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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (10 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—Babear por efecto del vino no es una de mis debilidades —replicó Cayo Mario, reclinándose e interrumpiendo rápidamente el servicio del escanciador para, acto seguido, asegurarse de que le llenaba el resto de la copa casi hasta el borde con agua—. Si un hombre estima como es debido la compañía para aceptar una invitación a cenar, debe usar su lengua para hablar y no para desbarrar.

—¡Bien dicho! —añadió César con una gran sonrisa.

—No obstante, me tenéis muy intrigado.

—Lo sabréis todo a su debido tiempo.

Se hizo el silencio y los dos dieron un sorbo al agua teñida de vino, algo tensos. Dado que únicamente se conocían de saludarse con una inclinación de cabeza cuando se cruzaban, de senador a senador, aquel intento inicial de hacer amistad resultaba inevitablemente difícil. Sobre todo cuando el anfitrión había vetado algo que podía haberlo propiciado bastante: el vino.

César carraspeó y dejó la copa en la estrecha mesa que rozaba el borde interno de la camilla.

—Me parece, Cayo Mario, que no os entusiasma la cosecha de magistrados de este año.

—¡Por los dioses que no! Y creo que lo mismo os sucede.

—Sí, son mediocres. A veces me pregunto si no será un error obstinarse en que las magistraturas no duren más que un año. Tal vez, cuando tenemos la suerte de elegir a un hombre idóneo para un cargo, deberíamos dejarle que lo ocupase para que hiciera una mejor labor.

—Es algo tentador; si los hombres no fueran como son, podría dar buenos resultados —replicó Mario—. Pero existe un inconveniente.

—¿Un inconveniente?

—¿Quién puede garantizarnos que un hombre sea de suficiente valía? ¿Él mismo? ¿El Senado? ¿Las Asambleas de la Plebe? ¿Los caballeros? ¿Los votantes, esos individuos incorruptibles inmunes al soborno?

César se echó a reir.

—Bueno, yo creo que Cayo Graco era un hombre de valía. Cuando se presentó por segunda vez al cargo de tribuno de la plebe, yo le apoyé de todo corazón... y le apoyé igualmente en el tercer intento. No es que mi apoyo valiese de mucho, siendo patricio.

—Pues ahí está, Cayo Julio —asintió Mario con gesto pesimista—. Siempre que surge un buen hombre en Roma le cierran el paso. ¿Y por qué? Porque se preocupa más por Roma que por su familia, por una facción o por el dinero.

—Yo no creo que eso sea algo exclusivo de los romanos —replicó César, enarcando sus delicadas cejas hasta su arrugada frente—. La gente es como es, y yo no hallo mucha diferencia entre romanos, griegos, cartagineses, sirios o quienquiera que sea, al menos en lo que atañe a envidia o codicia. La única manera posible de que un hombre idóneo para el cargo pueda conservarlo para realizar todo lo que es capaz, es nombrarle rey. Pero de hecho, no a título honorífico.

—Pero Roma nunca admitiría un rey —añadió Mario.

—Hace quinientos años que no. Y nos engrandecimos con los reyes. Curioso, ¿no? Casi todos los pueblos prefieren el mando absolutista, menos nosotros, los romanos. Y tampoco los griegos.

—Eso es porque Roma y Grecia están atestadas de hombres que se creen reyes —replicó Mario sonriendo—. Y, desde luego, Roma no se transformó en una auténtica democracia suprimiendo la monarquía.

—¡Claro que no! La verdadera democracia es una entelequia filosófica griega. Mirad el desastre que ha sido para los griegos. ¿Y qué suerte nos espera a nosotros, los razonables romanos? Roma es el gobierno de la mayoría por una minoría: las familias ilustres —dijo César como quien no quiere la cosa.

—Y de algún hombre nuevo predestinado —añadió Cayo Mario.

—Un hombre nuevo predestinado —asintió César con voz queda.

