El boticario dio golpecitos sobre el papel.
—¿Usando zinc y plata?
—¡Bravo! Aunque el zinc y el cobre funcionan igual de bien. Los discos de menor tamaño que separan el otro par de discos equivalen a la rana. Son de cartón empapado en una disolución de agua salada. Si se unen los discos de los extremos con un hilo y se cierra el circuito, entonces se obtiene una corriente eléctrica. ¡Así de sencillo!
—Y mientras más discos haya, mayor será la carga —dijo Hawkwood.
—¡Exacto! —Matthews frunció el ceño y preguntó señalando las ilustraciones—: Pero, ¿cómo las han conseguido?
—El coronel Hyde las dejó al marcharse —Locke bajó la voz—: Usted sabe que el coronel Hyde ya no está con nosotros, ¿no, James? Pues bien, el señor Hawkwood y yo estábamos ordenando sus enseres cuando las encontramos entre sus efectos personales y pensamos que tal vez usted querría recuperarlas.
—¡Caramba, doctor, es un detalle por su parte! Gracias.
—Así pues, usted conocía bien al coronel Hyde, ¿no es así, señor Matthews? —inquirió Hawkwood.
—Así es. Nos hicimos buenos amigos. Me prometió que a cambio de mis dibujos haría todo lo posible por llevar mi caso ante el ministro del Interior. Espero tener noticias suyas algún día de estos.
—Estoy seguro de que las tendrá… —afirmó Hawkwood percatándose de la mirada que Locke le lanzaba—. Así pues, el coronel le pidió que le dibujara estos aparatos, ¿no? ¿Le dijo por qué le interesaban estas máquinas?
—El coronel Hyde creía que la electricidad tenía el poder de cambiar el mundo. Decía que un día podría mover montañas.
—¿Eso decía? ¿Y cómo se suponía que la electricidad conseguiría hacer eso?
Los músculos faciales de Matthews se tensaron en actitud de reflexión, pero acto seguido sacudió la cabeza.
—No me lo dijo.
Hawkwood miró con detenimiento los dibujos. Hasta el momento, todo lo que Hyde había hecho, perseguía algún fin concreto. Así pues, ¿por qué le había pedido a Matthews estos dibujos? Pero, entonces, Matthews preguntó:
—¿Tienen el otro?
—¿El otro? —inquirió Locke confuso.
—Había tres.
—¿Le dio al coronel tres dibujos?
—Así es. ¿Dónde está el último que le hice? Dijo que era el más importante de todos.
—¿De qué se trataba?
—Quería que le dibujara una batería de mayor tamaño.
—¿Más botellas? —preguntó Hawkwood.
—¡Oh, no! Se refería a la batería de Volta. Me preguntó si era posible dibujar un dispositivo más potente utilizando los mismos principios. Le respondí que lo era y le enseñé cómo se hacía.
—¿Le comentó por qué lo quería?
—Sí, aunque no comprendí lo que quiso decir.
Hawkwood se quedó expectante.
Matthews miró de soslayo a Locke como pidiéndole permiso para lo que estaba a punto de desvelar.
—¿Qué le contó, James? —le interrogó el boticario.
—Aseguró que le acercaría a Dios.
—Muy bien, doctor. ¿Y si me cuenta lo que está pasando aquí? ¿Qué sabe usted que yo no sepa?
Habían vuelto al despacho de Locke. El boticario parecía pensativo.
—¿Qué sabe del pasado del coronel, de su educación, de sus estudios de medicina, por ejemplo?
—Estuve hablando con Edén Carslow. Estudiaron juntos, fueron a la misma clase y mantuvieron la amistad. Por eso suscribió la fianza. Cuando se marchó de Londres, Hyde fue a Italia a estudiar anatomía. Una vez acabados sus estudios, se alistó en el ejército, trabajando en hospitales de campaña en las Indias Occidentales, Sudamérica, Irlanda y España. Allí empezó todo.
