Corvan pasó por delante de un callejón en el que un grupo de niños estaba jugando al gada, pateando y pasándose una pelota de correas de cuero. Los muchachos con sangre tyreana en las venas parecían más numerosos, pero los equipos eran mixtos. Unas cuantas madres se habían reunido para ver el partido, y se mantenían cerca entre sí con independencia del origen que la intuición de Corvan les adjudicara, chismorreando o profiriendo gritos de aliento.
Ni un solo barril de pólvora a la vista. Buena señal. Con el desgobierno y la anarquía rampantes en una ciudad cuyos vecinos se odiaban entre sí, se podría producir un baño de sangre en el momento menos pensado. Garriston había visto suficientes.
El mercado fluvial, básicamente una versión sobredimensionada del de Rekton, se encontraba vacío a excepción hecha de unos pocos puestos de comida ambulantes que ofrecían un bocado rápido a los soldados de paso y a quienes, por el motivo que fuera, se hubiesen saltado la cena. Corvan compró un par de brochetas de conejo y pescado, marinadas en una salsa picante de guindillas ilytianas, y prosiguió su camino.
Antes de dirigirse al Palacio de Travertino, Corvan se acercó a la Puerta de la Vieja. En esta, al igual que en la de la Guardiana y la de la Amante, la figura estaba adosada a la muralla. Pero en esta ocasión no era la estatua lo que interesaba a Corvan. Había ido a observar a los soldados. Las puertas se habían cerrado para pasar la noche, aunque sin duda hacía mucho desde la última vez que algún grupo de saqueadores se había atrevido a atacar la ciudad. Los soldados que montaban guardia en lo alto de la muralla estaban bromeando, riendo, conversando a voz en grito e incluso bebiendo en ausencia de sus superiores. Corvan había visto arqueras apostados en lo alto de la Corona de la Vieja y el Cayado de la Vieja (las dos torres que flanqueaban la puerta), pero cuando las dos mujeres se acomodaron, posadas en el suelo las aljabas, destensados los arcos, no se alejaron ni un solo paso de sus respectivos puestos.
Soldados poco disciplinados, bien. Soldados relegados al papel de meros guardias de la ciudad, sin haber hecho nada para merecerse ese castigo. Durante el primer año de una ocupación, los soldados podían verse obligados a repeler asaltantes, perseguir bandidos o patrullar el río de punta a punta. Después de eso, se retiraban al interior de la ciudad y se convertían en guardias. Sus antiguas responsabilidades adquirían un carácter superfluo, y la disciplina se deterioraba. Montar guardia en unas torres en las que jamás sucedía nada pronto degeneraba en una simple excusa para dedicarse a apostar y beber.
Corvan encaminó sus pasos hacia el Palacio de Travertino. Por supuesto, de ninguna manera permitirían que un plebeyo cualquiera entrara procedente de la calle y se reuniera con el príncipe, de modo que al llegar a las inmediaciones de la puerta principal se refugió en un callejón. Tras la captura de Karris, Corvan había vigilado el campamento del rey Garadul hasta decidir que cualquier intento de rescate sería un suicidio. Tras encontrarse con otros generales y engrosar las filas de su ejército, probablemente con levas forzosas, se habían dirigido hacia el sur. Corvan regresó al interior de una cueva en las afueras de Rekton.
Se sintió ligeramente decepcionado al comprobar que ningún ladrón había descubierto su refugio. Cuando la alcaldesa de Rekton le dijo que su hija y él podían quedarse, Corvan había escondido todo cuanto pudiera relacionarlo con la guerra, tanto por el bien de su nuevo hogar como el suyo propio. Se había afeitado el distintivo bigote ensartado de cuentas y había cambiado sus elegantes ropajes y sus armas por unos pantalones de lino y una tintorería. Lo que entonces le había parecido una miseria de oro en sus bolsillos era ahora una fortuna a sus ojos, pero en el transcurso de esos años no había podido gastar nada. En Rekton nadie poseía monedas de oro, y menos acuñadas con la efigie de un sátrapa del Bosque de Sangre.
