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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (9 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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Pero al no disponer del dinero para hacer una guerra larga, practicaban la guerrilla: tendían emboscadas, efectuaban incursiones, cometían asesinatos y devastaban las propiedades en territorio enemigo. Entiéndase las propiedades de los romanos. Nunca aparecían por donde se esperaba, nunca marchaban en columna ni en agrupaciones numerosas; no se dejaban identificar por llevar uniforme o portar armas y siempre atacaban de improviso, saliendo de no se sabía dónde, para desaparecer sin dejar rastro entre los fantásticos riscos de las montañas como si no hubieran existido. Los romanos acudían a inspeccionar una aldea, que el servicio de espionaje había afirmado con certeza que estaba implicada en alguna matanza, y el lugar resultaba hallarse tan tranquilo, inocente y cándido como el asno más dócil y pacífico.

Hispania era una tierra fabulosamente rica, y por eso todos querían poseerla. La primitiva población indígena ibera se había mezclado con elementos celtas que habían invadido la península cruzando los Pirineos a lo largo de un milenio, y las incursiones de los bereberes ,de la zona norte de Africa cercana al estrecho que la separaba de Africa habían enriquecido aún más el crisol de civilizaciones.

Mil años antes habían llegado los fenicios de Tiro, Sidón y Berito, en la costa de Siria, y a continuación los griegos. Doscientos años atrás, quienes arribaron fueron los cartagineses púnicos, descendientes de los fenicios sirios que habían fundado un imperio con capital en Cartago, concluyendo con ello el relativo aislamiento de la península Ibérica, pues los cartagineses habían llegado a ella para explotar su riqueza minera en oro, plata, plomo, cinc, cobre y hierro. En las montañas hispanas abundaban estos metales y la demanda universal de productos manufacturados con unos u otros iba en rápido aumento. El poder púnico se basaba en el mineral hispano. Incluso el estaño procedía de Hispania, aunque no fuese el país de origen, pues se extraía en las fabulosas y remotas islas Casitérides, o del estaño, en los confines del mundo civilizado, llegando a Hispania a través de los pequeños puertos del Cantábrico, desde donde seguía por las rutas comerciales de la península hasta las costas mediterráneas.

Los navegantes cartagineses habían conquistado Sicilia, Cerdeña y Córcega, lo cual los llevaría indefectiblemente a un enfrentamiento con Roma, que había tenido lugar ciento Cincuenta años antes. Al cabo de tres guerras, que se prolongaron a lo largo de cien años, Cartago sucumbía y Roma obtenía sus primeras posesiones de ultramar, incluidas las minas de Hispania.

El sentido práctico de los romanos les hizo ver inmediatamente que lo idóneo era gobernar la península a partir de dos sedes y la dividieron en dos provincias: la Hispania Citerior o próxima y la Hispania Ulterior o lejana. El gobernador de la Hispania Ulterior controlaba el sudoeste de la península, desde la sede de las tierras extraordinariamente fértiles al sur del río Betis, en cuya desembocadura se situaba la otrora poderosa ciudad fenicia de Gades. El gobernador de la Hispania Citerior ejercía su jurisdicción sobre el nordeste de la península, desde la sede en la llanura costera mediterránea frente a las islas Baleares, cambiando de capital conforme a su antojo o las necesidades. Las tierras más al oeste y al noroeste —Lusitania y Cantabria— permanecían inexploradas en su mayor parte.

Pese al ejemplo que Escipión Emiliano había hecho con Numancia, las tribus ibéricas seguían resistiéndose a la ocupación romana mediante emboscadas, incursiones, matanzas y destrucciones de la propiedad. Así, Cayo Mario, al llegar a aquel escenario singular, se dijo que él también podía guerrear mediante la emboscada, la incursión, la matanza y la devastación. Y se aplicó a ello con gran éxito, ampliando las fronteras de la Hispania romana a Lusitania y las imponentes cadenas montañosas de grandes reservas minerales en que nacían el Betis, el Anas y el Tagus.

No sería exagerado afirmar que conforme avanzaban las fronteras romanas, los conquistadores iban apropiándose de recursos minerales cada vez más ricos, sobre todo de plata, cobre y hierro. Y, naturalmente, el gobernador de la provincia —que ampliaba las fronteras en nombre de Roma— era el avanzado de quienes obtenían concesiones mineras. El erario se llevaba su parte, pero prefería dejar la explotación y las propiedades mineras en manos privadas, para que la extracción fuese mucho más eficaz y la explotación más implacable.

Cayo Mario se hizo rico. Cada vez más rico. Todas las nuevas minas eran suyas, totalmente o en parte, y esto, a su vez, le procuraba participación encubierta en las grandes compañías que prestaban sus servicios en todo tipo de operaciones comerciales, desde la compraventa de grano y fletes hasta las operaciones bancarias y la realización de obras públicas, dentro del orbe romano y la propia Roma.

