—¡Sí! Oh, fue un encargo maravilloso, aunque a decir verdad ella sabía perfectamente qué quería, por lo que solo traté de hacer posibles sus ideas. Ella es muy radical, ya sabes. Quería que todo fluyese, y que los tejados flotasen. Me dijo: «Parennefer, tenemos que desafiar las leyes de la naturaleza». Esas fueron sus palabras… Algo muy propio de ella.
Esa mujer, por lo visto, era perfecta.
—He oído decir muchas cosas buenas de ella.
—Todo lo que hayas oído es cierto. Es hermosa como un poema. No, como una canción, pues es más expresiva y me conmueve fácilmente hasta el llanto. Su inteligencia fluye en todas direcciones, como el agua clara. Ella no es política en el sentido que le damos hoy en día a ese término. Entiende el poder, pero no lo adora. Aunque sin duda le gusta sentirlo. Conduce su propio carro, ya sabes. Es una persona muy contemporánea.
Mi expresión debió de traicionar mis reservas, pues el gesto de su cara varió.
—No se trata de halagos gratuitos. Realmente es una persona excepcional.
Observó mi cara. Intenté mantenerme impertérrito. Ambos esperamos. Pero me tocaba hablar a mí.
—¿Sabes por qué estoy aquí?
Parennefer ladeó ligeramente la cabeza.
—Me temo que, por desgracia, todo el mundo sabe por qué estás aquí. En esta ciudad se mantienen muy pocos secretos. Nefertiti no ha aparecido en público desde hace muchos días. Y ha tenido oportunidades para hacerlo: actos religiosos, recepciones para dignatarios extranjeros, los preparativos para el festival… No ha aparecido en ninguna de esas ocasiones. Su ausencia esta noche es motivo de preocupación. Todas estas personas —hizo un gesto hacia la multitud que abarrotaba la sala— son inteligentes. Están atentos a todo. Se dan cuenta incluso de las más pequeñas variaciones en los rituales o el protocolo; saben interpretar los signos. No tienen otra cosa de la que hablar, porque se trata de un mundo cerrado. Por eso es fácil acabar creyendo que no existe nada fuera de aquí. Se trata de una especie de encantamiento, como si viviésemos en el interior de un hermoso espejo, mirándonos a nosotros mismos. Pero, a veces, la realidad se cuela sin pedir permiso, ¿no es así?
—¿Es así? —pregunté—. Parece como si la mantuviesen a considerable distancia.
—En este momento, no podemos permitirnos la inestabilidad, pues estamos a punto de confirmar un nuevo orden de cosas. El festival tiene que ser perfecto. —Abrió las manos y se encogió de hombros, un gesto que pretendía ser inocente pero que, de algún modo, también resultó irónico.
—¿Puedes presentarme a algunas personas? Necesito conocer a los hombres más cercanos a la reina. Me interesa particularmente Ramose.
El asintió.
Seguimos a Parennefer cuando se adentró entre la multitud. Se acercó a un hombre alto, elegante e impecablemente vestido situado en el centro de un círculo formado por acólitos y admiradoras. Mientras esperábamos a que nos dedicase su atención, noté cómo la gente que le rodeaba me miraba con desapego y curiosidad; todos guardaron silencio. Las joyas y demás adornos centellearon bajo la luz de las lámparas. Aquellas personas lucían unos tesoros que habrían podido financiar un pequeño reino; cada una de aquellas joyas habría bastado para alimentar a una familia de clase trabajadora durante un año.
Su rostro orgulloso y angulado contrastaba con el arte suave y sutil de su vestuario. Ahí estaba el hombre más cercano a Ajnatón. Ahí estaba el hombre que controlaba todo lo relacionado con la casa real: asuntos exteriores, agricultura, justicia, recaudación de impuestos, proyectos de construcción, clero, ejército… Ramose se hallaba justo en el centro de todos los aspectos relacionados con la gestión y la política del Gran Estado. Por tanto, él también debía de estar profundamente implicado en los Grandes Cambios. Me saludó con una ligerísima inclinación de su presuntuosa cabeza, y después dijo los nombres, como de pasada, de los que le rodeaban: sus ministros más veteranos, jueces y contables y los de sus cuidadosas y artificiales mujeres con sus ajustadas pelucas y sus forzadas sonrisas. A continuación, me llevó aparte e inició un pequeño interrogatorio.
—Así pues, ¿tú eres el buscador de misterios?
—Tengo ese honor.
—Es necesario encontrar a la reina y traerla de vuelta. Viva.
—Acabo de llegar. Mi investigación se encuentra en su primera fase.
—Tal vez, pero supongo que sabes que no dispones de mucho tiempo. ¿Es cierto que han encontrado un cadáver?
—No es el de la reina.
—Eso dicen. Buenas noticias. En cualquier caso, te enfrentas a un enigma. Y ella todavía sigue desaparecida. Por tanto, no la has encontrado.
Me miró con frialdad. ¿Qué podía decir?
—¿Informas de tus pesquisas a nuestro admirable jefe de policía?
—Informo a Ajnatón en persona.
