El Resucitador (43 page)

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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

BOOK: El Resucitador
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En el tiempo de retirarse Hawkwood velozmente de la pared y caerse, el coronel volvía a estar en posición de ataque. Poseía un impresionante sentido del equilibrio; parecía que utilizara la espada y la vaina de contrapesos para mantenerse erguido. Al tocar el suelo, Hawkwood rodó. Sin embargo, el pesado abrigo que hacía sólo unos instantes le había brindado protección, ahora se había convertido en un obstáculo, dificultando sus movimientos. Vio a Hyde acercarse; reconoció la determinación en el rostro macilento y comprendió que sin la porra se encontraba inerme. Buscó a tientas el cuchillo en su bota, sabiendo que era en vano. Apenas rozó la parte alta de su pantorrilla con los dedos, el coronel arremetía contra él, espada en alto.

—¡Eh tú!

El grito surgió de la nada. Hyde se volvió hacia la voz. Por el rabillo del ojo, Hawkwood divisó una silueta emergiendo de las sombras a unos cincuenta pasos. Alzó la vista, observó como la expresión de Hyde cambiaba del asombro ante el descubrimiento a fría ira, y supo que había llegado el fin. Al ver que la punta de la hoja asestaba a su corazón, Hawkwood abandonó la idea de agarrar el mango del cuchillo e interpuso su brazo izquierdo en la trayectoria de la espada.

La hoja de acero rasgó la manga de su abrigo. Cuando la punta del estoque se le hundió en el brazo, Hawkwood retorció el cuerpo contra la hoja de la espada. Notó la tensión del acero al doblarse la hoja, pero la sensación se eclipsó al asaltarle el dolor de la estocada.

Los pasos resonaban acercándose con premura. Otro grito rasgó el aire. Hawkwood gimió cuando le arrancaron la espada clavada en su cuerpo de un tirón. Trató de levantar el brazo para resguardarse del próximo ataque, pero éste nunca llegó. Se percató de que la silueta erguida frente a él se había quedado inmóvil, alejándose acto seguido de su campo de visión para dirigirse al pasadizo de donde había salido.

Para cuando se incorporó con la ayuda del brazo bueno, la silueta había desaparecido.

Los pasos que corrían se detuvieron. Vislumbró un par de botas que se aproximaban golpeteando. Alguien se puso en cuclillas junto a él y oyó una voz que le resultaba tremendamente familiar preguntar ahogándose:

—¿Señor, señor, está usted bien, señor?

Hawkwood notó el calor deslizarse por debajo de la manga del abrigo. También sentía el sabor de la sangre que se había deslizado desde el tajo en su mejilla a los labios. Alzó la mirada hacia el rostro preocupado que le observaba y suspiró.

—Creí haberle dicho que no me llamara señor.

Hopkins pasó un brazo por debajo del hombro de Hawkwood.

—Lo siento, s…, capitán. Lo olvidé —el guardia miró a Hawkwood, fijándose en la sangre de su cara y en las oscuras gotas que desde el extremo de la manga de su abrigo aterrizaban en el empedrado—. ¡Está herido!

—Lo sé —dijo despreocupadamente—, y duele a reventar, joder —Hawkwood se inclinó contra la pared—. ¿Qué le trae por aquí?

—Está usted sangrando, capitán. Necesita un médico.

Ya estoy harto de matasanos —espetó Hawkwood—. Estoy hasta los cojones de los matasanos. ¿Ha visto por dónde se ha marchado ese cabrón?

Hopkins negó con la cabeza.

—Desapareció. ¿Quién era?

—El cabronazo del Coronel Titus Xavier hijo de puta Hyde —respondió Hawkwood, tras lo cual se estremeció por el dolor que le recorría el brazo hasta el hombro.

El guardia abrió los ojos desorbitados. Contempló consternado el pasaje que se había tragado al agresor de Hawkwood.

—Debería haberle perseguido.

