El quinto día (78 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El quinto día
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—Supongo que quiere participar —sonrió Hooper—. Mala suerte, muchacho. Búscate tu propia mujercita.

Linda se rió y se apoyó en un codo.

—Qué muchachito más raro —dijo—. Nunca había visto uno así.

—¿Qué tiene de raro?

—¿No te parece que tiene un aspecto raro?

Hooper lo observó con atención. El cangrejo estaba inmóvil sobre el suelo pedregoso. No medía más que unos diez centímetros y era completamente blanco. Su coraza relucía sobre el suelo oscuro. Seguramente su color era inusual, pero había algo más que lo confundía. Linda tenía razón. Tenía un aspecto extraño.

Luego se dio cuenta de lo que era.

—No tiene ojos —dijo.

—Es cierto. —Linda rodó y se acercó en cuatro patas al animal, que seguía inmóvil—. ¡Vaya animalito! ¿Estará enfermo?

—Más bien parece que nunca ha tenido ojos. —Hooper deslizó la punta de los dedos por la columna vertebral de Linda—. No importa; déjalo, no nos hace nada.

Linda observó el cangrejo. Luego cogió una piedra y se la arrojó. El animal no retrocedió ni mostró reacción alguna. Linda le dio un golpecito en las pinzas y retiró la mano rápidamente, pero no sucedió nada.

—Mira que es estoico.

—Vamos, deja ese cangrejo tonto.

—No se defiende.

Hooper suspiró. Se agachó a su lado y, para complacerla, empujó ligeramente al cangrejo.

—Efectivamente —afirmó—. Es imperturbable.

Ella sonrió, giró la cabeza hacia él y lo besó. Hooper sintió cómo la punta de su lengua empujaba la suya y jugueteaba. Cerró los ojos y se entregó al placer...

Linda dio un respingo.

—Darryl.

Hooper vio que el cangrejo estaba sobre la mano con la que Linda todavía se apoyaba. Detrás había otro. Y al lado otro más. Su mirada recorrió la roca que separaba la hondonada de la playa, y creyó estar viviendo una pesadilla.

La piedra oscura había desaparecido bajo decenas de cuerpos acorazados. Animales blancos sin ojos y provistos de pinzas se apiñaban por doquier.

Debían de ser millones.

Linda se quedó mirando los animales inmóviles.

—¡Oh Dios! —susurró.

En ese instante comenzó a subir la marea. Hooper ya había visto algunos cangrejos pequeños por la playa, pero pensaba que eran animales que se movían con torpeza, lenta y tranquilamente. Aquéllos en cambio eran rápidos. Eran terriblemente rápidos, como una ola que fluyera hacia ellos. Sus patas duras producían un leve repiqueteo sobre el suelo rocoso.

Linda se levantó, desnuda como estaba, y retrocedió. Hooper intentó recoger sus ropas, se tambaleó y se le cayeron unas cuantas prendas. El veloz ejército de cangrejos se abalanzó sobre ellas y Hooper dio un salto hacia atrás.

Los animales lo siguieron.

—No hacen nada —gritó contra su convicción, pero Linda ya se había dado la vuelta y trepaba corriendo por las rocas.

—¡Linda!

Tropezó y se cayó cuan larga era. Hooper corrió hacia ella. Al instante los cangrejos estaban por todos lados, pasaban por encima de ellos y trepaban por su cuerpo. Linda comenzó a dar gritos agudos de pánico. Hooper apartaba a los animales de la espalda de Linda y de sus propios brazos. Gritando y con gesto demudado, Linda daba saltos mientras se pasaba las manos por el pelo. Los cangrejos subían por su cabeza. Hooper la agarró y la empujó hacia adelante. No quería hacerle daño, sólo quería ayudarla a salir de aquel alud que se derramaba sobre las rocas, pero Linda volvió a tropezar y lo arrastró. Hooper perdió pie, se cayó y sintió cómo las pequeñas corazas se hacían pedazos bajo su cuerpo. Los fragmentos se le clavaron dolorosamente en la carne. Dio manotazos para todos lados, sintió que centenares de patas filosas se deslizaban sobre él y vio que tenía los dedos manchados de sangre. Finalmente logró incorporarse y arrastrar a Linda consigo.

