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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (38 page)

BOOK: El rey del invierno
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Mi destino no era la amada ínsula y capital del rey Ban, pues tenía la misión de defenderla combatiendo en tierra firme contra los francos, que atacaban las tierras de labor que a su vez sustentaban la magnífica capital; sin embargo, Bleiddig insistió en que conociera al rey, de modo que fui conducido por el terraplén hasta cruzar las puertas de la ciudad, adornadas con un hombre sirena que blandía un tridente. Subimos después por la empinada escalera de piedra serpenteando entre templos y tiendas; vi casas con tiestos de flores en los balcones, estatuas y fuentes que vertían sus aguas limpias y frescas en abrevaderos de mártítol en donde cualquiera podía llenar un cubo o agacharse a beber. Bleiddig me guiaba y protestaba por el derroche que acarreaba la ciudad, cuando todo ese dinero estaría mejor empleado en reforzar las defensas de la tierra, pero yo estaba perplejo. Me pareció que valía la pena luchar por semejante lugar.

Cruzamos las últimas puertas adornadas con hombres sirena y llegamos al patio de palácio; tres lados estaban ocupados por edificios de paredes cubiertas de parras y el cuarto se abría ampliamente al mar en una serie de arcos blancos. En todas las puertas había guardias con mantos blancos y lanzas de punta brillante y mango pulido.

—No sirven para nada práctico —musító Bleiddig—, no serian capaces ni de enfrentarse a un pelele, pero adornan mucho.

Un cortesano con toga blanca salió a nuestro encuentro y nos escoltó durante un largo recorrido por varias salas, todas llenas de singulares tesoros. Vi estatuas de alabastro, platos de oro y, en una de las habitaciones, una hilera de espejos de azogue que me dejó atónito, pues mi imagen se reflejaba interminablemente: un soldado sucio con barba y manto rojo repetido infinitas veces, cada vez más pequeño, en los diversos espejos. En la siguiente estancia, que estaba pintada de blanco y olía a flores, una muchacha tocaba el arpa. Llevaba una túnica corta, nada más. Sonrió al vernos pasar y siguió tocando. Tenía el pecho dorado por el sol, el cabello corto y la sonrisa pronta.

—Esto parece un prostíbulo —dijo Bleiddig en un murmullo ronco—, y ojalá lo fuese, así al menos serviría para algo.

El cortesano de la toga abrió las últimas puertas con pomos de bronce y, con una inclinación de cabeza, nos hizo pasar a un espacioso aposento con vistas al brillante mar.

—Lord rey —dijo, y se inclinó ante el único ocupante de la sala—, el jefe Bleiddig y Derf el, capitán dumnonio.

Un hombre alto y delgado, de expresión preocupada y escaso pelo blanco, que estaba sentado a una mesa escribiendo en un pergamino, se levantó entonces. Un sopío de aire movió el pergamino y el hombre se apresuró a sujetarlo por las esquinas con cuernos de tinta y piedras de serpiente.

—¡Ah, Bleiddig! —exclamó el rey, avanzando hacia nosotros—. Habéis regresado, veo. Bien, bien. Algunos no regresan jamás, los barcos no sobreviven. Deberíamos reflexionar sobre ello. ¿Será la respuesta naves de mayor envergadura, creéis vos? ¿O será por ventura que las construimos defectuosamente? No estoy seguro de que nuestros conocimientos de construccion naval sean adecuados, aunque nuestros pescadores juran que sí, a pesar de que algunos de ellos tampoco regresan nunca. Es un problema. —El rey Ban se detuvo en medio de la habitación y se rascó la sien, con lo que manchó de tinta un poco más, su escaso cabello—. No adivino en modo alguno una solución inmediata —anunció por fin, y entonces se quedó mirándome—. Vos sois Drivel, si no yerro.

—Derfel, lord rey —dije hincando una rodilla en el suelo.

—¡Derfel! —Pronunció mi nombre con gran asombro—. ¡Derfel! ¡Permitidme un momento de meditación! Derfel. Si vuestro nombre significa algo, supongo que debe de referirse a perteneciente a un druida. ¿Es así, Derfel?

—Merlín me crió, lord rey.