En aquel momento entraron en el comedor los dos hijos de la casa, tal como deben hacerlo los jóvenes, viriles pero corteses, contenidos y sin timidez, sin avasallar pero sin reprimirse.

Sexto Julio César era el mayor; aquel año cumplía los veinticinco y era alto, de cabello castaño leonado y ojos grises. Acostumbrado a evaluar a hombres jóvenes, Cayo Mario percibió algo extraño en él: un leve atisbo de agotamiento en la piel bajo los ojos y un hermetismo fuera de lo normal.

Cayo Julio César, de veintidós años, era más fuerte que su hermano y algo más alto; un muchacho de ojos azul intenso y cabello dorado. Muy inteligente, aunque no un joven enérgico y porfiado, pensó Mario.

Juntos formaban una pareja de buenos mozos, con rasgos romanos y elegantes, de los que cualquier senador se habría enorgullecido de ser el progenitor. Los senadores del mañana.

—Sois afortunado con vuestros hijos, Cayo Julio —dijo Mario mientras los jóvenes se acomodaban en la camilla dispuesta perpendicularmente a la derecha del padre; si no había más invitados (a no ser que estuviese en una de esas casas tan escandalosamente progresistas en las que las mujeres se quedaban a cenar), la tercera camilla, perpendicular a la izquierda de Mario, quedaría vacía.

—Sí, así lo creo —replicó César, sonriendo a sus hijos y mirándolos con tanto respeto como cariño. Luego se volvió sobre el codo para mirar a Cayo Mario y su expresión cambió a una cortés curiosidad—. Si no me equivoco, no tenéis hijos, ¿cierto?

—No —respondió Mario sin mostrarse apenado.

—Pero estáis casado...

—áYa lo creo! —replicó Mario riendo—. Los militares tenemos eso, que nuestra verdadera vida es el ejército.

—Claro —añadió César, y cambió de tema.

Mario advirtió que la charla introductoria era culta, animada y muy considerada. En aquel hogar, nadie desmerecía a los demás y todos se llevaban estupendamente, sin que existiesen discordias latentes ni cuchicheos. Sentía curiosidad por ver cómo eran las mujeres, pues el padre, al fin y al cabo, no representaba más que la mitad de aquel feliz resultado. Aunque estuviera casado con una fondona de Puteoli, Mario no era nada tonto y sabía por experiencia que no había ninguna esposa de la nobleza romana que no dispusiera de una buena renta para la educación de los hijos. Fuese disoluta o remilgada, tonta o inteligente, la esposa era una persona con la que había que contar.

Y en ese momento entraron las mujeres: Marcia y las dos Julias. ¡Un encanto! Un auténtico encanto, la madre incluida. Los criados colocaron sillas en el centro de la U que formaban las tres camillas y las estrechas mesas, de modo que Marcia quedó sentada frente a su esposo, Julia frente a Cayo Mario y Julilla frente a sus dos hermanos. Mario advirtió divertido que la menor, cuando vio que sus padres no la miraban pero sí él, sacó la lengua a sus hermanos.

Pese a la ausencia de sabrosos pescados y ostras y el consumo de vino muy aguado, fue una cena deliciosa, servida por esclavos discretos y de aspecto satisfecho, que en ningún momento discurrieron con rudeza entre las mujeres y las mesas ni descuidaron detalle alguno. Los platos estaban muy bien guisados, y el sabor natural de carnes, frutas y verduras sin ningún disfraz de salsas de garum ni mezclas extrañas o exóticas especias de Oriente; de hecho, era la clase de comida que más agradaba a un militar como Mario.

