El quinto día (5 page)

Read El quinto día Online

Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El quinto día
3.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero ese año no.

Hacía rato que algún ejemplar de una u otra especie debería haber mostrado su cabeza o su cola para la foto de rigor. En esa época del año la probabilidad de encontrarse con los mamíferos era tan alta que la estación de observación de ballenas Davies garantizaba su avistamiento y ofrecía, en caso contrario, repeticiones gratuitas del viaje. Podía suceder que durante horas no se viera nada, un día ya se consideraba una mala suerte increíble. Una semana entera era motivo de preocupación, aunque en realidad eso no había sucedido nunca.

Pero esta vez los animales parecían haberse perdido en algún lugar entre California y Canadá. La aventura tampoco tendría lugar hoy. La gente guardaba las cámaras, no habría nada que contar en casa, excepto que habían pasado por una costa rocosa posiblemente encantadora que no habían podido ver por culpa de la lluvia.

Anawak, acostumbrado a dar explicaciones y hacer comentarios en cada observación de ballenas, sentía la lengua pegada al paladar. En el transcurso de la última hora y media había recitado la historia de la región y contado anécdotas para que el ambiente no se estropeara del todo. Pero a esas alturas tenía la impresión de que nadie quería escuchar ni una sola palabra más sobre ballenas y osos negros. Se le había agotado el repertorio de maniobras de distracción. Rondaba constantemente por su cabeza el porqué de la ausencia de las ballenas; seguramente, tendría que haberse preocupado más por la ausencia de turistas que le pudieran pagar, pero eso no iba con su carácter.

—Volvemos —informó.

Como respuesta, recibió un silencio que mostraba desilusión. Para volver por el Clayoquot Sound necesitarían un poco más de tres cuartos de hora, de modo que decidió terminar la tarde por lo menos a toda velocidad. De todos modos estaban todos mojados hasta los huesos. La zodiac tenía dos potentes motores que garantizaban un viaje lleno de adrenalina si se los aceleraba al máximo. Lo único que le quedaba por ofrecer a la gente era velocidad.

En cuanto divisaron las casas sobre postes de Tofino con el muelle de la estación, la lluvia cesó de repente. Las colinas y las crestas de las montañas parecían recortadas en cartón gris, las cimas estaban envueltas en neblina y nubes. Anawak ayudó a bajar a los pasajeros antes de amarrar la lancha. La escalerita del muelle resbalaba. En el porche del edificio de la estación ya se estaban reuniendo los próximos aventureros, que iban a buscar la aventura en vano. Anawak no desperdició ni un solo pensamiento en ellos. Estaba harto de hacerse cargo de los problemas de los demás.

—Si esto sigue así, vamos a tener que cambiar de profesión —dijo Susan Stringer cuando Anawak entró en la tienda de souvenirs y tickets. Estaba detrás del mostrador, apilando folletos en los correspondientes estantes—. Podríamos dedicarnos a observar ardillas del bosque, ¿qué te parece?

La estación de avistamiento era un bazar acogedor, repleto de artesanías, recuerdos
kitsch
, ropa y libros. Susan Stringer trabajaba allí como encargada. Como antes lo había hecho Anawak, Stringer también usaba ese trabajo para pagarse los estudios. Anawak, que se había doctorado hacía cuatro años, siguió fiel a Davies como patrón de barco. Había utilizado los meses de verano de los años anteriores para publicar un libro muy respetado sobre la inteligencia y la estructura social de los mamíferos marinos y ganarse la consideración de los especialistas con sus espectaculares experimentos. Entretanto, y como lo trataban como a un investigador prometedor, le llegaban ofertas que sonaban muy bien, puestos de trabajo cuyo sueldo era muy tentador, y en comparación con los cuales la imagen de una vida sin grandes aspiraciones en medio de la naturaleza de la isla perdía cada vez más nitidez. Anawak sabía que tarde o temprano cedería y se iría a vivir a una de las ciudades de las que provenían las ofertas. La evolución parecía clara. Tenía treinta y un años, pronto asumiría un puesto como docente o como investigador en uno de los grandes centros de investigación, publicaría artículos en revistas especializadas, viajaría a congresos y viviría en un piso alto de un edificio caro junto a cuyos cimientos se intensificaría el tráfico en las horas punta.

Comenzó a desabrocharse el mono impermeable.

—Si por lo menos se pudiera hacer algo... —dijo, sombrío.

—¿Hacer qué?

—Buscar.

—¿No querías hablar con Ed Byrne sobre el análisis de las investigaciones telemétricas?

—Ya lo he hecho.

—¿Y?

—Pues parece ser que no han sucedido muchas cosas. En enero les colocaron tacógrafos a unos cuantos delfines mulares y lobos marinos, y ya está. Hay algunos datos, pero todos los registros se acaban poco después del inicio de la migración. Después, sólo hay silencio.

Stringer se encogió de hombros.

—No te preocupes, ya llegarán. Un par de miles de ballenas no se pierden así como así.

—Al parecer sí.

Stringer sonrió.

—Tal vez están en un atasco en Seattle. Allí siempre hay atascos.

—Muy graciosa...

