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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (18 page)

BOOK: El rapto del cisne
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Creo que recuerdo ese día sobre todo porque al cabo de unos días, una mañana, recibí una llamada del Departamento de Arte. Querían hablar con Robert para saber si se encontraba bien, porque sus alumnos habían informado de que había faltado dos veces seguidas a su clase matutina. Intenté recordar su horario de los últimos días pero no pude; yo misma estaba confusa por el cansancio, mi barriga era ahora tan grande que a duras penas podía inclinarme hacia delante para hacer nuestra cama. Dije que le preguntaría cuando lo viera, pero que en ese momento no estaba en casa.

Lo cierto era que yo había dormido hasta tarde, dando por sentado que él se había ido antes de que me despertara, aunque ahora empezaba a dudarlo. Me dirigí hasta el pie del corto tramo de escaleras que conducía a la buhardilla de Robert y abrí la puerta. La escalera se me antojó alta como el Everest, pero me recogí un poco el vestido y empecé a subir. Se me pasó por la cabeza que eso podría adelantarme el parto, pero, de ser así, ¿qué más daba? Ya había superado la fase de riesgo del embarazo o, mejor dicho, el bebé ya la había superado: la semana anterior la comadrona me había dicho con gran alegría que podía alumbrar al bebé «cuando quisiera». Me debatía entre el anhelo de verle la cara a nuestro hijo o hija y el deseo de posponer el inevitable día en que mi bebé me miraría a los ojos y sabría que yo no tenía ni idea de lo que estaba haciendo.

No había puerta en lo alto de la escalera y al subir como pude el último peldaño, alcancé a ver la buhardilla entera. Dos bombillas pendían del techo, y ambas se habían quedado encendidas. La luz agresiva de la mañana se colaba por la claraboya. Robert dormía en el sofá, con uno de sus brazos colgando sobre el suelo, mostrando el dorso de una mano grácil y barroca. Tenía el rostro enterrado en los cojines. Consulté mi reloj: eran las 11:35. Bueno, es probable que hubiera estado trabajando hasta el amanecer. Su caballete estaba de espaldas a mí y el olor a pintura era todavía intenso. Me entraron ganas de vomitar, como si de golpe hubiese retrocedido a los mareos del primer trimestre, y en lugar de hacerlo di media vuelta y bajé pesadamente la escalera. Le dejé una nota a Robert en la encimera de la cocina diciéndole que telefonease al departamento, comí algo y salí a pasear con mi amiga Bridgette. Ella también estaba embarazada, por segunda vez, aunque aún no estaba tan enorme como yo, y habíamos acordado caminar por lo menos tres kilómetros al día.

Cuando llegué a casa, la prueba de que Robert había comido estaba encima de la mesa y la nota había desaparecido. Me llamó para decirme que se quedaría en la universidad hasta tarde para reunirse con unos alumnos y que quizá podríamos cenar allí. Fui hasta la cafetería de la facultad, pero Robert ni se presentó. Aquella noche, oí entre sueños el crujido de la escalera que subía a la buhardilla, y de nuevo la noche siguiente y la de después. Algunas veces, al darme la vuelta en la cama me lo encontraba a un palmo de mí; otras, yo me despertaba entrada la mañana y él no estaba. Esperaba la llegada del bebé y lo esperaba a él, aunque me preocupaba más el bebé. Al final, empezó a inquietarme la posibilidad de ponerme de parto a una hora en la que no pudiese localizar a Robert. Recé para que estuviese en la buhardilla pintando o durmiendo cuando empezaran los dolores, porque así podría llegar hasta el pie de la escalera y pegarle un grito.

