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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

El prisma negro (11 page)

BOOK: El prisma negro
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Gavin evitó las rutas comerciales y se mantuvo lejos de la orilla. Sobre mediodía, vio nubes al frente. No parecían de tormenta, por lo que supuso que se trataba de la satrapía isleña de Ilyta, tierra de innumerables puertos y aún más piratas. El gobierno central se había desmoronado hacía décadas, y los distintos fragmentos obedecían los dictados del señor pirata que ostentara el poder en ese momento. Muchas de las Siete Satrapías rendían tributo a un señor pirata u otro, enriqueciéndolos y permitiéndoles perpetuar sus atropellos.

Gavin no tenía miedo de ellos, pero tampoco quería que lo vieran. Pese a la indudable ventaja de que los piratas tuvieran otra razón para temer a la Cromería, preferiría mantener su invento en secreto durante tanto tiempo como le fuera posible. Además, solo iba a usar Ilyta como punto de referencia. Valerse de un astrolabio resultaba demasiado aparatoso, y el tiempo que tardaría en calcular su posición podía dedicarlo a deslizarse de un lado a otro hasta encontrarla. Garriston estaba en la desembocadura de un gran río. Era el puerto más activo de Tyrea, aunque eso no quisiera decir nada. Puso rumbo al sur.

Karris le dijo algo, pero no pudo oírla, de modo que aminoró la velocidad del deslizador.

—¿Me dejas probar a mí también? —preguntó la mujer.

—Creía que estabas ahorrando fuerzas.

—No puedes acaparar toda la diversión. —Como estaba detrás de ella, Gavin no podía ver toda su sonrisa, pero atisbó un hoyuelo y una ceja arqueada.

Ensanchó el casco de la trainera para situarse junto a ella y le entregó la caña de estribor. Karris siempre había preferido trazar con la mano derecha.

Al principio les faltaba sincronización, y la embarcación se estremeció y zozobró mientras propulsaban los émbolos desacompasadamente y a distintas velocidades. Gavin la miró de reojo, pero antes de que pudiera decir nada Karris le estrechó la mano derecha con su izquierda. Apretó los dedos para indicarle el ritmo, como acostumbraba a hacer cuando bailaban.

El recuerdo lo golpeó como si la trainera hubiera chocado con un arrecife y lo hubiera lanzado por la borda: Karris con quince años, antes de la guerra, en el baile anual de los Señores de la Lux en lo alto de la Cromería. Llevaba el pelo rubio muy largo y liso, tan suave y brillante como su vestido de seda verde. Sus respectivos padres estaban discutiendo acerca de con cuál de los hermanos Guile debería casarse. Como cabía esperar Gavin, el mayor de los dos y principal candidato a convertirse en el próximo Prisma, era la opción más tentadora. A su progenitor, Andross Guile, la belleza de Karris le traía sin cuidado.

—¿Quieres una mujer bonita? Para eso están las amantes. —Pero aunque no le importaran las preferencias de los muchachos (las alianzas debían comprarse al menor precio posible, y el matrimonio de su primogénito era la baza más valiosa con la que contaba), Andross Guile era muy consciente de que no todas las familias eran igual de calculadoras. Había padres que rechazaban la idea de entregar la mano de sus hijas a quienes no les inspiraran la menor simpatía.

Andross Guile había ordenado al joven Dazen que sedujera a Karris.

—Una planta más abajo hay una habitación de servicio. Esta es la llave. Veinte minutos después de que te hayas marchado con ella, me inventaré algún pretexto para que su padre y yo continuemos la conversación en privado, e iremos abajo. Espero pillarte con las manos en la masa. Él se sorprenderá, desesperará y enfurecerá. No te extrañes si te propino un guantazo. ¿Qué se le va a hacer? Las pasiones de la juventud, etcétera. ¿Entendido?

Los dos hermanos lo entendían. El señor de la lux Rissum Roble Blanco tenía fama de iracundo. Andross Guile golpearía a Dazen primero y se interpondría entre ambos para que Roble Blanco no intentara matar al muchacho. Pero el quid de la cuestión era que si Karris era descubierta haciendo el amor con Dazen, el padre de la muchacha no tendría elección. A fin de no avergonzar a los Roble Blanco, Karris debería casarse con Dazen lo antes posible. Las familias se convertirían en aliadas, y a Andross Guile aún le quedaría la baza del mayor de sus vástagos.

—Gavin, espero que seas cortés con la chica, pero sin darle ánimos. Si tu hermano decepciona a la familia en este asunto, no te quedará más remedio que casarte con ella.

—Sí, señor.

Entonces comenzó el baile. Gavin había sido el primero en sacar a Karris a la pista, donde ocurrió lo peor que podía pasar. Mientras sostenía su menuda figura contra él, su mano en la de él marcándole el compás, contemplando aquellos ojos verdes como el jade (por aquel entonces Karris presentaba tan solo unas diminutas motas rojas en los iris), Gavin había quedado hechizado. Para cuando Dazen acudió a bailar con ella, Gavin ya estaba enamorado. O encaprichado, al menos.

Llevo traicionando a Karris desde antes incluso de que nos conociéramos.

