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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (53 page)

BOOK: El rapto del cisne
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—¿Estás bien?

—No —contestó en voz baja—, pero eso no importa.

—Por supuesto que importa. Que uno esté bien siempre es importante. —«Eres idiota», dije para mis adentros, pero estaba el problema de su enorme mano envolviendo la mía.

—¿Crees que los artistas tienen que estar bien necesariamente? —Robert sonrió y creí que quizás hasta se reiría de mí.

—Todo el mundo debería estar bien —contesté resueltamente, y supe que, en efecto, era una idiota y que ése era mi destino, y no me importó.

Me soltó la mano y se volvió hacia el océano.

—¿Has tenido alguna vez la sensación de que las vidas que vivieron otras personas en el pasado siguen siendo reales?

Esto me pareció lo bastante raro y fuera de contexto para darme escalofríos. Pese a su extraña afirmación yo deseaba fervientemente que él se encontrase bien, así que pensé en Isaac Newton. Entonces pensé que Robert Oliver pintaba a menudo figuras históricas o pseudo-históricas, incluidas aquellas alejadas figuras que había visto en su paisaje durante nuestro primer día completo aquí, y me di cuenta de que para él ésta debía de ser una pregunta normal.

—Sin duda.

—Quiero decir —continuó Robert como si le estuviese hablando a la orilla del agua— que cuando ves un cuadro pintado por alguien que lleva muerto mucho tiempo, sabes con seguridad que esa persona vivió realmente.

—Yo también pienso a veces en eso —confesé, si bien su comentario no casaba con mi primera teoría sobre él, acerca de su ingenuo interés por añadir figuras históricas en sus lienzos—. ¿Te refieres a alguien concreto?

Robert no me respondió, pero como yo estaba a su lado, al cabo de un momento me rodeó con un brazo, entonces me acarició el pelo que caía sobre mi espalda, una continuación de su gesto de hacía dos noches. Este hombre era más raro de lo que me había imaginado; no era tan sólo excentricidad, sino auténtica extravagancia, una especie de ensimismamiento en su propio mundo, una desconexión. Estoy convencida de que mi hermana Martha le habría dado un beso en la mejilla y se habría ido de la playa, y lo mismo haría cualquier persona sensata que conozco. Pero aquello no era cuestión de sensatez sino de sensibilidad. Robert me acarició el pelo. Levanté mi mano para coger la suya, y a continuación la acerqué a mi cara y la besé en la oscuridad.

Besar la mano de alguien es un gesto más propio de hombres que de mujeres, o un gesto que demuestra respeto (hacia la realeza, hacia un obispo, hacia los moribundos). Y mi intención era respetuosa; quise darle a entender que su presencia me intimidaba y me emocionaba, además de asustarme un poco. Él se giró hacia mí y me atrajo hacia él, flexionando un brazo suavemente alrededor de mi nuca y pasando la otra mano sobre mi rostro como si le estuviese quitando el polvo, y me estrechó contra su cuerpo para besarme. Jamás me habían besado así, jamás; su boca transmitía una pasión completamente espontánea, un deseo posiblemente desligado incluso de mí, lleno del acto en sí mismo. Puso la mano donde terminaba mi espalda y me apretó hacia arriba y contra él, y pude sentir el calor de su pecho a través de su camisa raída, los pequeños botones presionándome como para marcarme la piel.

Entonces me soltó lentamente.

—No puedo hacer esto —dijo, como embriagado. Su aliento no olía a alcohol, ni siquiera a la cerveza que yo sí me había tomado. Me puso las manos en la cara y me volvió a besar, con precipitación, y esta vez tuve la sensación de que Robert sabía perfectamente quién era yo—. Vete, por favor.

—Está bien. —Yo, a quien Muzzy había llamado terca, a quien los profesores del instituto habían considerado un tanto huraña y los profesores de la Facultad de Bellas Artes habían encontrado complicada, di media vuelta obedientemente y me fui de la oscura playa a trompicones.

70

1879

Desde la habitación que ella tiene en la posada se ve el agua; la de él sabe que está en la misma planta, pero en el otro extremo del pasillo, de modo que seguramente da a la parte de atrás, a la ciudad. El mobiliario es sencillo, una mezcla de muebles viejos. En el tocador hay una brillante concha incrustada. Unas cortinas de encaje velan la noche. El posadero le ha encendido lámparas y una vela, y le ha dejado una bandeja tapada con un paño: estofado de ave, una ensalada de puerros y un trozo de
tarte aux pommes
fría. Se asea en la palangana y come con voracidad. La chimenea no está encendida, tal vez no esté de servicio durante esa estación, o quieran ahorrar combustible. Podría pedir que la encendieran, pero a lo mejor tendría que intervenir Olivier y ella prefiere recordar su beso en el andén de la estación, no verlo ahora con cara de cansancio.

