Read El retorno de los Dragones Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
Después Gilthanas señaló a Tanis. Los dos hermanos se volvieron a mirarlo y sus rasgos de elfo se endurecieron. Riverwind le lanzó una mirada a Tanis y vio que el semielfo soportaba el escrutinio pálido, pero sereno.
—Estás en la tierra que te vio nacer —comentó Riverwind—. Pero no parece que seas bienvenido.
—Tienes razón. —Tanis sabía que Riverwind no estaba entrometiéndose en sus asuntos personales sólo por curiosidad. En cierta forma ahora corrían más peligro que cuando habían sido apresados por Fewmaster Toede.
—Nos llevarán a Qualinost —dijo Tanis con lentitud; evidentemente aquella posibilidad le provocaba un profundo dolor—. Hace muchos años que no voy allí. Como Flint ya te contó, yo no fui expulsado, pero muy pocos lloraron mi partida. Como una vez me dijiste, Riverwind, para los humanos soy semielfo y para los elfos, semihumano.
—Entonces marchémonos, viajemos hacia el sur con el resto.
—Nunca conseguiríamos salir vivos de estos bosques —murmuró Flint.
Tanis asintió.
—Mira a tu alrededor, Riverwind.
El bárbaro miró a su alrededor y vio guerreros elfos moviéndose como sombras entre los árboles, con sus ropajes marrones confundiéndose en la espesura de lo que era su hogar. Cuando los dos elfos acabaron de hablar, Porthios volvió su mirada hacia Goldmoon.
—Mi hermano me ha relatado extraños sucesos que requieren ser investigados. Por tanto, os ofrezco algo que los elfos no han ofrecido a ningún humano durante años...nuestra hospitalidad. Seréis nuestros huéspedes de honor. Por favor, seguidme.
Porthios hizo una señal. Unas dos docenas de guerreros elfos surgieron del bosque, rodeando a los compañeros.
—Me parece que sería más correcto decir prisioneros de honor. Esto va a ser duro para ti, amigo mío —le dijo amablemente Flint a Tanis en voz baja.
—Lo sé, viejo amigo —Tanis descansó su mano sobre el hombro del enano—. Lo sé.
El orador de los Soles.
—Nunca hubiese imaginado que existiera algo tan bello —dijo Goldmoon en voz baja. La caminata había sido muy dura pero al final la recompensa había sido mucho mayor de lo imaginado. Los compañeros se hallaban en una alta cima desde la que se divisaba la legendaria ciudad de Qualinost.
De cada uno de los cuatro vértices de la ciudad surgía un esbelto chapitel de piedra blanca y brillante, jaspeada de reluciente plata; parecían cuatro ruecas resplandecientes y estaban unidos entre sí por gráciles arcos que se elevaban hacia el cielo. Habían sido construidos por viejos enanos herreros, por lo que eran lo suficientemente fuertes para soportar el peso de un ejército, aunque parecían tan frágiles que daba la impresión de que si un pájaro se posara sobre ellos, rompería el equilibrio. Estos arcos relucientes eran los límites virtuales de la ciudad ya que Qualinost no estaba amurallada. La ciudad de los elfos abría sus brazos amorosamente a la espesura de los bosques.
Los edificios de Qualinost realzaban la naturaleza en lugar de ocultarla. Los comercios y casas estaban tallados en cuarzo rosáceo. Altos y esbeltos como álamos, se alzaban hacia el cielo en estrafalarias espirales formadas por alineadas avenidas de cuarzo. En el centro se erguía una gran torre de oro bruñido, que, reflejando la luz del sol, creaba ondulantes sombras y destellos que daban vida a la ciudad. Al contemplarla, parecía que en Qualinost reinasen una paz y una belleza imperturbables, seculares, probablemente únicas en todo Krynn.
—Descansad aquí —les dijo Gilthanas dejándolos junto a una arboleda de álamos.
—El viaje ha sido largo y por ello os presento mis disculpas. Sé que estáis fatigados y hambrientos...
