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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

El Resucitador (34 page)

BOOK: El Resucitador
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Tomando súbitamente conciencia de lo que estaba haciendo, Sawney lanzó una maldición en voz baja y se metió la cruz en el chaleco. «Como siga así, me veo cantando himnos en la puta capilla», pensó. Menos mal que Maggett y los hermanos Ragg no habían sido testigos de su pronto de beatería.

Sawney hizo sonar la campana, esperó a que le abrieran, y se estremeció.

Llevaba dos días con un ligero dolor en un diente tras haberle dado una fuerte dentellada a la espinilla de una pata de cordero. Había intentado ignorarlo, y en medio del trasiego se había acostumbrado a su sorda punzada, pero de vez en cuando, el nervio le enviaba el aviso de que el alivio era puramente pasajero.

Además, hacía un frío que pelaba lo cual era señal evidente de que se avecinaba otra nevada. No es que él fuera a quejarse por ello. El invierno era una buena época para las escuelas y los ladrones. El frío conservaba los cuerpos durante más tiempo, manteniendo a raya la descomposición y la putrefacción. Acurrucado al socaire del puente levadizo, Sawney decidió que ya era hora de comprarse un maldito abrigo decente. No es que pensara soltar una buena pasta para conseguirlo: robar uno le produciría mucha más satisfacción.

Detrás de él se oyó el tintineo de una llave girar, y la puerta de entrada se abrió. Era la primera vez que a Sawney le permitían la entrada en la casa. Las otras veces sólo había llegado hasta las caballerizas subterráneas.

Al igual que en la ocasión anterior, Dodd se asomó parcialmente desde detrás de la puerta, con el rostro oculto por las sombras, como temiendo que lo vieran los transeúntes. Sawney entró.

Dodd cerró la puerta.

—¿Su lugarteniente tiene la noche libre?

Se refería a Maggett. Sawney asintió.

—Tenía otros asuntos.

Maggett, que había regresado al almacén de su matadero, se encontraba afilando cuchillos y ganchos, y haciendo todos los demás preparativos para el mercado de la carne del día siguiente. Y probablemente era lo mejor. El ambiente se había vuelto algo tenso después de haber escapado por los pelos del brazo de la ley. Cuando regresaron al Perro, habían tenido un cruce de palabras. Maggett le había dicho a Sawney que debían haberse librado de los putos cuerpos a la primera cambio en vez de llevarlos a cuestas por más media ciudad. Al final, lo único que habían conseguido era acabar con contracturas en la espalda y dolor de pies. Además, Maggett se había despellejado la rodilla tras resbalar en un cúmulo de nieve en la esquina de Long Lane. Se incorporó cojeando y malhumorado, dejando que Sawney reflexionara a solas sobre el fracaso de la noche. Ni siquiera habían tenido tiempo de extraerle los dientes, pensó Sawney abatido. Habían fracasado de todas todas.

Dodd asintió.

—Bien. Podemos discutir nuestro negocio en privado.

Sawney siguió a Dodd por el pasillo, pasando junto a dos puertas cerradas, hasta llegar a un pequeño vestíbulo cuadrado con unas escaleras empinadas que conducían a los pisos superiores.

Echando una mirada furtiva a su alrededor, Sawney vio que todas las superficies planas estaban cubiertas por una fina de capa de polvo. Parecía como si la casa hubiera permanecido deshabitada durante una temporada, lo cual era un tanto extraño. Se preguntó cuántos estudiantes asistían a las clases de anatomía de Dodd. Quizá el doctor no había empezado todavía a aceptar alumnos, lo que explicaría que las habitaciones tuvieran aspecto de estar en desuso. Pero entonces, ¿por qué habría querido que Sawney consiguiera los cuerpos, de no ser por las clases? Sawney se imaginó que Dodd probablemente seguía reuniendo especímenes que luego utilizaría en sus clases. Se sintió observado. Cuando alzó la vista, Dodd lo examinaba con gran atención.

