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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

El Resucitador (12 page)

BOOK: El Resucitador
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Hawkwood divisó a Rafferty paseándose inquieto junto al gentío.

Al notar que alguien le observaba, el irlandés se dio la vuelta. Un momentáneo destello de pánico chispeó en sus ojos, nada más ver a Hawkwood aproximarse.

—¿Qué demonios ha pasado aquí? —inquirió Hawkwood.

El modo en que el irlandés sacudió la cabeza, poniéndose en seguida a la defensiva, rayó en lo cómico.

—No he sido yo, capitán. Palabra, no he tenido nada que ver, lo juro por Dios. El pastor se encerró en el maldito edificio antes de que pudiéramos impedírselo.

—¿Está todavía ahí dentro? —Hawkwood contempló las llamas, horrorizado. De los canalones superficiales que bordeaban el tejado estaban empezando a elevarse bocanadas de vapor que emanaban del agua de lluvia acumulada tras la tormenta de la noche anterior, la cual había alcanzado el punto de ebullición debido al fuego de debajo.

Rafferty asintió incómodo.

—Hopkins dijo que había una mujer.

Rafferty levantó las manos en señal de impotencia.

—¿Ha intentado alguien forzar la entrada?

Rafferty, desde luego, no lo había hecho, pero no iba a admitirlo delante de Hawkwood. Se limitó a señalar la torre con un movimiento de cabeza.

—Ha bloqueado la puerta y se ha atrincherado dentro. ¡Cabrón chiflado! —añadió.

Si tú supieras,
pensó Hawkwood.

Hawkwood advirtió a un hombre pequeño, delgado, y modestamente vestido en cuclillas junto a una lápida cercana con la cabeza entre las manos.

—El asistente parroquial —susurró Rafferty, siguiendo la dirección de su mirada—. La que está dentro es su esposa.

Se oyó un grito. Las agallas y la determinación habían terminado por vencer a la duda: los bomberos estaban intentando desenroscar su manguera. Hawkwood se preguntó por qué se molestaban. Hasta un ciego vería que apenas había esperanza. Pero el cuerpo de bomberos parecía decidido a continuar con el ritual de todas formas.

—No les queda ni una oración —masculló Rafferty entre dientes—. Pobres diablos.

Por una vez, Hawkwood estaba dispuesto a darle la razón.

Tras descargar sus baldes de cuero del carro, los bomberos corrieron hasta un abrevadero de caballos ubicado a la entrada del callejón y comenzaron a llenarlos de agua con la bomba. Dos de los hombres se armaron con hachas. Como si le hubieran leído el pensamiento a Hawkwood, uno se sacó un pañuelo de la camisa, lo empapó en agua y se lo ató tapándose la parte inferior de la cara. Sujetando con fuerza el hacha, se encaminó hacia la puerta de la iglesia. A medio camino se detuvo, interrumpiendo su zancada, y miró hacia arriba.

Fue entonces cuando Hawkwood cayó en que ya no oía el sonido de la campana.

La multitud también había quedado en silencio. Lo único que se oía era el crepitar de las llamas, seguido de varios estallidos fuertes producidos por la caída en cascada de los cristales de la ventana. Los bomberos miraron a su alrededor con aprensión. Hawkwood sabía que les preocupaba que el fuego se propagara; si eso ocurría, no había esperanza alguna de controlarlo. Por fortuna, la iglesia estaba separada por el cementerio de sus vecinos más inmediatos. Y caso de que la brisa arrastrara alguna chispa perdida, sería difícil que prendiera en la madera aún empapada por el aguacero de la noche anterior.

Un grito estridente cogió a todo el mundo desprevenido. La multitud alzó la vista, siguiendo la dirección que apuntaba la mujer con el dedo. A todos los presentes se le cortó horrorizados la respiración.

Las contraventanas con rendijas de la parte superior del campanario se habían abierto de golpe. Recortada contra el vano, apareció la silueta de un hombre, apareció la figura de un hombre ataviado con las vestiduras negras de un párroco.

