Apenas había llegado a su suite cuando llamaron a la puerta. Weaver entró sin esperar respuesta.
—Antes de aparecer deberías dar tiempo a los hombres mayores para que se acicalen —dijo Johanson—. Al final te desilusionarás.
Johanson daba vueltas con su portátil por la espaciosa habitación confortablemente amueblada en busca de la conexión del módem. Weaver abrió sin inmutarse el minibar y sacó una Coca-Cola.
—Encima del escritorio —dijo.
—Ah, sí, por supuesto.
Johanson conectó el ordenador y abrió el programa. Ella lo miró por encima del hombro.
—¿Qué opinión te merece la hipótesis de que son terroristas? —preguntó.
—Ninguna.
—Coincidimos.
—Pero entiendo el estado de esquizofrenia en que se encuentra la CÍA. —Johanson hizo clic sobre algunos iconos—. Es propio de ellos. Además, Vanderbilt tiene razón cuando dice que los científicos tienden a equiparar el comportamiento humano con el natural.
Weaver se inclinó hacia él. Un torrente de rizos cayó sobre su rostro. Los apartó hacia atrás.
—Tienes que ponerlos al tanto, Sigur.
—¿A qué te refieres?
—A tu teoría.
Johanson dudó. Entrecerró los ojos, abrió un campo con un doble clic y escribió su clave:
«Château Disaster 000 550 899-XK/10».
—Tararí tarará —canturreó en voz baja—. Bienvenido al País de las Maravillas.
«Qué nombre tan apropiado —pensó—. Un castillo lleno de científicos, militares y servicios secretos cuya misión es salvar al mundo de monstruos, olas y catástrofes climáticas.
Château Disaster
. No podían haberlo expresado mejor».
La pantalla se llenó de símbolos. Johanson estudió los nombres de los archivos y emitió un leve silbido.
—Vaya, es cierto que tenemos acceso a los satélites.
—¡No me digas! ¿Y también podemos manejarlos?
—Por supuesto que no, pero podemos acceder a su información. Mira, éstos son GOES-W y GOES-E, tenemos a nuestra disposición toda la escuadrilla de la NOAA. Y ése es QuikSCAT, que tampoco está mal. Y también están los satélites Lacrosse. Ahí sí que aflojaron. Y aquí, SAR-Lupe. Es...
—Vamos, baja de las nubes. ¿En serio crees que tenemos acceso ilimitado a la información de los servicios secretos y a los programas gubernamentales?
—Claro que no. Tenemos acceso a aquello que quieren dejarnos ver.
—¿Por qué no le dijiste a Vanderbilt lo que piensas?
—Porque es demasiado pronto.
—Pero no tenemos más tiempo, Sigur.
Johanson sacudió la cabeza.
—Karen, a la gente como Li y Vanderbilt hay que convencerla. Quieren resultados, no suposiciones.
—¡Pero tenemos resultados!
—No era el momento adecuado para exponerlos. Hoy fue su gran día. Reunieron todo lo imaginable y lo prepararon con mucho efecto para la fiesta de gala de la catástrofe. Vanderbilt sacó un gordo conejo de su chistera y se mostró de lo más orgulloso. Sencillamente, habría sonado a oposición. Quiero que sean ellos quienes empiecen a dudar de su pequeña teoría conspirativa, y eso sucederá mucho antes de lo que piensas.
—De acuerdo. —Weaver asintió—. Y tú ¿estás convencido?
—¿De mi teoría?
—¿Ya no lo estás?
—Sí. Pero a partir de ahora tenemos que debilitar las opiniones de los americanos. —Johanson miraba la pantalla pensativo—. Además, tengo la sensación de que Vanderbilt no es la pieza clave de este juego. Tenemos que convencer a Li, Karen. Si no me equivoco, ella siempre consigue hacer lo que quiere.
Li
Lo primero que hizo fue ir a la cinta y programarla a nueve kilómetros por hora, suficiente para un ejercicio suave. Luego pidió que la comunicaran con la Casa Blanca. Dos minutos más tarde oyó la voz del presidente por el auricular.
—¡Jude! Me alegro de oírla. ¿Qué está haciendo?
—Estoy corriendo.
