Read El retorno de los Dragones Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
—Los draconianos se acercan —informó Tika, haciendo un esfuerzo para que su voz no temblase.
—¡Apresúrate, Sestun! —chilló Tanis.
El enano gully agarró el hacha, la levantó y golpeó el cerrojo con todas sus fuerzas. Ni siquiera rozó la cerradura, pero le atizó tal golpe a las barras de hierro que el hacha casi se le escapa de las manos. Encogiéndose de hombros a modo de disculpa, la balanceó de nuevo. Esta vez le dio a la cerradura.
—¡Ni siquiera la ha abollado! —informó Sturm.
—Tanis —dijo Tika con voz trémula señalando. Había varios draconianos a unos diez pies de distancia, agachados para protegerse de los elfos arqueros; toda esperanza de rescate parecía vana.
Sestun volvió a golpear la cerradura.
—¡La ha desconchado! —exclamó Sturm exasperado A este paso, no saldremos hasta dentro de tres días. y además, ¿dónde están esos elfos? ¿Por qué no dejan de esconderse y atacan?
—¡Ya os he dicho que no son tantos como para atacar a un ejército tan numeroso! —le contestó enojado Gilthanas, arrodillándose junto al caballero—. ¡Vendrán por nosotros en cuanto les sea posible! Somos los primeros de la caravana. Mira, los demás están escapando.
El elfo señaló los otros dos vagones. Los elfos habían conseguido romper las cerraduras y los prisioneros corrían desordenadamente hacia los bosques mientras los elfos los cubrían, disparando una mortífera cortina de flechas desde los árboles. Una vez que los prisioneros estuvieron a salvo, los elfos se retiraron hacia el bosque.
Los draconianos no tenían ninguna intención de seguirlos. Sus ojos se posaron sobre la última jaula de prisioneros que quedaba y sobre la carreta que contenía el botín. Desde el carromato podían oír los gritos de los capitanes draconianos. El mensaje era claro:
—Matad a los prisioneros. Repartid el botín.
Los compañeros comprendieron que los draconianos llegarían hasta ellos antes de que los elfos volvieran. Tanis maldijo de impotencia. Cualquier maniobra parecía inútil. Notó que alguien se movía a su lado. El viejo mago, Fizban, estaba poniéndose en pie.
—¡No, anciano! —Raistlin se agarró a la túnica de Fizban—. ¡Mantente a cubierto!
Una flecha zumbó en el aire y se incrustó en el magullado y doblado sombrero de Fizban. Este, murmurando para sí, pareció no darse cuenta. Las flechas de los draconianos volaban a su alrededor como avispas; aunque no parecían ser muy certeras, una de ellas se clavó en su bolsillo, precisamente en el que tenía su mano metida.
—¡Agáchate ! —rugió Caramon—. ¡Eres un blanco perfecto!
Fizban se arrodilló por un momento, pero sólo para hablar con Raistlin.
—A ver, muchacho, ¿tienes un poco de guano de murciélago? A mí se me ha acabado.
—No, anciano. ¡Agáchate!
—¿No tienes? Que pena. Bueno, supongo que tendré que prescindir de ello. —El viejo mago se puso en pie, plantándose firmemente sobre el suelo y arremangándose la túnica. Cerró los ojos, extendió sus brazos hacia la puerta de la jaula y comenzó a murmurar extrañas palabras.
—¿Qué encantamiento está formulando? —le preguntó Tanis a Raistlin—. ¿Lo conoces?
El joven mago escuchó atentamente y sus cejas se fruncieron. De pronto los ojos de Raistlin se abrieron de par en par.
—¡No! ¡Oh, no! —se estremeció, intentando tirar de la manga del mago para romper su concentración. Fizban dijo la última palabra y señaló con el dedo la cerradura que había en la puerta trasera de la jaula.
—¡A cubierto! —Raistlin se arrojó bajo el banco—. Sestun, viendo que el viejo mago señalaba hacia la puerta, y hacia él, que estaba tras ella, se tiró de cabeza al suelo. En ese instante llegaban tres draconianos goteando saliva, con las armas en la mano; se detuvieron, mirando hacia arriba alarmados.