Caramon lo miró esperanzado.
—Pero debo pedir vuestra indulgencia un rato más. Por favor, excusadme —Gilthanas saludó con una leve inclinación y se reunió con su hermano. Suspirando, Caramon comenzó a revolver en su bolsa por quinta vez, esperando encontrar algún bocado que hubiera quedado escondido. Raistlin leía su libro de encantamientos, repitiendo una y otra vez las difíciles palabras, intentando retener su significado y encontrar la inflexión correcta que hiciera arder su sangre, señal de que el encantamiento era por fin suyo.
Los otros observaban a su alrededor, maravillados por la belleza de la ciudad que contemplaban y por la aureola de antigua serenidad que de ella emanaba. Incluso Riverwind parecía emocionado; su rostro se distendió y se acercó más a Goldmoon. Durante un breve instante, sus penas y preocupaciones cedieron y se encontraron reconfortados por la mutua proximidad.
Tika, sentada sola, los observaba melancólica. Tasslehoff intentaba trazar un mapa del camino que habían seguido desde Gateway a Qualinost, a pesar de que Tanis le había dicho cuatro veces que el camino era secreto y que los elfos nunca le permitirían llevarse el mapa.
El viejo mago, Fizban, dormía. Sturm y Flint observaban a Tanis con preocupación; Flint porque sólo él sabía cuánto sufría el semielfo y Sturm porque sabía lo que era regresar a un hogar en el que no se es querido.
El caballero posó su mano sobre el brazo de Tanis.
—Regresar a casa no es fácil, amigo mío. ¿No es así?
—No, no lo es. Creía haber abandonado todo esto hace muchos años, pero ahora me doy cuenta de que no me fui del todo. Qualinesti es parte de mí, es inútil que me engañe.
—Silencio... vuelve Gilthanas —los avisó Flint.
El elfo se acercó a Tanis.
—Ya ha regresado la avanzada que enviamos —le dijo en idioma elfo.
—Mi padre quiere veros ahora, a todos vosotros, en la torre del Sol. No disponemos de tiempo para que descanséis y os refresquéis. Puede que os parezca duro, y poco amable...
—Gilthanas —le interrumpió Tanis en común—, mis amigos y yo hemos corrido peligros inimaginables. Hemos viajado por senderos donde los muertos andaban. De hambre no nos desmayaremos —miró a Caramon—, al menos algunos de nosotros no.
El guerrero al oír a Tanis suspiró y se ciñó el cinturón.
—Gracias —dijo Gilthanas con frialdad—. Me alegra que lo comprendáis. Ahora, por favor, seguidme tan rápido como podáis.
Los compañeros se apresuraron a recoger sus cosas y despertaron a Fizban. Al ponerse en pie, el viejo mago tropezó con la raíz de un árbol.
—¡Grandísimo idiota! —le dijo golpeándolo con su bastón y dirigiéndose a Raistlin:
—¿Has visto? Ha intentado tirarme. El joven mago volvió a meter su precioso libro en la bolsa.
—Sí, anciano —Raistlin sonrió, ayudando a Fizban a ponerse en pie. El viejo mago se apoyó en el hombro del joven y comenzaron a caminar tras los demás. Tanis los observó sin saber qué pensar. Fizban era evidentemente un viejo chocho. No obstante, Tanis recordaba la mirada de terror de Raistlin al despertar y encontrar a Fizban inclinado sobre él. ¿Qué había visto entonces? ¿Qué sabía de ese anciano? Tanis pensó que debía preguntárselo. De todas formas, ahora tenía cuestiones más urgentes de las que preocuparse. Acelerando el paso, alcanzó al elfo.
—Dime, Gilthanas —le dijo Tanis en idioma elfo, haciendo un esfuerzo por recordar el olvidado lenguaje.
—¿Qué está sucediendo? Tengo derecho a saberlo.