—¡Corriendo! Por Dios, usted es la mejor. Todos deberían seguir su ejemplo. Menos yo. —El presidente se rió con una risa fuerte y campechana—. Decididamente, es usted una persona demasiado deportiva. ¿Está satisfecha con la presentación?
—Absolutamente.
—¿Y les contó lo que sospechamos?
—Fue inevitable que se enteraran de lo que Vanderbilt sospecha.
El presidente seguía riéndose.
—Termine de una vez su guerrilla contra Vanderbilt —dijo.
—Es un imbécil.
—Pero hace su trabajo. No tiene que casarse con él.
—Si es por el bien de la seguridad nacional, me caso con él —respondió Li, irritada—. Pero no por eso voy a compartir su opinión.
—No, claro que no.
—¿Usted se hubiera permitido hablar de terrorismo cuando no es más que una hipótesis que no hemos madurado suficientemente? Ahora, los científicos están condicionados: corren tras una teoría en lugar de desarrollar la suya propia.
El presidente guardó silencio. Li prácticamente podía escucharlo pensar. No le gustaban las iniciativas individuales y Vanderbilt acababa de actuar por su cuenta.
—Tiene razón, Jude. Probablemente habría sido mejor mantenerla en secreto.
—Comparto totalmente su opinión, señor.
—Bien. Hable con Vanderbilt.
—Hable usted con él. A mí no me escucha. No puedo impedir que se adelante, aunque no diga más que tonterías y desatinos.
—De acuerdo. Hablaré con él.
Li sonrió para sus adentros.
—Por supuesto, no quisiera causarle dificultades a Jack... —añadió con displicencia.
—Está bien, basta de Vanderbilt. ¿Qué se cree? ¿Qué puede controlar el asunto con su gabinete de curiosidades académicas?... ¿Y los científicos? ¿Qué impresión le han causado?
—Todos sumamente cualificados.
—¿Alguien que merezca su atención en especial?
—Un noruego, Sigur Johanson. Biólogo molecular. Todavía no sé qué hay de especial en él, pero tiene su propio punto de vista.
El presidente dijo algo apartándose del auricular. Li aumentó la velocidad de la cinta.
—A propósito, acabo de hablar por teléfono con el ministro del Interior noruego —dijo el presidente—. Ya no saben qué más hacer. Por supuesto que celebran la iniciativa de la Unión Europea, pero creo que preferirían que Estados Unidos también estuviera en el barco. Y los alemanes son de la misma opinión, nada de transferencias de conocimientos y ese tipo de cosas. Prefieren una comisión internacional con competencias muy amplias y que reúna todas las fuerzas.
—¿Y quién la dirigiría?
—El canciller alemán propone que autoricemos a las Naciones Unidas.
—¿En serio? Hum.
—No la considero una mala propuesta.
—No, yo diría que es muy buena. —Hizo una pausa—. Sólo que recuerdo que hace poco usted afirmó que la ONU jamás había sido dirigida por un secretario general tan débil como el actual. Fue en la recepción que dio el embajador hace tres semanas, ¿se acuerda? Yo lo apoyé y recibimos los palos de siempre por parte de los mismos de siempre.
—Sí, lo recuerdo. Dios mío, ¡qué soberbios! Pero si ese tipo es un débil. Uno tiene derecho a decir la verdad, ¡maldita sea!... ¿A dónde quiere llegar?
—A ningún sitio en concreto.
—Vamos, ¿cuál sería la alternativa?
—¿Quiere decir la alternativa a una comisión formada por docenas de representantes de Oriente Próximo?
El presidente guardó silencio.
—Estados Unidos —dijo finalmente.
Li hizo como si tuviera que pensar en el asunto.
—Creo que es una buena idea, señor.
—Pero entonces tenemos que asumir una vez más los problemas de todo el mundo. En realidad es para vomitar, ¿no le parece, Jude?
—De todos modos tenemos que cargar con ellos. Somos la única superpotencia. Y si queremos seguir siéndolo, tenemos que seguir asumiendo responsabilidades. Además... las malas épocas son buenas épocas para los fuertes.
