El Resucitador (42 page)

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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

BOOK: El Resucitador
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Un movimiento al fondo del sótano captó la atención de Swaney. Había una silueta de pie, al lado de una de las camas, vestida con una camisa blanca manchada y calzón oscuro. Le daba la espalda a Swaney y estaba inclinado sobre uno de los camastros, ocupado en alguna tarea. Swaney avanzó con precaución intentando no mirar a los cuerpos descalabrados ni los rostros de los hombres encamados, aunque sabía que los ojos de éstos lo seguían a medida que se adentraba en el sótano, en dirección adonde esperaba el hombre entre las sombras.

Comenzaron otra vez los susurros, apagados e insistentes. Ahora sabía de dónde provenían. Eran las voces de los hombres que le rodeaban. Repetían la misma palabra, una y otra vez: «Swaney, Swaney, Swaney…».

Swaney se encontraba a menos de diez pasos de la silueta cuando un grito de tal intensidad que parecía hacer vibrar cada hueso de su cuerpo asaltó sus oídos. El sonido se prolongó durante tanto tiempo que Swaney pensó que le estallarían los tímpanos. Se tapó los oídos con las manos y al hacerlo, la silueta junto a la cama se volvió. Swaney se quedó sin respiración. No fue el delantal empapado en sangre que llevaba puesto la silueta lo que le horrorizó, ni los brazos ensangrentados hasta los codos o la mano extendida sosteniendo un cuchillo sanguinolento. Fueron los ojos de la criatura. Los ojos más oscuros, fríos y crueles que Swaney había visto nunca. Swaney apartó la vista hacia las otras camas al fondo de la habitación. Había más cuerpos, más pacientes, pero éstos parecían distintos en algún modo. No se trataba más que de una impresión fugaz, pero a los ojos de Swaney no parecían reales. Parecían… deformados… anormales… Como los pobres desdichados exhibidos en los espectáculos ambulantes. El pensamiento que le pasaba a Swaney por la cabeza era que no parecían hombres. Parecían monstruos. —Al retroceder, Swaney se topó contra el flanco del siguiente camastro. Instintivamente, dio un respingo, pero fue demasiado lento; la mano que brotó de debajo de la manta fue excesivamente rápida para él. Unos fuertes dedos le agarraron firmemente la muñeca estrujándosela. Atrapado por aquella tenaza inmovible, Swaney empezó a forcejear. Cuando se apagó el grito, los susurros volvieron a surgir de la oscuridad: «Rufus… Rufus…».

—Rufus…

Al despertar del sueño, con los puños apretados y la frente cubierta de gotas de sudor, Swaney vio a Maggett inclinado sobre él, frunciendo con preocupación sus simias cejas. Durante un aterrador momento, Swaney pensó que todavía se encontraba en el sótano. Se apartó evitando que su lugarteniente le tocara.

Maggett extendió una mano rolliza.

—¿Rufus? Soy yo, Maggsie.

Al oír el nombre, Swaney pestañeó. Miró a su alrededor. No había sótano oscuro, ni camastros, ni sangre. Aunque no era tanto la oscuridad o la sangre lo que había perturbado a Swaney como los rostros. Todos y cada uno de los rostros a los que había mirado eran el suyo propio. Había sido como contemplarse en un espejo.

—¿Maggsie? —pronunció Swaney intentando que no se le notara el alivio en la voz. Se refregó una mano por la cara, la retiró y observó el lustre de humedad en la palma de la mano. Cerró la mano rápidamente y se sentó.

—¿Se puede saber qué demonios ocurre?

El hombre robusto retrocedió un paso. Los ojos de su lugarteniente, notó Swaney, brillaban de entusiasmo.

—¡Por Dios, Maggsie! ¿Qué?

—Es Sal —contestó Maggett—, ha conseguido una.