Aves asadas rellenas de pan y cebolla y hierbas frescas del huerto, panecillos muy finos recién hechos, dos clases de aceitunas, albóndigas de masa de finísima harina con huevo y queso, deliciosas salchichas pueblerinas a la brasa untadas con una leve capa de ajo y miel diluida, dos excelentes ensaladas de lechuga, pepino, chalote y apio (las dos con aderezo de vinagre y aceite de distinto sabor) y una maravillosa mezcla hervida de brécol, calabacitas y coliflor, guarnecida con aceite y almendra rallada. El aceite de oliva era suave y de primera prensa, la sal, seca, y la pimienta, de primera calidad y en grano, para que los comensales indicaran con un gesto al pimentero moler una pizca en el almirez. La comida concluyó con tartitas de fruta, cubitos de semilla de sésamo envueltas en miel silvestre de tomillo, empanadillas de pasas picadas en jarabe de higo y dos espléndidos quesos.

—¡Arpinum! —exclamó Mario alzando un trozo del segundo queso y con el rostro iluminado por un gesto que le hacía inopinadamente joven—. ¡Bien que conozco este queso! Lo hace mi padre con leche de oveja de dos años, ordeñada cuando tan sólo han pastado una semana en el prado del río en que crecen unas hierbas especiales.

—¡Qué agradable! —comentó Marcia, sonriéndole sin el menor atisbo de afectación o de turbación—. Siempre me ha gustado esa clase de queso, pero a partir de ahora lo buscaré con mayor interés por ser el que hace Cayo Mario de Arpinum. ¿Vuestro padre se llama también Cayo Mario?

Una vez retirado el último plato, las mujeres se levantaron y abandonaron el comedor sin haber probado el vino, aunque habían cenado con buen apetito, bebiendo agua profusamente.

Al levantarse, Julia dirigió una sonrisa a Mario, que a éste le pareció de auténtica complacencia. La muchacha había sostenido una cortés conversación con él siempre que la había iniciado, pero no había intentado terciar en el diálogo que mantenían él y su padre; y no había parecido aburrirse, sino que siguió con evidente interés y conocimiento toda la conversación de César y Mario. Una muchacha encantadora y apacible, que no parecía fuera a convertirse en una fondona.

Su hermana Julilla era un diablillo, encantadora, sí, pero con el demonio en el cuerpo, se imaginaba Mario. Seguro que era mimada y caprichosa y sabía arreglárselas para que sus padres la dejaran salirse con la suya; pero había en ella algo más inquietante, porque Mario, buen conocedor de los muchachos, también sabía evaluar con precisión a las jóvenes. Y aquella Julilla le irritaba por sutilmente que fuese; algo en ella fallaba, estaba seguro. No era exactamente faltada de inteligencia, aunque no era tan culta como su hermana mayor y sus hermanos y no podía calificársela en absoluto de ignorante; tampoco era vanidad, aunque era evidente que sabía que era guapa y ello le complacía. Optó por dejar de pensar en Julilla, ya que eran cosas por las que no pensaba preocuparse.

 

Los jóvenes permanecieron unos diez minutos más y luego se excusaron y los dejaron solos. Ya había anochecido y las clepsidras comenzaban a gotear las horas nocturnas, el doble de largas que las diurnas. Estaba mediado el invierno y por primera vez el calendario coincidía con la estación, gracias al puntilloso pontífice máximo Lucio Cecilio Metelo el Dalmático, quien opinaba que la fecha debía coincidir con la estación; realmente, muy griego. ¿Qué más daba mientras los ojos y los órganos sensores de la temperatura le señalaran a uno la estación que era y el calendario oficial del Foro Romano indicara el mes y el día?

Cuando los criados trajeron las lámparas, Mario advirtió que eran de aceite de primera calidad y las mechas no de estopa basta, sino de hebra de lino.