Una tarde, a la vuelta de mi paseo, que me dejó la sensación de haber caminado treinta kilómetros, llamaron otra vez del departamento. Lamentaban tener que preguntar, pero ¿había visto yo a Robert? Les dije que lo encontraría. Al echar la cuenta me dio la impresión de que Robert llevaba días sin dormir, por lo menos en nuestra cama, y de que apenas si había estado en casa. Algunas veces había oído el crujido de los escalones por la noche y había dado por sentado que Robert estaba pintando con mucho brío, intentando quizás adelantar trabajo antes de la llegada del bebé. Subí una vez más y me lo encontré en la buhardilla acostado boca arriba, respirando lenta y profundamente, incluso roncando un poco. Eran las cuatro de la tarde y dudaba que aquel día se hubiera levantado. ¿Acaso no sabía que tenía clases que dar, una esposa y una barriga gigantesca que mantener? Sentí un destello de ira y me arrastré hacia el sofá para despertarlo zarandeándolo, pero paré en seco. El caballete estaba de cara a la gran claraboya, y yo acababa de verlo de refilón, al igual que los bocetos que cubrían el suelo.

La reconocí de inmediato, como si nos estuviéramos viendo en la calle tras haber perdido el contacto durante una temporada. Me sonreía, con las comisuras de la boca un tanto curvadas hacia abajo, sus ojos brillantes, una expresión que conocía del bosquejo que había extraído del bolsillo de Robert meses antes en el área de descanso. Era un retrato de medio cuerpo, vestido. Ahora pude ver que tenía un cuerpo precioso también: esbelto, fuerte, voluptuoso, un poquito más ancho de espaldas de lo que sería de esperar, con un cuello sinuoso. De cerca, detecté cierta indefinición en el cuadro, ciertas irregularidades en la superficie, aunque las formas eran reales y sólidas; era impresionista o rayaba en el Impresionismo. La mujer llevaba un vestido fruncido beis con rayas carmesíes que se curvaban sobre el pecho marcando los senos; era un atuendo de otra época, un disfraz de estudio, y sus cabellos estaban recogidos en lo alto con una cinta roja, pintada con mi alizarina carmesí favorita: sabía exactamente el tubo que había utilizado para esos detalles. Los bocetos del suelo eran estudios para este cuadro, y al instante entendí que era uno de los mejores que Robert había hecho nunca. Era elegante, pero estaba también lleno de acción contenida. Raras veces había visto una expresión humana captada de forma tan brillante. La mujer estaba a punto de moverse, de soltar una risita, de bajar sus ojos ante mi mirada fija.

Me volví hacia el sofá furiosa, aunque en aquel momento no sé si estaba enfadada con la mujer del cuadro, por el enorme talento que tenía Robert o porque se dedicara a dormir mientras le llamaban de un trabajo del que dependeríamos para futuros yogures y pañales. Lo zarandeé. Al hacerlo recordé que él me había dicho que nunca lo despertara bruscamente; que le daba miedo, decía, porque en cierta ocasión había oído una historia verídica de alguien que había perdido el juicio cuando lo habían despertado bruscamente de un sueño. Esta vez me dio igual. Lo sacudí con violencia, odiando sus grandes hombros, su inconsciencia, el mundo en el que dormía y soñaba y pintaba y admiraba a otras mujeres, de esbelto talle. ¿Por qué me había casado con una persona tan dejada y egoísta? Por primera vez se me pasó por la cabeza que todo esto era por mi culpa, por tener tan poco juicio.

Robert se removió y masculló:

—¿Qué?

—¿Cómo que qué? —repuse—. Son las cuatro de la tarde. Has faltado a tus clases de la mañana. Otra vez.

Me satisfizo verlo angustiado.

—¡Mierda! —exclamó, incorporándose con ostensible esfuerzo—. ¿Qué hora dices que es?

—Las cuatro —volví a espetar—. ¿Pretendes conservar tu puesto de trabajo o criaremos a este bebé en la más absoluta de las miserias? Tú verás.

—¡Venga, para ya! —Retiró lentamente las viejas mantas que cubrían su cuerpo, como si cada una pesara veinte kilos—. No es necesario que me hables en ese tono de autoridad.

—No te hablo con autoridad —le dije—. Pero el Departamento de Arte quizá lo haga cuando les devuelvas la llamada.