—¿Todo? —Locke frunció el entrecejo—. ¿Está hablando de su melancolía?
—Tal vez sufriera de melancolía cuando lo internaron aquí, pero esa no fue la razón por la que lo mandaron de vuelta a casa, ponga lo que ponga en su hoja de ingreso.
El boticario lo interrumpió en mitad de su exposición:
—No le sigo.
—El coronel Hyde no volvió a Inglaterra porque tuviera melancolía sino porque estaba asesinando a prisioneros de guerra franceses y usándolos para sus carnicerías. Lo ingresaron aquí por ser amigo de Carslow, ya que este último tenía contactos con miembros de la junta directiva.
—¿A qué se refiere con «carnicerías»?
—Intentaba reconstruirlos.
—¿Reconstruirlos?
—Arreglarlos, o al menos eso es lo que McGrigor, el cirujano general, piensa. La segunda rúbrica de la fianza es suya, es la que nos resultaba ilegible. Refirió que Hyde tenía grandiosas ideas sobre el futuro de la cirugía y aseguraba que un día sería posible reparar a los heridos utilizando partes operantes de cadáveres.
Locke cerró los ojos.
—Se inspiró en las ideas de John Hunter.
—Era el profesor de anatomía de Hyde, su mentor. Un momento… ¿conocía esa relación?
—Sabía algo acerca de sus estudios de medicina. Solía hablar de ello a veces. Fue uno de los pocos alumnos afortunados en haber vivido bajo el techo de Hunter en su escuela de Castle Street.
—Fue Hunter quien ayudó a Hyde a conseguir su nombramiento. Ostentaba el puesto de cirujano general hace veinte años.
Locke permaneció callado.
—Y eso es todo, doctor. Ahora sabe tanto como yo —Hawkwood se acercó a la ventana y contempló los campos de Moor Fields—. En alguna parte, ahí fuera, hay un lunático que se cree Dios, que se dedica a descuartizar cadáveres de mujeres y que ha convencido a otro lunático para dibujarle máquinas eléctricas. Le confieso, doctor, que necesito toda la ayuda que pueda obtener; si tiene alguna sugerencia, soy todo oídos.
Hawkwood se giró y vio a Locke con la mirada clavada en él.
—¿Qué?
—Hunter…
—¿Qué pasa con él?
—¿Qué sabe acerca de John Hunter, agente Hawkwood?
—Aparte de su relación con Hyde y de que lo tiene en alta estima, ni pajolera idea. ¿Por qué lo dice?
El boticario vaciló como si estuviera debatiéndose entre proseguir o no, y entonces dijo:
—Hace muchos años, se publicó una historia en la
Gentleman's Magazine
sobre un falsificador encarcelado en Newgate y sentenciado a la horca. Pese a remitirle al Rey una petición rogándole la gracia, lo llevaron a Tyburn y lo colgaron. Tras la ejecución, se dijo que habían trasladado el cadáver del condenado a unas pompas fúnebres de Goodge Street en un coche fúnebre. Allí, lo dejaron en manos de varios miembros de la Royal Society, entre ellos Hunter. Según se cuenta, bajo la dirección de Hunter, friccionaron el cuerpo y lo colocaron cerca de una fogata para que entrara en calor; luego, utilizaron un fuelle para intentar inflar los pulmones. Cuando vieron que no funcionaba, le administraron descargas eléctricas usando botellas de Leyden para estimular el músculo del corazón y devolver al falsificador a la vida.
Locke quedó sumido en el silencio.
Hawkwood no abrió la boca. Le sobrevino un sombrío recuerdo, esa familiar sensación de tirantez alrededor de su garganta, el sonido de las ruedas chirriando sobre el entablado, el eco de estridentes carcajadas.
—¿Agente Hawkwood?
Hawkwood alzó la vista. Los recuerdos se refugiaron de nuevo en su guarida.
El boticario se echó hacia atrás alejándose de su escritorio.
