Miró a su alrededor. A ambos lados, bien separados unos de otros, se extendía el área de la pequeña flota de caballitos que esa mañana estaban navegando con él, a más de un kilómetro de la playa. Hoy los caballitos no bailoteaban como siempre; casi no había oleaje. Allí fuera se quedarían los pescadores las próximas horas, entre pacientes y fatalistas. Mientras tanto, se habían ido uniendo algunos botes más grandes, de madera, y una trainera que pasó y puso rumbo a alta mar.
Indeciso, Ucañán miraba a los hombres y mujeres que, uno tras otro, deslizaban sus
calcales
al agua, poniendo especial cuidado en amarrarlos con un cabo al bote. Las boyas redondas, rojas, flotaban brillantes en la superficie. Ucañán sabía que ya era hora de hacer lo mismo, pero pensaba en los días anteriores y no hacía nada más que seguir mirándolos absorto.
Unas cuantas sardinas. Eso había sido todo.
Su mirada siguió a la trainera que se hacía cada vez más pequeña. También ese año estaba el Niño, aunque era relativamente inocuo. Cuando no se desmadraba, el Niño solía mostrar un segundo rostro, sonriente, benévolo. Atraídos por las temperaturas más agradables, grandes atunes y tiburones martillo se extraviaban en la corriente de Humboldt, en la que normalmente no se sentían muy a gusto. Entonces, para Navidad, aparecían magníficas porciones de estos pescados en la mesa. Sin embargo, antes de eso los pocos peces pequeños que había terminaban en el estómago de los grandes, en lugar de en las redes de los pescadores, de modo que no se podía tener todo. Quien en un día como aquél se adentraba más en el mar tenía muchas posibilidades de llevarse a casa uno de los bocados grandes.
Ideas inútiles. Los caballitos no se metían tan adentro. Con la protección del grupo, sólo se arriesgaban a alejarse hasta diez kilómetros de tierra firme. Los caballitos le hacían frente también al oleaje fuerte, simplemente cabalgaban en la cresta de las olas. El problema mar adentro era la corriente. Si, además, el mar estaba rizado y el viento soplaba en esa dirección, había que hacer bastante fuerza para volver con el caballito hacia la costa.
Algunos no habían vuelto.
Derecho como una estaca e inmóvil, Ucañán seguía en cuclillas sobre los juncos entretejidos. A la luz del alba, había comenzado la espera de bancos de peces que tampoco hoy vendrían. Oteó el horizonte del Pacífico buscando la trainera. En otras épocas habría conseguido trabajo sin problemas en alguno de los barcos grandes o en las fábricas de harina de pescado, pero también eso era ya historia. Después de los devastadores embates del Niño a finales de los noventa, hasta los obreros de las fábricas habían perdido su empleo. Los grandes bancos de boquerones no habían vuelto jamás.
¿Qué debía hacer? No podía permitirse ni un día más sin pescar.
«Podrías enseñarles a hacer surf a las señoritas».
Ésa era la alternativa. Trabajar en uno de los innumerables hoteles ante cuyo poderío se inclinaba el viejo Huanchaco. Pescar turistas. Ponerse una chaqueta ridícula, mezclar cócteles, o arrancarles gritos de placer a las norteamericanas consentidas. Mientras hacen surf, mientras practican esquí acuático, por la noche en sus habitaciones.
Pero su padre moriría el día en que Juan cortara el lazo con el pasado. Aunque el viejo ya no estaba en sus cabales, debía de percibir que su hijo menor había perdido la fe.
Ucañán apretó los puños hasta que se le marcó el blanco de los nudillos. Luego alzó el remo y se dispuso a seguir a la trainera perdida a lo lejos, decidido y con todas sus fuerzas. Sus movimientos eran vehementes, bruscos por la furia. Cada vez que se hundía el remo, se agrandaba la distancia con el resto del grupo. Avanzaba rápidamente. Hoy —eso lo sabía— ningún oleaje repentino y escarpado, ninguna corriente traidora, ningún viento fuerte del noroeste iban a obstaculizar su regreso. Si no se arriesgaba hoy, no lo haría nunca. Seguía habiendo atunes, bonitos y caballas en las aguas más profundas, y no estaban ahí sólo para las traineras; también le pertenecían a él.
Al cabo de un rato se detuvo y miró hacia atrás. Huanchaco y sus casas apiñadas se habían vuelto más pequeñas. A su alrededor sólo había agua. No le había seguido ningún caballito. La pequeña flota había quedado muy atrás.
«Antes teníamos un desierto en Perú —le había dicho su padre una vez—, el desierto del interior. Ahora tenemos dos desiertos: el segundo es el mar que tenemos delante de la puerta. Nos hemos convertido en unos habitantes del desierto que temen a las lluvias».
Todavía estaba muy cerca.