Robert me fulminó con la mirada mientras se rascaba la cabeza y el pelo, pero no dijo nada, y yo sentí que se me empezaba a hacer un nudo en la garganta. Puede que al final acabara sola, o quizá ya estuviera sola. Se levantó, se puso los zapatos y echó a andar escaleras abajo, mientras yo lo seguía con cautela, temerosa de resbalar, contrariada, desdichada. Quería estar lo más cerca posible de él, besarle el cogote rizado, apoyarme en su hombro para no tambalearme y caerme, recriminarle y rascarle la espalda con mis uñas. Durante unos instantes incluso experimenté un fugaz deseo físico largamente contenido, percibí cómo mis senos y mi sexo palpitaban. Pero él andaba bastante más rápido que yo y pude oírlo precipitándose hacia la cocina. Cuando llegué, él estaba al teléfono.

—Gracias, gracias —decía—. Sí, supongo que no es más que un virus sin importancia. Estoy seguro de que mañana me habré recuperado. Gracias, lo haré. —Colgó.

—¿Les has dicho que tienes gripe? —Mi intención había sido acercarme hasta él, rodearle el cuello con los brazos, disculparme por tener tan mal genio, prepararle un poco de sopa, empezar de nuevo; al fin y al cabo, Robert trabajaba de firme, pintaba mucho; por supuesto que estaba cansado. Sin embargo, la voz me salió rotunda y desagradable.

—Si piensas seguirme hablando así, lo que yo les haya dicho no es de tu incumbencia —replicó, y abrió la nevera.

—¿Estuviste pintando hasta tarde?

—¡Pues claro que estuve pintando hasta tarde! —Para mayor espanto, sacó un frasco de pepinillos en vinagre y una cerveza—. Soy pintor, ¿recuerdas?

—¿Qué se supone que significa eso? —Ahora, muy a mi pesar, me había cruzado de brazos. Tenía toda una repisa sobre la que apoyarlos.

—¿Qué significa? Significa lo que significa.

—¿Ser artista significa pintar siempre a la misma mujer?

Me había imaginado que él se giraría y me miraría ceñudo, que me diría fríamente que no tenía ni idea de lo que le estaba hablando, que pintaba lo que pintaba, lo que sea que sintiera la necesidad de pintar. Para mi creciente horror, en cambio, desvió la vista, con el semblante helado, y abrió su cerveza sin decir nada. Al parecer, se había olvidado de los pepinillos. No era ni mucho menos la primera vez que discutíamos en nuestros casi seis años juntos, o incluso en esa semana, pero sí la primera vez que él apartaba la vista.

No me había podido imaginar nada peor que su expresión de culpa, que el hecho de que rehuyese mi mirada, pero instantes después sucedió algo peor: levantó la vista aparentemente sin verme, sus ojos fijos en algún punto por detrás de mis hombros, y su rostro se suavizó. Tuve la horrible y progresiva sensación de que alguien había aparecido sigilosamente en la puerta a mis espaldas; de hecho, el vello de la nuca se me empezó a erizar. Me costó mucho no volverme mientras él miraba fijamente, con el rostro embobado y manso. De repente, tuve miedo de averiguar algo más. Si Robert se había enamorado de otra persona, pronto lo descubriría. Lo único que yo quería era acostarme, abrazarme la barriga con fuerza y descansar.

Salí de la cocina. Si él perdía su empleo por su propia irresponsabilidad, yo volvería a Ann Arbor a vivir con mi madre. Mi bebé sería niña, y las tres generaciones de mujeres haríamos piña y nos cuidaríamos mutuamente hasta que mi hija hubiese crecido y encontrara una vida mejor. Me fui a nuestra habitación y me tumbé en la cama, que chirrió bajo mi peso, y me tapé con el edredón. De mis ojos brotaron lágrimas de cansancio, que resbalaron por mis mejillas y enjugué con la manga.

Al cabo de unos cuantos minutos, oí que Robert se acercaba y cerré los ojos. Se sentó en el borde de la cama, haciendo que ésta se hundiera más.

—Lo siento —dijo—. No era mi intención ser cruel. El trimestre de clases y pintar por las noches me ha dejado realmente exhausto.

