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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (40 page)

BOOK: El rey del invierno
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Galahad luchaba con nosotros. Era un gran guerrero, y cultivado por demás, pues no en vano frecuentaba la biblioteca de su padre; por las noches nos hablaba de los dioses antiguos, de las nuevas religiones, de paises extraños y de grandes hombres. Recuerdo una ocasión en que acampamos entre las ruinas de una villa. Tan sólo una semana antes era un asentamiento próspero con molino, alfarería y lechería, pero los francos habían pasado por allí y sólo quedaban ruinas humeantes, sangre derramada, muros destruidos y un pozo envenenado por los cadáveres de mujeres y niños. Pusimos centinelas en los caminos, de modo que nos permitimos el lujo de encender una hoguera para asar unas cuantas liebres y un cabritillo. Bebimos agua y fingimos que era vino.

—Falerno —dijo Galahad con aire soñador, levantando la taza de arcilla hacia las estrellas como si fuera un cáliz de oro.

—¿Quién es? —preguntó Culhwch.

—Mi estimado Culhwch, Falerno es un vino, el más grato de los vinos romanos.

—Nunca me ha gustado el vino —replicó Culhwch, y bostezó a lo grande—. Es bebida de mujeres. Pero la cerveza sajona... ¡Eso sí que es bebida! —Al cabo de unos minutos se quedó dormido.

Galahad no podía dormir. La fogata ardía con llamas bajas y las estrellas brillaban intensamente sobre nuestras cabezas. Una cayó describiendo una trayectoria blanca y veloz en el cielo y Galahad se santiguó, pues era cristiano y para él la caída de una estrella simbolizaba el ángel expulsado del Paraíso.

—Una vez estuvo en la tierra —dijo.

—¿A qué os referís? —pregunté.

—Al Paraíso. —Se recostó en la hierba con la cabeza apoyada en los brazos—. El Paraíso Terrenal.

—¿Os referís a Ynys Trebes?

—No, no, Derfel. Me refiero a que, cuando Dios hizo al hombre, lo puso a vivir en el Paraíso, y se me ocurre que hemos ido perdiéndolo pulgada a pulgada desde entonces. Creo que harto pronto habrá desaparecido por completo. Se acerca la oscuridad. —Guardó silencio unos momentos y de pronto se sentó otra vez, recobrada la energía merced a algún pensamiento—. Detente a pensarlo un instante. No hace ni cien años vivíamos aquí en paz; los hombres construían grandes casas. Ahora no sabemos construirlas así. Padre ha levantado una hermosa ciudadela, pero sólo con piezas sueltas de palacios antiguos vueltas a unir y remendadas con piedra. No sabemos construir como los romanos, no sabemos levantar altos y elegantes edificios. No sabemos hacer carreteras, canales ni acueductos. —Yo ni siquiera sabía qué era un acueducto, pero nada dije; Culhwch roncaba plácidamente a mi lado—. Los romanos construyeron ciudades enteras —prosiguió Galahad—, tan vastas que se tardaba una mañana entera en cruzarlas de lado a lado, andando siempre por calles bien empedradas y alineadas. Además, en aquellos tiempos uno podía viajar días y días sin salir de territorio romano, bajo la ley romana y hablando la lengua romana. Sin embargo ahora, fijaos. —Señaló hacia la noche—. No hay más que tinieblas, y las tinieblas avanzan, Derfel. La oscuridad se adueña ladinamente de Armórica. Desaparecerá Benoic, y después Brocelianda, y tras Brocelianda, Britania; se acabaron las leyes, los libros, la música, la justicia. Sólo quedarán hombres viles que planearán las muertes del día siguiente sentados alrededor de humeantes hogueras.

—No mientras Arturo viva —dije con tozudez.

—¿Un solo hombre contra la oscuridad? —preguntó Galahad con escepticismo.

—¿Acaso no fue vuestro Cristo un solo hombre contra la oscuridad? —pregunté.

Galahad meditó un momento, con la mirada fija en la fogata, que ensombrecía su vigoroso rostro.