—¿Qué sucede? —preguntó Tanis .
—¡Una bola de fuego! —Raistlin pegó un respingo en el preciso momento en que una gigantesca bola de fuego amarillo y naranja salía despedida de los dedos del viejo mago y golpeaba con estruendo la jaula. Tanis se protegió la cara con las manos cuando las llamas aumentaron y temblaron a su alrededor. Una ola de calor le llegó a los pulmones. Oyó a los draconianos chillar de dolor y olió a carne de reptil quemada. Entonces el humo comenzó a penetrar en su garganta.
—¡El suelo está ardiendo —chilló Caramon.
Tanis abrió los ojos y se levantó. Estaba convencido de que encontraría al viejo mago convertido en un negro montón de cenizas, como los cuerpos de los draconianos que habían quedado tendidos tras el vagón. Pero Fizban seguía en pie, mirando hacia la puerta de hierro y mesándose su chamuscada barba con preocupación. La puerta permanecía cerrada.
—Debería haber funcionado —decía.
—¿Qué ha pasado con la cerradura? —gritó Tanis intentando ver algo a través del humo. Los barrotes de hierro de la puerta relucían incandescentes.
—Ni se ha movido —contestó Sturm. Intentó aproximarse a la puerta de la jaula para abrirla de una patada, pero el calor que irradiaban los barrotes lo hacía imposible—. Puede que la cerradura esté suficientemente caliente para romperse.
—¡Sestun! —la voz aguda de Tasslehoff se elevó sobre las llamas—. ¡Inténtalo de nuevo! ¡Apresúrate!
El enano gully se puso en pie y balanceó el hacha; en un primer intento erró el golpe, pero insistiendo de nuevo, por fin dio en el blanco. El metal recalentado estalló, la cerradura cedió y la puerta de la jaula se abrió.
—¡Tanis, ayúdanos! —gritó Goldmoon, mientras ella y Riverwind se esforzaban en sacar al herido Theros de la humeante carreta.
—¡Sturm, ocúpate de los demás! —ordenó Tanis entre toses . Se dirigió hacia el frente de la carreta mientras Sturm agarraba a Fizban, quien aún miraba la puerta con tristeza.
—¡Apresúrate, anciano! —le gritó mientras lo sujetaba por el brazo. Caramon, Raistlin y Tika alcanzaron a Fizban cuando éste saltaba del carromato en llamas. Tanis y Riverwind agarraron a Theros por debajo de los hombros y lo arrastraron fuera de allí. Por último, Goldmoon y Sturm saltaron en el preciso momento en que el suelo de la carreta se destruía por completo.
—¡Caramon! ¡Recoge nuestras armas del carromato de abastecimiento! —gritó Tanis —. Sturm, ve con él. Flint y Tasslehoff, recoged nuestros fardos. Raistlin...
—Yo me ocuparé de mis cosas y de mi bastón, nadie puede tocarlos.
—De acuerdo —dijo Tanis pensando con rapidez—. Gilthanas...
—Yo no soy de los tuyos para que me des órdenes, Tanthalas —profirió el elfo fríamente, y echó a correr hacia el bosque sin volver la vista atrás.
Antes de que Tanis pudiese responderle, Sturm y Caramon regresaron. Los nudillos de Caramon estaban llenos de cortes y arañazos, y sangraban. Habían encontrado a dos draconianos saqueando el carromato de abastecimiento.
—¡Moveos de una vez! —exclamó Sturm—. ¡Se aproximan más draconianos! ¿Dónde está tu amigo elfo? —le preguntó a Tanis con suspicacia.
—Se ha internado en el bosque. No olvides que él y su gente nos han salvado.
—¿Tú crees? Me parece que entre los elfos y el anciano, hemos estado más cerca de la muerte que cuando nos atacó el dragón.
En ese momento, seis draconianos surgieron entre la humareda, deteniéndose al ver a los guerreros.