—¡Y un carajo! —dijo Hawkwood—. Lo encontraremos. Le he preguntado qué hacía aquí.

—He venido a buscarle, capitán. Ordenes del magistrado jefe. —El guardia calló por un momento—. Han encontrado otro cuerpo.

Capítulo 17

El cadáver estaba encajonado en el ángulo formado por dos armazones que se extendían sobre el Fleet. Las gruesas vigas de madera se habían convertido en un elemento esencial en la Cloaca. Sostenidas por unos anchos soportes metálicos fijados a la fábrica de ambas orillas, impedían que las paredes de las chabolas que flanqueaban la ribera se desplomaran sobre las negras aguas cenagosas.

Hawkwood sabía que no podían haber dejado el cuerpo en la viga de forma intencionada. Era más probable que lo hubieran arrastrado desde el margen con la esperanza de que el río lo llevara a su hediondo lecho, succionándolo al laberinto de alcantarillas, ramales y arterias subterráneas que fluían bajo las calles de la ciudad. El reflujo de la marea y el cese de las lluvias habían provocado una notable bajada del nivel del agua, dejando expuestos los travesaños y su horripilante ornamento.

«Cada vez son más descuidados», pensó Hawkwood.

Permaneció callado mientras observaba cómo trasladaban al cuerpo hasta lo alto del margen. No había sido tarea para medrosos. El guardia que tuvo que descender por la viga para atar una cuerda alrededor del cadáver, a punto estuvo, más de una vez, de perder el equilibrio y caer a la emanación de espeso lodo que fluía bajo sus pies. El estado en el que se encontraba el cuerpo no había ayudado mucho. Incluso desde donde estaba, y a pesar de la claridad que se extinguía por momentos, Hawkwood pudo atisbar la herida abierta en el vientre de la muerta, así como las zonas de sus brazos y piernas donde la carne había sido extraída. A los pocos segundos de estar sentado a horcajadas sobre la viga, el guardia ya había echado las entrañas. El rostro, cada vez más ceniciento a medida que veía cómo subían al cadáver a tierra firme, y la mirada dirigida a Hawkwood, quien le había dado órdenes de rescatar los restos, no dejaba duda alguna sobre lo que pasaba por su mente.

Había unos cuantos mirones, aunque no los suficientes para formar una multitud. Allá donde hubiera un fiambre, no podían faltar los papamoscas, aún cuando las escenas de cadáveres no fueran nada insólitas. En este caso, el cuerpo de una mujer mutilada había bastado para que la gente le diera a la lengua más de lo habitual; hasta el punto de que algún ciudadano honrado —una rara avis en aquellos parajes— había ido a buscar a un guardia en lugar de abandonar aquella cosa a su suerte con la vaga convicción de que el río volvería a subir y lo arrastraría de nuevo a sus nauseabundas profundidades.

Hawkwood flexionó su brazo izquierdo dibujando una mueca al sentir reavivarse el dolor. No había tenido tiempo de que le vieran la herida. Por fortuna, la sangre había dejado de brotar. El corte transversal de la mejilla todavía derramaba lágrimas de sangre acuosa, aunque no era tan grave como su sensación y apariencia hacían pensar. Sanaría enseguida y, al igual que la herida infligida por la espada, se sumaría a la legión de cicatrices que zigzagueaba su cuerpo maltrecho por la guerra. Hawkwood era consciente de la suerte que había tenido. Una hoja más pesada habría incidido mucho más hondo y probablemente le habría sacado un ojo. Aún así, no se podía decir que el tajo no escociera como el demonio.

Pensó en la herida del brazo y se preguntó cómo se le había ocurrido intentar semejante jugada. Pero entonces decidió no darle más vueltas al asunto. Seguía vivo, era lo único importante. Miró hacia abajo, a su abrigo. Aunque le había salvado la vida, estaba totalmente desgastado. Pensó en Hyde, en la arrogancia, destreza con la espada y rapidez con la que había luchado. Indiscutiblemente, no era ningún imbécil, sino más bien un hombre que había mostrado, hasta segundos antes de aparecer Hopkins en escena, total calma y una clara determinación. Se trataba de un asesino decidido y, como Hawkwood casi llega a descubrir en sus propias carnes, sumamente peligroso.

