Ahora, en las horas de la madrugada, se le presentaba la parte menos armoniosa de su pasado. Tras haber abierto como por casualidad el ojo izquierdo, se quedó un rato inmóvil, contemplando el mundo con su ojo de cíclope y pensando en las personas de su vida que no habían podido afrontar los cambios.
Su mujer.
Uno aprendía que era dueño de su propia vida, que podía influir sobre ella. Pero cuando él se fue, ella tuvo que reconocer que no era dueña de nada y que su autodeterminación era mera ilusión. Había argumentado, implorado y gritado, había mostrado comprensión, había escuchado con paciencia y había pedido consideración; había tocado todos los resortes y al final se había quedado sola, desposeída, impotente, expulsada de la vida en común como de un tren en movimiento. Despojada de toda energía, había dejado de creer que el esfuerzo dé algún fruto. Había perdido. La vida era un juego de azar.
—Si ya no me quieres —había dicho—, ¿por qué no haces al menos como si me quisieras?
—¿Te haría eso sentirte mejor? —le había preguntado.
—No —había sido su respuesta—. Me hubiera sentido mejor si ni siquiera hubieras empezado a quererme.
¿Es que uno era culpable de los cambios de sus sentimientos?
Los sentimientos estaban más allá de la culpa o la inocencia; eran expresión de procesos bioquímicos como consecuencia de circunstancias sufridas, aunque sonara poco romántico; pero las endorfinas habían triunfado sobre el romanticismo. ¿En qué consistía la culpa, entonces? ¿En haber hecho falsas promesas?
Johanson abrió el otro ojo.
Para él los cambios siempre habían sido el elixir de la vida. Mientras que para ella eran privación de la vida. Años después —él ya vivía en Trondheim— le contaron que finalmente ella había logrado vencer su impotencia. Que había empezado de nuevo a influir sobre sí misma. Por fin supo que había un nuevo hombre en su vida. Posteriormente habían hablado algunas veces por teléfono, sin rencores y sin pedirse nada. La amargura se había disuelto por sí sola y él se había quitado un peso de encima.
Pero aquel peso había vuelto.
En este caso se llamaba Tina Lund y lo perseguía con su hermoso y pálido rostro. Desde entonces, siempre repasaba todas las posibilidades. Por ejemplo, que hubieran dormido juntos en el lago. Entonces todo hubiera terminado de otro modo. Habrían pasado más tiempo juntos. Tal vez ella lo hubiera acompañado a las Shetland. Pero también podía haber pasado que se acabara todo, y él hubiera sido el último cuyos consejos ella hubiera escuchado. Por ejemplo, el consejo de viajar a Sveggesundet. En un caso o en otro, aún estaría viva.
Siempre que lo pensaba se decía que era una locura seguir esos razonamientos.
Pero siempre acababa haciendo los mismos razonamientos.
La primera luz del sol entró en la habitación. Como siempre, había dejado las cortinas sin correr. Los dormitorios con cortinas eran como criptas. Pensó en levantarse y desayunar, pero no le apetecía moverse. La muerte de Lund lo llenaba de tristeza. No estaba enamorado de ella, pero de un modo indefinido la había querido por su modo de ser inquieto, por su ansia de libertad. Allí se habían encontrado. Y perdido, porque no podía atarse una libertad a otra. Tal vez ambos habían sido muy cobardes.
¿De qué le servía eso ahora?
«También yo estaré muerto algún día», pensó. Desde que Lund había perdido la vida en la ola, pensaba en la muerte con frecuencia. Nunca se había sentido viejo. Ahora se sentía de vez en cuando como si la Providencia le hubiera estampado un sello, una fecha de caducidad como la de un envase de yogur, y alguien lo mirase y volviera a dejarlo en el estante porque estaba a punto de caducar. Tenía cincuenta y seis años y su estado físico era notablemente bueno; hasta el momento había burlado las estadísticas de muertes por accidente o enfermedad. Había sobrevivido incluso a un tsunami arrasador. No obstante, sin duda su tiempo se acababa. Irreversiblemente, la mayor parte de su vida ya quedaba atrás. Y de pronto se preguntó si había vivido bien.
En su vida dos mujeres habían confiado en él, y él no había podido protegerlas. Una había muerto durante un tiempo, la otra para siempre.
Karen Weaver estaba viva.
Le recordaba a Lund. Menos acelerada, reservada, de temperamento melancólico. Pero con la misma fuerza, resistencia e impaciencia. Tras haberse salvado de la ola gigante, él le había expuesto su teoría, y a cambio ella le había familiarizado con el trabajo de Lukas Bauer. Finalmente, él había vuelto a Noruega, donde pasó a la lista de los sin techo; pero los edificios de la NTNU aún estaban en pie. Estuvo abrumado de trabajo hasta que lo sorprendió la llamada para ir a Canadá, y ya no pudo ir al lago. Propuso incorporar a Weaver al equipo porque era quien más sabía sobre los trabajos de Bauer y estaba en condiciones de continuarlo; pero en secreto sus motivos eran otros. Era muy improbable que Karen hubiera sobrevivido a la ola sin el helicóptero. En este sentido la había salvado. Weaver le impartía la absolución por su fracaso con Lund, y él estaba decidido a mostrarse digno de ella. En el futuro se ocuparía de ella, y para eso era bueno saberla cerca.
