Read El retorno de los Dragones Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
Los compañeros fueron conducidos hasta la parte central de la cámara. Los elfos les dejaron pasar en respetuoso silencio aunque les dirigieron veladas miradas de repulsa, especialmente al enano, al kender y a los dos bárbaros, cuyo aspecto era bastante grotesco, vestidos con aquellas exóticas pieles. Se oyeron murmullos de sorpresa ante la aparición del noble y orgulloso Caballero de Solamnia, y hubo algunos susurros cuando apareció Raistlin con su túnica roja. Los hechiceros elfos vestían la túnica blanca del bien, no la túnica roja que proclamaba neutralidad. Los elfos consideraban esta última muy próxima a la negra. Cuando el público guardó silencio, el Orador de los Soles avanzó hacia la tribuna.
Hacía muchos años que Tanis no veía al Orador, que había sido su padre adoptivo y también en él, notó el cambio. El elfo aún era alto, más alto, incluso, que su hijo Porthios. Iba ataviado con la túnica amarillo pálido que le distinguía. Su rostro era duro e inflexible; sus maneras, austeras. Hacía más de un siglo que se le denominaba con el nombre de «el Orador». Aquellos que conocían su verdadero nombre nunca lo pronunciaban, incluyendo a sus hijos. Tanis notó en su cabello hebras de plata que antes no tenía, y en su rostro, en el que antes no se apreciaba el paso del tiempo, había marcas de tristeza y preocupación.
Apenas los compañeros entraron en la sala, Porthios se reunió con su hermano. El Orador extendió ambos brazos y los llamó por su nombre.
—Hijos míos —dijo el Orador entrecortadamente. A Tanis le sorprendió que no ocultara su emoción.
—Nunca creí que volvería a veros de nuevo en esta vida. Contadme la expedición —se dirigió a Gilthanas.
—A su tiempo, Orador —dijo Gilthanas—. Primero, os ruego que acojáis a nuestros huéspedes.
—Sí, disculpadme. —El Orador se pasó una mano temblorosa por la cara y a Tanis le pareció que el elfo envejecía por momentos.
—Disculpadme. Os doy la bienvenida a vosotros, que habéis entrado en este reino en el que, durante muchos años, nadie había entrado.
Gilthanas le dijo unas palabras y el Orador miró a Tanis de reojo, haciéndole una señal para que se acercara. Sus palabras fueron frías, su actitud, educada pero tensa.
—¿De verdad eres tú, Tanthalas? ¿El hijo de la mujer de mi hermano? Han transcurrido muchos años y todos nos preguntábamos qué habría sido de ti. Te damos la bienvenida a tu tierra natal, aunque me temo que hayas regresado sólo para ver sus últimos días. Mi hija se sentirá muy feliz de verte. Ha echado de menos a su compañero de infancia.
Gilthanas, al oírlo, se puso tenso y su expresión ensombreció al mirar a Tanis. El semielfo se sintió enrojecer. Hizo una reverencia ante el Orador, incapaz de pronunciar una palabra.
Dirigiéndose al resto de los compañeros, el Orador continuó.
—Os doy la bienvenida y espero saber algo más de vosotros más tarde. No os haremos esperar mucho, pero es conveniente que conozcáis lo que está sucediendo en el mundo. Luego os estará permitido descansar. Ahora, hijo mío —el Orador se dirigió a Gilthanas, evidentemente satisfecho de acabar con las formalidades —. Cuéntame la invasión de Pax Tharkas.
Gilthanas dio un paso al frente con la cabeza gacha.
—He fracasado, Orador de los Soles.
En la sala se oyó un murmullo. El rostro del Orador permaneció impasible. Simplemente suspiró, con la mirada perdida en una de las ventanas.
—Cuéntanos lo que ocurrió —dijo con lentitud.
Gilthanas tragó saliva y comenzó a hablar en un tono tan bajo que los que se hallaban al fondo de la habitación tuvieron que hacer un esfuerzo para oírlo.