De algún modo llegaron hasta arriba. La quitina crujía bajo sus pies mientras corrían desnudos hasta la Harley. Hooper giró la cabeza y lanzó un gemido. Desde la posición más elevada del faro pudo ver que la playa entera estaba repleta de cangrejos. Venían del mar, a centenares, y cada vez eran más. Los primeros ya habían llegado al aparcamiento y parecían aún más veloces por el suelo liso. Hooper corrió con todas sus fuerzas, arrastrando a Linda. Tenía las plantas de los pies llenas de trizas y cubiertas por una sustancia repugnante. El suelo resbalaba. Por fin llegaron hasta la moto, subieron de un salto y Hooper arrancó.

Partieron a toda velocidad y salieron del aparcamiento rumbo a la carretera que llevaba a Southampton. La moto patinaba violentamente sobre los cangrejos aplastados; luego los dejaron atrás y avanzaron a toda marcha por el asfalto. Linda se aferraba a él. Una camioneta se aproximaba por el carril contrario; el anciano que iba al volante se quedó mirándolos incrédulo. Hooper pensó brevemente que esas escenas sólo se veían en las películas: dos personas completamente desnudas que viajaban en moto. Si todo aquello no hubiera sido tan terrible, se habría muerto de risa.

Divisaron las primeras casas de Montauk. La punta este de Long Island no era más que una franja angosta, y la carretera avanzaba en paralelo a la costa. Antes de llegar a Montauk, Hooper vio que la marea blanca de cangrejos se aproximaba por la izquierda. Al parecer también salía del mar en otros lugares. Los animales se extendieron por las rocas y se dirigieron hacia la carretera.

Hooper aceleró la Harley.

La marea blanca era más rápida.

Pocos metros antes de la entrada a la ciudad alcanzó la carretera y transformó el asfalto en un mar de cuerpos. En ese momento una camioneta estaba dando marcha atrás desde una salida de vehículos. Hooper notó que la Harley derrapaba e intentó sortear al vehículo, pero la moto ya no le obedecía.

«¡Oh, Dios mío! —pensó—. No, por favor».

La camioneta cruzó la calzada y rodó todavía un poco más mientras la Harley resbalaba hacia ella. Hooper escuchó gritar a Linda y giró violentamente el manillar. Pasaron a un palmo del capó cromado. La Harley giró. Unos segundos después Hooper logró estabilizarla. La gente se apartaba de un salto. Hooper ni siquiera los miró. Tenía el camino libre.

Siguieron huyendo a Southampton a toda velocidad.

Buckley Field, Estados Unidos

—Por todos los cielos, ¿qué es eso?

Los dedos de Cody volaban por el teclado. Filtró varias veces las imágenes, pero seguía viendo una masa de color claro que subía desde el mar y se dirigía a gran velocidad tierra adentro.

—Parecen olas —dijo—. Como una mierda de ola gigante.

—No hemos visto olas —dijo Mike—. El mar estaba tranquilo. Tienen que ser animales.

—¿Pero qué clase de animales de mierda?

—Son... —Mike observó un momento las imágenes; señaló un lugar—. Ahí, eso de ahí, acércamelo. Haz un recorte de un metro cuadrado.

Cody seleccionó la zona y la amplió. En el monitor apareció una área de cuadrados claros y oscuros. Mike entrecerró los ojos.

—Más cerca.

Los cuadrados de píxel se agrandaron. Algunos eran blancos; otros de tonos grisáceos.

—Dirás que estoy loco —dijo Mike lentamente—, pero parecen... —¿Era posible? ¿Pero qué otra cosa podía ser? ¿Qué otra cosa venía del mar y se movía con tanta rapidez?—... Son pinzas. Quizá sean corazas con pinzas.

