¡Y aunque fueran diez intentos! Aunque estuviera medio día. De ninguna manera podía volver sin la red.
Entonces vio la boya. Flotaba a una profundidad de entre diez y quince metros, sobre un saliente agrietado. La red estaba colgando directamente debajo de ella. Parecía haberse enganchado en varios lugares. Diminutos peces de arrecife rodeaban las mallas y se desbandaron cuando Ucañán se acercó. Se enderezó en el agua, apoyándose con los pies en las rocas, y se dispuso a soltar el
calcal
. La corriente le inflaba la camisa abierta.
Entonces se dio cuenta de que la red estaba completamente desgarrada.
Desconcertado, miró aquella destrucción. No podía haber quedado así sólo por las rocas.
¿Qué diablos había causado tantos estragos?
¿Y dónde estaba ahora ese algo?
Nervioso, Ucañán comenzó a atar el
calcal
por todas partes. Por lo que se veía, lo esperaban varios días de zurcido. Poco a poco se le empezó a acabar el aire. Tal vez no lo lograra en el primer intento, pero hasta un
calcal
arruinado tenía su valor.
Finalmente se detuvo.
No tenía sentido. Iba a tener que subir, controlar el caballito y volver a sumergirse.
Mientras pensaba en eso, notó un cambio a su alrededor. Primero creyó que una nube había tapado el sol. Las manchas de luz saltarinas se habían apartado de las rocas, y las plantas ya no arrojaban sombra...
Se quedó desconcertado.
Sus manos, la red, todo empalideció. Ni las nubes podían explicar aquella transición repentina. En pocos segundos, el cielo se había oscurecido sobre Ucañán.
Soltó el
calcal
y miró hacia arriba.
Hasta donde alcanzaba la vista, un banco de peces centelleantes se concentraba pegado a la superficie. La perplejidad lo hizo soltar un poco del aire que tenía en los pulmones, que subió burbujeando. Ucañán se preguntó de dónde procedía tan de repente aquel enorme banco de peces. Nunca antes había visto algo así. Los cuerpos casi parecían detenidos, sólo aquí y allá se percibía el movimiento de una aleta caudal o el de uno de los animales que se adelantaba. Luego, de pronto, el banco de peces corrigió su posición algunos grados, todos los animales lo hicieron a la vez, y los cuerpos se pegaron aún más unos a otros.
En realidad, era el comportamiento típico de un banco. No obstante, había algo raro. No era tanto el comportamiento de los peces lo que lo desconcertaba, sino los peces en sí.
Eran demasiados.
Ucañán giró sobre sí mismo. Mirara hacia donde mirara, la enorme cantidad de peces se perdía en el infinito. Echó la cabeza hacia atrás y por un hueco entre los cuerpos vio la sombra de su caballito recortada contra la superficie, que despedía destellos cristalinos y se agitaba levemente. Luego se cerró también esta última visión. Se puso todavía más oscuro, y el aire que le quedaba en los pulmones comenzó a arder dolorosamente.
«Lampugas», pensó perplejo.
Casi nadie se había imaginado que volverían. En el fondo debería haberse alegrado. Las lampugas se cotizaban a un precio considerablemente bueno en el mercado, y una red llena hasta arriba podía alimentar a un pescador y a su familia durante una temporada.
Pero Ucañán no se alegró.
En lugar de eso, el miedo fue apoderándose de él.
Aquel banco era increíble. Iba de horizonte a horizonte. ¿Eran las lampugas las que habían destruido el
calcal
? ¿Un banco de lampugas? Pero ¿cómo era posible?
«Tienes que salir de aquí», se dijo.
Se apartó de golpe de las rocas. Procurando conservar la calma, ascendió lenta y controladamente, mientras seguía exhalando restos de aire. Su cuerpo se movía en dirección a aquellos peces apretados que lo separaban de la superficie del agua, de la luz del sol y de su bote. Mientras tanto, el banco estaba absolutamente quieto; una fría e infinita masa de ojos saltones. Y, sin embargo, le pareció como si él hubiera sido el motivo de aquella súbita aparición de animales, como si lo estuvieran esperando.
«Quieren retenerme aquí —se estremeció—. Quieren impedir que vuelva al bote».
De golpe un horror frío se apoderó de él por completo. Su corazón latió enloquecido. No prestó más atención a su velocidad, no pensó más en el
calcal
desgarrado ni en la boya, ni siquiera pensó de nuevo en el caballito; sólo pensó en romper aquella densa barrera y volver a la superficie, a la luz, a su elemento, a la seguridad.
Algunos de los peces se hicieron a un lado de repente.
Desde el centro, algo serpenteó en dirección a Ucañán.
Después de un buen rato, se levantó viento.
El cielo seguía completamente despejado. Era, seguía siendo, un bonito día. El oleaje había aumentado de modo casi insignificante, nada que pudiera ser molesto para un hombre en un bote pequeño.
Pero no se veía a ningún hombre.