—¿Tienes derecho? —le preguntó Gilthanas secamente, mirando a Tanis por el rabillo de sus almendrados ojos.
—¿De verdad te preocupa lo que les sucede a los elfos? ¡Si casi no puedes hablar nuestro idioma!
—Claro que me preocupa —respondió Tanis enojado—. ¡Yo también soy de los vuestros!
—Entonces, ¿por qué haces ostentación de tu herencia humana? —dijo Gilthanas señalando la barba de Tanis.
—Creía que te sentirías avergonzado... —Guardó silencio, mordiéndose los labios y enrojeciendo.
Tanis asintió ceñudo.
—Sí, me sentía avergonzado, por eso me fui. Pero, ¿quién fue el que me hizo sentir así?
—Perdóname, Tanthalas —dijo Gilthanas sacudiendo la cabeza—. Lo que he dicho ha sido cruel, de verdad, no era ésa mi intención. Es sólo que... ¡si pudieras entender el peligro que nos acecha!
—¡Cuéntamelo todo! —Tanis prácticamente chilló de impaciencia— ¡Quiero entenderlo!
—Vamos a abandonar nuestra región de Qualinesti. Tanis se detuvo y miró fijamente al elfo.
—¿Abandonar Qualinesti? —repitió, hablando de nuevo en común debido a la sorpresa. Los compañeros lo oyeron y se miraron rápidamente unos a otros. El rostro del viejo mago se ensombreció.
—¡No puede ser verdad —dijo Tanis en voz baja— ¡Dejar Qualinesti! ¿Por qué? No es posible que las cosas estén tan mal...
—Están peor —dijo Gilthanas con melancolía.
—Mira a tu alrededor, Tanthalas. Estás contemplando los últimos días de Qualinost.
En aquel momento entraban en las primeras calles de la ciudad. Tanis, a primera vista, lo encontró todo exactamente igual a como lo había dejado cincuenta años atrás. Las calles de grava reluciente, los álamos que las enmarcaban, nada había cambiado. Los álamos tal vez habían crecido, tal vez no. Sus ramas, con incrustaciones de oro y plata, crujían y cantaban, brillando bajo el sol de la reluciente mañana. Las casas que poblaban las calles tampoco habían cambiado. Decoradas con cuarzo, destellaban bajo la luz del sol, creando, en cualquier dirección que el ojo mirase, pequeños arco iris de colores. Todo permanecía tal como lo amaban los elfos... bello, ordenado, inmutable...
No, no era así, pensó Tanis. En lugar de la canción alegre y pacífica que Tanis recordaba, el canto de los árboles era ahora triste y melancólico. Qualinost
había
cambiado, y la diferencia radicaba en el propio cambio. Intentó adivinar de qué se trataba, intentó comprenderlo, a pesar de que presentía que su alma se encogería al descubrirlo. La diferencia no estaba en los edificios, ni en los árboles, ni en el sol que brillaba a través de sus ramas. La diferencia estaba en la atmósfera, que rezumaba la misma tensión que en los momentos previos al estallido de la tormenta. Y, mientras Tanis caminaba por las calles de Qualinost, veía escenas que nunca antes había visto en su tierra natal. Veía prisas, indecisión, pánico, desesperanza...
Las mujeres, al encontrar a sus amigas, se abrazaban sollozando y al separarse seguían caminos opuestos. Había niños tristes y desamparados, que lo único que comprendían era que todo aquello estaba fuera de lugar. Había hombres reunidos en grupos, con las manos sobre sus espadas, sin quitarles el ojo de encima a sus familias. Aquí y allá ardían hogueras en las que los elfos quemaban todo lo que les era querido y que no podrían llevarse con ellos, pues preferían hacerlo así antes de dejar que el acechante peligro los destruyera.