—Viajé hacia el sur con mis guerreros, en secreto, como habíamos planeado. Todo fue bien. Encontramos un grupo de humanos de la resistencia, refugiados de Gateway, que se unieron a nosotros. Entonces, por mala fortuna, tropezamos con una patrulla draconiana. Luchamos valientemente, elfos y humanos juntos, pero no nos sirvió de nada. A mí me golpearon en la cabeza y perdí el conocimiento. Cuando desperté, estaba tendido en una hondonada, rodeado de los cadáveres de mis camaradas. Aparentemente, los malévolos soldados habían lanzado a los heridos desde una cima, dándonos al resto por muertos —Gilthanas hizo una pausa, aclarándose la garganta.
—Los druidas del bosque curaron mis heridas. Por ellos supe que muchos de mis guerreros seguían con vida y habían sido hechos prisioneros. Dejando que los druidas enterrasen a los muertos, seguí las huellas del ejército draconiano y llegué hasta Solace.
Gilthanas se detuvo. Su rostro brillaba empapado de sudor y se retorcía las manos nervioso. Se aclaró la garganta de nuevo, intentó hablar pero no pudo. Su padre lo observaba cada vez más preocupado.
Al final Gilthanas continuó:
—Han arrasado Solace.
En la cámara se oyó un tenso murmullo.
—Los duros y resistentes vallenwoods han sido talados y quemados, pocos quedan en pie.
Ahora los elfos gritaban y sollozaban de ira y tristeza. El Orador levantó el brazo para restablecer el orden.
—Son malas noticias —dijo consternado.
—Lamentamos la muerte de árboles que son más viejos incluso que nosotros. Pero continúa... ¿qué le pasó a nuestra gente?
—Encontré a mis hombres atados a unos postes en el centro de la plaza de la ciudad, junto con los humanos que se nos habían unido —Gilthanas prosiguió con la voz entrecortada. Estaban rodeados por guardias draconianos. Creí que podría liberarlos aquella noche. Pero... —La voz le falló totalmente y bajó la cabeza. Su hermano mayor se acercó a él y posó una mano sobre su hombro.
Gilthanas se incorporó.
—Un dragón rojo apareció en el cielo...
De los elfos reunidos surgieron sonidos de sorpresa y enojo. El Orador sacudió la cabeza apenado.
—Sí, Orador —dijo Gilthanas, con voz firme, aunque extrañamente fuerte y discordante—. Es verdad. Esos monstruos han regresado a Krynn. El dragón rojo voló en círculos sobre Solace y los que lo vieron, huyeron despavoridos. Voló cada vez más bajo hasta posarse en la plaza. Su inmenso y reluciente cuerpo rojo de reptil ocupó toda la plaza, sus alas sembraron la destrucción, su cola derribó algunos árboles. Sus amarillos colmillos relucían, de sus inmensas mandíbulas goteaba saliva verdosa, sus gigantescos talones partían la tierra... y, montado sobre su lomo, había un humano.
—Era muy corpulento e iba ataviado con la túnica negra que llevan los sumos sacerdotes de la Reina de la Oscuridad, cubriéndose con una ondeante capa de color negro y oro. Su cara estaba oculta tras una horrenda máscara astada, labrada en negro y oro para emular el rostro de un dragón. Los súbditos del dragón cayeron de rodillas adorándolo tan pronto como lo vieron. Los goblins y los traidores humanos que luchan de su lado se agacharon aterrorizados; muchos de ellos huyeron. Tan sólo el heroico comportamiento de mi gente me impulsó a quedarme.
Ahora que había empezado a hablar, Gilthanas parecía ansioso de contar todo lo sucedido.
—Algunos de los humanos atados a las estacas enloquecieron de terror, chillando lastimosamente, pero mis guerreros permanecieron callados y desafiantes, a pesar de estar igualmente afectados por el miedo provocado por la presencia de los monstruosos dragones. Al jinete del dragón, aquello no le gustó nada. Los miró fijamente y comenzó a hablarles con una voz que parecía surgir de las profundidades de los Abismos. Sus palabras aún resuenan en mi mente.