Nadie en varios kilómetros a la redonda.
Sólo el caballito, uno de los últimos de su especie, avanzaba lentamente hacia mar abierto.
Anomalías
El segundo derramó su copa sobre el mar; y se convirtió en sangre como de muerto, y toda alma viviente murió en el mar. El tercero derramó su copa sobre los ríos y sobre los manantiales de agua; y se convirtieron en sangre. Y oí al ángel de las aguas que decía: «Tú eres justo...».
Apocalipsis 16, 2-5
La semana pasada apareció en la costa chilena el enorme cadáver de un animal no identificado, que se desintegró rápidamente al entrar en contacto con el aire. Según informó la guardia costera chilena, esa masa amorfa es sólo una pequeña parte de una masa mayor que anteriormente se había observado flotando en el agua. Los expertos chilenos no encontraron ningún tipo de huesos, que incluso un vertebrado tendría todavía en semejante estado. Manifestaron que la masa era demasiado grande para ser piel de ballena, y que tampoco olía como tal. Lo que se sabe hasta el momento arroja paralelismos asombrosos con los llamados globsters, masas gelatinosas que aparecen reiteradamente en las costas. De qué tipo de animal provienen, es algo sobre lo que sólo se puede especular.
CNN, 17 de abril de 2003
4 de marzo. Trondheim, costa noruega
En el fondo, la ciudad era demasiado acogedora como para que en ella hubiera universidades y centros de investigación. En concreto, las zonas de Bakklandet o Mollenberg no cuadraban mucho con la imagen de una metrópolis tecnológica. En medio del idílico colorido de casas de madera reformadas, parques e iglesias de aspecto campestre, edificios construidos sobre pilastras junto al río y pintorescos patios traseros, se perdía cualquier sentido de progreso, aunque la NTNU, la mayor universidad tecnológica de Noruega, estaba a la vuelta de la esquina.
Casi ninguna ciudad mezclaba el pasado y el futuro con tanta genialidad como Trondheim. Y justamente por eso, Sigur Johanson se consideraba afortunado por vivir en Mollenberg, en la calle Kirkegata, situada tan fuera del tiempo; vivía en la planta baja de una casita de color ocre y techo a dos aguas, con una escalera delantera y un dintel pintados de blanco, tan pintoresca que a cualquier director de Hollywood se le hubieran llenado los ojos de lágrimas. Aunque le agradecía al destino que lo hubiera comprometido con la biología marina, y por tanto con una de las ramas de investigación más actuales, el aquí y el ahora sólo le interesaba hasta cierto punto. Johanson era un visionario, y como todo visionario, lo entusiasmaban por igual la novedad absoluta y los ideales pasados. El espíritu de Julio Verne guiaba su vida. Nadie como aquel gran francés había sabido conjugar tan bien el vapor de la era de las máquinas, el ultraconservador espíritu caballeresco y el gusto por lo imposible. Únicamente el presente era un caracol que acarreaba sobre su lomo necesidades objetivas y profanas. No tenía cabida en el universo de Sigur Johanson. Él lo servía, reconocía lo que le pedía, enriquecía su acervo y lo despreciaba por lo que hacía con ese patrimonio.
Cuando esa mañana de invierno, casi al mediodía, atravesó con su jeep el Ovre Bakklandet en dirección al sector de investigaciones de la NTNU, con el resplandeciente Nidelva a su derecha, revivió el interminable fin de semana anterior. Había estado por los bosques de los alrededores y había visitado pueblos muy apartados que el tiempo no había alterado. De haber sido verano habría ido en el Jaguar, con una cesta de picnic en el maletero surtida de pan recién hecho, paté de ganso del colmado envuelto en papel de estaño y una botellita de gewürztraminer, preferentemente cosecha de 1985. Desde que había llegado de Oslo, Johanson había hecho suyos una serie de lugares que no frecuentaban ni los turistas ni los habitantes de Trondheim que buscaban descanso. Dos años antes había llegado por casualidad a la orilla de un lago escondido, donde se entusiasmó al encontrar una pequeña casa de campo que necesitaba reformas urgentes. Le llevó un tiempo localizar al dueño, un directivo de Statoil, la compañía estatal noruega de extracción de petróleo, que vivía en Stavanger; después de encontrarlo, la compra de la casa fue mucho más rápida. El hombre se alegró de encontrar a alguien que se hiciera cargo de ella y la vendió a un precio irrisorio. Durante las semanas siguientes, Johanson hizo que, por poco dinero, un par de rusos ilegales dejaran en condiciones la arruinada cabaña, hasta que ésta se pareció a la imagen que tenía de aquellos refugios que supuestamente sirvieron de casa de campo y de placer a los
bonvivants
de finales del siglo XIX.