—Cristo —dijo al cabo— era nuestra última esperanza. Nos enseñó a amarnos unos a otros, a hacer el bien entre nosotros, a dar limosna al pobre, alimentar al hambriento y vestir al desnudo. Por eso los hombres lo mataron. —Se volvió a mirarme— Creo que Cristo sabia lo que estaba por venir, y por eso prometió que si vivíamos conforme a sus enseñanzas nos reuniríamos con él en el Paraíso. Pero no en la tierra, Derfel, sino en el cielo. Allá arriba —señaló hacia las estrellas—, porque sabia que la tierra estaba condenada. Éstos son los últimos tiempos. Hasta vuestros dioses nos han abandonado. ¿No me habéis dicho vos que Merlín busca y rebusca en tierras extrañas los secretos de los dioses antiguos? ¿Y de qué servirán esos secretos? Vuestra religión murió tiempo ha, cuando los romanos arrasaron Ynys Mon, y lo único que os queda son fragmentos inconexos de sabiduría. Vuestros dioses ya no están.

—No —dije, pensando en Nimue, que sentía su presencia aunque los dioses siempre me habían parecido distantes y misteriosos.

Bel era para mi como Merlín, sólo que más lejano, indescriptíblemente grandioso y muchísimo más misterioso. Tenía de él la vaga idea de que vivía en los confines septentrionales ,y Manawydan en poniente, por donde las aguas caían sin cesar.

—Los dioses antiguos se han ido —repitió Galahad—. Nos abandonaron porque no somos dignos.

—Arturo silo es —insistí—, y también vos.

Galahad hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Soy un pecador tan vil, Derfel, que tiemblo de pensarlo.

—Pamplinas —dije, y me reí de su tono absolutamente despectivo.

—Mato, tengo deseos carnales, envidio.

Se sentía rastrero en verdad, pero Galahad, igual que Arturo, juzgaba su alma de continuo y la hallaba siempre en falta; jamás conocí un solo hombre que, siendo así, fuera feliz mucho tiempo.

—Matáis a hombres que os matarían a vos —dije, defendiéndolo.

—Que Dios se apiade de mi, porque además disfruto haciéndolo.

Se santiguó de nuevo.

—Bien, ¿y qué mal hay en tener deseos carnales?

—Que el deseo vence a la razón.

—Pero vos sois razonable.

—Pero deseo, Derfel, con toda mi alma. Hay una muchacha en Ynys Trebes, una de las arpistas de mi padre.

Sacudió la cabeza desesperanzado.

—Pero sabéis controlar vuestros deseos —dije—, de modo que podéis sentiros orgulloso.

—Me siento orgulloso, y el orgullo también es pecado.

Era inútil discutir con él, y sacudí la cabeza negativamente.

—¿Y la envidia? —dije, para completar el trío de sus pecados—. ¿A quién envidiáis?

—A Lanzarote.

—¿A Lanzarote? —No me esperaba tal respuesta.

—Porque es Edling, y yo no. Porque toma lo que desea cuando le place y no siente remordimientos. ¿Quiso a la arpista? Pues la tomó. Ella gritaba y se negaba, pero nadie osó detenerlo porque es Lanzarote.

—¿Ni siquiera vos?

—Yo lo habría matado, pero me hallaba ausente.

—¿Tampoco lo detuvo vuestro padre?

—Mi padre estaba enfrascado en sus libros. Tomaría los gritos de la muchacha por graznidos de gaviotas en el mar o por peleas entre sus fili por una metáfora.

—Lanzarote es un gusano —dije, escupiendo en el fuego.

—No —recalcó Galahad—, es sencillamente Lanzarote. Consigue lo que quiere y pasa los días preparando el modo de conseguirlo. A veces es encantador, harto convincente, y podría llegar a ser un gran rey.

—Jamás —dije con firmeza.

—Ciertamente. Si lo que quiere es poder, y así es, y si llega a recibirlo, tal vez sus apetitos se calmen. Quiere ser amado, en verdad.

