El prisma negro (55 page)

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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

BOOK: El prisma negro
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Gavin rechinó los dientes ante la presión resultante de impulsar toda la embarcación él solo, sus músculos se abultaron y las venas sobresalieron en su cuello, pero transcurrido un momento, cuando ganaron velocidad y se volvió más fácil, dijo:

—Puño de Hierro, coloca granadas de fuego en todas las troneras y en las velas. Liv, corta las jarcias. Kip, tú… —Se interrumpió, como si no se le ocurriese nada que pudiera hacer Kip el Inepto—. Avísanos de todo lo que creas que se nos pasa por alto. Coge mis pistolas. —Gavin sacó la mano de uno de los tubos, trazó una palangana y la llenó de luxina roja en cuestión de momentos. Puño de Hierro empezó de inmediato a trazar proyectiles azules que rellenó con la sustancia inflamable.

Cubrieron los últimos quinientos pasos antes de que los hombres que correteaban por la cubierta tuvieran tiempo de recargar los cañones de proa. Solo una figura permanecía impertérrita ante su imposible velocidad.

—¡Mosquetero! —gritó Kip. Uno de los artilleros, Kip no sabía si el mismo que había demostrado poseer una puntería asombrosa u otro, se erguía a proa, prensando tranquilamente la pólvora en el cañón de su mosquete con ayuda de una baqueta. Con movimientos rápidos y precisos extrajo un trozo de tela, metió la mano en un bolsillo del que sacó una bala, e introdujo ambos objetos en el cañón. Entre los dientes sostenía una cerilla de combustión lenta.

Al acercarse, Kip vio que el artillero era un ilytiano de piel negra como la pólvora, rasgos aborígenes, la barba rala y oscura, con unos pantalones holgados cortados a la altura de las rodillas y una chaqueta azul marino incongruentemente elegante bajo la cual no se apreciaba ninguna camisa. Llevaba el pelo, moreno y atiesado, recogido en una gruesa coleta. Sus rodillas flexionadas compensaban el balanceo de la cubierta con tanta naturalidad como el respirar. Colocó la mecha encendida en su sitio.

—¡Mosquetero, he dicho! —exclamó Kip. Cortaron las aguas justo junto a la corbeta mientras las troneras se abrían y la nave viraba bruscamente para alejarse de ellos.

Gavin se limitó a imitar su maniobra. Nadie iba a hacer nada. Kip amartilló los percutores de las pistolas con puñales de Gavin, intentando no ensartarse en las largas cuchillas.

El mosquetero giró ágilmente sobre los talones, apuntando a Gavin. Kip levantó ambas pistolas.

El pirata disparó primero. Su arma le estalló en las manos, lanzándolo por los aires. Kip apretó ambos gatillos. El pedernal de la pistola que empuñaba en la mano derecha arañó el rastrillo, pero no saltó ninguna chispa. No ocurrió nada. La pistola que empuñaba en la zurda soltó un rugido. El retroceso coceó a Kip con mucho más ímpetu de lo que esperaba.

Kip se giró, tropezó y resbaló hacia la popa de la trainera, gateando y rodando por el suelo. Vio que Liv extendía las manos y se daba la vuelta, con las pupilas convertidas en diminutas cabezas de alfiler mientras trazaba supervioleta. Se abalanzó sobre él.

Kip rodó bocabajo y perdió de vista a Liv, la corbeta, los trazadores y la batalla. Lo único que veía era el azul lustroso de la cubierta de la trainera, deslizándose debajo de él. Su rostro asomó por el borde. Su frente rebotó en el agua que discurría veloz a sus pies, provocando que toda su cabeza se elevara de golpe, estirándole el cuello. Al segundo rebote, no tuvo tanta suerte. Su nariz se sumergió, y posicionado fuera de la popa de la trainera como estaba, las ventanas de su nariz se convirtieron en cucharones gemelos que le inundaron las fosas nasales de agua a gran velocidad.