La chica yacía atada a la cama, con la ropa desarreglada. La falda y las enaguas, remangadas hasta los muslos, estaban rasgadas y sucias, al igual que las medias, otrora blancas. Le habían abierto el corpiño dejándole los pechos expuestos. Tenía moratones en la cara y una mancha de sangre en la barbilla. Sus ojos reflejaban un miedo atroz mientras observaba en silencio a los cuatro hombres de pie al otro extremo de la cama y a la mujer sentada a su lado, la cual, sonriendo, le acariciaba el brazo con suavidad.

—Ea, ea, encanto, ahora tranquilízate. No te preocupes por nada. Sal está aquí.

La chica se encogió al tacto de su mano. Las lágrimas le cubrían las mejillas.

—Eres una boba —musitó Sal en tono tranquilizador recorriendo con la yema de su dedo el surco dejado por una lágrima—. No te hubiera pasado nada de esto si no hubieras armado tanto follón. No te entiendo, de verdad. Debería darte vergüenza, Molly. Es todo lo que puedo decirte.

Maggett no quitaba ojo del pecho de la muchacha.

—¿Qué te parece, Rufus? ¿Crees que servirá?

—¡Oh! servirá; la chica está bien —una despreciable sonrisa dividió las finas facciones de Lemuel Ragg—. De hecho, está más que bien. ¿Verdad, Sammy?

Samuel Ragg soltó una risilla.

—No te equivocas, Lemmy. Dulce como la miel. Has hecho un buen trabajo, Sal. ¿No es verdad, Rufus?

Swaney no dijo palabra. Observó a la chica, acordándose de las estipulaciones del coronel. La primera, recordó Swaney, atañía a la muerta: el coronel había pedido que no le tocaran los dientes. Afortunadamente, no mencionó condición alguna sobre la virginidad de la misma, aunque dada la vocación de la chica, sin lugar a dudas ya era tarde para eso. Se preguntó despreocupadamente si llegaría el día en que los Ragg serían capaces de mantener las vergas en los calzones por más tiempo del que se tardaba en vaciar una jarra de grog. En cuanto al resto de requisitos, empero, la mujer de la cama encajaba a la perfección: era joven y estaba viva.

—Tápale las tetas de una puta vez —ordenó Swaney.

Sal tiró con fuerza de ambas partes del corpiño de la chica hasta unirlas y le dio una palmadita en el brazo.

—Ya está, encanto —Sal hizo un gesto con la cabeza en dirección a los hermanos—. ¿No queremos darles a estos dos más ideas raras, verdad?

La chica abrió los ojos aterrorizada ante tal posibilidad. De sus labios escapó un débil lamento que recordó a Swaney a los sonidos de su sueño. Apartó la vista de la mirada desesperada de la chica.

—Servirá —sentenció.

Era ya bien entrada la tarde. Mientras giraba en Water Lane hacia el camino que le conduciría a la posada del Pájaro negro, Hawkwood no pensaba en la cálida y acogedora chimenea que le esperaba a tan sólo unas angostas calles de distancia, sino en las palabras del boticario Locke:
«Su hija».

El escalofrío que sentía, nada tenía que ver con el frío viento que se filtraba por el callejón a sus espaldas.

Tanto Locke como Edén Carslow habían hecho referencia a la hija de Hyde, aunque ninguno de los dos se había detenido en el tema. Así pues, Hawkwood había supuesto que ésta debía haber muerto hacía años, siendo niña. Se había equivocado en ambas cosas.

Había sucumbido a una fiebre, según le había informado Locke, y había fallecido hacía sólo tres meses, a la edad de dieciocho años. Hawkwood evocó su conversación con Edén Carslow. El cirujano había comentado que la relación de Hyde con la madre se había limitado a una breve aventura, insinuando que Hyde no había sabido de la existencia de la hija hasta después de que ésta muriera. Evidentemente, no era ése el caso; lo que planteaba la pregunta de cuándo y cómo fue informado el coronel de la existencia y muerte de su hija.

«Averígüelo», le había dicho Hawkwood al boticario.