—Pues lo intenta de forma harto curiosa —dije, acordándome de cómo me había hostigado en la mesa de su padre.

—Supo desde el principio que a vos no os complacería, y por eso os retó. Así, habiéndoos hecho su enemigo abiertamente podría justificar vuestra falta de afecto para con él. Sin embargo, es amable con quienes no suponen una amenaza. Puede llegar a ser un gran rey.

—Es débil —dije en son de burla.

—Y vos sois Derfel el fuerte —replicó con una sonrisa—, Derfel el que no tiene dudas. Debemos de pareceros todos harto débiles.

—No, pero si me parece que estamos todos harto fatigados y que mañana tenemos que matar francos, así que voy a dormir.

Al día siguiente dimos muerte a numerosos francos, en efecto, y luego descansamos en una plaza fuerte de Ban situada en la cima de un monte; con las heridas vendadas y habiendo afilado de nuevo las abolladas espadas, regresamos al bosque. Sin embargo, semana a semana, mes a mes, la lucha iba replegándose hacia Ynys Trebes. El rey Ban pidió auxilio a su vecino, Budic de Brocelianda, pero Budic estaba fortificando sus propias fronteras y renunció a malgastar hombres en una causa perdida. Ban llamó a Arturo de nuevo y éste le envió una nave con un puñado de hombres, mas él no acudió. La guerra contra los sajones se lo impedía. A veces teníamos noticias de Britania, aunque solían ser escasas e imprecisas; supimos que nuevas hordas de sajones intentaban colonizar la tierra media y ofrecían gran resistencia en las fronteras de Dumnonia. Gorfyddyd, una gran amenaza cuando salí de Britania, no había hecho ningún movimiento últimamente debido a una peste terrible que asolaba su país. Los viajeros decían que hasta el mismo Gorfyddyd había caído enfermo y que seguramente no llegaría a final del año. La misma enfermedad que afligía a Gorfyddyd había terminado con la vida del prometido de Ceinwyn, un tal príncipe Rheged. Ignoraba incluso que la princesa se hubiera prometido de nuevo y confieso que sentí una alegría egoísta por la muerte del príncipe Rheged, pues así no se casaría con la estrella de Powys. De Ginebra, Nimue y Merlín, nada llegué a saber.

El reino de Ban se desmoronaba. El último año faltaron brazos para recoger la cosecha, y al llegar el invierno hubimos de refugiarnos en una fortaleza en el extremo sur del reino, sobreviviendo de carne de venado, raíces, bayas y aves silvestres. De vez en cuando hacíamos una incursion en territorio franco, pero éramos como avispas empecinadas en matar a un toro a picotazos, pues los francos se multiplicaban por doquier. Sus hachas levantaban ecos en los bosques durante el invierno, a medida que limpiaban terrenos para levantar casas de labor y nuevas empalizadas de troncos limpiamente cortados que brillaban al pálido sol invernal.

A principios de la primavera hubimos de retirarnos ante un ejército de guerreros francos. Llegaron tocando tambores bajo enseñas hechas de cuernos de toro ensartadas en mástiles. Vi una línea de combate de más de doscientos hombres y comprendí que nuestros cincuenta supervivientes no podrían romperla jamás, de modo que, flanqueados por Galahad y Culhwch, nos batimos en retirada. Los francos se burlaron con ganas y nos persiguieron lanzándonos una lluvia de jabalinas.

No quedó gente en el reino de Benoic. La mayoría había huido a Brocelianda, donde prometían tierras a cambio de servicios de guerra. Los antiguos asentamientos romanos fueron abandonados y las malas hierbas inundaron los campos. Los dumnonios marchamos al norte arrastrando las lanzas a defender el último bastión del reino de Ban: la propia Ynys Trebes.