Tanis ya había sufrido la destrucción de Solace, pero la imagen de lo que estaba sucediendo en Qualinost penetraba en su alma como la hoja de un cuchillo afilado. Nunca antes se había dado cuenta de lo que para él significaba la ciudad. En el fondo de su corazón, siempre había creído que si alguna vez deseaba regresar, Qualinesti estaría siempre allí. Pero no, ahora debía perder también aquella esperanza. La región de Qualinesti iba a desaparecer.
Tanis oyó un extraño sonido y al girarse descubrió que el viejo mago estaba sollozando.
Desolado, Tanis le preguntó a Gilthanas:
—¿Qué planes tenéis? ¿Adónde iréis? ¿Podréis escapar?
—Pronto encontrarás todas las respuestas, demasiado pronto —murmuró Gilthanas.
La torre del Sol era el edificio más alto de todo Qualinost. La luz del sol se reflejaba en la superficie dorada, creando la ilusoria imagen de un movimiento circular. Los compañeros entraron en la torre en silencio, sobrecogidos por la belleza y majestuosidad del antiguo edificio. El único que no estaba impresionado era Raistlin. A sus ojos no existía belleza alguna, sólo la muerte.
Gilthanas llevó al grupo a una pequeña alcoba.
—Esta habitación comunica con la cámara principal —dijo.
—Mi padre está reunido con los miembros de la Casa Real para planear la evacuación. Mi hermano ha ido a informarlo de nuestra llegada. Cuando la reunión acabe, seremos convocados. —A una señal suya, entraron unos elfos llevando cántaros y recipientes de agua.
—Por favor, aprovechad el tiempo de que disponemos para refrescaros.
Los compañeros bebieron y se lavaron la cara y las manos. Sturm se quitó la capa e intentó sacarle brillo a su cota de mallas con uno de los pañuelos de Tasslehoff. Goldmoon se cepilló su brillante cabellera, manteniendo anudada su capa alrededor del cuello. Tanis y ella habían decidido mantener oculto el medallón que llevaba, hasta que llegara el momento oportuno para mostrarlo; alguien podría reconocerlo. Fizban intentaba, sin demasiado éxito, enderezar su amorfo sombrero. Caramon miraba a su alrededor intentando encontrar algún bocado que llevarse a la boca, mientras Gilthanas se mantenía a cierta distancia de ellos, con la tez pálida y aspecto fatigado.
Al poco rato, Porthios apareció en la puerta arqueada.
—Podéis pasar —dijo con expresión ceñuda.
El grupo entró en la cámara del Orador de los Soles. Hacía cientos de años que ningún humano entraba en el edificio. Ningún kender lo había visitado anteriormente y los únicos enanos que lo conocían eran aquellos que participaron en su construcción, cientos de años atrás.
—¡Ah! ¡Este es el trabajo de un gran artesano! —dijo Flint en voz baja, con los ojos empañados de lágrimas.
La cámara era circular y parecía mucho más amplia que la esbelta torre que la circundaba. Construida toda ella en mármol blanco, sin vigas ni columnas, la habitación tenía una altura de cientos de pies, formando una bóveda decorada con un bello mosaico hecho de brillantes azulejos incrustados. El mosaico representaba, en una de sus mitades, el cielo azul y el sol; en la otra mitad estaban Lunitari, Solinari y las estrellas. Ambas mitades estaban separadas por un arco iris.
En la habitación no había lámparas. Ventanas y espejos, ingeniosamente distribuidos, recogían la luz del sol, fuese cual fuese la situación del astro en el cielo, y la proyectaban en la habitación. Los haces de luz convergían en el centro de la cámara, iluminando una tribuna.
No había asientos. Los elfos estaban en pie, hombres y mujeres juntos; sólo aquellos designados como miembros de la Casa Real tenían derecho a estar en la reunión. Había más mujeres de las que Tanis recordara haber visto nunca en las reuniones; muchas de ellas iban vestidas de morado, color de luto. Los elfos se casaban para toda la vida y si el esposo moría, las mujeres no volvían a casarse. Por tanto, la viuda conservaba hasta su muerte la categoría de miembro de la Casa Real.