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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (36 page)

BOOK: El rey del invierno
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—Una pieza burda, ¿no te parece? —me preguntó.

—El príncipe Arturo piensa que es bella, señora, y digna de vos.

—Mi querido Arturo —comentó como al descuido, escogió el busto de un hombre feo, de expresión ceñuda, y le colocó el collar al cuello—. Así está mejor —dijo refiriéndose al busto—. Le llamo Gorfyddyd porque se parece un poco a él, ¿no crees?

—Si, señora.

Ciertamente, la cara amarga y desdichada del busto recordaba a Gorfyddyd.

—Gorfyddyd es un animal —dijo Ginebra—. Quiso robarme la virginidad.

—¿Eso es cierto? —logré decir tras recobrarme de tamaña revelación.

—Lo intentó pero no lo consiguió —ratificó con firmeza—. Estaba borracho, me besuqueaba por todas partes, me dejó llena de babas, hasta aquí —dijo, señalándose los senos. Llevaba una sencilla enagua de lino que le caía recta desde los hombros hasta los pies. A fe mía que debía ser de un paño carísimo, pues era de una sutileza tan atractiva que, si miraba a Ginebra con atención, cosa que procuré evitar en lo posible, su cuerpo desnudo se insinuaba bajo los delicados pliegues de la tela. Llevaba en el cuello un ciervo de oro con la luna creciente, pendientes de gotas de ámbar engarzadas en oro en las orejas y, en la mano izquierda, un anillo de oro con el oso de Arturo cortado por una cruz de amante—. Me besuqueaba con su boca babosa —prosiguió encantada— cuando terminó, o mejor dicho, cuando dejó de intentarlo y de balbucear que iba a convertirme en su reina y que seria la mujer más rica de Britania, me fui a ver a Iorweth para que me hiciera un conjuro contra un amante no deseado. No le dije al druida que se trataba del rey, claro está, aunque seguramente no habría importado porque Iorweth era capaz de cualquier cosa a cambio de una sonrisa; así pues, preparóme el conjuro y yo lo enterré. Luego, por medio de mi padre hice saber a Gorfyddyd que había enterrado un conjuro contra la hija de un hombre que había intentado violarme. Gorfyddyd comprendió de quién se trataba y, como adora a su insípida pequeña Ceinwyn, no volvió a molestarme. —Soltó una carcajada—. ¡Qué necios son los hombres!

—Excepto el príncipe Arturo —dije con firmeza, procurando no olvidar el título que Ginebra insistía en adjudicarle.

—Lo suyo con las joyas es necedad —dijo secamente, y fue entonces cuando me preguntó si me había enviado a espiarla.

Seguimos paseando por entre las columnas. Estábamos solos. Un guerrero llamado Lanval, comandante de la guardia de la princesa, quiso dejar a sus hombres en el recinto, pero Ginebra le pidió que los despidiera.

—Que murmuren de nosotros —comentó risueña, aunque después frunció el ceño—. A veces tengo la impresión de que Lanval está aquí para espiarme.

—Lanval tal sólo cuida de vos, señora, pues de vuestra seguridad depende la felicidad del príncipe Arturo, y de su felicidad depende todo un reino.

—Muy bonito, Derfel. Me gusta —dijo, con retintín de burla.

Seguimos caminando. Bajo la sombra que ofrecían las columnas como refugio contra el calor del sol, un cuenco lleno de agua y pétalos de rosa esparcía un agradable perfume—. ¿Deseas ver a Lunete? —me preguntó súbitamente.

—No creo que ella desee verme a mí.

—Probablemente. Pero no estáis casados, ¿verdad?

—No, señora, no nos hemos casado.

—Entonces, poco importa, ¿no crees? —me preguntó, aunque no especificó qué era lo que dejaba de importar, ni yo se lo pregunté—. Quería verte, Derfel —me dijo con gran interés.

—Me halagáis, señora.

