Mario no era romano, sino un rústico itálico insignificante, y que Roma tenía de sobra hijos auténticos para que sus ciudadanos tuvieran que elegir pretor a Cayo Mario. Era un argumento eficaz.

Entre las críticas secundarias, aunque parecidas a las otras, la más mortificante para el propio Mario era la constante insinuación de que resultaba inaceptable para el cargo por no saber griego. Estigma que no era cierto, porque hablaba muy bien el griego. No obstante, sus tutores eran del Asia helenizada —su pedagogo procedía de Lampsacus, en el Helesponto, y su gramático de Amisus, en la costa de Pontus— y hablaban un griego con fuerte acento; por lo que Cayo Mario había aprendido este idioma con un gangueo que delataba su incorrecta enseñanza y le relegaba a la categoría de alumno vulgar poco cultivado. Por ello, se había visto abocado a considerarse derrotado: que no supiera nada de griego o que supiera muchísimo griego de origen asiático, el resultado era el mismo. En consecuencia, no hacía caso de la calumnia y se negaba a hablar aquel idioma, exponente de la educación y la cultura de sus conciudadanos.

De todos modos había logrado ser elegido el último de los pretores; por los pelos, pero lo había conseguido. Y además había superado la acusación amañada de soborno para obtener el cargo después de la elección. ¡Soborno! ¡Como si él pudiese aspirar a eso! No, en aquella época él no disponía de la cantidad necesaria para comprar una magistratura. Lo que sí era cierto es que, por fortuna, había entre los electores suficientes individuos que sabían de primera mano su valor militar o que habían oído hablar de él a testigos oculares; y el electorado romano siempre sentía debilidad por los buenos mílites, y esa debilidad fue lo que le valió la elección.

El Senado le había destinado de gobernador a la lejana Hispania Ulterior, pensando en aquello de "ojos que no ven, corazón que no siente", y que quizá así seria más manejable. Pero como él era un militar por antonomasia, su fama creció.

 

Los hispanos —sobre todo las tribus a medio someter de la Lusitania y Cantabria— eran maestros en un tipo de guerra a la que la mayoría de los mandos romanos no sabían adaptarse, del mismo modo que resultaba ajena al estilo bélico de las legiones. Los hispanos nunca desplegaban sus fuerzas para la batalla según el método tradicional, ni les preocupaba el criterio universalmente admitido de que era mejor jugarse el todo por el todo con el objetivo de ganar una batalla decisiva que incurrir en los agobiantes gastos de una guerra larga. Ellos ya se habían percatado de que sostenían una larga guerra, una guerra que tenían que prolongar lo más posible para conservar su identidad celtibérica, pues se consideraban comprometidos en una rebelión constante por su independencia social y cultural.

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