—Usted y sus proverbios chinos —dijo el presidente—. De todos modos, no nos van a servir el trabajo en bandeja. Es demasiado pronto. Tendremos que convencerlos de por qué justamente nosotros queremos estar al frente de una comisión investigadora internacional. ¡Imagínese cómo va a caer eso en el mundo árabe! O en China y Corea. Y hablando de Asia, he estado revisando el informe sobre sus científicos. Uno de ellos tiene aspecto asiático. ¿No habíamos dicho que los árabes y los asiáticos quedaban fuera?
—¿Un asiático? ¿Cómo se llama?
—Tiene un nombre raro. Wakawaka o algo parecido.
—Ah, León Anawak. ¿Ha leído su currículum?
—No, sólo le he echado un vistazo.
—No es asiático. —Li subió la velocidad a doce kilómetros por hora—. Soy, con amplio margen, lo más asiático que hay en el
Whistler
y sus alrededores.
El presidente se rió.
—Ay, Jude. Yo le entregaría el poder aunque fuera usted de Marte. Es realmente una lástima que no pueda venir a ver el béisbol. Nos reuniremos en el rancho, si no sucede nada hasta entonces. Mi mujer va a hacer costillas a la plancha.
—La próxima vez será, señor —dijo Li afectuosamente.
Charlaron un rato sobre béisbol. Li no insistió en la idea de situar a Estados Unidos al frente de la comunidad internacional. Al cabo de dos días, como muy tarde, el presidente creería que había sido idea suya. Bastaba con haberle dado el impulso.
Tras la conversación con el presidente corrió unos minutos más. Luego, empapada de sudor como estaba, se sentó al piano y puso los dedos sobre las teclas. Se concentró.
Segundos después, la sonata para piano en sol de Mozart se oyó límpida en la suite.
KH-12
Como un perfume que se va esparciendo y debilitando, el piano de Li se perdió por los pasillos del noveno piso y salió al exterior por la ventana entreabierta de la suite. A cien metros del suelo, las ondas sonoras se propagaron en forma de anillo en todas las direcciones. En el punto más alto del Château, coronado por un torreón como los castillos de los cuentos maravillosos, un oído entrenado las hubiera escuchado muy bajo, pero con claridad. Luego comenzaron a dispersarse. Más allá de los cien metros se mezclaban con infinidad de ondas, y cuanto más arriba, menos se oían esos ruidos. A un kilómetro del suelo todavía se podían oírlos motores de los automóviles, el ruido quejumbroso de aviones a hélice y la campana de la iglesia presbiteriana de
Whistler
Village, un pueblo normalmente muy animado, pero que ahora formaba parte de la zona de exclusión. El tableteo de los helicópteros militares, que servían como conexión con el mundo exterior, se hacía más débil a partir de los dos mil metros.
Desde esa altura se disfrutaba de una vista impactante. Como un sueño profético de Luis II,
8
el hotel estaba situado en medio de unos extensos bosques que ascendían suavemente hacia el oeste, y podía reconocerse a simple vista. Sobre la cima de las montañas adyacentes destellaban superficies estriadas de nieve.
Luego se extinguían también los últimos ruidos del suelo.
Ahora se percibían principalmente los aviones a propulsión que despegaban o aterrizaban. A diez kilómetros de altura, el Château se confundía perfectamente con el entorno. Los aviones de línea seguían sus rutas. El horizonte comenzaba a curvarse perceptiblemente. Bajo el resplandeciente cielo azul, las nubes parecían campos de nieve y banquisas, como un suelo engañoso de vapor de agua. Cinco o diez kilómetros más arriba, el ruido de los aviones ultrasónicos cortaba la atmósfera cada vez más delgada. La troposfera era el reino de los fenómenos meteorológicos; la estratosfera, en cambio, pertenecía al ozono, que filtra gran parte de los rayos ultravioletas. Ahí aumentaba de nuevo la temperatura. A esa altura, las nubes eran poco más que formaciones etéreas cuyos destellos recordaban al nácar. Las sondas meteorológicas de color plateado reflejaban la luz del sol y así ofrecían avistamientos de ovnis. Entre el silencio perfecto que dominaba esa capa atmosférica situada a veinte kilómetros de la tierra, el legendario U2 había iniciado, en 1962, su furtivo vuelo hacia Cuba para confirmar el estacionamiento de cohetes atómicos soviéticos. El piloto del avión espía había tenido que vestirse de astronauta debido a la altura extrema. Fue uno de los vuelos más arriesgados de todos los tiempos, bajo un cielo cuyo azul profundo ya hacía presentir el universo.