Si la información resultaría pertinente o no quedaba por ver; sin embargo, habida cuenta de las revelaciones concernientes a la historia del coronel, el agente sabía que era imprescindible explorar todas las vías.

Hawkwood había vuelto a Bow Street y le había ordenado a Ezra Twigg que investigara dónde estaba enterrada la hija de Hyde. Una vez el secretario hubiera localizado la tumba, la abrirían. ¿Y entonces qué? ¿Qué ocurriría si la exhumación revelara que faltaba otro cuerpo? ¿El coronel no creía en serio que podía resucitar a los muertos, no? La pregunta le había carcomido desde que dejara el hospital como un gusano a una manzana. ¿Eso era algo imposible, cierto? Sólo se estaba dejando llevar por su imaginación, alimentada por absurdas especulaciones tras su conversación con un no menos imaginativo Robert Locke. Eso era todo. Tenía que serlo.

Se empezaba a preguntar si la comezón entre los omóplatos sería también fruto de su imaginación. La tenía desde que dejara las dependencias judiciales; no de forma continuada, sino de vez en cuando. Era algo que no hubiera podido explicar, sin embargo, no se trataba de una sensación nueva. Tanto cuando operaba siendo agente tras las líneas enemigas, como en su puesto de
runner
balanceándose sobre la delgada línea que separa la luz y la sombra de los apestosos barrios bajos londinenses y sus alrededores, Hawkwood había acabado aceptando ese estado, un recordatorio de que debía mantenerse siempre en guardia.

De repente, oyó un rechino, como el roce de un metal contra una piedra. Se desabrochó el abrigo.

—Capitán Hawkwood.

Hawkwood se dio media vuelta.

La silueta oscura y solitaria se encontraba de pie a sus espaldas, a unos pasos, aunque permanecía inmóvil al resguardo de la pared.

Era difícil distinguir los rasgos. Hawkwood podía apreciar que la persona era alta y enjuta; la despreocupación en su pose dejaba entrever un aplomo natural.

—Se ha levantado frío al final del día, capitán.

—He conocido días más fríos —replicó Hawkwood colocándose instintivamente de espaldas al muro del callejón.

—En efecto. En España el aire puede parecer sólo fresco a primera impresión, en particular en las montañas.

Hawkwood echó una ojeada a izquierda y derecha. No había nadie más a la vista. Era como si él y su interlocutor oculto en la sombra tuvieran el callejón para ellos solos.

—¿Le conozco, amigo?

—Me
conoce
de oídas, aunque no nos han presentado formalmente. Pensé que ya había llegado el momento.

El interlocutor se alejó unos pasos del muro. Sus pisadas eran livianas, casi silenciosas. El pequeño trecho de luz crepuscular bajo el que se colocó reveló su rostro. Tenía el pelo oscuro peinado hacia atrás desde la frente, lo que acentuaba unos pómulos y mandíbula angulosos, mientras que su macilenta piel marcaba aún más la negrura de sus ojos.

Entonces, Hawkwood lo supo, incluso antes de que pronunciara palabra.

—Me llamo Hyde, coronel Titus Hyde.

Movido por el instinto, Hawkwood escrutó las manos del coronel en busca de un arma. A simple vista no se percibía nada: ninguna pistola, cuchillo o garrote, nada que supusiera una seria amenaza, aunque se percató de inmediato de lo que había producido antes el rechinante sonido. Exhaló despacio. El coronel se apoyaba en un bastón de extremo metálico.

—Ha venido para ahorrarme la molestia, ¿no, coronel?

—¿Molestia?

—Supongo que ha venido a entregarse.

—Vaya, vaya, eso le convendría, ¿no es cierto?

Hawkwood deslizó la mano hacia el interior de su abrigo.

—No, capitán. Quieto, si es tan amable.

Con un rápido y ágil giro de muñeca, el coronel separó las dos partes del bastón exponiendo la afilada esquirla de metal que ocultaba.