Karris le apretó la mano con más fuerza de la que venía empleando hasta ahora. Gavin levantó la cabeza. La mujer lo observaba con expresión interrogante. Gavin debía de haberse tensado, y Karris se había dado cuenta. Siempre había sido profundamente física. Quienes gozaban de su cariño recibían sin cesar abrazos, caricias o roces. Bailar era para ella tan natural como caminar. Ya no tocaba a Gavin tan a menudo como antes.

El Prisma restó importancia a su turbación con una sonrisa y sacudió la cabeza. No es nada.

Karris abrió la boca para decir algo, se interrumpió.

—¡Haz los tubos más grandes! —exclamó con una carcajada sutilmente fingida. Su risa sonaba forzada.

De modo que se acordaba del baile, del compás marcado con los apretones de manos. Por supuesto que se acordaba. Pero estaba dispuesta a olvidarlo, y Gavin dio gracias por ello. Ensanchó los juncos tanto como le fue posible, y pronto surcaron las aguas más deprisa de lo que Gavin jamás había conseguido por sí solo. No pensaba enseñarle su próximo truco, pero no podía evitarlo. Sabía que Karris se alegraría inmensamente. ¿Y dónde estaba la gracia en ser un genio si nadie lo apreciaba?

Soltó la mano de Karris. Esta parte era la más peligrosa. A la velocidad a la que viajaban, chocar con algo intencionadamente era una temeridad. Y sin embargo…

—¡Agárrate! —exclamó. Gavin impulsó el puño derecho hacia delante y lanzó una bola de luxina verde frente a ellos, tan lejos como le fue posible. Aterrizó en las olas con un chapoteo. Instantes después, la trainera golpeó la rampa de luxina verde.

Despegaron de inmediato y sobrevolaron las olas a veinte pasos de altura.

Gavin soltó todo el ingenio de cañas y trazó. La luxina de la plataforma lanzó sus petates por los aires mientras más sustancia salía disparada de sus brazos. Estaban cayendo ahora, a quince pasos de las olas, y aunque golpearlas a esta velocidad significaba que rebotarían en vez de hundirse, la caída seguía siendo de veinte pasos. La luxina se desmadejó adoptando todos los colores posibles, intentando solidificarse pese a la huracanada fuerza del viento.

Diez pasos hasta las olas. Cinco. A esta velocidad, golpear el agua sería como estrellarse contra un muro de granito.

En ese momento la luxina concretó su forma, la cual semejaba las alas de un cóndor tanto como Gavin había sido capaz. Las alas capturaron el aire, y Karris y Gavin remontaron el vuelo.

La primera vez que lo había intentado, Gavin probó a sostener un ala en cada mano. Fue entonces cuando comprendió por qué las aves tienen los huesos huecos y pesan tan poco. El ascenso había estado a punto de arrancarle los brazos de cuajo. Había regresado a casa empapado, magullado y furioso, con casi todos los músculos del pecho y los brazos doloridos. En cambio, al crear el cóndor de una sola pieza, había eliminado la necesidad de emplear los músculos. El artefacto volaba merced a la fuerza y la flexibilidad de la luxina, la velocidad y el viento.

Claro que no volaba literalmente. Planeaba. Gavin había intentado usar las cañas, pero sin resultado hasta la fecha. Por ahora, la autonomía del cóndor era limitada.

Karris no se quejaba.

—¡Gavin! —exclamó, con los ojos fuera de sus órbitas—. ¡Por Orholam, Gavin, estamos volando! —Se rió con absoluto abandono. A Gavin siempre le había encantado esa característica suya. La risa de Karris los liberaba a ambos. Se había olvidado del baile. Eso hacía que mereciera la pena.

—Ponte en el centro —dijo. No le hizo falta levantar la voz. Estaban envueltos por completo por el cuerpo del cóndor, donde no soplaba la menor brisa—. Virar no se me da muy bien, y por lo general me limito a inclinarme a un lado o al otro. —En efecto, puesto que pesaba más, ya habían empezado a escorarse hacia su costado. Juntos, se inclinaron hacia el lado de Karris hasta que el cóndor se estabilizó.

—La Blanca no sabe nada de esto, ¿verdad?

—Solo tú. Además…

—Nadie más sería capaz de ejecutar el trazo necesario —concluyó Karris por él.

—Tal vez Galib y Tarkian sean los únicos policromos capaces de controlar todos los colores involucrados en el proceso, y ninguno de ellos es lo bastante rápido. Si consigo facilitar el proceso para los demás trazadores, quizá se lo diga.

—¿Quizá?

—He estado pensando en los usos que se podría dar a algo así. Bélicos, en su mayor parte. Las Siete Satrapías ya conspiran y se enfrentan por los escasos policromos que existen. Esto complicaría mil veces las cosas.

—¿Eso es Garriston? —preguntó de pronto Karris, mirando al noroeste—. ¿Ya?

—La verdadera pregunta es si prefieres que nos estrellemos en tierra firme o en el agua —dijo Gavin.

—¿Estrellarnos?

—Todavía no domino el aterrizaje, y con tanto peso extra…

—¿Perdona?