Los refugiados atestaban la ciudad insular. Cada casa alojaba a veinte. Los niños lloraban y menudeaban las peleas familiares. Algunos fugitivos escapaban en pequeñas naves pesqueras hacia el oeste, en dirección a Brocelianda, o hacia el norte, en dirección a Britania, pero no había embarcaciones suficientes y, cuando los ejércitos francos aparecieron en la costa frente a la isla, Ban ordenó que las naves restantes permanecieran ancladas en Ynys Trebes, en el pequeño puerto de difícil acceso. Deseaba mantenerlas allí para aprovisionar a la guarnición cuando comenzara el sitio, pero los patronos de barco son de carácter tozudo y, cuando supieron de la orden, muchos levaron anclas y huyeron hacia el norte de vacio. Sólo quedó un puñado de embarcaciones.

Lanzarote fue nombrado comandante de la ciudad y las mujeres lanzaban vivas a su paso por la calle que la circundaba. Los ciudadanos creían que a partir de ese momento todo marcharía bien, pues el más grande soldado se pondría al mando.

Lanzarote aceptó la adulación con dignidad y pronunció discursos en los que prometió construir un nuevo terraplén para Ynys Trebes con los cráneos de los francos muertos. Ciertamente, el príncipe tenía aspecto de héroe, ataviado con cota de escamas con las placas esmaltadas de un blanco deslumbrante, de forma que refulgía al sol de la temprana primavera. Lanzarote decía que la cota había pertenecido a Agamenón, un héroe de la antigúedad, aunque Galahad me dio fe de que era de factura romana. Lanzarote calzaba botas de cuero rojo, cubriase con manto azul oscuro y ceñía al costado, colgada del tahalí bordado que le regalara Arturo, la espada Taniiadwyr, asesina brillante. El yelmo era negro, coronado por unas alas abiertas de águila marina.

—Para huir volando —comentó Cavan, mi adusto irlandés, con tono zahiriente.

Lanzarote convocó un consejo de guerra en la alta estancia próxima a la biblioteca de Ban, donde siempre soplaba el viento. La marea estaba baja y el mar habíase retirado de los bancos de arena de la bahía, donde varios grupos de francos buscaban un camino hacia la ciudad. Galahad había colocado indicaciones falsas por la bahía con la intención de llevar al enemigo a las arenas movedizas o a los arenales que primero quedarían aislados tan pronto como la marea comenzase a anegar las playas. Lanzarote, dando la espalda al enemigo, nos contó sus planes estratégicos. Su padre y su madre, sentados uno a cada lado del príncipe, sonreían ante la sagacidad del hijo.

Lanzarote anunció que la defensa de Ynys Trebes era sencilla. Lo único que teníamos que hacer era defender las murallas de la ínsula, nada más. Los francos poseían pocas embarcaciones y no

eran seres voladores, de forma que sólo caminando se acercarían a Ynys Trebes, y éso sólo con la bajamar y habiendo descubierto previamente el camino correcto. Llegarían cansados a la ciudad, e incapaces en cualquier caso de trepar por las murallas.

—Defended las murallas —dijo Lanzarote— y estaremos a salvo. Tenemos embarcaciones que nos aprovisionarán. ¡Ynys Trebes no ha de caer jamás!

—¡Cierto! ¡Cierto! —exclamó el rey Ban, animado por el optimismo de su hijo.

—¿Con qué víveres contamos? —preguntó Culhwch con un gruñido.

—Con la totalidad del mar —dijo Lanzarote, mirándolo con desdén—; en el mar abunda el pescado. Esas cositas brillantes, lord Culhwch, que tienen cola y aletas. Se comen.

—Lo ignoraba —contestó Culhwch, impertérrito—, he estado ocupado matando francos.

Algunos soldados rieron discretamente. Había un puñado que, como nosotros, había participado en las luchas de tierra firme, pero los demás eran partidarios del príncipe Lanzarote y acababan de recibir, con vistas al sitio, nombramiento de capitanes. Boores, primo de Lanzarote, era el paladín de Benoic y comandante de la guardia de palacio. Al menos él había visto la lucha de cerca y habiase ganado cierta fama en el campo de batalla, aunque en esos momentos, repantigado, en uniforme romano y con el negro cabello aceitado y pegado al cráneo, igual que su primo Lanzarote, parecía hastiado de todo.

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