Liv debía de haberle agarrado, pues no se produjo un tercer rebote, pero Kip no podía ver nada, ni pensar en nada. Estaba tosiendo, sufriendo arcadas, llorando, cegado, escupiendo agua salobre.

Cuando se incorporó, la corbeta ilytiana quedaba ya doscientos pasos a su espalda. Sus velas ondeaban sin fuerza, desgarradas y en llamas. Penachos de humo escapaban de todas las troneras a estribor, y el fuego era visible en sus cubiertas. La nave entera comenzaba a hundirse en el agua. Los hombres saltaban por la borda en todas direcciones.

El comandante Puño de Hierro, que apenas si había pronunciado dos palabras en todo este tiempo, dijo:

—Que los hombres se den tanta prisa por abandonar el barco significa que el fuego debe de dirigirse a… —El centro de la corbeta explotó, proyectando astillas, cuerdas, barriles y hombres en todas direcciones-… la santabárbara —concluyó Puño de Hierro—. Pobres diablos.

—Esos hombres asesinan, violan y esclavizan. No merecen compasión —dijo Gavin, frenando la trainera. Hablaba para Liv y Kip, que se habían quedado sentados con los ojos como platos—. Pero Puño de Hierro tiene razón. Ser la mano de la justicia no es fácil. —Dejó que el tubo se hundiera en el agua—. Remaremos el resto del trayecto. A propósito, buen tiro, Kip.

—¿Le di?

—El capitán salió disparado del timón.

—El timón está en la… esto, en la parte de atrás, ¿no? —El mosquetero estaba delante.

—¿La popa? —sugirió Liv.

Gavin adoptó una expresión suspicaz.

—No estabas apuntando al capitán, ¿verdad?

—¿Apuntar? —preguntó Kip con una sonrisa.

—Orholam misericordioso, de tal palo, tal astilla —dijo Puño de Hierro—. Sin embargo, la suerte es…

—La «suerte» es no soltar las pistolas de tu padre, únicas y de un valor incalculable, en el mar —sentenció Gavin.

—¿Solté tus pistolas? —preguntó Kip, abatido.

—Es atrapar dichas pistolas en el último momento —dijo Gavin, sacando las armas de detrás de la espalda. Sonrió.

—Ay, gracias a Orholam —suspiró Kip.

—Has estado a punto de perder mis pistolas —dijo Gavin—, y por eso te toca remar. Liv, tú también.

—¡¿Qué?!

—Eres su tutora. Es responsabilidad tuya. Deberás responder de todo lo que haga mal.

—Estupendo —refunfuñó la muchacha.

57

—Cuánta… suciedad —dijo Kip. Tras admirar la riqueza del Gran Jaspe y los edificios mágicos de la Cromería, Garriston ofrecía un aspecto decididamente deslustrado.

—La suciedad es lo de menos —repuso Gavin.

Kip no sabía exactamente a qué se refería con eso, pero lamentó haber estado inconsciente la primera vez que atravesó flotando la ciudad en compañía de Gavin. Si hubiera visto Garriston entonces, sin duda le habría parecido impresionante. Habría sido la mayor congregación de seres humanos que hubiese visto en su vida, al menos, ya que no la más limpia. La alcaldesa de Rekton jamás hubiera consentido que se acumularan los montones de inmundicias que Kip podía ver apiñados en los callejones adyacentes a los muelles, irguiéndose junto a cajas que a menudo contenían alimentos. Repugnante.

El muelle albergaba unas cuarenta embarcaciones, mal guarecidas por un rompeolas repleto de grandes boquetes. Liv vio que Kip contemplaba las brechas, preguntándose si cumplirían tal vez alguna función.

—A los ocupadores nunca les apetece deslomarse ayudando a los primitivos tyreanos —explicó la muchacha—. Los amarraderos que quedan frente a los huecos del rompeolas se reservan para los nativos. Tendrías que ver a los capitanes poniendo pies en polvorosa en cuanto se cierne una tormenta de invierno. Los soldados se reúnen en las torres y hacen apuestas sobre qué barco terminará yéndose a pique.