—Por aquí —dijo Dodd.

El doctor condujo a Sawney por detrás de la escalera hasta el interior de una habitación estrecha con una mesa y varias sillas.

Allí no había tanto polvo, notó Sawney. Sobre la mesa descansaban varios periódicos y un plato con restos de comida junto a una botella medio llena de Madeira y un vaso vacío. Sawney paseó la mirada por las hojas de noticias, leyendo algunos titulares. Un regimiento recién formado se dirigía a España; un incendio había destruido una iglesia cerca del río; y el Príncipe de Gales iba a acudir a un desfile en Drury Lane. Dodd dio un paso al frente y les dio la vuelta a las páginas.

Sawney le echó una ojeada a la botella. Todavía sentía el frío. Un lingotazo le vendría bien para calentarse pero sospechó que Dodd no iba a ofrecerle un vaso.

El doctor llevaba puesto su delantal de nuevo. Parecía haber acumulado algunas manchas más desde su última visita. La parte delantera estaba negruzca y brillante. Parecía como si la hubieran mojado en pintura. Tenía un trapo metido bajo el cinturón del delantal. Dodd lo volvió a sacar y se secó los antebrazos y las manos, pasándoselo por los dedos.

—Me dijo que tenía que volver —dijo Sawney—, para ver si quería más… materiales. —Al hablar mordió sin darse cuenta con el diente lesionado y soltó un gruñido de dolor.

Dodd entornó los ojos.

—¿Se encuentra bien, Sawney? Parece como si le doliera algo.

Sawney sacudió rápidamente la cabeza.

—No es nada. Sólo un maldito diente que me está dando la lata, eso es todo.

Dodd dio un paso al frente, metiéndose el trapo detrás del delantal.

—Déjeme ver.

Sawney retrocedió involuntariamente. El dolor ya era lo bastante fuerte para que encima viniera un maldito curandero a toquetearle. Sabía Dios cuánto dolor podría causarle. Pero, con las prisas, no se había dado cuenta de que había una silla justo detrás de él. Antes de que pudiera percatarse de lo que le estaba ocurriendo, Sawney se encontró sentado mientras el doctor se inclinaba hacia él alumbrándole la cara con una vela.

Sawney hizo ademán de levantarse pero vio que Dodd estaba de pie pegado a la silla, atrapándole las piernas. El doctor le apoyó una mano en el hombro y lo empujó hacia abajo obligándolo a permanecer sentado.

—Ya se lo he dicho —dijo Sawney intentando levantarse de nuevo—, no es nada.

El doctor lo agarraba con una fuerza sorprendente. Sawney intentó disimular su creciente sensación de pánico.

—Abra la boca —ordenó Dodd en voz baja.

La última cosa del mundo que Sawney quería hacer en ese momento era abrir la boca, sobre todo cuando la invitación se la hacía en plena noche un hombre vestido con un delantal manchado de sangre que le agarraba del antebrazo con una mano y con la otra sostenía una vela. Al menos Sawney suponía que era sangre. Se preguntó qué otra cosa podría ser, y más aún, qué habría estado intentando Dodd limpiarse de las manos con el trapo. Los largos dedos del doctor no parecían más limpios que antes de limpiárselos. Las uñas parecían tener mierda incrustada. Y el olor a carne que despedía el delantal tampoco era como para tirar cohetes. Parecía el tipo de prenda que Maggett se ponía para hacer el despiece de animales muertos en su matadero.

Dodd acercó la vela a la cara de Sawney.

Sawney se echó hacia atrás.

La cara de Dodd se encontraba a ocho pulgadas de la suya.

—Si no me permite mirar, no podré ayudarle. Yo
puedo
ayudarle, Sawney.

Sawney se dio cuenta de que la mano de Dodd le acariciaba el hombro, con un movimiento suave, casi como una caricia.