—Entonces ¿por qué no bajas el ritmo? —inquirí—. Ya no nos vemos nunca. De todos modos, me da la impresión de que te pasas la mayor parte del tiempo durmiendo en lugar de trabajar. —Le lancé una mirada furtiva. Su semblante volvía a parecer normal. Pensé que aquella expresión suya de antes eran imaginaciones mías.

—De noche, no —repuso él—. No puedo dormir por las noches. Es que entro en un estado de euforia, de gran euforia, y siento que necesito aprovecharlo al máximo. Estoy pensando en hacer una nueva serie, algo con muchos retratos, y tengo la sensación de que no puedo dormir hasta que haya avanzado un poco. Luego me encuentro muy cansado y tengo que dormir. Supongo que llevo tres noches sin pegar ojo.

—Podrías bajar el ritmo —insistí—. Tendrás que bajarlo igualmente cuando llegue el bebé. —«Cosa que podría pasar en cualquier momento», añadí para mis adentros, aunque era demasiado supersticiosa para decirlo en voz alta.

Robert me acarició el pelo.

—Sí —dijo, pero parecía abstraído y me dio la impresión de que su mente volvía a estar en otra parte. De pequeña, mientras jugaba con otros niños en el arenal del parque, algunas amigas de mi madre habían comentado entre risas, como si no tuviese importancia, que en ocasiones los maridos «perdían los papeles» antes del nacimiento de un bebé. «Pero cuando ven al bebé…», añadían, y luego todas asentían con la cabeza. Estaba claro que ver por primera vez a un bebé lo cambiaba todo. Quizás eso también cambiaría a Robert. Se volvería una persona diurna, pintaría a horas razonables, conservaría su empleo sin esfuerzos y se iría a dormir al mismo tiempo que yo. Daríamos paseos con el cochecito y por las noches acostaríamos juntos al bebé. Yo misma volvería a pintar, y podríamos establecer varios turnos, turnarnos en el cuidado del bebé y pintando; al fin y al cabo, quizá pudiéramos tener al bebé un tiempo en nuestra habitación y usar el otro cuarto para hacer mi estudio.

Pensé en cómo describirle esto a Robert, cómo pedírselo, pero estaba demasiado cansada para buscar las palabras. Además, si no salía de él hacer estas cosas conmigo y por mí, ¿qué clase de padre sería? Ya me preocupaba que pareciese no saber nunca si teníamos mucho o poco dinero (normalmente, poco) o cuándo había que pagar las facturas. Siempre me había ocupado yo de pagarlas, pasando la lengua por los sellos y pegándolos rectos en la esquina superior del sobre con una sensación de satisfacción, aun cuando supiera que cuando el destinatario recibiera el dinero nuestra cuenta estaría prácticamente en números rojos. Robert me dio un apretón en el hombro.

—Voy a acabar mi cuadro —anunció—. Creo que si me pongo ahora a pintar podré acabarlo para mañana.

—¿Es una alumna? —me obligué a preguntarle con dureza, por miedo a no ser luego capaz de hacerlo.

Robert no pareció sorprenderse. De hecho, ni tan siquiera dio la impresión de captar la pregunta; no manifestó indicios de culpabilidad.

—¿Quién?

—La mujer del cuadro de arriba. —Me obligué de nuevo a pronunciar las palabras, arrepentida ya. Deseé que no me contestara.

—¡Oh, no estoy usando una modelo! —replicó—. Únicamente trato de imaginármela. —Fue extraño: no le creí pero tampoco pensé que me estuviera mintiendo. Supe, con una sensación pavorosa, que a partir de ahora escudriñaría todos los rostros de las jóvenes del campus, todas las cabezas de rizos oscuros. Pero eso carecía de sentido. Él ya la había estado bosquejando antes de irnos de Nueva York, o por lo menos justo cuando nos fuimos. Estaba segura de que era la misma cara—. El vestido es lo que más me está costando plasmar —añadió al cabo de un momento. Frunció las cejas, se rascó la parte frontal del pelo y se frotó la nariz: lógico, estaba perplejo, absorto.

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