«Quería calarle de cerca», le había confesado Hyde. A Hawkwood no le preocupaban tanto las palabras como que Hyde supiera quién era él. ¿Cómo lo había averiguado? ¿Y cómo había dado el coronel con él?

Un grito provinente de la ribera interrumpió sus cavilaciones. Era Hopkins indicándole que el cuerpo ya podía ser examinado. Hawkwood se aproximó para echarle un vistazo. Sin duda había sido objeto de la misma clase de mutilación que las demás, como a buen seguro confirmaría el cirujano Quill. Contempló las extremidades, grises y amputadas.

—El mundo es un pañuelo —soltó una voz a su espalda.

Hawkwood se giró y escrutó al hombre fornido y de espaldas anchas que había hablado; percatándose de su fuerte complexión, el pelo corto gris oscuro, y de sus facciones duras y hoscas a la par que atractivas.

—¡Joder! —exclamó Nathaniel Jago al ver la cara de Hawkwood—. Parece que vienes de la guerra.

—He estado buscándote —dijo Hawkwood—. Te he mandado mensajes.

—¿No lo sabes? He estado fuera —Hawkwood arqueó una ceja—. Ocupándome de unos asuntos. Acabo de volver esta misma mañana —la ceja de Hawkwood permaneció levantada—. Mejor ni te cuento —añadió Jago con sonrisa burlona.

Hawkwood estaba al tanto de los muchos y diversos negocios de Jago; la mayoría de los cuales rozaban, sino cruzaban, las fronteras de la ilegalidad. Pensó que probablemente era mejor no escarbar demasiado.

Jago señaló el cuerpo y esbozó una mueca.

—No es un bonito espectáculo.

—No —convino Hawkwood, quien miró al hombretón diciendo—: No te tenía por trotacalles.

Jago sacudió la cabeza poniéndose serio.

—Y no lo soy, pero pensé que tal vez se trataba de alguien a quien estoy buscando, una amiga de una amiga —Hawkwood permaneció callado—. He estado frecuentando a una señorita. Una conocida suya, una chica de la calle, ha desaparecido y estoy corriendo la voz. Oí que habían encontrado un cuerpo de mujer, así que pensé que debía echar un vistazo, por si las moscas.

—¿No es la que buscas? —inquirió Hawkwood.

—Ni por asomo. Esta lleva muerta un buen tiempo —Jago frunció el ceño—. ¿Y tú que pintas aquí?

—No es la primera —declaró Hawkwood. Jago lo miró—. Por eso he estado intentado localizarte. Esperaba que pudieras echarme un cable proporcionándome información. Necesito ayuda, Nathaniel —esta vez, le tocó a Jago arquear una ceja—. ¿Qué sabes de la brigada de los alzamuertos?

—Joder… —profirió Jago.

Se encontraban en la licorería de Newton, frente a frente, tras una mesa mugrienta al fondo del establecimiento.

Hawkwood había dejado a Hopkins a cargo del cuerpo, que sería trasladado al sótano de Quill. Otros dos guardias tenían órdenes de buscar testigos. Hawkwood sabía que sería un milagro si conseguían averiguar algo. Aunque los vecinos hubiesen condenado la aparición de un cadáver desnudo y mutilado frente a su puerta, a nadie en su sano juicio se le habría ocurrido irse de la lengua, incluso si habían lanzado el fiambre al río con una salva de veintiún cañonazos.