¡Dios, era rápido!

Hawkwood bajó la vista. La punta de la hoja se suspendía a unos centímetros de su corazón.

Manteniendo la hoja contra el pecho del agente, Hyde levantó la vaina vacía y golpeó levemente con ella el brazo alzado de Hawkwood.

—La mano fuera del abrigo, capitán, si es tan amable.

Hawkwood obedeció.

—Excelente. Aún acata bien las órdenes. Un soldado siempre será un soldado, ¿eh?

—Sólo cuando un lunático me está apuntando con una espada —contestó Hawkwood—. Usted
sabe
que es un lunático, ¿verdad, coronel? El boticario Locke no estaba seguro.

Los afilados rasgos del coronel se ensombrecieron.

—¡Ah! el boticario Locke. ¿Cómo se encuentra? Un tipo capaz, a su manera, aunque un pelín corto de alcances a veces. Confío en que se haya recuperado de la impresión.

Hawkwood no dijo nada.

—He oído que a usted también se le considera un hombre capaz, capitán. Por eso quería calarle de cerca. Confieso que cuando oí que un agente de policía me seguía la pista, no esperaba encontrarme con alguien tan… brioso. Pensé que había borrado mi rastro extraordinariamente bien. Por lo que parece, me equivoqué.

—No se desanime demasiado, coronel. En conjunto, no lo ha hecho tan mal. Si cometió un error, fue el poner demasiado ahínco en la empresa.

—¿Se refiere al incendio? Puede que tenga razón. Fue un poco teatral. Aunque el populacho disfruta con un buen espectáculo —la punta de la espada dibujó un pequeño círculo en el pecho de Hawkwood—. Pero, ¿qué vamos a hacer ahora? Esa es la cuestión, ¿cierto?

—Entregarse, coronel. Es su única opción. Probablemente acabará de nuevo en Bedlam. Puede que hasta salga impune de los asesinatos y se libre de la horca. Está loco. Tienen documentos que lo prueban. Seguramente le devolverán su antigua habitación. Será como si nunca se hubiera marchado.

—No he terminado mi trabajo. Todavía tengo mucho que hacer.

—Su hija está muerta, coronel. No puede devolverla a la vida.

Hyde se puso tenso. Era la segunda vez que su rostro traicionaba sus emociones.

—No podrá evitar que lo intente, capitán.

Hawkwood estaba ya girando sobre sus talones cuando Hyde tiró de la hoja hacia atrás para asestar la estocada asesina, pero sabía que había esperado demasiado y sintió romperse las fibras del tejido de su abrigo bajo el extremo punzante. Y entonces, increíblemente, la hoja se apartó. Hawkwood oyó como Hyde mascullaba sorprendido ante la resistencia encontrada por la punta de la espada. Cuando Hyde retiró la hoja para realizar un segundo intento, Hawkwood se hizo presto a un lado, se abrió el abrigo y alcanzó su porra. Era la única arma que llevaba, aparte del cuchillo escondido en la bota, y la cogió porque era la que tenía más a mano.

Al sacar la cachiporra, su espina dorsal se estampó contra la pared del callejón. Gruñó de dolor, vio acercarse la hoja de nuevo y esgrimió rápidamente la cachiporra para interceptar la punta de la espada. Por segunda vez, la porra lo salvaba. Pero había olvidado la vaina que Hyde sostenía en la otra mano. Locke ya le había referido la reputación de espadachín del coronel, así que sólo podía culparse a sí mismo. El extremo de la vaina le golpeó la muñeca. El dolor le quemaba la articulación, insensibilizando las terminaciones nerviosas. Dejó caer la cachiporra, la cual chocó contra el empedrado. Hawkwood blasfemó y retrocedió. La punta de la espada osciló hacia su rostro y acto seguido sintió cómo se le abría la carne al rajar la punta de la hoja la mejilla expuesta, faltando un pelo para darle en el ojo, antes de agrietar los ladrillos a su espalda.

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