Mario regresó de Hispania después de que sus tropas le nombraran imperator, lo que significaba que podía solicitar un triunfo al Senado. En consideración a los botines, diezmos y tributos con que había contribuido a las rentas del Estado, el Senado no podía sino doblegarse a los deseos de las tropas, y así Mario montó en el antiguo carro glorioso sobre el itinerario tradicional del desfile triunfal, precedido de las pruebas palpables de sus victorias y depredaciones, con carrozas que mostraban escenas étnicas de remotos lugares y extrañas costumbres tribales, y soñó con llegar a ser cónsul en el plazo de dos años. El, Cayo Mario, de Arpinum, el despreciado palurdo itálico que no hablaba griego, sería cónsul de la ciudad más poderosa del mundo. Y volvería a Hispania a completar su conquista y convertirla en dos provincias romanas pacificadas y prósperas. Pero hacía cinco años que había vuelto a Roma. ¡Cinco años! La facción de Cecilio Metelo había ganado: ya nunca sería cónsul.

 

—Creo que me pondré el atuendo de brocado —dijo a su criado, que aguardaba sus órdenes.

Muchos otros en la posición de Mario habrían optado por permanecer tumbados en el baño, mientras los esclavos los enjabonaban, rascaban y masajeaban, pero Cayo Mario prefería seguir haciéndolo él mismo, incluso en las actuales circunstancias. Hay que decir que a sus cuarenta y siete años seguía siendo un hombre muy atractivo, con un físico nada desdeñable. Por tranquilas que fuesen las jornadas que vivía, si tenía tiempo, hacía bastante ejercicio con pesas y barras, cruzaba a nado varias veces el Tíber por el tramo llamado Trigarium, y volvía corriendo por el perímetro externo del Campo de Marte hasta su casa en la ladera del Arx capitolino. Comenzaba a escasearle algo el cabello en la parte superior de la cabeza, pero aún conservaba suficientes rizos para peinárselos hacia adelante con muy buen efecto. Qué remedio. Nunca había sido, ni nunca sería, una belleza. Un buen rostro no le faltaba —incluso impresionante—, pero no podía compararse con el de Cayo Julio César.

Interesante. ¿Por qué se preocupaba tanto del cabello y del atuendo para lo que prometía no ser más que una comida familiar en el salón de un modesto senador sin cargo de importancia? Un hombre que ni siquiera había sido edil, y menos aún pretor... ¡Y él elegía nada menos que la túnica de brocado! La había comprado hacia años, pensando en las fiestas que celebraría durante su consulado y años subsiguientes, cuando fuese uno de los ex cónsules famosos, los consulares, como los llamaban.

Era permisible ataviarse para una cena privada con ropas menos austeras que la toga blanca y la túnica, en las que el único adorno era la franja roja; aquella túnica bordada, con largos pliegues superpuestos, era una ostentación de oro y púrpura. Afortunadamente no había leyes suntuarias en aquel momento que prohibiesen a un hombre ataviarse lo más lujosamente que quisiera. Sólo estaba la lex Licinia, que limitaba la cantidad de exquisiteces culinarias costosas a ofrecer en la mesa, pero nadie la cumplía. Además, mucho dudaba él de que la mesa de César estuviera atiborrada de sabrosos pescados y ostras.

 

Ni por un instante se le ocurrió a Cayo Mario buscar a su esposa antes de salir. Hacía años que la tenía olvidada, por no decir que jamás había pensado en ella. La boda había sido concertada durante la época asexuada de la niñez y había desembocado en un período asexuado del adulto que no siente amor ni afinidad tras veinticinco años sin hijos. Un hombre tan inclinado a lo militar y tan fisicamente activo como Cayo Mario, buscaba solaz sexual sólo cuando, en su necesidad, el azar le deparaba un encuentro con alguna mujer atractiva; y no había tenido muchos en su vida. Disfrutaba así, de vez en cuando, de una cana al aire con alguna mujer bonita que se hubiera sentido atraída por su persona (si estaba libre y dispuesta), con una doméstica o con alguna cautiva en las campañas.

Pero a su mujer, Grania, la tenía olvidada, aunque la tuviera a dos pasos, recordándole que desearía dormir con él lo bastante a menudo para concebir un hijo. Cohabitar con Grania era como hacer una marcha en medio de una espesa niebla; lo que se sentía era tan amorfo, que se transformaba subrepticiamente en algo igualmente indefinible, y lo más que uno sentía, a veces, era un cambio en la temperatura ambiente o zonas de mayor humedad en un sustrato generalmente viscoso. Cuando alcanzaba el orgasmo, si abría la boca era para bostezar.

No sentía la menor compasión por Grania ni trataba de comprenderla. Ella era sencillamente su esposa, su vieja gallina que nunca había lucido el plumaje de pollita, ni siquiera en su juventud. No tenía ni idea de lo que hacía con sus días y sus noches, ni le preocupaba. ¿Grania llevando una doble vida de licenciosa depravación? Si alguien se lo hubiera insinuado se habría echado a reír hasta llorar. Y con toda la razón, porque Grania era tan casta como aburrida. ¡Grania de Puteoli no era ninguna lasciva Cecilia Metela (la hermana de Dalmático y de Metelo y esposa de Lucio Licinio Lúculo)!