A la luz del día, el pasado se desdibujó. Se levantó, se duchó y a las seis y media apareció en el comedor, donde comprobó que no era el único madrugador. En la amplia sala, militares y agentes secretos tomaban café, comían frutas y cereales y conversaban en voz baja. Johanson se puso un plato de huevos revueltos y bacon y buscó un rostro conocido. Le hubiera gustado desayunar con Bohrmann, pero no lo veía. En lugar de verlo a él, vio a la comandante general Judith Li sentada sola en una mesa para dos. Hojeaba una carpeta y de vez en cuando tomaba de una bandeja un trozo de fruta que se llevaba a la boca sin mirar.
Johanson la observó. Li lo fascinaba de un modo indefinido. Calculaba que parecía más joven de lo que era. Con un poco de maquillaje y la ropa adecuada habría sido el centro de cualquier fiesta. Se preguntó qué habría que hacer para conquistarla, pero probablemente lo mejor era no hacer nada. No parecía que Li fuera de las que dejan la iniciativa a los demás. Además, una aventura con una comandante general de las fuerzas armadas de Estados Unidos era realmente ir muy lejos.
Li alzó la cabeza.
—Buenos días, doctor Johanson —dijo—. ¿Ha dormido bien?
—Como un bebé. —Se acercó a su mesa—. ¿Qué sucede? ¿Por qué desayuna sola? ¿La soledad del jefe?
—No, estoy dándole vueltas a algunos problemas. —Sonrió y lo miró con sus ojos de aguamarina—. Hágame compañía, doctor. Me gusta tener cerca a gente que tiene ideas propias.
Johanson se sentó.
—¿Y por qué piensa que es mi caso?
—Es evidente. —Li apartó el dossier—. ¿Café?
—Sí, gracias.
—Ayer quedó claro en la reunión. Hasta ahora ninguno de los científicos presentes ha visto más que su propia área. Shankar cavila sobre ruidos oceánicos que no puede clasificar y Anawak se pregunta qué pasa con sus ballenas, aunque debo decir en su favor que es el que más piensa. Bohrmann ve los peligros de un MAP de metano e intenta hacer juegos malabares con factores conocidos y desconocidos para impedir un segundo deslizamiento. Y así sucesivamente.
—Eso ya es mucho.
—Pero ninguno de ellos ha elaborado una teoría sobre cómo se interrelacionan todos los elementos.
—Ahora ya lo sabemos —dijo Johanson, impasible—. Son terroristas árabes.
—¿Y usted lo cree?
—No.
—Entonces ¿qué cree?
—Creo que necesito todavía uno o dos días más antes de decírselo.
—¿No está seguro?
—Casi. —Johanson sorbió su café—. Pero es un asunto delicado. El señor Vanderbilt tiene la mira puesta en el terrorismo. Antes de exponer mis hipótesis quiero tener respaldo.
—¿Y quién va a dárselo? —preguntó Li.
Johanson dejó la taza sobre la mesa.
—Usted, general.
Li no pareció especialmente sorprendida. Guardó silencio un momento; luego dijo:
—Si pretende convencerme de algo, tal vez debería saber de qué se trata.
—Sí. —Johanson sonrió—. A su debido tiempo.
Li empujó la carpeta hacia él. Johanson vio que contenía varios faxes.
—Quizá esto acelere su decisión, doctor. Ha llegado esta mañana temprano, a las cinco. Todavía no tenemos una visión global y de hecho no sabemos qué es lo que está pasando realmente, pero he decidido que en las próximas horas declararemos el estado de sitio en Nueva York y las zonas aledañas. Peaks ya está allí para dirigir la operación.
Johanson tenía la vista clavada en la carpeta. Lo asaltó la imagen de una segunda ola.
—¿Por qué?
—¿Qué diría si en la costa de Long Island salieran cientos de cangrejos blancos desde el mar?
—Diría que es una salida de trabajo.
—Buena idea. ¿Para qué empresa?
—¿Qué sucede con esos cangrejos? —Preguntó Johanson sin atender a su pregunta—. ¿Qué hacen?
—No estamos seguros. Pero calculo que algo parecido a lo de los bogavantes bretones en Europa. Extienden una epidemia. ¿Cómo cuadra eso con su teoría, doctor?
Johanson se quedó pensando; luego dijo:
—¿Hay por aquí algún laboratorio herméticamente cerrado en el que podamos estudiar a esos animales?
—Hemos organizado uno en Nanaimo. Y hay ejemplares de los cangrejos en camino.
—¿Ejemplares vivos?
—No sé si siguen vivos. Al menos lo estaban cuando los capturaron. Ya han muerto varias personas. Por shock tóxico. Este veneno parecer tener un efecto más rápido que el de las algas en Europa.
Johanson se quedó un momento callado.
—Voy a Nanaimo —dijo.
Li asintió satisfecha.