—¡Corred hacia los bosques! —chilló Tanis agachándose para ayudar a Riverwind a transportar a Theros. Llevaron al herrero a cubierto mientras Caramon y Sturm, de pie uno junto al otro, cubrían su retirada. Ambos se dieron cuenta enseguida de que las criaturas que ahora se les enfrentaban no eran iguales a las que habían combatido anteriormente. Su armadura y su color eran diferentes, y llevaban arcos y largas espadas, estas últimas empapadas con algún terrorífico icor. Ambos recordaron las historias sobre draconianos que se convertían en ácido o cuyos huesos explotaban.
Caramon arremetió hacia delante, bramando como un animal rabioso y blandiendo su espada. Dos draconianos cayeron sin siquiera darse cuenta de quien los atacaba. Sturm saludó a los otros cuatro con su espada y, de paso, cercenó la cabeza de uno de ellos. Saltó sobre los otros, pero éstos se pusieron fuera de su alcance, sonriendo socarronamente, como si estuviesen aguardando alguna sorpresa.
Sturm y Caramon se miraron inquietos, preguntándose qué ocurriría ahora. Un momento después lo supieron. Los cuerpos de los draconianos muertos comenzaron a derretirse. Su carne hervía y se deshacía como manteca en una sartén. Comenzó a formarse un vapor amarillento que se mezcló con el humo de la jaula incandescente. Cuando el vapor amarillo los alcanzó, ambos comenzaron a sentir náuseas. Quedaron aturdidos y comprendieron que estaban siendo envenenados.
—¡Vamos! ¡Moveos! —les gritó Tanis desde el bosque.
Los dos comenzaron a correr, tambaleándose, perseguidos por una lluvia de flechas mientras unos cuarenta o cincuenta draconianos rodeaban la jaula, ululando ferozmente. Comenzaron a seguirlos, pero retrocedieron cuando una voz clara y fuerte gritó:
—¡Raí! ¡Ulsaín!
—y diez elfos, guiados por Gilthanas, salieron del bosque.
—¡Quen talas uveneleí!
—siguió diciendo Gilthanas. Caramon y Sturm se cruzaron con ellos y los elfos cubrieron su retirada. Luego regresaron al bosque.
—¡Seguidme! —les dijo Gilthanas a los compañeros, hablando de nuevo en común. A una señal suya, cuatro guerreros elfos recogieron a Theros y se internaron en el bosque.
Tanis echó una última mirada al carromato. Los draconianos se habían detenido, mirando inquietos hacia los bosques.
—¡Deprisa! —les urgió Gilthanas—. Mi gente os cubrirá.
Del bosque salían voces de elfo que provocaban a los draconianos que se acercaban, intentando atraerlos a su línea de tiro. Los compañeros se miraron unos a otros dudosos.
—No quiero entrar en el Bosque de los Elfos —dijo secamente Riverwind.
—No nos sucederá nada —le respondió Tanis posando una mano sobre el brazo del bárbaro—. Te lo prometo —Riverwind lo contempló durante unos segundos y luego se internó en el bosque, caminando al lado de los demás. Los últimos en hacerlo fueron Caramon y Raistlin que ayudaban a Fizban a caminar. El anciano miró atrás, hacia la jaula que ahora no era más que una pila de cenizas y hierros retorcidos.
—Un maravilloso encantamiento. ¿Y acaso alguien ha abierto la boca para agradecérmelo? —preguntó pensativo.
Los elfos los guiaron rápidamente a través de la espesura. Sin su orientación, el grupo se hubiese perdido irremisiblemente. Los sonidos de la batalla iban amainando en la distancia.
—Los draconianos no son tan estúpidos como para seguimos por el bosque —dijo Gilthanas sonriendo ceñudamente. Tanis, al comprobar que había guerreros elfos armados escondidos entre el follaje, perdió el temor a que los persiguieran.
Una espesa alfombra de hojas secas cubría el suelo. El frío viento matutino hacía crujir las ramas desnudas. Después de aquellos cuatro días metidos en la jaula, los compañeros se movían despacio, entumecidos, contentos por el ejercicio que calentaba su sangre. Cuando el sol iluminó el bosque con una luz pálida, Gilthanas los guió hacia un amplio claro.