El deslizador, propulsado por Liv y un Kip al que apenas le quedaba resuello, se cruzaba con galeras, galeazas, corbetas y areneras repletas de nativos enfrascados en la reparación de sus redes. Los hombres y las mujeres dejaban lo que estuvieran haciendo al divisar la modesta trainera, mucho menos modesta a causa de su exótica tripulación. El mero hecho de volver a ver tantos rostros tyreanos juntos bastaba para levantar el ánimo de Kip. Le hacía sentir como en casa. Lástima que al pasar detectara tanta hostilidad en sus rasgos.

Ah, los trazadores extranjeros no son bien recibidos. Supongo que no debería extrañarme.

—¿Adónde vamos? —preguntó Kip.

El comandante Puño de Hierro señaló el edificio más alto y majestuoso de la ciudad. Desde su posición, Kip solo podía ver el óvalo perfecto de una torre rematada por una aguja que apuntaba al firmamento. La parte más ancha de la torre estaba ceñida por una amplia franja tachonada de diminutos espejos redondos, ninguno de ellos más grande que el pulgar de Kip. Con el sol del atardecer, la torre daría la impresión de estar en llamas. Por encima y por debajo de esa franja de espejos había otras bandas parecidas, también con cristales de colores incrustados.

—Me lo figuraba —dijo Kip—. Me refería a dónde deberíamos amarrar la trainera.

—Aquí mismo —dijo Gavin, señalando una pared lisa en el punto más cercano a la puerta. No se trataba de ningún embarcadero, y las calles quedaban unos buenos cuatro pasos por encima del nivel del agua.

A pesar de todo, Kip y Liv viraron (con bastante destreza, en opinión del muchacho) hacia la pared. El morro de la trainera se hundió en el agua cuando un haz de luxina azul brotó de la proa de la embarcación y voló hacia delante siguiendo una trayectoria sinuosa. Se solidificó nada más tocar la pared y creó una serie de escalones que aseguraron el deslizador en su sitio y les facilitarían el desembarco.

—Sigo sin acostumbrarme a esto de la magia —dijo Kip.

—Yo tengo treinta y ocho años —dijo el comandante Puño de Hierro— y tampoco me he acostumbrado. Tan solo he aprendido a reaccionar un poco más deprisa. Coged los petates.

Así lo hicieron, y subieron por la escalera hasta el nivel de la calle mientras los nativos los observaban sin disimular su curiosidad. Cuando todos hubieron llegado a tierra firme, Gavin tocó una esquina de la escalera. Toda la luxina de la trainera perdió coherencia y se disolvió, hundiéndose en el agua en forma de polvo, arenilla o pasta viscosa, según su color. El amarillo llegó incluso a destellar un poco cuando la mayor parte de su masa se tradujo en luz, y el agua burbujeó por unos instantes, súbitamente libre del peso de la embarcación. Gavin, por supuesto, no prestó la menor atención al proceso.

Esto era algo normal para él. ¿En qué clase de mundo me he metido? Si Gavin estuviera cenando y no encontrase el cuchillo, trazaría uno en vez de levantarse e ir a buscarlo. Si su copa estuviera sucia, trazaría una nueva en vez de limpiar la vieja. Eso le dio una idea a Kip.

—Gavin… esto, lord Prisma, ¿por qué no se visten con luxina los trazadores?

Gavin esbozó una sonrisa.

—Lo hacen, a veces. Las corazas amarillas y cosas por el estilo se valoran mucho en combate, naturalmente, pero deduzco que te refieres a prendas de tela.

—Tú usas la magia para todo.