—«Soy Verminaard, Señor del Dragón del Norte. He luchado para liberar a esta tierra y a estas gentes de los falsos rumores propagados por aquellos que se autodenominan Buscadores. Muchos se han pasado a mi lado, satisfechos de favorecer la gran causa de los Señores de los Dragones. Les he enseñado a tener misericordia y los he favorecido con las bendiciones que me ha otorgado mi diosa. Poseo encantamientos de curación que ningún otro en esta tierra posee, y ello prueba que soy el representante de los verdaderos dioses. Pero vosotros, humanos, me habéis desafiado. Habéis elegido luchar contra mí, por tanto vuestro castigo servirá de escarmiento para todo aquel que elija la insensatez en lugar de la sabiduría». .
—Entonces se dirigió a los elfos y dijo:
—«En este acto proclamo que yo, Verminaard, tal como ha decretado mi diosa, destruiré vuestra raza por completo. A los humanos se les puede enseñar a enmendar sus errores, pero a los elfos... ¡nunca!».
—La voz del hombre se fue elevando hasta hacerse más potente que la voz de los vientos.
—«¡Que éste sea el último aviso para todos los que aquí estáis! ¡Ember, a la carga!».
—Al oír la orden, el gran dragón comenzó a vomitar fuego sobre los que estaban atados a los postes, quienes se retorcían de dolor, indefensos, ardiendo hasta la muerte en una terrible agonía...
La sala se sumió en un silencio absoluto. Todos estaban demasiado impresionados para pronunciar palabra.
—Me sentía enloquecer —continuó Gilthanas con una mirada febril que era casi un reflejo de lo que había visto.
—Decidí unirme a mi gente para morir con ellos, cuando una mano me agarró y me retuvo. Era Theros Ironfield, el herrero de Solace. «No es momento de morir, elfo», me dijo. «Es momento de venganza». Yo... me desmayé, y él me llevó a su casa poniendo en peligro su vida. ¡Y hubiera pagado con su vida la ayuda que brindó a los elfos, si esta mujer no le hubiese curado!
Gilthanas señaló a Goldmoon, quien, de pie entre los compañeros, ocultaba su rostro tras la capa de pieles. El Orador se volvió a mirarla, y lo mismo hicieron todos los presentes, murmurando palabras amenazadoras.
—Orador, Theros es el hombre que han traído hoy —dijo Porthios.
—El hombre que tiene sólo un brazo. Ha sido un auténtico milagro el que salvara su vida, pues sus heridas eran terribles.
—Acércate, mujer de las Llanuras —ordenó severamente el Orador.
Goldmoon avanzó hacia la tribuna, seguida de Riverwind. Dos guardias elfos se movieron rápidamente para bloquearle el paso al guerrero, quien los miró fijamente y se quedó donde estaba.
La hija de Chieftain siguió caminando, con la cabeza alta, orgullosa. Al sacarse la capucha, el sol refulgió sobre su cabello de oro y plata, que le caía por la espalda como una cascada. Los elfos quedaron maravillados ante su belleza.
—¿Dices que has curado a ese tal... Theros Ironfeld? —le preguntó con desdén el Orador.
—Yo no digo nada —respondió fríamente Goldmoon. —Vuestro hijo me vio curarlo. ¿Acaso dudáis de sus palabras?
—No, pero estaba fatigado, enfermo y abatido. Puede que haya confundido brujería con curación.
—Mirad esto —dijo Goldmoon suavemente, desabrochándose la capa y dejándola caer. El medallón relució a la luz del sol.
El Orador dejó la tribuna y se acercó a ella con los ojos abiertos de par en par, sin poder creer lo que veía. Un segundo después, su rostro comenzó a enrojecer de furia.
—¡Blasfemia! —chilló. Acercándosele aún más, intentó arrancarle el medallón.
Hubo un destello de luz azul. El Orador cayó al suelo con un grito de dolor. Los elfos vociferaron alarmados, sacando sus espadas, y los compañeros desenvainaron las suyas. Los guerreros elfos se apresuraron a rodearlos.