Sus minas de plata le habían servido para comprar aquella casa del Arx capitolino que daba a la zona del Campo de Marte que limitaba con las murallas servianas, el sector más caro de Roma; las minas de cobre le habían procurado los mármoles de colores que recubrían las columnas y los suelos; las minas de hierro le habían permitido pagar al mejor pintor mural de Roma para que rellenara los espacios entre las pilastras y los tabiques con escenas de cacerías de venados, jardines de flores y paisajes en trampantojo; sus participaciones encubiertas en diversas compañías importantes le habían servido para adquirir las estatuas y los bustos, las exóticas mesas de madera de cedro con pedestal de marfil e incrustaciones de oro, los divanes y sillas asimismo con incrustaciones doradas, las ricamente bordadas colgaduras y las puertas de bronce. El propio Himeto había proyectado el extenso jardín peristilo, prestando tan particular atención a la sutil combinación de aromas como de cromatismo floral, y el gran Dólico había trazado el gran estanque central con sus surtidores, peces, lirios, lotos y las soberbias esculturas a gran escala de tritones, nereidas, ninfas, delfines y serpientes marinas con bigotes.

A todo lo cual, hay que decirlo, Cayo Mario no daba la menor importancia. Era la ostentación obligada y nada más. El dormía en un catre de campaña en el cuarto más pequeño y sobrio de la casa, en el que las únicas colgaduras eran su espada envainada en una pared, su maloliente capa militar en la otra, y la única nota de color, la bandera vexillum, bastante mugrienta y ajada que su legión preferida le había regalado al finalizar la campaña de Hispania. ¡Eso era vida para un hombre! El único auténtico valor que el pretorado y el consulado tenían para Cayo Mario era el hecho de que ambos procuraban el mando militar de mayor rango. ¡Pero el consulado más que el pretorado! Y ahora sabía que ya nunca sería cónsul. No votarían a un hombre sin antepasados nobles, por muy rico que fuese.

 

Caminaba bajo la misma llovizna desapacible que habían sufrido el día anterior. La humedad lo invadía todo. No había reparado —cosa típica en él— en que llevaba una fortuna a cuestas; aunque había echado sobre su lujosa vestimenta su viejo sagum de campaña, una gruesa capa grasienta y hedionda que le resguardaba de los crueles vientos de los pasos alpinos y de aquellos chaparrones del Epiro que duraban un día entero. La clase de prenda propia de un militar. Su hedor le penetraba en la nariz como el aroma cálido de una panadería, que abre el apetito y suscita en el vientre un calor voluptuoso y amigable.

—¡Adelante, adelante! —dijo Cayo Julio César, recibiendo a su invitado en la puerta y alargando sus cuidadas manos para recoger el sagum. Aunque, al cogerlo, no lo soltó de inmediato en las manos del esclavo que estaba a la expectativa, como si temiera que el olor fuera a impregnarle la piel, sino que lo manoseó con respeto antes de entregárselo cuidadosamente—. Debe haber visto muchas campañas —añadió sin pestañear ante el espectáculo de un Cayo Mario con la vulgar ostentación de aquel atavío oro y púrpura.

—Es el único sagum que he tenido en mi vida —dijo Cayo Mario, sin darse cuenta de que se le habían vuelto del revés los pliegues del lujoso atuendo.

—¿Es de Liguria?

—Naturalmente. Me lo regaló mi padre cuando cumplí diecisiete años y fui a servir como cadete. Pero os diré una cosa —prosiguió, sin reparar en la sencillez y pequeñez de la casa de Cayo Julio César mientras se dirigía al comedor—, cuando tuve que equipar y vestir a las legiones, me aseguré de que todas mis tropas recibían una prenda exactamente como ésa, porque no se puede esperar que los soldados se conserven sanos si se calan hasta los huesos o se hielan. Desde luego —añadió apresuradamente al recordar algo importante— no les cobré más del precio militar habitual. Cualquier jefe que merezca el pan que se come debe ser capaz de asumir los gastos extra a cargo de los botines extra.

—Y vos os lo merecéis, me consta —añadió César, sentándose en el borde del lado izquierdo de la camilla central e instando a su invitado con un gesto a que se acomodara a su derecha, en el sitio de honor.

Los criados los descalzaron y, al rehusar Cayo Mario que trajesen un brasero, por la molestia del humo, les ofrecieron calcetines, que ambos aceptaron, para, a continuación, acomodar el ángulo de reclinación situando a su gusto los almohadones bajo el antebrazo. El escanciador se aproximó, acompañado de un copero.

—Mis hijos vendrán pronto, y las mujeres antes de que comencemos a cenar —dijo César, alzando la mano para que el escanciador se detuviera—. Cayo Mario, espero que no me juzguéis tacaño con el vino si os requiero respetuosamente a que lo toméis como yo voy a hacerlo, bien aguado. Me mueve una razón bien fundada, pero no creo que pueda exponérosla tan pronto. En pocas palabras, el motivo que puedo aducir en este momento es que a ambos nos conviene conservar la cabeza despejada. Además, a las mujeres les molesta ver a los hombres beber vino sin agua.

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