—Sé lo que está pensando, agente Hawkwood. Hace poco le dije que no era un necio, y en cambio, heme aquí, contándole lo que parece un cuento de viejas. Pues bien, tengo otra historia para usted. Hace ocho años, ahorcaron a un asesino convicto en Newgate. Se llamaba George Forster. Una hora más tarde, bajaron su cuerpo y se lo llevaron a un profesor de física, quien a continuación realizó un experimento. Conectó el cuerpo a una batería, y cuando la activó (o, como diría James Matthews, cuando cerró el circuito) los ojos de Forster se abrieron. Mientras la corriente eléctrica fluía, Forster levantó un puño al aire, su espalda se arqueó y las piernas empezaron a dar patadas. Los asistentes al experimento estaban convencidos de que, durante un lapso de tiempo, George Forster volvió a la vida. El profesor era Giovanni Aldini, era italiano y estaba de visita en el país. Era el sobrino de Luigi Galvani.
«Yo soy el que se está volviendo loco», pensó Hawkwood.
Pero Locke aún no había acabado.
—¿Ha oído hablar de la Humane Society? Fue fundada por un boticario, William Hawes y un médico, Thomas Cogan, con el único propósito de salvar a personas ahogadas. La sociedad ofrecía recompensas de hasta cuatro guineas a cualquiera que, en un radio de 50 kilómetros de Londres, consiguiera devolver la vida a cualquier persona rescatada del agua ya muerta. Como puede imaginar, llegaron curanderos de muchos kilómetros a la redonda con propuestas sobre cómo resucitar a difuntos. Hubo de todo: desde sangrías y purgaciones hasta enemas e insuflaciones de vapores de tabaco. Finalmente, Hawes pidió consejo a Hunter, el cual le sugirió hacer uso de electricidad. Afirmó que, probablemente, fuese el único método existente para estimular el corazón.
—¿Me está diciendo que
funcionó
realmente? —Hawkwood no podía creer que estuviera siquiera formulando esa pregunta.
—No lo he visto con mis propios ojos, pero, sí, he leído informes donde se habla de restablecimientos con éxito.
—¿De Forster, el criminal?
—No, Forster no fue resucitado. La demostración de Aldini resultó ser un interesante experimento, nada más.
—¿Y qué fue del otro, del falsificador?
—Existen distintas versiones. Unos dicen que Hunter fracasó y que enterraron al falsificador; otros que sobrevivió. Según un periódico, estaba viviendo en Glasgow, mientras que otro publicó que había estado cenando con un irlandés en Dunkirk. Estaba intentado acordarme del nombre del tipo y lo acabo de recordar: se llamaba Dodd, reverendo William Dodd.
«Dios, otro puñetero pastor no», pensó Hawkwood.
Se giró y se puso a mirar por la ventana. La nieve casi se había derretido por completo, aunque a lo largo y ancho de Moor Fields quedaban retazos de nieve fangosa a medio derretir, tenazmente aferrados a los bordes de las charcas, o a los pies de los árboles, entre las raíces descubiertas. Vistos desde lejos, parecían pegotes sucios de mazapán.
—Al ver los dibujos y recordar mis conversaciones con el coronel, me han venido a la memoria los experimentos de Hunter —dijo Locke a su espalda—. ¿Recuerda cuando le dije que algunas ideas del coronel Hyde me habían parecido innovadoras? Sonaban como algo fantástico, sin embargo, ahora que sé el verdadero motivo por el cual fue ingresado y su convicción de que él está detrás de la mutilación de los dos cadáveres hallados en Saint Bartholomew, siento verdadero horror por las intenciones del coronel. Por mucho que lo intente, soy incapaz de creer que alguien pueda pensar en hacer algo así.
Hawkwood se giró.