—Yo sí —dijo Gavin—. Un trazador normal no va a acortarse la vida tan solo para no tener que amarrar su barca cincuenta pasos más lejos. Bueno, algunos sí, claro. Lo cierto es que hubo una temporada durante la cual estuvo de moda vestirse con luxina, cuando yo era pequeño. Si se aplica la fuerza de voluntad necesaria, incluso algunos tipos de luxina sellada pueden volverse bastante maleables. No tardaron en proliferar los sastres trazadores especializados en esa clase de prendas. Pero casi nadie podía permitírselas, y al confeccionarlas uno mismo se puede incurrir en numerosos errores. Algunos completamente inofensivos, como dejar las perneras de los pantalones demasiado rígidas. Pero si el trazo no es perfecto, tu camisa podría convertirse en polvo en el momento menos esperado. O algún muchacho travieso —Gavin carraspeó— podría aprender a desellar la luxina tejida por los sastres trazadores. Dicho muchacho podría sembrar el caos en el transcurso de una fiesta memorable, donde las damas que habían llegado al extremo de procurarse incluso ropa interior de luxina se encontraran de improviso en un apuro muy poco convencional. —Apretó los labios para disimular la sonrisa que amenazaba con provocarle el recuerdo—. Por desgracia, la moda tocó abruptamente a su fin después de aquello.

—¿Fuiste tú? He oído hablar de esa fiesta —dijo Liv.

—Seguro que se trata de meras exageraciones.

—No —intervino Puño de Hierro—. Seguro que no.

Gavin se encogió de hombros.

—Era un niño malo. Por suerte, he mejorado mucho desde entonces. Ahora soy un hombre malo. —Sonrió, pero el gesto no se reflejó en sus ojos—. Vamos allá —dijo mientras un trío de ruthgari se acercaba a ellos.

Los tres se cubrían con lo que a Kip le parecían unas mantas de lana con un agujero para sacar la cabeza, escrupulosamente dobladas para que quedaran plisadas a ambos lados de sus grandes cinturones de cuero. La prenda (¿una túnica?) caía hasta las rodillas de los hombres. Si bien tenían las piernas desnudas, la lana parecía del todo inapropiada para el clima de Tyrea, y los tres estaban sudando. Todos ellos calzaban sandalias de cuero, aunque las de los guardias estaban anudadas en torno a unas espinilleras metálicas. Los guardias empuñaban sendos pilos, más un gladio y una tosca pistola al cinto. El hombre que encabezaba la comitiva, aparentemente al mando, lucía bordados en el ribete del dobladillo de la túnica y encima de cada pecho. Portaba asimismo un pergamino enrollado, una bolsa grande cruzada al hombro y un pesado monedero en el cinturón. Un par de anteojos transparentes se sostenían en la punta de su nariz.

¿Anteojos transparentes? ¿Qué clase de trazador querría ponerse algo así?

Pero al acercarse, Kip comprendió que el hombre no era ningún trazador. Sus ojos eran de color castaño claro. Todos ellos tenían la tez muy blanca, una característica común entre los ruthgari, dedujo Kip. Apenas bronceados, aun sin la palidez ni las pecas propias de los bosquesangrientos, ofrecían un aspecto fantasmagórico. Sus cabellos eran de un oscuro natural, entre castaño y moreno, pero liso y muy fino. Caminaban bien con autoridad o con altanería. Kip miró a Liv de reojo. La muchacha definitivamente había decidido apostar por lo último. Casi estaba enseñándoles los dientes. Kip temió que se dispusiera a escupirles a los pies.

—Soy el secretario del capitán de puerto —anunció el hombre—. ¿Dónde está su embarcación? La tarifa se calcula en función del tamaño y la duración de la estancia.

—Me temo que el tamaño de nuestra embarcación es irrelevante en estos momentos —repuso Gavin.

—Eso lo decidiré yo, muchas gracias. ¿Dónde ha amarrado?

—Más o menos por ahí —dijo Gavin, señalando con el dedo.

El secretario del capitán de puerto miró en la dirección indicada y entrecerró los ojos para escudriñar la pared de arriba abajo. No había ninguna embarcación en un radio de cincuenta pasos. Cruzó los brazos y apretó las mandíbulas como si pensara que Gavin intentaba burlarse de él.

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