Este lugar estaba lleno de prisioneros liberados. Tasslehoff examinó ansioso el grupo y luego sacudió la cabeza con tristeza.
—¿Qué le habrá ocurrido a Sestun? —le preguntó a Tanis —. Vi cómo escapaba.
—No te preocupes —el semielfo le dio unas palmadas en el hombro—. Estará bien. A los elfos no les gustan los enanos gully, pero no le harán daño.
Tasslehoff movió la cabeza. No eran los elfos los que le preocupaban.
Al entrar en el claro del bosque los compañeros vieron a un elfo notablemente alto y corpulento que hablaba con un grupo de refugiados. Su voz era fría, sus ademanes duros y severos.
—Podéis iros, sois libres, si es que alguien puede serlo en estas tierras. Hemos oído rumores de que las tierras al sur de Pax Tharkas no están bajo el control del Señor del Dragón. Os sugiero, por tanto, que os dirijáis hacia el sudeste. Viajad tan rápido como podáis. Os daremos comida y provisiones para vuestro viaje, no podemos hacer nada más por vosotros.
Los refugiados de Solace, sorprendidos por su súbita libertad, miraron a su alrededor desolados, sintiéndose indefensos. Habían sido granjeros cuando vivían en las afueras de Solace, y se habían visto obligados a contemplar impotentes cómo los dragones quemaban sus hogares y robaban sus cosechas para alimentar al ejército del Señor del Dragón. La mayoría no había salido nunca de Solace más que para ir a Haven. Para ellos, los dragones y los elfos eran criaturas de leyenda, pero ahora se encontraban acosados por ellos de verdad.
Los ojos azules de Goldmoon relampaguearon. Comprendía cómo se sentían.
—¿Cómo podéis ser tan crueles? —le gritó enojada al elfo corpulento—. Mira a esta gente. En su vida han salido de Solace y tú les dices tranquilamente que viajen por unas tierras plagadas de fuerzas enemigas...
—¿Y qué quieres que haga, humana? —la interrumpió el elfo—. ¿Que yo mismo los guíe hacia el sur? Ya tienen bastante con que los hayamos liberado. Mi gente tiene sus propios problemas, no puedo preocuparme también de los humanos —elevó su mirada hacia el grupo de refugiados—. Os aviso, estáis perdiendo tiempo. ¡Poneos en marcha!
Goldmoon se volvió hacia Tanis en busca de apoyo, pero él semielfo movió la cabeza con expresión sombría. .
Uno de los hombres, lanzando una mirada de reproche a los elfos, comenzó a andar por el sendero que serpenteaba hacia el sur a través de la espesura. Los demás se ataron las armas a la espalda, las mujeres reunieron a sus hijos y todos comenzaron a caminar tras él.
Goldmoon dio un paso adelante para enfrentarse con el elfo.
—¿Cómo puedes preocuparte tan poco por...?
—¿Por los humanos? —el elfo la observó con frialdad—. Fueron los humanos los que provocaron el Cataclismo. Ellos fueron los que invocaron a los dioses, pidiendo con orgullo el poder que le era otorgado a Huma en su humildad. Fueron los humanos los que motivaron que los dioses nos abandonaran...
—¡No nos han abandonado! —gritó Goldmoon—. ¡Los dioses están con nosotros!
Los ojos de Porthios relampaguearon de rabia. Iba a volverse para partir cuando Gilthanas se acercó a él y le habló en voz baja en el idioma de los elfos.
—¿Qué están diciendo? —preguntó Riverwind a Tanis con suspicacia.
—Gilthanas le está relatando cómo Goldmoon sanó a Theros. Hacía muchos, muchos años que no había oído o hablado más que unas pocas palabras en el idioma de los elfos. Había olvidado lo bello que era, tan bello que se le conmovía el alma. Observó cómo los ojos de Porthios se abrían incrédulos.