Sacó ahora la larga túnica de satén doblada, barrió una porción del suelo con la mano y la extendió encima. Cogió a continuación un ancho cinturón de cuero labrado con cocodrilos con diminutos ojos de rubí que nadaban en pantanos salpicados de esmeraldas donde anidaban garzas reales con diamantes por ojos. Por último, desenvainó el Heraldo, la espada que solo había llegado a sus manos cuando murió el último de sus hermanos mayores. En la acera de enfrente había un muchacho sentado, observándolo en silencio, con expresión intrigada. Corvan se esforzó por no hacerle caso. Se quitó la camisa de largos faldones y sacó un espejo. Con ayuda de este y un pellejo de agua, se acicaló en la medida de lo posible. Luego se secó con la camisa sucia y se puso los elegantes ropajes. Ni las botas ni los pantalones tenían remedio, pero de todos modos, la túnica de satén y la tensión no tardarían en dejarlo empapado de sudor. Tras recoger sus pertenencias y ceñirse el Heraldo al cinto, utilizó los dedos para imponer un remedo de orden a sus cabellos, respiró hondo y dobló la esquina, camino de la puerta.
—Necesito ver a quien esté al mando —dijo Corvan a los guardias, adoptando la expresión de quien tiene una misión importante que cumplir.
—Ah… —repuso uno de los guardias, desconcertado, mirando de soslayo a su compañero. Al parecer no sabían si se refería al gobernador o al príncipe.
—A quienquiera que sea el que ha arrojado al gobernador a la bahía —dijo Corvan—. Se trata de una emergencia.
Los guardias cruzaron las miradas.
—No veo por qué «no» tendría que perder el tiempo —dijo uno de los guardias al otro—. Tampoco es que nos haya dado motivos para hacer una criba exhaustiva con sus invitados.
El otro soldado ruthgari esbozó una sonrisa.
—Lo llevaremos con él de inmediato, señor.
Ni siquiera le preguntaron cómo se llamaba. Corvan los siguió, asombrado por su buena suerte. Al parecer el príncipe (presumiblemente joven, o los ruthgari no se atreverían a actuar así) no había sabido congraciarse con la soldadesca. Más increíble aún, lo condujeron directamente a la sala de audiencias. Hacía dieciséis años que Corvan no pisaba ese sitio. El hombre llamó a la puerta con los nudillos, marcando un breve código, y los guardias del interior la abrieron. Susurró algo acerca de una emergencia, parece importante, al guardia, y se apresuró a poner pies en polvorosa.
El guardia de la sala de audiencias, un ruthgari alto y serio, franqueó el paso a Corvan.
—¿Nombre? —preguntó discretamente.
Corvan entró en la sala. El príncipe ruthgari estaba inclinado sobre una mesa, de espaldas a él.
—Corvan Danavis —respondió, con voz igualmente queda. Había un enorme guardia de ébano, alto y musculoso, en pie frente al príncipe; sus ojos acerados, que no dejaban de estudiar a Corvan, repararon en la espada que portaba al costado. Vestía por completo de negro. El príncipe debía de ser muy osado para fingir que la mismísima Guardia Negra velaba por su integridad. Cuando la Cromería se enterara de esto, alguien lo pagaría muy caro.
—¡Corvan Danavis! —anunció el guardia—. Dice que trae un mensaje urgente, lord Prisma.
Fue como si un rayo alcanzara a los tres hombres a la vez. El Guardia Negro (un Guardia Negro real, de carne y hueso, por el amor de Orholam) desenfundó dos pistolas y se puso las gafas azules un suspiro después de que se anunciara el nombre de Corvan.
El Prisma (no un príncipe de tres al cuarto, sino Gavin Guile en persona) se irguió y giró sobre los talones. Sus labios se curvaron.
—General Danavis, cuánto tiempo.