Se quita su vestido de viaje y sus botas, contenta, encantada de no haberse traído consigo a su doncella. Por una vez hará las cosas por sí misma. Junto a la fría chimenea, se saca el cubrecorsé, se desata el corsé y lo deja provisionalmente sobre una silla. Se deshace de la camisa y se quita las enaguas, se pone el camisón por la cabeza, huele a ella, a su hogar, resulta reconfortante. Empieza a abotonarse el cuello, entonces para y se lo vuelve a sacar; lo extiende encima de la cama y se sienta delante del tocador únicamente en ropa interior. El frío de la habitación hace que se le ponga la piel de gallina. Desde hace un año o más no se ha detenido a observar su cuerpo, desnudo de cintura para arriba. Su piel es más tersa de lo que creía; tiene veintisiete años. No recuerda cuándo le ha besado Yves los pezones por última vez… ¿hace cuatro meses, seis? Durante la larga primavera ella ha olvidado seducirlo incluso los días adecuados del mes. Se ha descentrado. Además, normalmente él está de viaje o cansado, o quizá obtenga todo lo que quiere en alguna otra parte.

Cubre cada montículo de su pecho con una mano, se fija en la incidencia de la luz de la vela en sus anillos. En este momento sabe más sobre Olivier que sobre el hombre con el que vive. Las décadas vividas por Olivier no encierran ningún secreto para ella, mientras que Yves es un misterio que entra y sale de su casa, asintiendo y elogiando todo. Aprieta fuerte con ambas manos. Frente al espejo, su cuello es alargado, su rostro está pálido tras el viaje en tren, sus ojos son demasiado oscuros, su mentón demasiado cuadrado, sus rizos demasiado tupidos. No tiene nada hermoso, piensa mientras se quita las horquillas del pelo. Se desenrosca el pesado moño de la nuca y deja caer el pelo sobre sus hombros y entre sus senos, se mira como la miraría Olivier, y se queda embelesada: un autorretrato, un desnudo, un tema que ella jamás pintará.

71

Mary

Al día siguiente Robert y yo no nos miramos; de hecho, no sé si él me miró o no, porque para entonces lo único que se me ocurrió fue ignorar cuanto me rodeaba, salvo mi mano sobre el pincel. A día de hoy, los paisajes que pinté en aquel seminario me siguen gustando tanto como todo lo demás que he ido pintando. Son tensos, es decir, están llenos de tensión. Hasta yo, cuando ahora los veo, puedo percibir en ellos esa pizca de misterio que todo cuadro necesita para tener éxito, tal como Robert me insinuó en cierta ocasión. Aquel último día ignoré a Robert, ignoré a Frank, ignoré a la gente que tuve a mi alrededor durante nuestras tres últimas comidas, ignoré la oscuridad y las estrellas, y la hoguera e incluso mi propio cuerpo acurrucado en la cama blanca de los establos. Tras mi agotamiento inicial, dormí profundamente. Ni siquiera sabía si la última mañana vería a Robert, e ignoré mis esperanzas encontradas por verlo y no verlo. Todo lo demás dependería necesariamente de él; la culpa era suya por ser tan ambiguo.

La mañana en que nos íbamos del seminario fue un trajín; se suponía que a las diez todo el mundo tenía que estar fuera, porque al día siguiente empezaba un retiro de psicología jungiana, y el personal tenía que limpiar nuestro comedor y los establos para dejarlos a punto para el siguiente grupo. Puse mi bolsa de lona encima de la cama e introduje metódicamente mis cosas. Durante el desayuno, Frank me dio una palmada en el hombro, muy contento; estaba claro que se había acostado con alguien. Le ofrecí la mano con solemnidad. Las dos simpáticas mujeres de mi clase de pintura me dieron sus direcciones de correo electrónico.

No vi a Robert por ningún lado, lo cual me produjo una punzada pero de nuevo también esa extraña sensación de alivio, como si me hubiese librado por los pelos de estrellarme contra una pared. Posiblamente se hubiese ido a primera hora, ya que el trayecto de regreso a Carolina del Norte era largo. En el camino de acceso, los artistas habían formado una caravana con sus vehículos, muchos de ellos cubiertos de pegatinas gigantes; un par de viejos y enormes coches de ciudad iban hasta los topes de material artístico, había una furgoneta pintada con remolinos y estrellas como los de Van Gogh, manos que se despedían por las ventanillas, gente que gritaba un último adiós a sus compañeros de taller. Cargué mi furgoneta y entonces me repensé lo de esperar en la cola y me fui, en cambio, a dar un paseo por el bosque en una dirección que no había tomado todavía; había suficientes senderos desbrozados para perderse durante cuarenta minutos sin alejarse demasiado de la finca. Me gustaba la maleza con sus ramas de abeto cubiertas de líquenes y las matas enmarañadas, la luz de los prados que se filtraba en el bosque.

Al volver del bosque, el embotellamiento de vehículos había desaparecido y tan sólo quedaban tres o cuatro coches. Robert estaba cargando uno de ellos; yo no sabía que tenía un Honda azul pequeño, aunque se me podría haber ocurrido comprobar las matrículas que fueran de Carolina del Norte. Al parecer, su sistema para cargar el coche consistía en ir metiendo cosas en el maletero, la mayoría de las cuales no estaban en bolsas ni en cajas; pude ver cómo apiñaba algunas prendas de ropa, libros y un taburete plegable. Su caballete y sus portaplanos con lienzos dentro ya habían sido cuidadosamente guardados, y por lo visto usaba el resto de sus pertenencias para protegerlos. Estaba pensando en caminar discretamente hacia mi furgoneta cuando él se volvió y me vio, y me hizo parar.