—Vamos, relájate. Ya se han retrasado otros años. ¿Qué te parece? ¿Nos vemos esta noche en Schooners?

—No... Tengo que preparar el experimento con la ballena blanca.

Stringer lo observó con severidad.

—Creo que exageras un poco con el trabajo.

Anawak meneó la cabeza.

—Tengo que hacerlo, Susan, es importante para mí. Además no entiendo nada de cotizaciones bursátiles...

La indirecta era por Roddy Walker, el novio de Stringer. Era agente de Bolsa en Vancouver y estaba pasando unos días en Tofino. Su concepto de vacaciones parecía consistir básicamente en poner nerviosos a todos con su teléfono móvil y con cualquier consejo financiero alternativamente, ambas cosas en voz muy alta. Hacía tiempo que Stringer se había dado cuenta de que ambos jamás iban a hacerse amigos, en especial desde que Walker atormentó a Anawak durante toda una noche con preguntas acerca de su origen.

—Tal vez no lo creas —dijo—, pero Roddy también puede hablar de muchas otras cosas.

—¿En serio?

—Siempre y cuando lo pidas de manera amable —dijo con mordacidad.

—Está bien —dijo Anawak—. Me pasaré dentro de un rato.

—Mentira. No vendrás.

Anawak sonrió.

—Si me lo pides amablemente...

Por supuesto que no iría. Lo sabía, y ella también. No obstante, Stringer dijo:

—Hemos quedado sobre las ocho, por si cambias de idea. Tal vez estaría bien que pusieras en movimiento tu culo lleno de moluscos; estará la hermana de Tom, y le gustas.

La hermana de Tom no era el peor de los argumentos. Pero Tom Shoemaker era el gerente comercial de Davies, y a Anawak le disgustaba la idea de atarse demasiado a un lugar que estaba tratando de quitarse de la cabeza.

Lo pensaré.

Stringer rió, meneó la cabeza y salió de la habitación.

Anawak atendió un rato a los clientes que entraban, hasta que apareció Tom y lo relevó para el resto del día. Salió a la calle principal de Tofino. La estación de avistamiento quedaba directamente en la entrada del pueblo. Era un edificio bonito, una típica casa de madera con la fachada roja, una terraza techada y un terreno con césped delante, donde se alzaba, a modo de emblema, una cola de ballena de siete metros de altura hecha de madera de cedro. Muy cerca de allí se extendía un espeso bosque de pinos. El lugar era tal y como los europeos imaginaban que era todo Canadá. Los lugareños aportaban lo suyo a esta imagen cuando por las noches, a la luz de las velas, narraban con detalle encuentros con osos en el propio jardín de sus casas o paseos montados sobre el lomo de las ballenas. No todo era cierto, pero la mayor parte sí. La isla de Vancouver cultivaba con gran esmero su mito de quintaesencia de lo canadiense. La franja costera occidental entre Tofino y Port Renfrew, con sus playas de suave pendiente, las bahías solitarias, rodeadas de pinos y cedros centenarios, pantanos, ríos y paisajes accidentados, atraía todos los años a una multitud de visitantes. Con un poco de suerte, se podían observar desde la orilla ballenas grises, o nutrias y leones marinos tumbados al sol cerca de la costa. Aun cuando el mar enviara lluvias a raudales, muchos opinaban que la isla era lo más cercano al paraíso.

Anawak ni la miraba.

Se adentró un trecho en el pueblo y giró hacia un muelle. Allí había anclado un velero de doce metros, viejo y arruinado. Era de Davie. El jefe de la estación no quería correr con los gastos necesarios para que pudiera navegar. En lugar de eso, se lo alquilaba a Anawak por una suma irrisoria, de modo que él vivía allí y casi no iba a su verdadera casa, un diminuto apartamento en la ciudad de Vancouver. Sólo cuando tenía que pasar un tiempo más o menos largo en la ciudad, lo honraba con su pasajera visita.

Entró bajo la cubierta, tomó un fajo de documentos y volvió a la estación. En Vancouver tenía un coche, un Ford oxidado. Para la isla tenía suficiente con tomar prestado de vez en cuando el viejo Land Cruiser de Shoemaker. Se subió en él, lo puso en marcha y se dirigió al Wickaninnish Inn, un hotel de primera categoría que quedaba a pocos kilómetros de allí, sobre el saliente de un peñasco, y con una fantástica vista al océano. Entretanto, el cielo se había despejado más y dejaba ver algunos claros. El camino asfaltado atravesaba el espeso bosque. Diez minutos más tarde, Anawak detuvo el coche en un pequeño aparcamiento y continuó a pie, dejando atrás enormes árboles caídos que se pudrían lentamente. El sendero ascendente serpenteaba bajo la luz verde del atardecer. Olía a tierra húmeda. Goteaba. De las ramas de los pinos colgaba una gran cantidad de helechos y musgos. Todo parecía lleno de vida.