—¡Deteneos! —interrumpió Fizban con voz firme y severa.
El viejo mago renqueó hasta la tribuna, apartando con calma las espadas, como si fuesen las esbeltas ramas de un álamo. Los elfos lo observaron atónitos, aparentemente incapaces de detenerlo. Murmurando para sí, Fizban se acercó al Orador que estaba tendido en el suelo. El anciano ayudó al elfo a ponerse en pie.
—Tú mismo te lo has buscado —le regañó Fizban, sacudiendo la túnica del Orador mientras éste lo miraba sorprendido.
—¿Quién eres? —le preguntó.
—Mmmmm. ¿Cuál era mi nombre? —El anciano se volvió, buscando a Tasslehoff con la mirada.
—Fizban —dijo el kender ayudándolo.
—Sí, Fizban. Ese es mi nombre —el mago se atusó su barba blanca.
—Ahora, Solostaran, te sugiero que llames al orden a tus guardias y les digas a todos que se calmen. A mí me gustaría escuchar la historia de las peripecias de esta joven mujer, y tú también harías bien en escucharla. Tampoco estaría de más que te disculpases.
Cuando Fizban estrechó la mano del Orador, su desbaratado sombrero se le deslizó sobre los ojos.
—¡Ayudadme! ¡Me he quedado ciego! —Raistlin, mirando con desconfianza a los guardias elfos, se apresuró a ayudarlo. Agarrando al anciano por el brazo, le colocó bien el sombrero.
—¡Ah! Loados sean los verdaderos dioses —dijo el mago, parpadeando. El Orador contempló al anciano con una expresión de asombro en el rostro y entonces, como en sueños, se volvió hacia Goldmoon.
—Aceptad mis disculpas, señora de las Llanuras —dijo en voz baja.
—Hace más de trescientos años que desaparecieron los sacerdotes elfos, trescientos años desde que el símbolo de Mishakal fue visto en estas tierras por última vez. Mi corazón sangró al ver el amuleto profanado. Disculpadme. Hace tanto tiempo que las cosas van mal que no he sido capaz de advertir la llegada de la esperanza. Por favor, si no estáis cansada, contadnos vuestra historia.
Goldmoon relató la historia del medallón, contando las desventuras de Riverwind, cómo los habían apedreado sus propias gentes, el encuentro con los compañeros en la posada y su viaje a Xak Tsaroth. Habló de la destrucción del dragón y de cómo había recibido el medallón de Mishakal. Pero no mencionó los Discos.
A medida que iba hablando, los rayos de sol se iban alargando y cambiando de color con la caída del atardecer. Cuando acabó su relato, el Orador guardó silencio durante unos segundos.
—Debo reflexionar sobre todo esto y lo que significa para nosotros —dijo al final. Se volvió hacia los compañeros:
—Estáis exhaustos. Veo que algunos de vosotros aguantáis por puro coraje. No cabe duda —dijo sonriendo y mirando a Fizban, que roncaba suavemente apoyado contra una pared—, de que algunos de vosotros estáis casi dormidos. Mi hija, Laurana, os llevará a un lugar donde podréis olvidar vuestros temores. Esta noche celebraremos un banquete en honor vuestro, pues nos habéis traído la esperanza. ¡Que la paz de los verdaderos dioses os acompañe!
Del grupo de elfos surgió una elfa que caminó hacia delante hasta situarse al lado del Orador. Al verla, Caramon se quedó boquiabierto. Los ojos de Riverwind se abrieron de par en par. Incluso Raistlin se la quedó mirando, percibiendo por vez primera la belleza más pura, sin la más mínima imperfección. Sus cabellos eran como miel brotando de un cántaro; caían sobre sus brazos y por su espalda, más allá de la cintura. Su piel era suave y tostada. Tenía los rasgos finos y delicados de los elfos, pero combinados con unos bellos labios y unos inmensos ojos acuosos, que cambiaban de color como las hojas bajo el efecto del sol.