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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El reino de las sombras (14 page)

BOOK: El reino de las sombras
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16

El pueblo de los artesanos quedaba al este del centro urbano. Recorrimos el camino de tierra hasta donde pudimos. Ra, en toda su gloria —una gloria excesiva desde mi punto de vista—, caía a plomo sin piedad desde lo más alto de su trayectoria. No había modo de resguardarse. Todas las sombras se habían retraído hasta la base de los objetos. Jety alzó el parasol para proteger nuestras cabezas; de ese modo avanzamos, bajo el mínimo alivio que entrañaba aquel pequeño círculo de sombra.

Varios senderos atravesaban el camino; algunos se adentraban en el desierto oriental. Otros hacia las tumbas de piedra y las garitas de seguridad. En todos los cruces había algún fatigado joven, y por lo que pude ver, de vez en cuando se divisaban las diminutas figuras de los centinelas en los resplandecientes límites de la ciudad; daban la impresión de estar allí más para evitar que la gente saliese que para impedir la entrada de espíritus supersticiosos o de bárbaros provenientes de la Tierra Roja.

Le señalé uno de ellos a Jety.

—El peor de los trabajos —dijo—. Se pasan todo el día bajo el sol sin más protección que una delgada cabaña de juncos. También vigilan la excavación de tumbas en la parte superior de las colinas. —Apuntó con el dedo hacia los distantes acantilados, blancos, rojos y grises. Yo coloqué mi mano a modo de visera para intentar ver algo. No me pareció apreciar actividad alguna—. Están trabajando en el interior de las rocas. Cuanto más se adentran, más calor hace.

—¿Cuántas tumbas están construyendo?

—No lo sé. Creo que muchas. La gente que puede permitírselo está invirtiendo mucho en este proyecto.

—¿O sea que creen que la inversión merece la pena? ¿Están convencidos de que vivirán aquí y que serán enterrados aquí?

—Sí, pero también tiene que parecer que lo creen.

Esas son las preocupaciones de los ricos. Esa obsesión con el sueño de la otra vida a veces me parece ridícula. Todos desapareceremos en la gran luz del sol como el agua de una inundación que anega los campos; no dejaremos nada a nuestras espaldas excepto nuestros hijos. Y ellos, a su vez, también desaparecerán. Sé lo cínico que puedo parecer a los demás cuando me muestro así. Pero la muerte de Tjenry me había puesto de un humor sombrío. Recordé los versos de un viejo poema:

¿Dónde están ahora sus casas?

Las paredes se han derrumbado,

sus casas ya no existen,

si es que alguna vez existieron.

No era el momento de descansar, y disponíamos de muy poco tiempo para perder antes de que los trabajadores hicieran la pausa del almuerzo. Sentía en lo más profundo de mí la tensión causada por la muerte de Tjenry, y sabía que mantenerme activo era el único remedio, así que decidí ir a echar un vistazo a las piedras del límite en el extremo oriental de la ciudad.

Jety no las tenía todas consigo.

—¿No crees que hace demasiado calor para subir ahí arriba?

Soslayé su pregunta, tomé las riendas y nos pusimos en marcha; Jety mantenía el parasol por encima de mi cabeza. Tras unos quince minutos por el nuevo sendero, bajamos del carro y caminamos por la tierra seca hasta que finalmente ascendimos por unas rocas y nos encontramos a los pies de una nueva y enorme piedra que indicaba el límite; estaba grabada y flanqueada por dos figuras de Ajnatón y Nefertiti observando sus tierras. Yo sudaba a mares; el lino se había pegado a mi espalda. Ambos dimos un trago del agua fresca que Jety había traído consigo. Examiné la inscripción y la leí:

Ajtatón pertenece completamente a mi padre Atón,

a perpetuidad y por toda la eternidad,

tanto las colinas, como las tierras altas, los pantanos,

las nuevas tierras, las cuencas, los campos,

las aguas, las ciudades, los bancales, la gente,

los animales, las arboledas

y todo lo que Atón, mi padre, trae a la existencia

a perpetuidad y por toda la eternidad.

—Eso lo incluye todo —dijo Jety desde un aventajado mirador.

Nos sentamos bajo nuestra pequeña sombra y observamos la amplia y llana tierra que se extendía ante nuestros ojos. A lo lejos podíamos ver centellear el agua del río entre los árboles y la ciudad blanca y sus exuberantes jardines verdes. Todo parecía irreal, como un espejismo. Los estandartes del templo colgaban sin vida en la profunda calma del mediodía. Los nuevos campos —cebada, trigo y verduras— formaban un mosaico de tonos verdes y amarillentos incrustado en la negrura polvorienta de la tierra fértil. Al otro lado del río, más allá de los cultivos de la orilla occidental, las deslumbrantes ilusiones ópticas de la Tierra Roja. Hice visera con la mano, pero allí no había nada que desentrañar.

Le pregunté a Jety:

—¿Te gusta esto?

Él pareció estudiar el paisaje.