Cuando el Wickaninnish Inn apareció ante él, la breve pausa sin compañía humana había surtido efecto. Ahora que el tiempo había aclarado un poco podía sentarse tranquilamente en la playa con sus papeles. Todavía quedaba un rato más de luz. Mientras descendía la escalera de madera que llevaba del hotel al mar en un empinado zigzag, pensó que tal vez se permitiera luego una cena en el Wickaninnish. La cocina era excelente, y la idea de estar allí fuera del alcance de Walker y de sus estúpidas poses, y de ver la puesta de sol mejoró un poco más su humor.

Unos diez minutos después de haberse sentado, con su libreta y su portátil, apoyado en un árbol caído, vio a una persona bajar la escalera y caminar lentamente por la playa. Se colocó junto al agua plateada. Había marea baja; la arena se extendía bajo la luz del atardecer, salpicada de maderos. No parecía que aquella persona tuviera mucha prisa, pero era obvio que se dirigía al árbol de Anawak describiendo un amplio arco. Anawak frunció el ceño y trató de parecer lo más ocupado posible. Un momento después oyó el crujido blando de los pasos que se acercaban. Tenso, fijó la vista en sus papeles, pero la concentración ya había desaparecido.

—Hola —dijo una voz grave.

Anawak levantó la vista.

Frente a él, fumando un cigarrillo, había una atractiva mujer pequeña y delicada, que le sonreía amablemente. Debía de tener cerca de sesenta años; el pelo corto y canoso, el rostro bronceado surcado por incontables arrugas. Iba descalza y llevaba puestos unos vaqueros y un chubasquero oscuro.

—Hola. —Sonó menos áspero de lo que se había propuesto.

En el momento en que alzó la vista hacia ella, su presencia dejó súbitamente de parecerle molesta. Sus ojos, de un azul profundo, brillaban de curiosidad. En su juventud debía de haber sido una mujer muy deseada. Todavía seguía irradiando algo indefinidamente erótico.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó ella.

En otras circunstancias, Anawak no habría ido más allá de una vaga respuesta y se habría alejado un poco. Había muchos modos de hacerle entender a la gente que debía esfumarse.

Pero, en lugar de eso, se oyó a sí mismo responder dócilmente:

—Estoy trabajando en un informe sobre ballenas blancas. ¿Y usted?

La mujer dio una calada al cigarrillo. Luego se sentó a su lado en el tronco como si él la hubiera invitado a hacerlo. Anawak observó su perfil, la nariz fina y los pómulos altos, y se le ocurrió que no era una desconocida; ya la había visto en alguna parte.

—Yo también estoy trabajando en un informe —dijo—, pero me temo que nadie querrá leerlo cuando llegue el momento de publicarlo. —Hizo una pausa y lo miró—. Hoy estuve en su bote.

Así que de eso la conocía. Una mujer pequeña con gafas de sol y la cabeza cubierta con una capucha.

—¿Qué pasa con las ballenas? —preguntó—. No conseguimos ver ninguna.

—No están.

—¿Por qué?

—Eso mismo me pregunto yo.

—¿No lo sabe?

—No.

La mujer asintió, como si conociera el fenómeno.

—Puedo comprender qué le ronda por la cabeza. Los míos tampoco vienen, pero a diferencia de usted, yo conozco el motivo.

—¿Sus qué no vienen?

—Tal vez debería dejar de esperar y empezar a buscar —propuso, sin responder a su pregunta.

—Estamos buscando. —Dejó la libreta a un lado y se sorprendió de su propia franqueza. Era como si estuviera hablando con una vieja conocida—. Buscamos de todas las formas imaginables.

—¿Y cómo lo hacen?

—Por satélite, observación a distancia. Además estamos en condiciones de localizar los movimientos de los grupos a través de las ondas sonoras. Hay una gran cantidad de posibilidades.

—¿Y aun así logran escaparse?

—Nadie contaba con que no vinieran. A principios de marzo todavía pudieron verse ballenas a la altura de Los Ángeles. Y eso fue todo.

—Tal vez tendrían que haber mirado mejor.

—Sí, tal vez.

—¿Y desaparecieron todas?

—No, no todas. —Anawak suspiró—. Es un poco más complicado. ¿Quiere oírlo?

—Si no, no habría preguntado.

—En esta zona hay ballenas, son residentes.

—¿Residentes?

—Frente a la isla de Vancouver observamos veintitrés especies distintas de ballenas. Algunas pasan de manera periódica: ballenas grises, jorobadas, minke; otras viven en la región. Sólo de orcas tenemos tres tipos.

—¿Orcas? ¡Ah! Ballenas asesinas.

—Esa denominación es un completo disparate —repuso Anawak, enojado—. Las orcas son seres amables, no se han documentado ataques a seres humanos de orcas en libertad. «Ballena asesina», «ballena criminal», todas esas tonterías son inventos de histéricos como Cousteau, a quien no le dio vergüenza designar a las oreas como el enemigo número uno de la humanidad. O como Plinio en su
Historia natural
. ¿Sabe qué escribió? «Una masa monstruosa de carne, armada de monstruosos dientes.» ¡Vaya tontería! ¿Cómo pueden ser monstruosos los dientes?

Other books

Once by James Herbert
Darach by RJ Scott
Ships from the West by Paul Kearney
Sweetness in the Dark by W.B. Martin
Horror Show by Greg Kihn