—¡Ah! ¿Sí? ¡Oh, sí, sí, ciertamente! ¡Vaya, vaya! Gran hallazgo. Hemos de hablar vos y yo. ¿Cómo se encuentra mi querido Merlín?

—Hace cinco años que no lo vemos, señor.

—¡De modo que es invisible! ¡Ja! Siempre pensé que dominaba ese truco, entre otros. Y resulta harto útil. Tengo que pedir a mis sabios que investiguen ese tema. Alzaos, alzaos, no puedo soportar que la gente se arrodille ante mí. No soy un dios, o al menos no creo serlo. —El rey me miró de arriba abajo y pareció decepcionado por lo que veía—. ¡Parecéis un franco —puntualizó con tono confuso.

—Soy dumnonio, lord rey —dije con orgullo.

—No lo dudo un momento, un dumnonio precursor de mi querido Arturo, ¿verdad? —preguntó con interés.

—No, señor —dije. ¡Qué pocos deseos tenía de que llegara ese momento!—. Arturo está rodeado de numerosos enemigos. Lucha por la supervivencia de nuestro reino y por ese motivo me ha enviado a mí con unos pocos hombres, cuantos fueron posibles, y tengo orden de escribirle y comunicarle si son necesarios más.

—Son necesarios más, en verdad que son necesarios —dijo Ban con el tono más fiero que le permitió su delicada y aguda voz—. ¡Ay de mí, sí! De modo que habéis traído a unos pocos hombres, ¿cuán pocos son unos pocos, exactamente?

—Sesenta, señor.

El rey Ban se dejó caer en una silla taraceada de marfil.

—¡Sesenta! ¡Esperaba trescientos! ¡Y a Arturo en persona! Parecéis harto joven para ser capitán de soldados —dijo, y en su voz había duda. De pronto se exaltó—. ¿He entendido correctamente? ¿Habéis dicho que sabéis escribir?

—Sí, señor.

—¿Y leer? —inquirió con vehemencia.

—Por supuesto, lord rey.

—¿Lo veis, Bleiddig? —exclamó el rey con tono triunfante, levantándose de la silla como movido por un resorte—. ¡Hay guerreros que saben leer y escribir sin menoscabo de su hombría! El conocimiento de las letras no les reduce a la condición de escribientes, mujeres, reyes o poetas, tal como vos sostenéis con tanto empeño. ¡Ja! Un guerrero que sabe leer y escribir. ¿Por ventura escribís poesía? —me pregunto.

—No, señor.

—¡Qué lástima! Somos una comunidad de poetas. ¡Somos una hermandad! Nos llamamos los fili, y la poesía es nuestra severa dueña. Por decirlo de otro modo, la poesía es nuestra misión sagrada. Tal vez os inspiréis aquí. Venid conmigo, mí sapiente Derfel.

Ban olvidó por completo la ausencia de Arturo y empezó a corretear exaltado por la habitación. Me hizo una seña para que lo siguiera y salimos por otras grandes puertas, cruzamos una habitación más reducida donde tañía el arpa otra muchacha semidesnuda como la anterior e igual de bonita y finalmente llegamos a una gran biblioteca.

Nunca hasta entonces había visto una biblioteca de verdad, y el rey Ban, alardeando de la suya, observaba mi reacción. Me quedé boquiabierto y había motivos para ello, pues todos los pergaminos estaban atados con un lazo y colocados en una especie de casillas abiertas, hechas a medida, que se apilaban una encima de otra como las celdas de un panal. Había cientos de celdas, cada cual con su pergamino y una etiqueta esmeradamente manuscrita con tinta.

—¿Qué lenguas conocéis, Derfel? —me preguntó Ban.

—La sajona, señor, y la britana.

—¡Ah! —exclamó decepcionado—. Sólo lenguas plebeyas. Por mi parte, he llegado a poseer cierto dominio del latín, el griego, el britano, naturalmente, y una iniciación al árabe. El padre Celwin, que está ahí, habla tantas como yo pero multiplicadas por diez, ¿no es cierto, Celwin?