—Dígame de dónde viene el dolor —le pidió Dodd.

Sawney se pasó instintivamente la lengua por el diente dañado. Dodd asintió.

—¿A la izquierda? Eche la cabeza hacia atrás.

Sawney parpadeó. Entonces se dio cuenta de que el doctor había localizado la lesión gracias a la ligera protuberancia que formaba la lengua al apoyarla contra la cara del carrillo.

—Abra —dijo Dodd. Le salió más como una orden que una petición.

Sawney vaciló.

—Puedo quitarle el dolor, Sawney. Le gustaría que lo hiciera, ¿no es cierto?

Sawney lo miró fijamente, sintiendo cómo le latía la mandíbula, y asintió sin pronunciar palabra.

—Bien, veamos.

Sawney abrió la boca muy a su pesar. No era una vista muy agradable.

Dodd se inclinó hacia delante e inspeccionó el interior del hocico abierto. Se produjo una pausa. Sawney, con los puños apretados, anticipando más punzadas de dolor, contuvo la respiración, preguntándose qué era lo que le hacía tardar tanto. Rara vez se había sentido tan vulnerable.

En eso, Dodd le anunció con calma:

—Ha perdido un trozo de molar. Habrá que extraer la pieza.

Sawney sintió que el sudor le chorreaba por la parte inferior de los brazos y por el pliegue de la espalda. Cerró la boca, apretando los dientes y golpeando el nervio en el proceso.

—Pero no ahora —añadió Dodd irguiéndose—. En cualquier caso, le daré un ungüento para el dolor.

Dando la espalda a la mirada de alivio que invadió el rostro de Sawney, Dodd se acercó al arcón de madera que había en el suelo detrás de él. Sobre él había una bolsa negra. Dodd rebuscó en el interior de la bolsa y sacó una pequeña ampolla de vidrio. De otro bolsillo de la bolsa sacó una fina pipeta de cristal. Las acercó a la mesa. Quitándole el tapón a la ampolla, introdujo la pipeta tapando el otro extremo con el dedo para crear un vacío. Sus movimientos eran pausados. Quitando el dedo, transfirió una pequeña cantidad del contenido de la ampolla al tubo fino. Volviendo a sellar el extremo de la pipeta con la yema del dedo, le ordenó a Sawney que volviera a abrir la boca.

Aprensivo, Sawney hizo lo que le ordenaban.

Dodd insertó el extremo de la pipeta dentro de la boca de Sawney y vertió el contenido sobre el diente roto y el nervio expuesto.

El efecto fue casi instantáneo. Sawney no pudo evitar soltar un leve gemido de alivio cuando se disipó el dolor. Se llevó una mano a la mandíbula con timidez.

—Aceite de clavos —explicó Dodd—. Algunos dicen que vale tanto como el oro. —Esbozó una ligera sonrisa—. Dígame, soldado Sawney, ¿ha considerado alguna vez, mientras le extraía los dientes a los cuerpos de sus camaradas caídos, que un día podría necesitarlos para usted mismo?

Sawney se quedó paralizado.

Dodd volvió a ponerle el tapón a la ampolla y la metió en la bolsa junto con la pipeta.

—Irónico, ¿no le parece?

Sawney miró a Dodd. Ya no le dolía el diente, pero ahora tenía una sensación extraña en la garganta, como si acabara de tragarse unas grandes telarañas. En el fondo de su estómago empezaron a moverse las arañas encargadas de tejerlas.

—Parece sorprendido —dijo Dodd—. ¿Se creía que no sabía nada de usted, sobre su destino en España como carretero transportando heridos? Muy apropiado para sus actividades extracurriculares.

Sawney miró atemorizado a Dodd.

Dodd no dijo nada. Se limitó a devolverle la mirada.

De repente, Sawney abrió los ojos de par en par.

—¡Dios! —exclamó.