—¡Jesús bendito! —exclamó el jefe Rafferty persignándose a toda prisa.

El bombero, camino de la puerta de la iglesia, se quedó petrificado ante la visión. El hacha se le resbaló entre los dedos. Al unísono, la multitud dio inconscientemente un paso atrás.

Envuelta en humo, la aparición con vestiduras negras elevó la mirada hacia el cielo. Un grito atormentado surgió entre el crepitar de las llamas.

—¡Oh Señor, permite que mi lamento llegue a ti!

Se produjo un momento de silencio y aturdimiento, roto bruscamente por una voz masculina, engolada por el alcohol.

—¡Que no es domingo, vicario! Un poco temprano para el sermón, ¿no?

—¡Cierra el pico, Marley, capullo ignorante!

La severa advertencia vino acompañada de un ahogado gruñido de dolor y el sonido de una botella estallando en pedazos sobre los adoquines.

Sin hacer caso al altercado que se producía más abajo, la silueta, con la cabeza aún mirando al cielo, extendió los brazos en súplica.

—¡Aquí me tienes, Señor, soy un mísero pecador!

Al escucharse estas palabras, una figura delgada como un palillo sentada al pie de una lápida cercana, levantó despacio la cabeza.

De súbito, Hawkwood sintió un movimiento a su derecha producido por un pequeño cuerpo que se arrojaba delante de los curiosos.

—¡Cabrón asesino!

Las cabezas se giraron hacia el acusador.

—¡Has matado a mi Annie!

El asistente parroquial, con la cara crispada por la ira, apuntó con un dedo acusador a la silueta enmarcada por el humo.

Al oír tal arrebato, se extendió un murmullo entre la multitud. Todas las miradas se elevaron al cielo una vez más.

—¡Santa María madre de Dios! —exclamó Rafferty con voz áspera.

Hawkwood se dio cuenta de que los curiosos no estaban lo suficientemente cerca para ver que el hombre de negro no era quien ellos creían. Lo único que la multitud distinguía con claridad eran sus ropajes oscuros. Sólo veían lo que se esperaba que vieran. El coronel Hyde seguía con su falacia y la distancia daba credibilidad a su estratagema. Su aspecto había engañado incluso al asistente parroquial.

La figura vestida de negro volvió a vociferar una vez más. Era el angustiado y suplicante lamento de un alma en pena.

—¡Oí a Satán llamarme por mi nombre! ¡En mi estupidez le contesté! ¡Y por la lengua del diablo me dejé corromper hasta caer en las tinieblas!

—¡Así se habla, vicario! —volvió a exclamar el borracho espontáneo a viva voz—. ¡Enséñeles lo que es bueno!

—¡Por los clavos de Cristo!, Marley, O te callas la boca de una puta vez o no respondo de mis actos.

La estridente voz se alzó de nuevo hacia el cielo.

—¡Y he aquí que apareció un caballo pajizo, cuyo jinete se llamaba Muerte, el Hades lo acompañaba!

—¿Caballo? —dijo Rafferty, con expresión ceñuda—. ¿Qué maldito caballo? Por todos los santos, ¿de qué está hablando este desgraciado?

A su espalda se oyó una tos nerviosa.

—Mmm… Yo lo sé —dijo Hopkins. Un rubor invadió la seria cara del joven guardia. Era difícil saber si se debía al calor que desprendía el edificio en llamas o a la vergüenza de convertirse de pronto en el centro de atención—. Es de las Sagradas Escrituras.

Hawkwood se dio la vuelta y lo miró fijamente.

—Libro del Apocalipsis: capítulo seis, versículo ocho… —Hopkins vaciló antes de añadir algo abochornado—. Mi viejo es vicario.