A ochenta kilómetros de altura, sólo brillaban algunas nubes nocturnas aisladas con forma de rejilla. La temperatura era de 113 grados bajo cero. Ahí arriba, nada hacía pensar en la presencia humana, salvo la aparición ocasional de naves espaciales que despegaban o aterrizaban. El azul profundo se volvía negro azulado. Allí comenzaba el reino de todos los dioses paganos que la ciencia moderna había desenmascarado como luces polares y meteoritos que se extinguían. En ninguna otra parte habían contribuido tanto las particularidades físicas a la formación de mitos y leyendas como en los cientos de kilómetros que comprende la termosfera. En realidad no era el lugar adecuado para las divinidades ni para cualquier forma de vida. Nada ni nadie puede sobrevivir allí. Los rayos gamma y los rayos X lo atraviesan sin obstáculos y apenas hay moléculas de gas.
Pero se podían encontrar otras cosas.
Los primeros satélites se desplazaban por la termosfera a ciento cincuenta kilómetros de altura y a una velocidad de veintiocho mil kilómetros por hora. Por su naturaleza, eran sobre todo satélites de espionaje, que se mantenían lo más cerca posible de la Tierra. Ochenta kilómetros más arriba, la sonda de la Space Radar Topography Mission rastreaba la superficie terrestre y trabajaba en el planisferio del siglo XXI. A tan baja altura, los componentes atmosféricos, que seguían siendo relativamente densos, frenaban continuamente los satélites, de modo que éstos debían ser propulsados mediante combustible para no precipitarse a tierra. Más allá de los trescientos kilómetros ya no necesitaban combustible. Allí, la fuerza centrífuga y la gravedad de la Tierra se compensaban y proporcionaban órbitas estables a las innumerables sondas que cubrían el cielo.
Aquello era como una red de autopistas estratificadas. Cuanto más arriba, más movimiento. Dos aparatos pequeños y elegantes llamados
Champ y Grace
observaban el campo de gravitación y el campo magnético de la Tierra. A seiscientos kilómetros por encima de los polos, ICESat recibía reflejos de la superficie terrestre e informaba sobre las modificaciones de los casquetes de hielo. Setenta kilómetros más arriba giraban tres sofisticados satélites de observación Lacrosse, lanzados por Estados Unidos, que exploraban la corteza terrestre con un radar de alta resolución. Desde una altura de setecientos kilómetros, las sondas Landsat de la NASA observaban los países y las costas, medían el aumento y disminución de los glaciares, cartografiaban los bosques y banquisas y proporcionaban información detallada de la temperatura global. SeaWiFS rastreaba con un sistema óptico y con rayos infrarrojos las concentraciones de algas en los océanos. Los satélites de la NOAA, situados a ochocientos cincuenta kilómetros sobre la corteza terrestre, giraban en una órbita sincronizada con el Sol, y entre los polos se movían todo tipo de satélites meteorológicos. La aglomeración reinaba hasta la magnetosfera, que más allá de la frontera de los novecientos kilómetros reunía partículas cósmicas y emisiones solares en dos anillos de radiación a los que se denominaba primer y segundo cinturón de VanAllen. Éste se había convertido en un curioso fenómeno mediático. Para gran parte de la población norteamericana era la prueba decisiva de que no habían estado en la Luna; incluso científicos reconocidos dudaban de que un ser humano estuviera lo suficientemente protegido como para atravesar esa zona de radiación mortal en una nave espacial. En la terminología de la observación por satélite esa zona se conocía como LEO (Low Earth Orbit u órbita cercana a la Tierra); a continuación se hallaba el campo densamente poblado de las Middle Low Orbits (órbitas circulares intermedias), donde los satélites GPS llegaban hasta los veinte mil kilómetros; y, por último, a 35.888 kilómetros de altitud, pendían los satélites geoestacionarios, que permanecían en lugares fijos; entre ellos destacaban los Intelsat, que hacían posible la comunicación internacional.