Mientras seguía remando con golpes enérgicos, Ucañán sintió que recobraba la antigua confianza; casi lo embargó el entusiasmo. Se imaginó que cabalgaba sin parar con su caballito por el agua, hacia donde miles de brillantes lomos de plata pasaban disparados bajo la superficie, como cascadas refulgentes a la luz del sol; hacia donde los grises lomos de las ballenas se alzaban de las aguas y saltaban los peces espada. Uno tras otro, los golpes del remo lo alejaban del hedor de la traición. Sus brazos se movían espontáneamente, y cuando por fin dejó caer el remo y se volvió para mirar hacia atrás, el pueblo de pescadores tan sólo era una silueta cuadrada con puntitos blancos alrededor: los hoteles, el moho de la modernidad resplandeciendo al sol y extendiéndose cada vez más.
Ucañán sintió temor. Nunca antes se había aventurado a alejarse tanto; no con el caballito. Era muy distinto tener tablas bajo los pies que tener un estrecho hato de juncos, con un pico en punta bajo el trasero. Podía ser que la neblina matutina sobre el pueblo lo engañara, pero seguramente se encontraba a unos doce kilómetros o más de Huanchaco.
Estaba solo.
Ucañán se quedó quieto un momento. Le dirigió una breve oración a san Pedro, para que lo devolviera a casa sano y salvo y con el bote cargado de peces. Luego aspiró profundamente el aire salado de la mañana, levantó el
calcal
y lo deslizó sin prisa hacia el agua. Las mallas llenas de ganchos fueron desapareciendo en la oscuridad vidriosa hasta que sólo quedó flotando la boya junto al caballito.
¿Qué podía pasar? Hacía buen tiempo y Ucañán sabía dónde estaba. Pocos metros más allá se alzaba desde el fondo del mar un macizo de lava solidificada, una cadena montañosa pequeña y llena de grietas. Las cimas llegaban justo hasta la superficie del agua. Allí habitaban anémonas, moluscos y cangrejos. Una multitud de peces pequeños vivían en las hendiduras y las grutas. Pero allí también iban a cazar ejemplares grandes como atunes, bonitos y peces espada. Para las traineras era demasiado peligroso pescar allí, corrían el riesgo de que los afilados cantos de las rocas dañaran sus embarcaciones y además en la zona no había suficiente para una gran pesca.
Pero para el valiente jinete de un caballito, había de sobra.
Ucañán sonrió por primera vez en todo el día. El bote subía y bajaba. Las olas eran un poco más altas que al lado de la costa, sí, pero se estaba bien en su balsa de juncos. Se estiró y parpadeó mirando al sol, de color amarillo pálido, que había subido por encima de las montañas. Luego volvió a coger el remo y con algunos golpes consiguió llevar su caballito hacia la corriente. Se puso en cuclillas y se dispuso a pasar la próxima hora observando la boya, que bailoteaba sobre el agua, un poco alejada del bote.
Casi una hora después había pescado tres bonitos; gordos y brillantes, yacían sobre un pequeño depósito de la embarcación.
Ucañán se entusiasmó; era mejor que lo que había pescado en las últimas cuatro semanas... De hecho podría haber regresado en aquel momento, pero ya que estaba allí, bien podía esperar un poco más. El día había empezado muy bien, y era posible que terminara aún mejor.
Además, tenía todo el tiempo del mundo.
Mientras el caballito se mecía apacible por los arrecifes, Ucañán le dio más soga al
calcal
y contempló cómo la boya se alejaba dando saltos. Su mirada buscaba continuamente en la superficie del agua las zonas claras, donde las rocas eran más altas. Era importante que mantuviera suficiente distancia para no poner en peligro la red. Bostezó.
De repente notó un leve tirón en la soga, y al instante la boya desapareció entre las crestas de las olas. Luego reapareció, salió disparada hacia arriba, bailoteó unos segundos de aquí para allá y fue arrastrada de nuevo hacia abajo.
Ucañán agarró la soga, que se tensó en sus puños y le rasgó la piel de las palmas. Maldijo. Al instante el caballito se ladeó, y Ucañán la soltó para no perder el equilibrio. En el fondo del agua la boya despedía destellos rojizos. La soga caía a plomo, tensada, y empezó a echar hacia abajo la popa del botecito de juncos.
¿Qué diablos estaba pasando?
Algo debía de haber caído en la red, algo grande y pesado, un pez espada tal vez. Pero un pez espada habría acelerado la marcha y arrastrado consigo al caballito. Lo que fuera que había quedado atrapado en las mallas, tiraba hacia abajo.
Intentó recuperar la soga a toda prisa. Una nueva sacudida golpeó el bote. Ucañán salió despedido hacia adelante y aterrizó sobre las olas. Al sumergirse le entró agua en los pulmones. Emergió tosiendo y escupiendo, y vio el caballito semihundido. La proa puntiaguda se alzaba perpendicular al mar. Los bonitos que había pescado cayeron del depósito de popa y volvieron al agua. Al ver que se hundían, le entró un ataque de ira y exasperación. Los había perdido, pero no podía sumergirse tras ellos porque tenía demasiado que hacer: salvar el caballito y, con él, salvarse a sí mismo.
La pesca de una mañana. ¡Todo en vano!