—Sé que es difícil de creer, pero usted mismo lo dijo: todo lo que Hyde había hecho, perseguía algún fin concreto. ¿Recuerda que comparé la mente de un trastornado con un
maelstrom,
un torbellino del cual, en un momento de iluminación, puede surgir a veces un solo pensamiento que desencadena e incide en cada una de las decisiones que el paciente adopta en lo sucesivo? Esas decisiones conforman el marco de la existencia del paciente, su razón de ser. Quizás, fue descubrir el dibujo de Galvani lo que sembró la primera semilla. El coronel Hyde fue alumno de John Hunter. Probablemente, Hunter habría hablado acerca de sus experimentos sobre resucitación usando descargas eléctricas con sus alumnos, sin duda alguna, con aquellos más capaces. Las conversaciones de Hyde con James Matthews (quien, a pesar de sus obsesiones posee una auténtica competencia técnica) podrían haber actuado como catalizador, tal vez como el percusor final que lo lanzó a su gran designio.
—¿Su gran designio?
Los dos hombres se miraron mutuamente. A Hawkwood le daba vueltas la cabeza. No podía ser verdad. Era una idea absurda, descabellada, una pesadilla. Cerró los ojos.
—¡Es una locura!
—Sí, estoy de acuerdo con usted —convino Locke—. Precisamente eso es lo que es. Dígame, agente Hawkwood, ¿conoce a Shakespeare?
—Hace siglos que no voy al teatro, doctor.
—Hay una cita de
Hamlet
que dice así: «Ello es, Horacio, que en el cielo y en la tierra hay más de lo que puede soñar tu filosofía.»
—¿Qué significa…?
—Significa: todo es posible.
Quedaron sumidos en el silencio. Ninguno deseaba ser el que verbalizara lo que ambos estaban pensando. Hawkwood fue el primero en hablar:
—McGrigor pensaba que el coronel podía estar haciéndose con partes de cuerpos con objeto de llevar a cabo algún tipo de práctica quirúrgica. Usted piensa que pretende resucitar a un muerto. Y yo pienso que ambos están en lo cierto. Ese es su gran designio. Esa es la razón por la que está procurándose cuerpos y extrayendo sus órganos internos; la razón por la que le pidió a Matthews dibujar su máquina eléctrica. Pretende utilizar piezas de recambio para reparar un cadáver, tras lo cual, va intentar devolverlo a la vida.
—Eso es imposible —susurró Locke.
Hawkwood lo miró.
—Hace un momento me dijo que
todo
era posible.
—Pero no eso —replicó Locke.
—Parece que el coronel sí lo cree. Mi pregunta es: ¿a quién piensa resucitar?
Vio como el boticario le miraba fijamente, con rostro conmocionado.
—¿Doctor?
—Creo que lo sé —anunció lentamente Locke.
—¿A quién?
—A su hija.
Nathaniel Jago se levantó de la cama y caminó lentamente hacia la ventana. Se pasó una mano por el pelo entrecano cortado al rape y observó las escenas de mediodía incipiente que se producían abajo en la calle. Lo hizo sin atisbo de presunción o timidez, totalmente a gusto consigo mismo. No era un hombre joven. Tenía el rostro cuadrado y anguloso, dibujado por las líneas marcadas en alguien que ha experimentado el lado más cruel de la vida y todas las aventuras habidas y por haber, plantándoles cara. Su complexión de hombre bajo y fornido, y sus anchos hombros, le conferían el aspecto de un luchador o un púgil. De hecho, su cuerpo portaba las huellas de no pocos maltratos, aunque un observador entendido y con buen ojo se habría percatado de que la mayoría de las cicatrices no se debían a puñetazos ni codazos, sino a espadas y balas.
Jago no era londinense de nacimiento. Pasó su infancia en las marismas de Kent, un mundo completamente ajeno al ajetreo y al bullicio que llenaban las calles de la ciudad. Observó la vía abarrotada, los carruajes tirados por caballos chacoloteando sobre el empedrado, los hombros encorvados y las cabezas gachas de los transeúntes, y se preguntó, como tantas otras veces, por qué aquí se sentía como en casa. El devenir de las cosas era algo extraño.