—Bueno, estoy convencido de que estará atento a tus progresos, y espero que ese no sea un término excesivamente positivo.
No pude resistirlo.
—Obviamente, si la seguridad real hubiese sido lo bastante buena no habrían secuestrado a la reina. Su palacio apenas está protegido durante la noche. Tan solo dos guardias y un par de sirvientas…
Mi comentario le molestó.
—La seguridad real no tiene nada que ver con esto. No tienes derecho a cuestionarla. Haz tu trabajo y tráela de vuelta a tiempo para el festival. —Se dio media vuelta y se reunió de nuevo con sus colegas.
Parennefer me agarró del codo y me alejó de allí.
—¿Cómo ha ido?
—Un hombre encantador.
—Es un hombre extremadamente importante, y lo que es aún más significativo, ve las cosas desde el ángulo correcto.
—¿Y cuál es ese ángulo?
—Le preocupa mucho la estabilidad del nuevo orden, tanto a nivel local como en lo relativo a los territorios exteriores. Ha arriesgado mucho con su compromiso público respecto a los Grandes Cambios.
—Entonces no debe de dormir bien por las noches.
Antes de responder, Parennefer se vio interrumpido por un hombre elegante, de gesto inteligente y franco, que le tocó el hombro ligeramente.
—Ah, el noble Najt. Te presento a nuestro buscador de misterios, Rahotep.
Nos saludamos inclinando la cabeza.
—Najt dispone de un hermoso jardín aquí. Contiene diecinueve variedades de árboles y hierbas.
—Bueno, no he hecho más que empezar —dijo el hombre con modestia—. Hojas verdes, sombra, una pequeña balsa de agua, algunas parras, unos cuantos pájaros enjaulados… le hacen pensar a uno que el mundo no es tan desastroso como parece. Al menos, durante un rato.
Me gustaron tanto su manera de hablar como la expresión de su rostro.
—Comparto tu visión sobre el estado del mundo —dije—. Pero la mayoría te diría que vivimos en la mejor de las épocas.
—Entonces es que no piensan por sí mismos. Según mi opinión, el gran jardín que es este país se ve amenazado por fuerzas que no se toman en serio, particularmente al más alto nivel. Hay poderes dentro de la corte que están demasiado concentrados en la construcción de esta ciudad y, por lo tanto, en la construcción de sus fortunas particulares, y no les preocupan en absoluto los numerosos problemas que tenemos que afrontar en esta época: una población desafecta y confundida, una comunidad ex sacerdotal desheredada y contrariada, y también está la cuestión de los serios problemas que nos estamos creando con los países extranjeros cercanos a la frontera norte, así como con nuestros reinos satélites aliados. Tenemos serias responsabilidades que atender, pero las estamos descuidando peligrosamente. He leído cartas desesperadas de leales vasallos y comandantes de guarnición que describen asesinatos de jefes locales y saqueos, y también el desmoronamiento de nuestra autoridad. Esos hombres nos piden ayuda urgente, apoyo y envío de tropas, pero ¿acaso les respondemos? No. Les damos la espalda. No solo se trata de gente inocente que sufre, no se trata de simples amenazas, sino que se está poniendo en cuestión el predominio del rey en esas regiones. Nuestra política consiste en la no intervención. Pero yo creo que esos pequeños conflictos y escaramuzas no desaparecerán por sí solos. Un festival está bien si lo que se quiere es montar una fiesta, pero habrá que tener en cuenta las consecuencias, pues desde hace un año los graneros reales están vacíos, los trabajadores tienen hambre y no cobran su salario, y los bárbaros están llamando a la puerta del jardín.
Permanecimos en silencio unos segundos para asimilar sus palabras.
—Los bárbaros a las puertas del jardín.
Reconocí el frío y sarcástico tono de voz. Mahu se unió a nosotros.
Najt le saludó con una inclinación escueta.
—¿Dónde está tu perro, Mahu? ¿En casa, esperándote?
—No le gustan las fiestas. Es más feliz estando solo.
Eran adversarios naturales: el elegante leopardo perteneciente a la intelectual nobleza y el león de las clases bajas compartían el mismo hábitat solo gracias a un acuerdo social que podía romperse en cualquier momento.
Parennefer, ansioso por evitar la confrontación, aprovechó la oportunidad para anunciar que se marchaba y dejarme a merced de los encantos de un hombre que, como él debía de saber, no parecía muy predispuesto a ayudarme. No me olvidaría de algo así.
—Espero que volvamos a vernos —dijo—. El mundo es pequeño.
—Pero no me gustaría tener que pintarlo —dije.
Eso era algo que mi ex compañero Pentu solía decir. No sé por qué tuve que repetirlo en ese preciso momento. A Najt le hizo gracia, pero Parennefer se limitó a mirarme perplejo, se encogió de hombros y se alejó de allí.
—Es alentador saber que hay un hombre inteligente de nuestro lado en estos convulsos momentos —dijo Najt dirigiéndose a mí—. Espero que volvamos a vernos. Llámame siempre que necesites mi ayuda. Tu ayudante sabe dónde encontrarme. —También se fue.