Un poco más lejos flotaba el remo. Ucañán no le hizo caso: podía recogerlo después. Se arrojó con todas sus fuerzas sobre la proa y trató de empujarla hacia abajo, con lo cual se hundió completamente junto con el caballito, que seguía siendo arrastrado hacia el fondo sin piedad. Con una prisa febril, reptó por los lisos juncos hasta la popa. Con la mano derecha tanteó en el interior del depósito hasta encontrar lo que buscaba. ¡Gracias a san Pedro! El cuchillo no había caído al agua y tampoco la máscara de buceo, su posesión más valiosa junto con el
calcal
.
De un solo golpe cortó la soga.
De inmediato, el caballito subió a toda velocidad e hizo rotar el cuerpo de Ucañán sobre su propio eje. Vio girar el cielo encima de él, volvió a caer de cabeza al agua, y finalmente se encontró jadeando tirado sobre el bote de juncos, que volvía a avanzar plácidamente como si nada hubiera sucedido.
Se incorporó, confundido. La boya no se veía por ninguna parte. Su mirada buscó el remo en la superficie: flotaba en las olas, no muy lejos de él. Con las manos, Ucañán llevó el caballito hacia allí, hasta que pudo atraer el remo, lo colocó delante de él y miró a su alrededor.
Eran ellas, las manchas claras en las aguas cristalinas.
Ucañán maldijo largo rato. Se había acercado demasiado a las formaciones submarinas, y el
calcal
había quedado atrapado ahí. No era de extrañar que tirara hacia abajo. Se había dejado llevar por estúpidas ensoñaciones. Y donde estaba la red, también estaba la boya, por supuesto. Mientras la red estuviera colgada de las rocas, la boya no podría subir, estaba atada a la red.
Ucañán reflexionó.
Sí, ésa era la respuesta, no podía ser de otra manera. No obstante, lo asombraba la violencia con la que se había librado por bien poco de la catástrofe. La única explicación que parecía plausible era que había perdido la red en las rocas, aunque le quedaban restos de duda.
¡Había perdido la red!
No podía perder la red.
Con rápidos golpes de remo, Ucañán volvió a llevar el caballito hasta donde había sucedido el breve drama. Miró hacia abajo y trató de reconocer algo en el agua clara, pero no vio nada más allá de algunas zonas claras sin contorno. No había el menor rastro de la red ni de la boya.
¿Había sucedido realmente allí?
Él era un hombre de mar; había pasado su vida en él. Incluso sin los instrumentos necesarios, Ucañán sabía que estaba en el sitio correcto. Allí había tenido que cortar la soga para que no se le desarmara el barco de juncos. En alguna parte allí abajo estaba su red.
Tendría que ir a buscarla.
La idea de sumergirse no le gustaba en absoluto. Como a la mayoría de los pescadores, a Ucañán, aunque era un magnífico nadador, no le gustaba el agua. Casi ningún pescador amaba realmente el mar. El mar los llamaba, un día tras otro, y muchos pescadores de toda la vida no podían vivir sin su omnipresencia, pero tampoco podían vivir demasiado bien con ella. El mar consumía sus energías; después de cada salida, se quedaba con un poco y dejaba en las tabernas del puerto figuras resecas, silenciosas, que ya no esperaban nada.
¡Pero Ucañán tenía su tesoro! El regalo de un turista al que había llevado a pescar el año anterior. Sacó la máscara del depósito, escupió en su interior y frotó cuidadosamente la saliva para que el cristal no se empañara bajo el agua. Luego la enjuagó con agua de mar, se la apretó contra la cara y pasó la correa por detrás de la cabeza. En realidad, era una máscara bastante cara, con bordes de un látex blando, ajustable. No tenía respirador, pero tampoco era necesario: podía contener el aire lo suficiente como para sumergirse un buen trecho y arrancar una red de las rocas.
Ucañán pensó qué posibilidades había de que lo atacara un tiburón. En general, por esas latitudes, uno no se encontraba con ejemplares peligrosos para los humanos. Rara vez se habían avistado tiburones martillo, mako y sardineros que saqueaban las redes de los pescadores, pero había sido mar adentro. Los tiburones blancos grandes no aparecían por las costas de Perú. Además, no era lo mismo bucear en mar abierto que allí, cerca de rocas y arrecifes que le ofrecían una cierta seguridad. Y, por otra parte, Ucañán creía que no era un tiburón el que tenía la red sobre su conciencia.
Había sido culpa de su propia distracción. Eso era todo.
Llenó de aire los pulmones y se tiró de cabeza al agua. Era importante llegar rápido abajo, ya que si no el aire acumulado lo mantendría en la superficie como un globo. El cuerpo vertical, cabeza abajo, y descendió, alejándose de él y la superficie. Si desde el bote el agua parecía oscura e impenetrable, ahora se abría en torno a él un mundo luminoso, agradable, con una clara visibilidad del arrecife volcánico que se extendía unos cientos de metros. La luz del sol bañaba las rocas. Ucañán casi no vio peces, aunque tampoco prestaba atención. Su mirada iba de un lado a otro buscando el
calcal
. No podía permanecer demasiado tiempo allí abajo si no quería arriesgarse a que el caballito se alejara demasiado. Si no descubría nada en seguida, tendría que volver a subir y realizar un segundo intento.