El ambiente del Newton era el de una barcaza cargada de estiércol, sin embargo, era del refugio más cercano donde poder hablar sin miedo a ser oído. No es que el lugar estuviese vacío —de hecho no lo estaba—, pero atraía a una clase de clientela, que, a buen seguro, estaba demasiado borracha para poder escuchar o tan siquiera interesarse por una conversación ajena. Además, Jago conocía al dueño, el cual les había despejado la mesa y ofrecido, por cuenta de la casa, dos jarras bien llenas. Los dos hombres miraron el contenido de las jarras con desconfianza e inmediatamente apartaron a un lado las bebidas.

—¿Qué es lo que quieres de esos mal nacidos? —preguntó Jago.

Hawkwood empezó a relatarle toda la historia y cuando hubo acabado, Jago anunció:

—Pensándolo bien, creo que me tomaré una copa —se giró y llamó al propietario—: te puedes llevar esa bazofia —dijo Jago señalando con un gesto de cabeza las jarras intactas—. Tráenos mercancía de la buena y deja la botella.

Cuando llegaron las bebidas, Jago hizo los honores. Echó un trago y acto seguido se limpió la boca con el dorso de la mano.

—¿Así que crees que le están proporcionando a tu lunático doctor cuerpos robados? Y si los atrapas quizás des con tu hombre.

Hawkwood asintió.

—Esa es la idea.

—Tal vez si esperas lo suficiente, el tipo volverá a intentarlo —dijo Jago irónico. Meneó la cabeza cual padre decepcionado y añadió—: ¡Jesús! No te puedo dejar ni un minuto solo, ¿eh?

Hawkwood dibujó una sonrisa forzada, estremeciéndose de dolor al sentir como los músculos de la mandíbula tiraban de los nervios que recorrían su lacerada mejilla.

—Entonces, ¿conoces a alguno?

—Puede —contestó Jago con cautela—. Los muy hijos de puta no es que vayan anunciándose por ahí precisamente. Además, lo hacen todo sin rechistar. ¿Tienes alguna descripción?

El hombretón hizo una pausa y dirigió la mirada por encima del hombro de Hawkwood, en dirección a la puerta. Sus ojos se achinaron e hizo un gesto imperceptible de cabeza.

Hawkwood volvió la espalda. Un hombre se dirigía hacia ellos, abriéndose paso a través del salón. Hawkwood lo reconoció: era uno de los secuaces de Jago; se hacía llamar Micah. Parándose junto a la mesa, miró de soslayo a Hawkwood y se inclinó para susurrar al oído de Jago:

—Afuera hay una fulana.

—Lo contrario me sorprendería —contestó Jago—, es el distintivo del barrio.

El mensajero hizo caso omiso al comentario.

—Dice que tiene que ver con la información que buscas.

Jago consideró las connotaciones de esas palabras y después miró hacia la puerta asintiendo con la cabeza.

—Está bien, tráela —y dirigiéndose a Hawkwood añadió—: No tardaré mucho.

Jago siguió con la mirada a su lugarteniente mientras se retiraba y lanzó un suspiro.

—Probablemente será otra pérdida de tiempo. Ese es el problema: ofreces una pequeña recompensa y todos los borrachos vienen tambaleándose de no se sabe dónde con sus chuchos piojosos.

Pero Jago se equivocaba. No era ninguna borracha con su perro, sino precisamente lo que Micah había dicho: una fulana… y no una cualquiera.

—¡Demonios! —profirió Hawkwood.

—¿Qué?

—A esa la conozco.

Jago examinó a la mujer que estaban escoltando hasta su mesa y volvió a mirar a Hawkwood con asombro.

—¡Que no! —dijo Hawkwood en tono de fastidio—. Me refiero a que la he visto antes.

—Gracias a Dios. Por un momento, me has preocupado. ¿Prefieres darte al piro antes de que llegue?

—No será necesario.

En cualquier caso, era demasiado tarde.

El hombre de Jago se marchó una vez hubo acompañado a la mujer a la mesa. La prostituta se mostraba claramente aprensiva. Su cara estaba roja como un tomate y le temblaban las manos.

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