Cody se quedó mirándolo.

—¿Pinzas?

—Cangrejos.

Cody abrió la boca. Luego ordenó al satélite que revisara la costa.

El
KH-12-4
fue ascendiendo desde Montauk hasta East Hampton y después continuó hacia Southampton, hasta llegar a Mástic Beach y Patchogue. Con cada imagen que mandaba la sonda, Mike sentía una inquietud mayor.

—No puede ser... —dijo.

—¿Que no? —Cody lo miró—. Claro que sí, mierda. Algo está subiendo desde el mar. A lo largo de la costa de Long Island está saliendo algo de ese mar de mierda. ¿Y aún quieres seguir en Montauk?

Mike se pasó la mano por los ojos.

Cogió el teléfono para llamar a la central.

Nueva York, Estados Unidos

Poco después de Montauk la ruta 27 se convertía en la autopista de Long Island 495, que llevaba directamente a Queens. De Montauk a Nueva York había alrededor de doscientos kilómetros, y cuanto más cerca estaba la metrópolis, más denso era el tráfico. A mitad de camino, una vez pasado Patchogue, el tránsito aumentaba mucho.

Bo Henson regentaba una empresa de correos que atendía él mismo. Dos veces al día recorría el trayecto de Long Island. Había recogido algunos paquetes en el aeropuerto de Patchogue y los había repartido por la zona. Ahora regresaba a la ciudad. Se le había hecho tarde, pero para poder competir con compañías como FedEx no podía ser muy delicado con su horario laboral. Henson había concluido su trabajo. Incluso había cumplido con todos sus encargos antes de lo previsto. Estaba cansado y ansiando una cerveza.

A la altura de Amityville, unos cuarenta kilómetros antes de llegar a Queens, un coche que circulaba delante de él derrapó.

Henson frenó bruscamente. El otro automóvil se estabilizó, disminuyó la velocidad y encendió las luces intermitentes. Algo cubría gran parte del asfalto. En un primer momento, Henson no pudo reconocer qué era; a la luz del atardecer sólo percibió algo que se movía y que venía de los arbustos de la izquierda. Luego vio que la autopista estaba repleta de cangrejos. Cangrejos pequeños y blancos como la nieve. Intentaban cruzar muy juntos la autopista, pero era algo imposible. Los carriles empastados y las corazas hechas trizas mostraban cuántos habían perdido la vida en el intento.

Los vehículos se deslizaban con lentitud. El asfalto era como jabón. Henson maldijo. Se preguntó de dónde habían salido esos bichos. Había leído en una revista que en la isla Christmas, en Australia, los cangrejos de tierra bajaban una vez al año desde las montañas hasta el mar para reproducirse. Cerca de cien millones de cangrejos se ponían en movimiento. Pero la isla Christmas estaba en el océano índico, y además las fotos mostraban animales grandes, de color rojo brillante, y no un hervidero blanco como aquél.

Henson no había visto nunca algo así.

Todavía maldiciendo, encendió la radio. Tras buscar un poco encontró una emisora de música country, se reclinó en el asiento y se entregó a su destino. Dolly Parton hacía todo lo posible por reconciliarlo con la situación, pero ya no estaba de humor. Diez minutos después llegaron las noticias; no mencionaron siquiera la invasión de cangrejos. De pronto apareció una máquina quitanieves entre los vehículos que avanzaban a sacudidas e intentó sacar de la ruta aquella marea blanca. Como consecuencia, la carretera quedó bloqueada. Durante un rato no avanzaron ni un metro. Henson iba y venía por el dial de una emisora a otra pero nadie daba información; eso lo enfureció terriblemente, pues se sentía abandonado en tan lamentable situación. El aire acondicionado introdujo un olor insalubre en la cabina, así que finalmente lo apagó.