—Buena idea. ¿Y cuándo va a decirme lo que piensa?
—Deme veinticuatro horas.
Li frunció los labios y reflexionó un momento.
—Veinticuatro horas —dijo—. Ni un minuto más.
Nanaimo, isla de Vancouver
Anawak se hallaba en la gran sala de proyecciones del instituto junto con Fenwick, King y Oliviera. Estaban revisando modelos tridimensionales de cerebros de ballenas. Oliviera los había elaborado en el ordenador y marcado los lugares en que habían encontrado gelatina. Podían ver el interior de los cerebros y dividirlos en secciones longitudinales con una cuchilla virtual. Ya habían pasado tres simulaciones. La cuarta mostraba cómo se ramificaba la sustancia entre las circunvoluciones en prolongaciones finísimas que se introducían parcialmente en el interior.
—Mi teoría es la siguiente —dijo Anawak mirando a Oliviera—: Supongamos que eres una cucaracha...
—Gracias, León. —Oliviera arqueó las cejas, lo cual hizo parecer aún más larga su cara de caballo—. Verdaderamente sabes cómo halagar a una mujer.
—Una cucaracha sin inteligencia ni creatividad.
—Sigue así.
Fenwick se rió y se frotó la nariz.
—Sólo te mueves por reflejos —siguió Anawak sin inmutarse—. Para un neurofisiólogo es un juego de niños manejarte. No tiene más que controlar tus impulsos y provocarlos a su gusto. Como con una prótesis. Lo único que tiene que saber es dónde tienes los botones.
—¿No le implantaron a una cucaracha la cabeza de otra —preguntó King—, y el bicho salió andando?
—Algo parecido. A una cucaracha le seccionaron la cabeza y a otra las piernas. Luego conectaron los sistemas nerviosos centrales de ambos cuerpos. La cucaracha con cabeza asumió el control de las otras patas como si fueran las suyas propias. Eso es exactamente a lo que me refiero. Criaturas simples, procesos simples. En otro experimento se intentó algo similar con un ratón al que trasplantaron una segunda cabeza. Es asombroso el tiempo que vivió, unas cuantas horas o días, creo; ambas cabezas parecían funcionar normalmente, pero por supuesto el sistema motriz no respondía bien. El ratón andaba, pero no siempre iba a donde quería ir y se caía tras dar un par de pasos.
—Qué repugnante —murmuró Oliviera.
—Es decir que en el fondo se puede manejar a cualquier ser vivo. Sólo que cuanto más complejo es, mayores son las dificultades. Si a ello le añades la percepción consciente, la inteligencia y el pensamiento creativo ligado al yo, se vuelve muy difícil imponerle a alguien tu voluntad. ¿Entonces qué haces?
—Trato de quebrar su voluntad y reducirlo otra vez a cucaracha. Con los hombres funciona si una se agacha delante de ellos sin ropa interior.
—Correcto. —Anawak sonrió—. Porque los seres humanos y las cucarachas no estamos tan alejados.
—Algunos seres humanos —precisó Oliviera.
—Todos los seres humanos. Estamos muy orgullosos de nuestro espíritu libre, pero el espíritu sólo es libre mientras no se pulsen determinados botones. Por ejemplo, el centro del dolor.
—Lo cual significa que quien ha desarrollado esa sustancia gelatinosa tiene que saber muy bien cómo está estructurado el cerebro de una ballena —dijo Fenwick—. Quiero decir, a eso quiere llegar, ¿no? La sustancia estimula determinadas zonas del cerebro.
—Sí.
—Pero para eso tiene que saber cuáles.
—Eso puede averiguarse —le dijo Oliviera a Fenwick—. Piensa en el trabajo de John Lilly.
—¡Muy bien, Sue! —Anawak asintió—. Lilly fue el primero que implantó electrodos en el cerebro de animales para estimular zonas de dolor y de placer. Demostró que mediante una manipulación encauzada de ciertas zonas del cerebro se puede inducir a los animales placer y bienestar o dolor, furia y miedo; en monos, debo aclarar. Los monos se aproximan mucho a las ballenas y los delfines en cuanto a complejidad e inteligencia, pero funcionó. Con ayuda de los electrodos pudo controlar por completo a los animales, suscitando determinados estímulos para castigarlos o recompensarlos. ¡Había avanzado tanto para ser los años sesenta!
—Sin embargo, Fenwick tiene razón —dijo King—. Eso tiene sentido si puedes tender un mono en la mesa de operaciones y manejarlo como quieras. Pero esa sustancia gelatinosa tiene que haber penetrado por el oído o por la mandíbula. Y para ello debe de haber cambiado de forma. Y además, aun cuando pudieras introducir algo así en el cráneo de una ballena, ¿cómo sabes que se distribuirá del modo que deseas y que... bueno, que pulsará los botones correctos?
Anawak se encogió de hombros. Estaba profundamente convencido de que esa sustancia causaba precisamente ese efecto en la cabeza de las ballenas, pero no tenía la menor idea de cómo lo hacía.
—Tal vez no necesites pulsar tantos botones —respondió un poco después—. Tal vez basta con que...