—¿Qué? Tampoco he probado a volar con un manatí a bordo, es solo que…

—Pues acabas de compararme con una vaca marina. —Comparado con su expresión, el hielo desprendía calor.

—¡No! Es solo que con todo el peso extra… —¿Qué es lo que se supone que hay que hacer cuando uno está en un agujero? Ah—. Ejem. —Carraspeó.

Los hoyuelos de Karris se dibujaron en sus mejillas cuando sonrió de repente.

—Después de todo este tiempo, Gavin, cómo te conozco. —Se rió.

Gavin la imitó con una expresión de complicidad que disimulaba el dolor que sentía por dentro. Y tú para mí sigues siendo una completa desconocida. Tal vez tendrías que haber sido feliz con Dazen.

14

Fue como si transcurrieran años antes de que Kip llegara al poste del puente. Hizo una pausa para volver la vista atrás, hacia los trazadores, mientras Sanson se situaba a su altura. El maestro seguía golpeando a su aprendiz, que se había hecho un ovillo sin cesar de gritar. Era indudable que no los habían visto, pero también estaban girados hacia su posición, y si les daba por levantar la cabeza, el poste del puente no bastaría para ocultar a los dos muchachos.

Kip miró hacia arriba cuando el puente emitió un crujido. El poste opuesto, en el lado de la isla, estaba en llamas; los animales se empujaban intentando alejarse de él, pero el miedo les impedía regresar a la ciudad, que continuaba ardiendo todavía. Eso los llevaba a amontonarse contra la barandilla que se extendía sobre las cabezas de los chicos, y contra el boquete practicado en ella por el caballo, a escasos pasos a su izquierda.

Media docena de ratas cayeron al agua, empujadas por los demás animales. Todas ellas empezaron a nadar en direcciones distintas, inclusive varias que se dirigieron en línea recta hacia los muchachos.

Un pánico visceral atenazó las entrañas de Kip. Era ridículo que una rata lo paralizara cuando dos trazadores no lo habían logrado, pero odiaba las ratas. Las odiaba con toda su alma. Sanson le tiró de la manga para apartarlo de la trayectoria de las alimañas. Kip se impulsó contra el poste, chapoteando torpemente. Se giró para cerciorarse de que no hubiera ninguna rata encaramada a su ropa. Sus ojos se posaron en el aprendiz de trazador, Zymun; el joven tenía la cabeza enterrada entre los brazos mientras su maestro lo aporreaba. Pero entonces Zymun se crispó.

Gritó algo y se puso de pie, y su maestro dejó de castigarlo. Por primera vez Kip pudo observar con detenimiento al muchacho. No debía de ser más de un año mayor que él mismo, tenía el cabello negro y rebelde, los ojos oscuros, y una sonrisa triunfal cincelada en los grandes labios carnosos. Mientras Kip lo contemplaba, la piel de Zymun y su maestro comenzó a teñirse de rojo, en remolinos semejantes a humo inhalado y comprimido hasta inundar todo su ser.

Kip se dio la vuelta y nadó con todas sus fuerzas. Delante de la cascada había una reja metálica para impedir que los botes o los nadadores se cayeran, y un embarcadero y una escalera junto a ella. Sanson ya había llegado a la celosía, más de diez pasos por delante de Kip.

Tras bracear vigorosamente un poco más, Kip volvió la vista atrás. El puente y la maraña de animales le impedían distinguir bien a los dos trazadores, pero mientras observaba, vio cómo el maestro avanzaba corriendo unos pocos pasos. Saltó con los brazos extendidos en cruz y dio una palmada. Una reluciente bola de luxina roja se formó entre sus manos y, cuando estas se tocaron, salió disparada hacia delante. La fuerza del proyectil lanzó al trazador hacia atrás, pero aun así aterrizó de pie.

La bola se incendió en pleno vuelo, justo antes de penetrar en la masa de animales del puente. Las ovejas, los caballos y los cerdos explotaron en todas direcciones, y el aire se llenó de trozos de carne. Unos alaridos espeluznantes, casi humanos, inundaron el aire. El misil incendiario rompió la barandilla y arrancó un pedazo del centro del propio puente antes de pasar como una exhalación sobre la cabeza de Kip para estrellarse por fin contra la escalera de madera encima del embarcadero. Kip no creía capaz de errar el tiro al trazador, y por un momento pensó que el hombre intentaba dejarlos atrapados.

El puente levadizo crujió, y todos los animales se agolparon a trompicones en el centro combado.

Ahora fue Zymun el que corrió hacia delante. Estampó una mano roja contra la otra, pero esta vez Kip ni siquiera pudo ver la bola de luxina; porque no iba dirigida a él. En un momento Zymun estaba cayendo de espaldas, desequilibrado sin remisión por la fuerza de lo que había lanzado, y al siguiente, una explosión devoró el puente de madera entero.

Un surtidor de llamas, sangre y rodantes restos mutilados se elevó hacia el firmamento. Una enorme sección incendiada del puente voló hacia Kip, girando por los aires y ocupando todo su campo visual. Golpeó el agua a escasos pasos de él con un siseo sobrecogedor.

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