—Me gusta leer —dijo César, siguiendo la mirada del militar e interpretando sus pensamientos con la misma sagacidad que había mostrado en su encuentro fortuito el día anterior en el Capitolio—. Y, además, tampoco duermo muy bien. Hace ya años, cuando los hijos eran pequeños para participar en los cónclaves familiares, celebrábamos una reunión especial para decidir qué lujo especial se permitía cada miembro. Recuerdo que Marcia eligió un buen cocinero, pero como eso nos beneficiaba a todos, votamos para que, obtuviera un telar nuevo, el último modelo de Patavium, y la clase de hilado que deseara por caro que fuese. Sexto eligió poder ir de excursión a los Campos de Fuego, más allá de Puteoli, varias veces al año. —Una expresión de ansiedad cruzó momentáneamente su rostro, al tiempo que suspiraba—. Hay ciertos rasgos característicos en los Julios César —prosiguió—, y el más conocido, aparte de ser rubios, es el mito de que todas las Julias nacen con el don de hacer dichosos a sus maridos. Un don de la fundadora de la casa, la diosa Venus; pero no me consta que la diosa Venus hiciera dichosos a muchos mortales. Aunque tampoco Vulcano. ¡Ni Marte! En cualquier caso, ése es el mito a propósito de las mujeres de los Julios. hay otros dones menos salutíferos que nos fueron concedidos, como el que ha heredado el pobre Sexto. Estoy seguro que habréis oído hablar del mal que le aqueja, el asma... Cuando sufre un ataque, se le oye sibilar desde cualquier lugar de la casa, y en los peores ataques se pone cianótico. Hemos estado a punto de perderle en varias ocasiones.

¡Así que eso era lo que había detectado en el rictus del joven! Pobre muchacho; asmático. Eso, indudablemente, afectaría a su carrera.

—Sí —dijo Mario—, conozco la enfermedad. Mi padre dice que es peor cuando el aire está lleno del polvillo de la cosecha o del del estío, y que los que la padecen deben evitar el contacto con animales, sobre todo caballos y perros. Cuando haga el servicio militar, ponedle en la infantería.

—Ya lo descubrirá por sí mismo —replicó César con otro suspiro.

—Terminad vuestro relato sobre el cónclave familiar, Cayo Julio —añadió Mario, fascinado.

¡Aquella democracia no tenía la más mínima isonomía en Grecia! ¡Qué extraños eran aquellos Julios César! Para un foráneo curioso, eran unos pilares patricios, sumamente correctos, de la comunidad; pero para quienes los conocían resultaban enormemente heterodoxos.

—Bien, el joven Sexto eligió acudir periódicamente a los Campos de Fuego porque parece que los humos sulfurosos le prueban. Y sigue yendo.

—¿Y vuestro hijo menor? —inquirió Mario.

—Cayo dijo que sólo había una cosa en el mundo que deseaba como privilegio, aunque no se la pudiera considerar un lujo, y pidió poder elegir su propia esposa.

—¡Por los dioses! —exclamó Mario agitando sus pobladas cejas—. ¿Y se lo concedisteis?

—Sí, claro.

—Pero ¿y si cae en la habitual ceguera juvenil y se enamora de una cualquiera o de una vieja furcia?

—Pues que se case con ella, si es lo que desea. De todos modos no creo que el joven Cayo llegue a ser tan necio. Tiene la cabeza muy bien puesta sobre los hombros —replicó el cariñoso padre.

—¿Os casasteis según el modo patricio tradicional, confarreatío para toda la vida? —inquirió Mario, sin apenas dar crédito a lo que oía.

—Sí, claro.

—¡Por los dioses!

—Mi hija mayor, Julia, tiene también bien sentada la cabeza —prosiguió César—. Ella solicitó ser miembro de la biblioteca de Fannio; yo, que había solicitado lo mismo, consideré que no tenía sentido que lo fuésemos los dos y le cedí mis derechos. Sin embargo, la pequeña, Julilla, no es nada sensata; pero imagino que las mariposas no necesitan serlo. Les basta —se encogió de hombros y sonrió irónico— con alegrar el mundo. No soportaría vivir en un mundo sin mariposas, y como hemos sido lamentablemente imprevisores teniendo cuatro hijos, es una ventura que nuestra mariposa viniera la última. Y una gracia que, además, fuese hembra.

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