—Soy afortunado. Gozo de una buena posición. Estamos bastante seguros. Nos cuidamos los unos a los otros. Y hemos comprado algo de tierra.

—¿Tienes mucha familia?

—Estoy casado. Vivimos con mi padre y mis abuelos.

—¿Todavía no tenéis hijos?

—Lo estamos intentando. Pero hasta ahora… —Recapacitó unos segundos—. Necesito tener un hijo. Si no tengo un hijo, no podremos mantener nuestra relación familiar con Mahu y con los medjay. Es nuestra única posibilidad de supervivencia. Mi esposa cree en hechizos y embrujos. Acude a una especie de médico que le hace creer que un brebaje de flores y excrementos de murciélago, el poder de la luna llena y algunas ofrendas nos traerán a nuestro hijo. Incluso dice que el problema soy yo. —Frunció el ceño y sacudió la cabeza—. Mahu se ha ofrecido para recomendarnos al médico de palacio. Alguien que sabe mucho de estos problemas. Pero tememos endeudarnos.

Decidí tratarle como un igual debido a esa repentina franqueza.

—Tengo tres hijas. Tanefert, mi esposa, se volvió loca antes de que naciese Sejmet. Estábamos tan nerviosos que todos los signos nos preocupaban. Ella no es particularmente supersticiosa, pero una noche la descubrí orinando en dos potes, uno con trigo y otro con cebada. Le dije: «¿Qué estás haciendo?», y ella respondió: «Quiero ver cuál de los dos crecerá; entonces sabremos si vamos a tener un niño o una niña». Ninguno de los dos llegó realmente a crecer, aunque ella juraba que la cebada estaba más alta, así que esperábamos un niño. Entonces llegó Sejmet, gritona y hermosa y totalmente ajena a nuestras predicciones.

Oí un grito. Desde la parte baja de las rocas, tíos guardias miraban hacia donde nos encontrábamos. Descendimos despacio. Ambos eran jóvenes, de unos diecisiete años, y estaban aburridos de no hacer nada en todo el día, todos los días, pues se limitaban a pasar las horas soñando con sexo y esperando a que finalizasen sus interminables turnos.

—¿Qué estáis haciendo aquí arriba?

Les mostré nuestras autorizaciones. Entornaron los ojos, no sabían leer.

—Somos medjay —dijo Jety.

Retrocedieron de inmediato. Caminamos con ellos por el sendero hasta su pequeña cabaña, donde solían sentarse o dormir sobre una estera de cañas. La construcción no encajaba con la grandeza de las piedras que marcaban los límites. Apoyaron sus armas —dos primitivas lanzas— en la puerta. Había un barril de agua, una jarra de aceite, una pila de cebollas y unas desmigajadas pero frescas lonchas de pan de centeno sobre un estante.

Me preguntaron de dónde era. Cuando les dije que procedía de Tebas, uno de ellos dijo:

—Algún día iré a esa ciudad. A probar suerte. He oído decir que es maravillosa. Pasan cosas. Fiestas. Festivales. Hay mucho trabajo. Vida nocturna… —El otro cambió el peso de un pie a otro, inseguro, sin atreverse a mirarnos.

—Es una ciudad fabulosa —dije—. Pero es dura. Tendrás que tener mucho cuidado cuando vayas.

—En cualquier caso, iremos. Haríamos cualquier cosa con tal de salir de este miserable agujero. —El más silencioso pareció alarmarse ante aquella muestra de candor por parte de su compañero. Su amigo, envalentonado, prosiguió—: Nos uniremos al nuevo ejército.

Eso era una novedad para mí. ¿Qué nuevo ejército?

—Hay un hombre que se ha enfrentado a sus superiores. Ve las cosas de modo distinto. Va a cambiar las cosas.

—¿Y cómo se llama ese hombre?

—Horemheb —dijo con un respeto cercano a la intimidación.

En ese momento se oyó la llamada proveniente del siguiente puesto de control. Los chicos alzaron la mano y saludaron. Los dejamos allí, tras una breve despedida, y regresamos al pueblo.

—¿Habías oído hablar de ese tal Horemheb? —le pregunté a Jety.

Se encogió de hombros.

—Los Grandes Cambios han abierto muchos caminos nuevos para acceder al poder a aquellos que no han nacido en familias de la élite. Había oído su nombre; se casó con la hermana de la reina.

Esa información era nueva. Un nuevo ejército liderado por un hombre que había logrado un ambicioso matrimonio con un miembro de la familia real.

—¿También acudirá al festival?

—Supongo que está obligado a hacerlo.

Pensé en todo ello mientras nos dirigíamos hacia las piedras rotas.

—¿Y dónde está ahora la hermana de la reina?

—No tengo ni idea. Dicen que es un poco extraña.

—¿Qué quieres decir?

—He oído decir que, en una ocasión, estuvo llorando todo un año. Y rara vez habla.

—Pero él se casó con ella igualmente.

Jety volvió a encogerse de hombros. Esa parecía ser siempre su respuesta habitual cuando opinaba que así eran las cosas del mundo.