Gavin mantuvo la expresión escrupulosamente neutral. Después de dieciséis años, Corvan Danavis aún parecía estar en forma, sano como un roble y más alerta que nunca. Su piel lucía un intenso bronceado, sin duda en un intento por disimular las pecas que la cubrían y ofrecer un aspecto lo más tyreano posible, y no quedaba ni rastro de su célebre bigote con cuentas. El halo rojo de sus ojos azules abarcaba aproximadamente la mitad de sus iris, no mucho más que la última vez que Gavin lo había visto. Las arrugas, tanto las debidas a la risa como las que eran fruto de más hondas preocupaciones, sin embargo, eran nuevas. Vio cómo su mirada saltaba a Puño de Hierro y la desolación se cincelaba en sus rasgos.
Un acto consumado, Corvan Danavis.
—Comandante Puño de Hierro, por favor, desarme a este hombre y reprenda a los guardias. Con tacto, ¿sí? —Puño de Hierro lo entendería de inmediato. Los guardias ruthgari no podían recibir un trato excesivamente riguroso, so pena de avivar el enfado generalizado contra la nueva autoridad. Pero si Gavin consentía que semejante laxitud (tal vez insolencia) quedara sin corregir, los soldados ruthgari le perderían el respeto. Puño de Hierro les metería el miedo en el cuerpo sin darles pie a convertir a Gavin en el blanco de sus iras.
—¿Quiere que lo deje a solas con este traidor, lord Prisma? —Puño de Hierro sabía tan bien como Gavin que los guardias que habían facilitado el acceso de Corvan al palacio se habrían batido ya en retirada, lo que implicaba que tendría que seguirles el rastro y no estaría cerca si las cosas se salían de su cauce.
Gavin asintió con la cabeza, sucinto.
Puño de Hierro bajó el percutor de una de las pistolas y guardó el arma en su cinto sin apartar la mirada ni el otro cañón de Corvan. Avanzó y cogió la espada de Corvan; un destello fugaz se reflejó en sus ojos en señal de admiración. Tras guardar la espada y el petate de Corvan en un pequeño armario frente a la sala central, enfundó la otra pistola y registró a Corvan sin miramientos.
Antes de irse, Puño de Hierro miró a Gavin una vez más. ¿Estás seguro? Sabes que es mala idea, ¿verdad?
Gavin asintió imperceptiblemente. Vete.
La puerta se cerró detrás de Puño de Hierro. Gavin paseó la mirada alrededor de la estancia. No llevaba aquí tanto tiempo como para saber si había mirillas ocultas o túneles para los fisgones tras las paredes. Corvan se mantuvo en pie, con las manos recogidas, aguardando pacientemente.
—Salga al balcón, general.
—Por favor, hace muchos años que no soy general —dijo Corvan, pero siguió a Gavin al exterior. Gavin cerró la puerta de doble hoja tras ellos. La balconada era espaciosa, con varias sillas y mesas distribuidas para que el gobernador y sus visitantes pudieran disfrutar de la vista sobre la bahía. Gavin se alegró de haber arrojado lejos al gobernador. Tirarlo desde el tejado hasta aquí no hubiera tenido la misma gracia… y no recordaba que el balcón sobresaliera tanto. Suerte, Gavin.
Es curioso que siempre lo llame suerte, en vez de Providencia.
Corvan se asomó a la barandilla.
—La bahía parece bastante profunda en este punto —dijo, con la sombra de una sonrisita adusta en la comisura de los labios.
Gavin se apoyó en la balaustrada. El sol que acariciaba apenas el horizonte arrancaba destellos al mar e imbricaba rosas y naranjas entre las finas nubes. De improviso, los años perdidos rodaron por sus mejillas y se agarró a la barandilla como si estuviera borracho, tan solo para poder mantenerse en pie.
—El precio fue demasiado elevado, Corvan.
Corvan miró de reojo a su alrededor en busca de espías, observando los muelles y la sala de audiencias a su espalda, hasta el tejado. Dijo:
—Yo también me alegro de verte. Pero déjalo ya o conseguirás que me emocione de veras.