El joven guardia apartó de repente la mirada y abrió los ojos como platos. Hawkwood se dio la vuelta. Arriba en lo alto, la figura de la torre, con las manos juntas en posición de rezo, estaba arrodillada, la cabeza gacha. La voz resonó una vez más.

—¡Pero en la luz guiadora de tu gloria, oh Señor, he visto el error de mi conducta y me arrepiento sinceramente de mis pecados!

—¡Ajá! —murmuró Rafferty—. Ahí va de nuevo.

Hawkwood miraba la torre fijamente. El humo seguía saliendo por el vano de la ventana. Parecía como si la sacerdotal figura estuviera arrodillada en las profundidades del infierno. Cubierto por el resplandor de las llamas, sus negras vestiduras brillaban cual terciopelo.

La figura alzó la cabeza bruscamente.

—¡Oigo tu voz, Señor! ¡Benditos sean los que han encontrado el camino de la rectitud! Entrego mi alma en tu seno con el conocimiento de que me limpiarás de todas mis transgresiones.

Por encima de sus cabezas, la oscura silueta se puso en pie tambaleándose, agachó la cabeza y bajó lentamente los brazos, con las palmas hacia arriba. Después, como si recitara una bendición, habló. Sus palabras se oyeron altas y claras.

—¡Te saludan todos los que están conmigo! ¡Saluda a los que nos aman en la fe! La gracia sea con todos vosotros… —A continuación, levantó la mano derecha a la altura del hombro e hizo la señal de la cruz—. Amén.

Después, haciendo un movimiento tan brusco como inesperado, la figura de negro se dio la vuelta, desplegó los brazos y se arrojó a las llamaradas.

Las mujeres de la multitud lanzaron gritos de terror. Los hombres irrumpieron en un clamor y profirieron exclamaciones de asombro.

En el instante en que el cuerpo se perdió de vista, un lastimoso tañido retumbó por el camposanto, sobresaltando a algunas personas. Hawkwood supuso que, en la caída, el cuerpo se habría golpeado o enredado con la cuerda de la campana. Eso o que alguna fuerza sobrenatural había hecho sonar la campana llamando al alma del difunto al más allá.

Hawkwood oyó un gruñido de consternación a su lado. Se dio la vuelta. El guardia tenía la cara blanca como el papel.

—¿Por qué? —susurró Hopkins, mirando fijamente el campanario que ahora estaba envuelto por completo en humo—. ¿Por qué lo ha hecho?

—Estaba loco. —Respondió Hawkwood toscamente.

El guardia se quitó el sombrero. Sus labios empezaron a articular un rezo silencioso. Hawkwood vio que entre la multitud otras personas actuaban de forma similar. Los más devotos se habían puesto de rodillas. Hawkwood pensó que no era el momento ni el lugar adecuado para decirles que sus plegarias por el reverendo Tombs no eran pertinentes y además llegaban con muchas horas de retraso.

Hawkwood tenía los ojos clavados en la torre y en el hueco vacío de la ventana. Los bastidores y las contraventanas habían prendido y ardían sin remedio. Junto al edificio, los bomberos se habían visto obligados a darse por vencidos. Permanecían de pie en estado de incredulidad al igual que el resto de personas, presenciando cómo la iglesia se desmoronaba. El resplandor de las llamas confería a sus rostros un color rojo escarlata. El calor era intenso.

—¿Qué? —preguntó Hawkwood distraídamente, sin enterarse apenas de que el guardia había dicho algo.

Hopkins parpadeó.

—Las últimas palabras del reverendo. Son las que mi viejo solía decir.

—¿Ah, sí? —respondió Hawkwood, sin prestarle demasiada atención.

Hopkins asintió, confundiendo la respuesta de Hawkwood con una pregunta de cortesía.

—Me las aprendí de memoria a fuerza de oírlas repetir. Era la bendición que mi padre pronunciaba al final a la misa de los domingos. La epístola de San Pa…

Un estruendo procedente del interior de la torre en llamas apagó el resto de las palabras del guardia, todas menos una. Al oírla, Hawkwood sintió como si el mundo se hubiera parado de pronto a su alrededor. Se giró hacia él lentamente.