Allí, sentado frente al lago, pasaba los largos atardeceres de verano en el porche, leyendo a los visionarios clásicos, de Tomás Moro a Jonathan Swift y H. G. Wells; escuchando a Mahler y a Sibelius, el piano de Glenn Gould y las grabaciones de Celibidace de las sinfonías de Ravel. Se había provisto de una voluminosa biblioteca. Como sucedía con los CD, Johanson tenía dos ejemplares de casi todos sus libros favoritos. No pensaba renunciar ni a la música ni a la lectura, se encontrara donde se encontrara.
Johanson subió con el jeep por la suave pendiente del terreno. Ante él se alzaba el edificio principal de la NTNU, una construcción inmensa de principios del siglo XX, similar a un castillo y espolvoreada de nieve. Detrás del edificio se extendía el campus universitario, con sus aulas y sus laboratorios. Diez mil estudiantes vivían en aquella área, que para ellos era una pequeña ciudad. Por todas partes latía una bulliciosa actividad. Johanson se permitió un suspiro de placer. Había pasado un estupendo fin de semana en el lago, un lugar solitario y extraordinariamente inspirador. El verano anterior había ido algunas veces con la ayudante del jefe del Departamento de Cardiología, a la que conocía por haber coincidido con ella en algún viaje de trabajo. Habían ido al grano bastante rápido, pero al final del verano Johanson dio por terminada la relación. No quería ataduras, sobre todo porque era consciente de la realidad: él tenía cincuenta y seis años, ella era treinta años menor. Estaba bien para un par de semanas, pero no para una vida en la que sólo había admitido a unos pocos.
Aparcó en el sitio que le estaba reservado y se dirigió hacia el edificio de la Facultad de Ciencias Naturales. De camino hacia su despacho, volvió a pasearse mentalmente por el lago, lo que hizo que casi no viera a Tina Lund, que estaba junto a la ventana y se volvió al verlo entrar.
—Llegas un poco tarde —dijo, burlona—. ¿Fue el vino tinto o alguien que no quería dejarte ir?
Johanson sonrió. Lund trabajaba para Statoil y en la actualidad se movía principalmente por los institutos de investigación de Sintef, una de las instituciones independientes más grandes de Europa, a la que industrias como la costera noruega le debían algunos adelantos innovadores. No en vano era la estrecha cooperación entre Sintef y la NTNU lo que había ayudado a crear la fama de Trondheim como centro de investigación tecnológica. Las instalaciones de Sintef estaban distribuidas por toda la zona. Lund, que a lo largo de una breve y ascendente carrera había llegado a vicedirectora de proyectos para la exploración de nuevos yacimientos petrolíferos, trabajaba desde hacía unas semanas en el instituto de tecnología marina Marintek, otra delegación de Sintef.
Johanson contempló su delgada y alta figura mientras se quitaba el abrigo. Le gustaba Tina Lund. Casi empezaron algo hace unos años, pero acabaron decidiendo que lo mejor era seguir siendo buenos amigos. Desde entonces sólo hablaban de trabajo, y de vez en cuando iban a comer juntos.
—Los ancianos necesitan dormir bien —respondió Johanson—. ¿Quieres un café?
—Si hay hecho...
Johanson miró en la oficina de su secretaria y encontró una jarra llena. La secretaria no estaba.
—Con leche, por favor —dijo Lund.
—Lo sé. —Johanson distribuyó el café en dos tazas grandes, agregó leche en el de ella y volvió a su despacho—. Lo sé todo sobre ti. ¿Lo has olvidado?
—Tanto como todo... Nunca llegaste a conocerme tanto.
—No, gracias a Dios. Siéntate. ¿Qué te trae por aquí?
Lund cogió su café y le dio un sorbo, pero no hizo ademán de sentarse.
—Creo que un gusano.
Johanson arqueó las cejas y la observó. Lund respondió a su mirada como si esperara una respuesta antes de que se formulara la pregunta; típico en ella: era impaciente por naturaleza.
Johanson tomó un sorbo de café.
—¿Crees?
En lugar de contestar, ella cogió un recipiente de acero mate de la repisa de la ventana y lo colocó sobre el escritorio delante de él. Estaba herméticamente cerrado.
—Mira ahí dentro.
Johanson abrió el cierre hermético y lo destapó. El recipiente contenía agua hasta la mitad. Algo peludo y largo se retorcía en su interior. Johanson lo contempló atentamente.
—¿Tienes idea de lo que es?
Él se encogió de hombros.
—Gusanos. Dos ejemplares de considerables proporciones.
—Hasta ahí estamos de acuerdo. En cambio, la especie es un completo rompecabezas.
—Al fin y al cabo no sois biólogos... Son poliquetos o gusanos con cerdas, si eso te suena más.
—Sé qué son los poliquetos. —Vaciló—. ¿Podrías estudiarlos y clasificarlos? Aunque necesitaríamos el informe bastante rápido...
—Bueno... —Johanson se inclinó un poco más sobre el recipiente—. Como ya te he dicho, son poliquetos, y además muy bonitos, con unos colores fantásticos. El lecho marino está poblado de estos bichos. Pero no tengo ni idea de qué especie es. ¿Qué es lo que os preocupa?