Contrariamente al refinamiento y a la influencia del centro urbano, el pueblo de los artesanos era austero, funcional y había sido construido a toda prisa. Había varios altares primitivos y pequeñas capillas construidas alrededor del grueso muro de arcilla que encerraba la ciudad, entre pocilgas para cerdos, establos y letrinas. La vida diaria transcurría sin pararse a prestar atención a esas capillas; los animales comían y las mujeres cocían pan en los hornos.

Jety y yo atravesamos la puerta. Las casas se parecían bastante las unas a las otras: un pequeño patio se abría frente a cada una de las viviendas, lleno de animales y jarras de almacenamiento; más allá, se encontraban la habitación central, aireada y un poco más elevada, con los pequeños dormitorios en la parte trasera. A los arquitectos de esas chozas se les había olvidado construir la escalera que debía de llevar al tejado, por lo que los ocupantes de las casas habían construido ellos mismos sus imperfectas y zigzagueantes escaleras utilizando trozos de vigas de desecho allí donde podían hallar acceso. Al igual que ocurría en Tebas, los tejados eran una parte esencial de la casa. Estaban cubiertos con armazones y parras, y había frutas y verduras extendidas al sol para que se secasen.

Las casas corrían paralelas, creando estrechos callejones que aún se estrechaban más debido a las pilas de alimentos, materiales y basura. Cerdos, perros, gatos y niños corrían entre nuestras piernas; las mujeres se gritaban de un lado a otro de la calle; algunos vendedores divulgaban sus productos. Vimos vagabundos cubiertos con harapos, tullidos con miembros putrefactos y desesperanzados hombres sin trabajo sentados en sus taburetes en las sombras. Nos abrimos paso entre carromatos y grupos de personas. El contraste con los elegantes verdes barrios residenciales resultaba sorprendente, aunque confieso que allí me sentí como en casa por primera vez desde mi llegada. Era bueno para mí sentirme de nuevo envuelto por el caos y el desorden de la vida normal, lejos de aquellos artificios propios de las zonas de los ricos y poderosos.

Unas pocas pero atinadas preguntas por parte de Jety nos llevaron hasta la puerta del supervisor. Llamé al dintel de la puerta y eché un vistazo al oscuro interior. Un tipo rudo con aspecto de gigante, rostro roqueño y gesto severo, alzó la vista de la mesa en la que se encontraba.

—¿Es que no puedo ni siquiera almorzar en paz? ¿Qué demonios queréis?

Di un paso hacia el interior de aquella recalentada estancia de techos bajos y me presenté. Él gruñó y, a regañadientes, me invitó a sentarme en un banco.

—No te quedes de pie viéndome comer. Es desagradable.

Jety permaneció en la puerta.

Me senté y le observé con atención. Era el típico albañil al que le habían ido bien las cosas: una buena panza, collar de oro alrededor del grueso cuello, grandes manos que habían trabajado duro toda su vida, agrietadas, de uñas consistentes incrustadas en unos dedos fuertes y ceporrudos, adornados con más oro barato, que arrancaban pedazos de pan con más necesidad que placer. Comía sin descanso, de forma mecánica, utilizando los cinco dedos, como un animal. A su espalda, una mujer y una niña observaban desde detrás de una cortina que separaba aquella estancia de la cocina. Cuando miré hacia donde ellas se encontraban me mantuvieron la mirada con intensidad, como si de gatos callejeros se tratase, y después desaparecieron.

Le mostré mi autorización. Pudo leerla, al igual que muchos de aquellos artesanos, pues eran capaces de entender planos, instrucciones de construcción y tallas jeroglíficas. Tocó el sello real y gruñó, suspicaz y, a un tiempo y a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo, alarmado.

—¿Qué anda buscando una persona con una autorización del rey en un antro como este?

—Lamento interrumpir tu tiempo de descanso, pero necesito tu ayuda.

—No soy más que un albañil. ¿Qué ayuda puedo ofrecerle yo a un hombre como tú? ¿O a uno de esos monos de repetición que se hacen pasar por amos y señores?

Me agradaron su valentía y su desdén. El ambiente se relajó entre nosotros.

—Estoy buscando a alguien. Una chica. Una chica desaparecida.

Siguió engullendo vorazmente mientras hablaba.

—¿Y por qué la buscas aquí? Aquí nadie se preocupa por las chicas desaparecidas, se alegran de que se larguen de aquí. ¿No deberías estar buscando en la ciudad?

—Tengo el palpito de que su familia podría vivir aquí.

Empujó el pan hacia mí.

—¿Tienes hambre?

Arranqué un pedazo y comí lentamente. Había olvidado que no llevábamos comida.

—Háblame de esa chica desaparecida —dijo.

—Debía de ser joven. Hermosa. Debió de mejorar su estatus en la ciudad.

Se limpió las manos y la cara.

—Eso no es gran cosa, ¿no te parece?

—Quizá alguien echaría de menos a una chica así.

—¿Cuál es su color de ojos? ¿Cómo es su cara?

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