—¿Qué
ha dicho?

Hopkins parecía avergonzado, intimidado por el tono de Hawkwood.

—Decía que conocía también las últimas palabras del reverendo.

—Esa parte la he oído —dijo Hawkwood con sequedad—. ¿Qué ha dicho después?

El guardia vaciló, atemorizado por la expresión en el rostro de Hawkwood.

—Mmm… ¿que era el último versículo?

—No —contestó Hawkwood suavemente—. Ha mencionado un nombre.

El agente tragó saliva con nerviosismo. Notó que tenía la boca completamente seca, como si hubiera metido la lengua en ceniza.

De niño, el guardia George Hopkins, como muchos otros jovencitos de mente curiosa, había sido un ávido coleccionista de mariposas y escarabajos, cuyos diminutos tórax empalaba con alfileres y preservaba para la posteridad en cajitas de cristal para el recreo de su familia y amigos. Cuando sintió aquellos ojos azules grisáceos posarse en él, el agente tuvo la inequívoca impresión de que así debían haberse sentido los escarabajos. Respiró hondo y recobró la voz.

—Es de la Epístola de San Pablo, del Libro de…

El agente calló por un instante, amedrentado por la mirada en la cara de Hawkwood.

—…Tito.
[3]

Por encima del hombro del guardia, la iglesia de Saint Mary continuaba ardiendo a llama viva como si de la antorcha de un obrero de demoliciones se tratara.

El boticario Robert Locke estaba de pie junto a su ventana contemplando los tejados de la ciudad. Las nubes tenían el color metálico de una pistola y era difícil distinguir la línea que delimitaba la transición entre el borde de los tejados y el cielo.

Locke volvió a recordar la horrorífica celda del coronel. Cerró los ojos. Le vino a la mente la imagen del cadáver del reverendo. Volvió a ver su raída ropa interior, los pálidos miembros que sobresalían de ella, y la sangrienta monstruosidad que otrora fuera el rostro del pastor. Se estremeció. Sospechaba que esta imagen seguiría rondándole en sueños durante bastante tiempo.

Luego, sus pensamientos se centraron en su reciente visitante. No era el típico agente de la ley. Iba bien vestido —Locke reconocía una prenda bien confeccionada cuando la tenía delante— aunque encontraba el detalle del cabello largo recogido con una cinta una curiosa afectación; su arrogancia y perspicacia le habían parecido algo desconcertantes. De hecho, había habido momentos en los que a Locke le había resultado difícil sostener la penetrante mirada del hombre. Además de cerebro parecía tener fuerza física. Aunque esto era algo lógico por su condición de ex combatiente, oficial del cuerpo de fusileros, nada más y nada menos; uno de los regimientos del ejército británico mejor considerados. Locke se congratuló de lo intuitivo que había sido al descubrir esa faceta del pasado de Hawkwood y se preguntó qué habría llevado a un soldado como él a convertirse en agente de policía.

Soldado. De nuevo se abstrajo en sus pensamientos.

De la violencia del americano Norris, a las estrambóticas teorías de conspiración de James Tilly Matthews, Locke había visto muchas formas de locura. Ahora era testigo de otra más.

El coronel Tito Hyde: soldado, cirujano y párroco asesino.

Su mirada se posó sobre la mesa y el dibujo del Telar Volador de Matthews. Mientras lo observaba, a Locke le vinieron a la memoria las ilustraciones de anatomía de los aposentos del coronel. No era de extrañar que el coronel tuviera expuesto aquel tipo de material, habida cuenta de su pasado como médico. Era habitual encontrar gráficos y diagramas similares en la consulta de cualquier médico o en cualquiera de la docena de escuelas de anatomía de la ciudad. Durante siglos, dibujos como aquellos sirvieron de referencia a médicos y cirujanos.

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