El rey se dirigió al único ocupante de la biblioteca, un sacerdote viejo y con barba que tenía una grotesca joroba y un hábito monacal negro. El sacerdote alzó la mano en gesto de asentimiento, pero no levantó la cabeza del legajo de pergaminos que tenía encima de la mesa. Por un momento creí que el anciano tenía una bufanda de piel alrededor de la capucha del hábito, pero de pronto vi que era un gato gris, pues levantó la cabeza, me miró, bostezó y volvió a dormirse. El rey Ban pasó por alto la rudeza del sacerdote y me llevó al otro lado de las hileras de casillas para enseñarme los tesoros de su colección.

—Todo lo que hay aquí —dijo con orgullo— perteneció a los romanos que habitaron estas tierras o son regalos que mis amigos se acuerdan de enviarme. Algunos manuscritos son tan viejos que no se pueden manipular, y son los que copiamos. A ver, ¿qué es esto? ¡Ah, si! Una de las doce comedias de Aristófanes. La tengo todas, claro está. Aquí tenemos Los babilonios, una comedia en griego, jovencito.

—Con menos gracia que el pan duro —soltó el sacerdote desde la mesa.

—Y tremendamente divertida —dijo el rey Ban, impertérrito ante la falta de gentileza del sacerdote, a la que, sin duda, debía de haberse habituado—. Tal vez fuera necesario que los fili construyéramos un teatro para representarla —añadió—. ¡Ah! Esto os agradará. Ars poética, de Horacio. Esta copia la hice yo.

—Por eso es ilegible —terció de nuevo el padre Celwin.

—Obligo a todos los fili a estudiar las máximas de Horacio —me dijo el rey.

—Razón por la cual hay poetas execrables —remató el sacerdote, que no había levantado la cabeza de los pergaminos.

—¡Ah, Tertuliano! —El rey sacó un pergamino de la casilla y sopló para quitarle el polvo—. Una copia de su Apolo geticus.

—¡Basura! —exclamó Celwin—. ¡Qué lástima de tinta, con lo preciosa que es!

—¡La elocuencia misma! —exclamó el rey Ban con entusiasmo—. No soy cristiano, Derfel, pero algunos escritos cristianos rebosan de recto sentido moral.

—Nada más lejos de la verdad —insistió el sacerdote.

—¡Ah, si! Seguro que conocéis este trabajo —prosiguió el rey extrayendo otro pergamino de su casilla—, Meditaciones, de Marco Aurelio. Es una guía sin parangón, mi estimado Derfel, del modo en que el hombre debería vivir la vida.

—Perogrulladas de un romano aburridisimo escritas en un griego pésimo.

—Probablemente es la joya más grande del mundo en lo que a libros se refiere —comentó el rey con aire soñador; dejó a Marco Aurelio y sacó otro pergamino—. Esto es una gran curiosidad, ciertamente. El gran tratado de Aristarco de Samos. Sin duda lo conoceis.

—No, señor —confesé.

—Tal vez no se encuentre en la lista de lecturas imprescindibles de todas las personas —comentó el rey con tristeza—, y sin embargo, no carece de cierta gracia curiosa. Aristarco afirma, no os riáis, que la Tierra gira alrededor del Sol, y no el Sol alrededor de la Tierra. —El rey ilustró tan peregrina noción moviendo sus largos brazos en círculos de una manera harto extravagante—. Lo entendió al revés, ¿comprendéis?

—A mi me parece sensato —opinó Celwin, que seguía sin mirarnos.

—¡Y Silio Itálico! —El rey señaló varias celdillas todas llenas de pergaminos—. Mi estimado Silio Itálico. Tengo sus dieciocho volúmenes sobre la segunda guerra plúmbea. En verso, naturalmente. ¡Un auténtico tesoro!

—La segunda guerra púnica —dijo el sacerdote.

—Esta es mi biblioteca —resumió Ban con orgullo, y salimos de la estancia—, ¡la gloria de Ynys Trebes! La biblioteca y los poetas. Disculpadnos las molestias, padre.

—¿Qué molestias puede causar un saltamontes a un camello? —apostilló el padre Celwin; cerramos la puerta y seguí al rey.

Pasamos ante la arpista del pecho descubierto y volvimos con Bleiddig.