Tras el cruce que llevaba a la izquierda a Hempstead y a la derecha a Long Beach, volvieron a avanzar con cierta fluidez. Al parecer, los animales no habían llegado hasta allí. Henson pisó el acelerador y llegó a Queens más de una hora después de lo esperado. Estaba cabreadísimo. Poco antes de llegar al East River giró a la izquierda y cruzó el Newton Creek para ir a su taberna de Brooklyn-Greenpoint. Aparcó la camioneta y descendió. Cuando vio el estado de su vehículo casi le dio un infarto. Los neumáticos, los guardabarros y los laterales hasta las ventanillas estaban embadurnados de cangrejos aplastados. Aquello era horrible. Al día siguiente tenía que estar temprano en la ruta, y así no podía hacer el reparto.

De todos modos ya era tarde. Henson se encogió de hombros. Tendría que posponer la cerveza hasta que hubiera entregado la camioneta en el servicio de lavado de coches que funcionaba las veinticuatro horas del día. Volvió a subir, recorrió los trescientos metros que lo separaban del taller y rogó al personal que limpiara cuidadosamente las llantas hasta que hubieran eliminado el último resto de esa porquería. Luego les dijo dónde podían encontrarlo y se marchó caminando a la taberna para tomar por fin su cerveza.

Ese servicio de lavado era conocido por hacer su trabajo concienzuda y minuciosamente. La pegajosa capa que cubría la camioneta de Henson resultó ser rebelde, pero tras exponerla largo rato al caliente chorro de vapor a alta presión, terminó por desprenderse. El chico que sostenía la manguera tuvo la impresión de que los pedazos prácticamente se deshacían. «Como un flan al sol», pensó.

Y todo aquello fue a parar a las cloacas.

Nueva York tenía un alcantarillado muy particular. Mientras que los túneles ferroviarios y de carretera cruzaban bajo el East River a unos treinta metros de profundidad, las redes de alcantarillas y de agua potable llegaban a profundidades de doscientos cuarenta metros. Con ayuda de inmensas tuneladoras, los constructores abrían nuevas canalizaciones en el subsuelo para que no se interrumpieran el suministro y la evacuación de agua de la gigantesca urbe. Además de los sistemas de tuberías intactos, había una serie de túneles viejos fuera de funcionamiento. Según los expertos, nadie sabía dónde estaban todas las canalizaciones subterráneas neoyorquinas. No había ningún mapa que representara la red completa. Había algunos túneles sólo conocidos por determinados grupos de sin techo que guardaban el secreto. Otros habían servido de inspiración para filmar películas de terror en que las guaridas subterráneas eran incubadoras de todo tipo de criaturas monstruosas. Lo cierto es que cualquier cosa que se vertiera en el alcantarillado neoyorquino en cierto modo se perdía.

Aquella noche y los siguientes días en Brooklyn y en Queens, en Staten Island y en Manhattan se lavaron muchísimos coches procedentes de Long Island. Las aguas residuales fluían por las entrañas de la metrópoli, se distribuían, se mezclaban con otras aguas residuales, se bombeaba a las plantas de purificación y volvía a vertirse a los distribuidores. Pocas horas después de que el servicio de lavado de coches entregara a Henson su camioneta resplandeciente, todo era ya una mezcla inseparable.

No habían pasado más de seis horas y ya las primeras ambulancias volaban por las calles.

11 de mayo. Château Whistler, Canadá

Con los cambios uno podía arreglárselas.

Él, por lo menos, podía. Por mucho que le doliera haber perdido su casa, podía asumirlo y aceptarlo. El final de su matrimonio había sido un comienzo. La mudanza a Trondheim, las relaciones siempre nuevas, que en definitiva daban como resultado la ausencia de relaciones... La verdad es que todo aquello apenas le había afectado de verdad. Lo que no cuadraba con lo que Johanson entendía por sensibilidad, armonía y gusto, quedaba relegado de su vida. La superficie se compartía con los demás, pero la profundidad se la reservaba. Así se podía vivir.

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