Gavin le lanzó una mirada de soslayo. Corvan sonreía con socarronería, pero sus ojos lo traicionaban. La sonrisa era un mero intento por mantener sus facciones ocupadas e impedir que la intensidad de sus emociones lo abrumara.
De pronto, las apariencias carecían de sentido. Gavin abrazó a su viejo amigo.
—Me alegra verte… Dazen —susurró Corvan. Sus palabras abrieron de par en par las compuertas. Ambos rompieron a llorar.
La monumental farsa había sido idea de Corvan desde el principio, hacía dieciséis años. Cuando lo propuso, fue una observación de pasada. Nadie creía realmente que Dazen pudiera derrotar a Gavin. Una noche, durante uno de los raros respiros entre una batalla y la siguiente, tras compartir demasiados odres de vino, Corvan dijo:
—Podrías vencer y limitarte a ocupar el lugar de Gavin.
—Ese es el objetivo de la Guerra de los Prismas, ¿no? Solo puede quedar uno —repuso Dazen—. Solo puede brillar uno.
Corvan hizo oídos al chiste. Dazen estaba ligeramente más achispado que él.
—No, me refiero a que podrías ser Gavin. Los dos sois casi idénticos. Durante años, cada vez que os enzarzabais en una pelea, lo único que os distinguía eran los ojos prismáticos de Gavin. Ahora tú también los tienes.
—Gavin es un presumido. Y yo soy más alto.
—La ropa se puede cambiar. Y usa zapatos con calzas para aparentar que es igual de alto que tú. Lo cual podría facilitar las cosas.
—Tiene una cicatriz. Obra tuya, añadiría —dijo Dazen.
—Podría dejarte una también a ti. Bonita simetría, ¿eh?
Ahora Dazen comenzaba a tomárselo en serio.
—Hace tiempo que no me corto el pelo. La cicatriz queda justo en la línea del nacimiento de los cabellos. Podría disimular el corte mientras sana.
—Si consigo recordar en qué lado le hice la herida —dijo Corvan—. Pásame la bota, que me estoy quedando seco.
Transcurridos unos días, Dazen le pidió a Corvan que se quedara al término de otra asamblea de campaña. Cuando todos los demás hubieron salido de la tienda, entregó a Corvan una hoja de papel. Contenía una descripción minuciosa de la cicatriz de Gavin.
—Lo decía en broma —protestó Corvan, sosteniendo la grave mirada de Dazen.
—Yo no. Fuera de la tienda hay un cirujano esperando para remendarme. Si alguien se fija, diremos que estábamos practicando y se produjo un accidente. Avergonzado por mi torpeza, te pedí que no dijeras nada al respecto.
Corvan tardó en abrir la boca de nuevo.
—Dazen… ¿Te has parado a pensar en lo que supondría esto? Tendrías que mantener la farsa durante años, tal vez mientras vivas. Todas las personas que te quieren te darán por muerto. Karris…
—Perdí a Karris cuando maté a sus traicioneros hermanos.
—¿Estás dispuesto a convertirte en Gavin a sus ojos? —preguntó Corvan.
—Corvan, fíjate en nuestros aliados —respondió Dazen, crispado, bajando la voz—. Prácticamente he jurado entregar un puerto en cada satrapía a los ilytianos. He prometido el trono atashiano a Farid Farjad. Los sectarios se unieron a nosotros con la esperanza de que su fuerza nos ayudara a destruir la Cromería. Cuando venzamos, se rebelarán contra nosotros. Y los Demonios de Ojos Azules han demostrado ser demasiado valiosos como para conformarse con un sueldo de mercenario. Espero que Horas Vatídico venga a verme en la víspera de la batalla con alguna exigencia escandalosa: tierras, títulos, bases permanentes. Tendré que claudicar. Cuando venzamos, podría enemistarme con un grupo, pero no con todos. No sé cómo hemos llegado a esta situación, pero da igual cómo empezara todo. Lo importante es que ahora nos hemos convertido en los malos.