—El padre Celwin dirige un trabajo de investigación —anunció Ban con orgullo— relativo a la envergadura de las alas de los ángeles. Tal vez le pregunte acerca de la invisibilidad. Al parecer, todo lo sabe. Pero, Derfel, ¿comprendéis ahora por qué es tan importante que Ynys Trebes no sucumba? Este reducido espacio, mi querido amigo, cobija la sabiduría de nuestro mundo, recogida de entre las ruinas y de la cual nos hacemos depositarios. Me pregunto qué será un camello. ¿Sabéis vos qué es un camello, Bleiddig?

—Una clase de carbón, señor. Los herreros lo usan para fabricar el acero.

—¿Es cierto eso? ¡Qué interesante! Pero seria difícil que un saltamontes molestara al carbón, ¿no es cierto? No es probable que tal contingencia haya lugar, por tanto, ¿por qué plantearla? ¡Qué perplejidad! Tengo que preguntárselo al padre Celwin cuando esté de humor para preguntas, lo cual no sucede a menudo. Bien, jovencito, sé que habéis venido a salvarme el reino y no dudo de que estéis deseando poneros manos a la obra, pero antes debéis quedaros a cenar. Mis hijos se encuentran aquí, ¡ambos son guerreros! Tenía la esperanza de que dedicaran su vida a la poesía y al estudio, pero los tiempos demandan guerreros, ¿no es cierto? Con todo, mi amado Lanzarote tiene a los fili en tan alta estima como yo mismo, así que hay esperanzas para el futuro. —Hizo una pausa, arrugó la nariz y me sonrío con benevolencia—. Creo que debéis de estar deseando un baño.

—¿Cómo decís?

—Sí —remató Ban con decisión—. Leanor os conducirá a vuestros aposentos, os preparará el baño y os proporcionará ropa limpia.

A unas palmadas suyas, la primera arpista apareció en la puerta. Al parecer se llamaba Leanor.

Me hallaba en un palacio a orillas del mar que rebosaba de luz y belleza, poseido por la música, consagrado a la poesía y hechizado por sus habitantes, que se me antojaban procedentes de otra época y de otro mundo.

Y entonces conocí a Lanzarote.

—No sois más que un niño —me dijo Lanzarote.

—Cierto, señor —contesté.

Estaba comiendo langosta con salsa de mantequilla y creo que hasta el momento no había probado jamás bocado tan delicioso, ni después tampoco.

—Arturo nos insulta enviándonos a un simple niño —insistió Lanzarote.

—No es cierto, señor —dije, con la barba llena de mantequilla.

—¿Me acusáis de mentir? —me preguntó con exigencias el príncipe Lanzarote, Edling de Benoíc.

—Os acuso, lord príncipe —respondí con una sonrisa—, de equivocación.

—¿Sesenta hombres? —dijo en son de burla—. ¿Eso es todo lo que Arturo puede hacer por nosotros?

—Así es, senor.

—Sesenta hombres al mando de un niño —resumió Lanzarote con sarcasmo.

No debía contar él un año o dos más que yo, aunque sentía hacia el mundo el hastio propio de un hombre mucho mayor. Era impresionantemente bello, alto y bien proporcionado, con un rostro estrecho de ojos oscuros que resultaba tan impactante en su masculinidad como el de Ginebra en su femineidad, aunque Lanzarote tenía un no sé qué de serpiente en su distante forma de estar. Llevaba el oscuro cabello aceitado y peinado en rizos que se sujetaba con peinetas de oro; el bigote y la barba bien recortados y aceitados también, de forma que brillaban, y olía a espliego. Era el hombre más atractivo que había visto en mi vida, y peor aún, él lo sabia, pero me disgustó desde el primer momento. Nos conocimos en el salón de festejos de Ban, que por cierto, no se parecía a ninguno de los que yo había visto. Tenía columnas de mármol, cortinas blancas que nublaban la vista del mar y paredes lisas y revocadas, decoradas con frescos de dioses, diosas y animales fabulosos. Los sirvientes y los guardias se alineaban junto a las paredes de la hermosa habitación, iluminada por un millar de pequeños platos de bronce donde ardían mechas que flotaban en aceite; gruesos velones de cera alumbraban directamente la larga mesa, cubierta por un paño blanco que yo no cesaba de manchar de gotas de mantequilla, igual que la incómoda toga con que el rey Ban quiso que acudiera al banquete.

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