No me agradó que se marchara. Me había dado la impresión de que podía confiar en él, que podía ser un colaborador desde dentro.
Mahu miró ceñudo hacia la figura de Najt, y se volvió hacia mí.
—Tienes un pequeño admirador.
Me encogí de hombros.
—Parece un buen hombre.
—Es un noble. Para ellos es fácil ser buenos. No les supone esfuerzo alguno. Heredan esa capacidad junto al poder y la fortuna.
Durante un rato no hablamos.
—No me has informado —me dijo.
Por supuesto que no lo había hecho. No había sido un despiste. En cualquier caso, me había saltado el protocolo y le había incomodado. De nuevo.
—Di por supuesto que Jety o Tjenry te mantendrían al corriente.
—¿Quién es la chica muerta?
—Todavía no lo sé.
No añadí nada más con la esperanza de que me dejase solo. Pero se limitó a observar la multitud allí reunida como si se tratase de una manada de animales y él un cazador aburrido por su falta de apetito.
—¿Qué te parece todo esto? —dijo apuntando hacia la gente con el mentón.
—Intentan seguir adelante. Todos nadamos en las mismas aguas.
Me dedicó una breve mirada teñida de cinismo.
—La mayoría de ellos ni siquiera saben que están vivos. Creen que lo peor que podría pasarles es que un esclavo les robase un puñado de joyas. Mientras tanto, el resto de nosotros nos dejamos la vida manteniendo el desierto a raya para que no cubra las calles.
—En eso consiste el trabajo. El desierto siempre está ahí.
—Quiero saber de qué lado estás, Rahotep. Quiero saber qué piensas.
—No estoy en el lado de nadie.
—Entonces déjame decirte algo. Esa es la posición que mayor peligro entraña en esta ciudad. Tarde o temprano tendrás que elegir. Por el momento, creo que ni siquiera sabes cuáles son los bandos.
—Estoy aquí para descubrirlo.
Rió con sarcasmo.
—Será mejor que aprendas rápido cómo funcionan las cosas, quién tira de los hilos. Quién tira incluso del tuyo. Se necesita suerte para desenredar la madeja. Por cierto, he invitado a algunos amigos a una cacería junto al río. Mañana por la tarde. ¿Tú cazas, Rahotep?
Me vi obligado a confesar que lo había hecho alguna vez.
—Así pues, insisto en que nos acompañes. Eso me permitirá valorar tus progresos.
Me dio una palmadita condescendiente en la espalda y se adentró con sus andares de depredador entre la multitud.
Me volví hacia Jety, que durante todo ese tiempo había estado a mi espalda olvidado por todo el mundo; me sorprendió apreciar un destello de enfado en sus ojos.
—No te lo tomes tan a pecho, Jety. Es un matón a la antigua usanza. No permitas que te intimide. Y, sobre todo, no le temas.
—¿Tú no le temes? ¿Ni siquiera un poco?
—Estoy en su territorio. El es un viejo león y no le gusta ninguna intromisión. —Cambié de tema—. ¿Se presentará Ajnatón esta noche?
—No lo creo. He oído decir que rara vez se persona en actos nocturnos. De hecho, las invitaciones iban a nombre de Ramose. Aun así, pensé que aparecería por aquí para asegurarse de que no hay ningún problema.
—Sin embargo, si apareciese sin la reina no haría más que confirmar las sospechas.
De repente me di cuenta de por qué la gente de la sala estaba tan animada y hacía tanto ruido. Era como si las reglas que dominaban el comportamiento durante el día —la veneración y el respeto por la nueva religión— se hubiesen relajado. Yo también me sentí así. Pasó otra chica y la intercepté para hacerme con una copa más. Sentí que necesitaba con urgencia beber algo, y lo hice con delectación.
Jety me miró.
—¿Qué pasa?
—Nada.
Justo en ese instante la orquesta concluyó su insoportable interpretación y los bailarines desaparecieron. El sonido de una trompeta interrumpió las conversaciones, los funcionarios se pusieron en formación y todas las cabezas miraron hacia la plataforma elevada en el centro de la sala. Un heraldo lo anunció, y al poco Ramose subió a la plataforma. Todos guardaron silencio. El observó a la gente durante un momento antes de hablar.
—Aquí estamos, unidos, en la nueva Ciudad de las Dos Tierras. Una nueva ciudad para un nuevo mundo. Celebramos aquí los Trabajos y las Maravillas de Atón. En los próximos días, recibiremos a reyes, jefes de Estado, leales vasallos, funcionarios y caudillos. Han viajado desde todos los rincones del imperio para rendir sentido homenaje al Gran Estado de Ajnatón, a través del cual todas las cosas existen y en quien todos reconocemos la Verdad. A aquellos honorables invitados que ya están entre nosotros, os doy la bienvenida. A aquellos que tienen la fortuna de residir aquí, al servicio del Gran Estado, os digo: uníos a mí en esta bienvenida. Y al mundo, que escucha estas palabras, le digo: por Ajnatón y la familia real, devoto de Atón, aquí, en Ajtatón, la Ciudad de la Luz.