—Mary, ¿te vas?

Me acerqué hasta él; no pude evitarlo.

—¿Acaso no se va todo el mundo?

—Yo no. —Para mi sorpresa, en su rostro había una sonrisa cómplice, como la de un adolescente que sale a hurtadillas de casa. Parecía rejuvenecido y radiante, tenía el pelo erizado pero aún brillante por la humedad, como si acabase de salir de la ducha—. He dormido hasta tarde y al despertarme he decidido irme a pintar.

—¿Y has ido?

—No, me refería a que voy a ir ahora.

—¿Adónde irás? —Por algún motivo, había empezado a sentirme celosa, molesta por ser excluida de su felicidad secreta. Pero ¿por qué debería importarme?

—Hay un extenso parque nacional a unos cuarenta y cinco minutos de aquí en dirección sur, justo en la costa. Cerca de la Bahía de Penobscot. Lo vi en el viaje de ida.

—¿No tienes que ir hasta Carolina del Norte?

—¡Claro! —Estrujó una sudadera de lana gris y la usó para inmovilizar con más firmeza una pata del caballete—. Pero tengo tres días para hacerlo y, si corro, puedo hacerlo en dos.

Me quedé ahí plantada, vacilante.

—Que disfrutes, pues. Y que tengas un buen viaje.

—¿No quieres venir?

—¿A Carolina del Norte? —inquirí estúpidamente. Tuve una fugaz visión de mí misma viajando con él hasta su casa para ver cómo era su vida allí, a su mujer morena (no, ésa era la dama de los cuadros) y sus dos hijos. Le había oído comentar con alguien del grupo que ahora tenía dos.

Robert se echó a reír.

—No, no, a pintar. ¿Tienes mucha prisa?

Lo que menos me apetecía del mundo eran «las prisas». Su sonrisa era tan cálida, tan amable y tan normal… Así planteado, no podía entrañar ningún peligro.

—No —contesté despacio—. No tengo que estar de vuelta hasta dentro de dos días y, si también corro, puedo llegar en uno. —Entonces pensé que aquello debía de haber sonado como si me estuviese insinuando, a lo que había que sumar lo de la noche anterior, cuando probablemente no había sido ésa su intención, y noté que me ruborizaba. Pero él no pareció darse cuenta.

Así es como pasamos el día pintando juntos en la playa de algún lugar al sur de… bueno, qué más da; es mi secreto y, de todas formas, casi toda la costa de Maine es pintoresca. La cala que Robert eligió era ciertamente preciosa: un prado pedregoso revestido de arbustos de arándano, flores silvestres veraniegas que se prolongaban hasta unos acantilados poco escarpados y al pie de estos las maderas amontonadas, que el mar había arrastrado hasta la playa, una playa de suaves piedras de todos los tamaños, el agua misteriosamente escindida por islas. Hacía un día soleado, caluroso y soplaba la brisa en el Atlántico; al menos así es como lo recuerdo. Fijamos nuestros caballetes entre las rocas grises y verdes y azul pizarra, y pintamos el agua y las ondulaciones de la tierra. Robert comentó que se parecía a la costa sur de Noruega, que había visto en cierta ocasión justo al acabar la facultad. Archivé esto en el minúsculo almacén de información que tenía sobre él.

Sin embargo, aquel día no hablamos mucho; estuvimos principalmente a un par de metros de distancia y pintamos en silencio. Mi cuadro marchaba bien a pesar de tener la atención dividida, o quizá debido a ello, en cierto modo. Me di media hora para el primer lienzo, que era pequeño; a modo de experimento, trabajé deprisa, sujetando el pincel lo más suavemente que pude. El agua era de un azul intenso, el cielo de una claridad prácticamente incolora, la espuma que ribeteaba las olas, de color marfil con un matiz cálido y orgánico. Cuando retiré el lienzo del caballete y lo puse a secar contra una roca, Robert le dio un rápido vistazo. Descubrí que no me importaba que no dijera nada, como si ya no fuese mi profesor, sino un simple acompañante.

Rehice el segundo lienzo con más tranquilidad y tan sólo había acabado parte del fondo cuando paramos a comer. El personal del comedor había tenido la amabilidad de dejar que me aprovisionara de sándwiches de huevo y fruta. Al parecer, Robert no se había traído comida y no sé muy bien qué habría comido, de no habérsela dado yo. Al terminar, saqué mi tubo de protector solar y me puse un poco en cara y brazos; en aquella zona la brisa soplaba en frías ráfagas, pero ya notaba que me había quemado. Se lo ofrecí a Robert, como había hecho con mi comida, pero él se rió y lo rechazó.

—No todos tenemos la piel tan blanca. —Y entonces me volvió a tocar el pelo con una mano, y la mejilla, con las yemas de sus dedos, como si estuviera simplemente maravillado, y yo sonreí, pero no contesté y nos pusimos de nuevo a trabajar.

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