—Ah —respondió Dodd—. Me preguntaba cuánto tardaría en caer. No es que nos hayamos encontrado cara a cara, claro.

El rostro de Sawney seguía mostrando su conmoción.

—En circunstancias normales le habría sugerido una copa de licor para calmarle los nervios —prosiguió Dodd—, pero eso no habría sido tan buena idea. No queríamos que ese diente se inflamara de nuevo.

—¡Usted era el cirujano para el que Butler trabajaba en los hospitales!

—Bravo, Sawney. Butler pensó que al final caería en la cuenta. Esa fue una de las razones por las que le recomendó; por nuestra precedente colaboración, aunque fuera indirecta. Si no puedes confiar en tus antiguos compañeros de armas, ¿quién te queda? Después de todo, ese fue el motivo por el que usted y Butler se asociaron, ¿no es cierto?

—Ya no lleva uniforme —observó Sawney.

—No. Esos días ya quedan bien lejos.

—No recuerdo tampoco que Butler mencionara a ningún cirujano llamado Dodd.

—No, es porque no lo habría hecho —respondió Titus Hyde.

—No es su nombre. ¿Por qué se lo cambió?

—Oh, tengo mis razones. La naturaleza de nuestro trabajo, el de usted y el mío, exige que mantengamos nuestros asuntos fuera de la vista de ojos curiosos. La gente tiene miedo de lo que desconoce. Muchos tachan nuestro trabajo de brujería, calificándonos de herejes. Nos quemarían en la hoguera si pudieran, a pesar de que
ellos
continúan aferrándose a las viejas usanzas, a la superstición y a los conjuros. Butler avaló su integridad, pero tenía que cerciorarme por mí mismo.

Sawney no dijo nada.

—Lo comprende, ¿no?

Se produjo un silencio.

—Supongo que sí —admitió Sawney de mala gana.

—Voy a necesitar su ayuda, Sawney.

—¿De verdad?

—Está a punto de producirse una revolución, Sawney; en la medicina, en la ciencia, en muchas cosas. Empezó con Harvey, Cheselden y John Hunter; hombres que no tenían miedo a darle la espalda a las viejas tradiciones y avanzar hacia la luz; hombres valientes que estaban dispuestos a arriesgar su reputación para adentrarse más allá de los confines existentes del conocimiento. Lo único que nos limita, Sawney, es la estrechez de nuestra imaginación. Existe un nuevo pensamiento que denominamos filosofía natural que va a cambiar el mundo.

—¿Y la apertura de su nueva escuela tiene que ver con eso?

—¿Escuela? —la pregunta vino acompañada de un fruncimiento de ceño.

—Este lugar —aclaró Sawney refiriéndose a la habitación, y por extensión, a la casa.

—Ah, sí, ya comprendo. Claro que lo tiene. Mucho más de lo que usted acertaría a comprender.

—¿Así que querrá que le traigamos otro?

—En efecto.

Sawney meditó la respuesta y asintió.

—De acuerdo, lo puedo hacer.

«Mientras no tenga que aplaudir sus parrafadas», pensó Sawney.

—Pero, hay algo más —dijo Hyde. Se acercó a la mesa y se sentó—. Aunque el último espécimen que me suministró superaba con creces la calidad de los dos primeros, tengo un requisito más… específico…

—¿Tenía algo mal? —Sawney frunció el ceño.

—¿Mal? No. La fe de Butler en usted está bien justificada. Como le he dicho, el espécimen anterior era más que satisfactorio. Lo he aprovechado magníficamente. —Hyde se inclinó sobre la mesa—. No, mi única preocupación es… ¿cómo podría explicárselo?… que siguen sin ser todo lo frescos que me gustaría.

Sawney frunció el ceño.

—¿Frescos? No los va a conseguir más frescos. Dios, si fueran más frescos, seguirían andando y hablando, y tocarían a su puerta para que les dejara entrar.

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