—¡Tus palabras son cada vez más bellas! —exclamó, aplaudiendo; acto seguido arrugó la nariz—. Dime, Derfel, ¿te lavas alguna vez?

—Si, señora —contesté sonrojado.

—Apestas a cuero, sangre, sudor y polvo. Un aroma bastante agradable en algunas ocasiones, pero no ahora. Hace demasiado calor. ¿Te gustaría que mis damas te dieran un baño? Lo hacemos al estilo romano, con abundante vapor y estropajo. Resulta agotador.

Me alejé un paso de ella deliberadamente.

—Ya buscaré un arroyo, señora.

—Sin embargo, quería verte —repitió. Se acercó a mi de nuevo e incluso me tomó del brazo—. Háblame de Nimue.

—¿De Nimue? —pregunté desconcertado.

—¿Sabe hacer magia, en verdad? —inquirió, vivamente interesada. La princesa era de la misma estatura que yo y su rostro, hermoso y de pómulos altos, me miraba muy de cerca. Tanta proximidad me producía una gran perturbación, comparable a la ofuscación de los sentidos que causa el brebaje de Mitra. Su cabello rojo olía a perfume y sus deslumbrantes ojos verdes, enmarcados con una raya de resma y hollín de bujía, parecían aún más grandes—. ¿Sabe hacer magia? —preguntó de nuevo.

—Creo que si.

—¡Crees! —Se alejó de mi decepcionada—. ¿Sólo lo crees?

Noté pulsaciones en la cicatriz de la mano izquierda y no supe qué decir. Ginebra se reía.

—Dime la verdad, Derfel. ¡Necesito saberlo! —Volvió a tomarme del brazo y me llevó un poco más lejos—. Ese espantoso obispo Sansum quiere convertirnos a todos en cristianos, y no estoy dispuesta a consentirlo. Pretende hacernos sentir culpables a todas horas y no dejo de decirle que nada tengo de qué arrepentirme; pero el poder de los cristianos va en aumento. ¡Están levantando una nueva iglesia aquí! Y algo peor aún. ¡Ven! —Impulsivamente, dio media vuelta y batió palmas. Varios esclavos acudieron al punto y Ginebra ordenó que le trajeran el manto y los perros—. Voy a enseñarte una cosa, Derfel, para que veas con tus propios ojos lo que ese obispo malvado está haciendo a nuestro reino.

Se abrochó el manto de lana malva para ocultar la fina enagua de lino y tomó las correas de un par de mastines, que jadeaban a su lado con las largas lenguas colgando entre sus afilados dientes. Se abrieron de par en par las puertas de la villa y salimos a la calle mayor de Durnovaria seguidos por dos esclavos y con una guardia de cuatro hombres que formó apresuradamente a nuestro alrededor; la calle estaba muy bien pavimentada con grandes piedras y sumideros que recogían el agua de lluvia y la llevaban al río, que pasaba por el este de la ciudad. En los grandes escaparates de las tiendas había todo tipo de mercancías: calzado, carnes, sal, alfarería... Algunas casas se habían derrumbado pero la mayoría estaban bien conservadas, debido tal vez a la prosperidad que había aportado la presencia de Ginebra y Mordred. Naturalmente no faltaban mendigos, que se acercaban arrastrándose sobre sus muñones, procurando evitar los golpes de lanza de los guardias, a recoger las monedas de cobre que los dos esclavos de Ginebra iban distribuyendo. Ginebra avanzaba impertérrita, con el cabello rojo expuesto al sol, sin inmutarse por la expectación que causaba su presencia.

—¿Ves aquella casa? —me preguntó señalando hacia un elegante edificio de dos pisos que se levantaba en la parte norte de la calle—. Ahí vive Nabur, y ahí es donde nuestro pequeño rey se tira pedos y vomita. —Se estremeció—. Mordred es un niño particularmente repugnante. Cojea y jamás deja de gritar. ¡Escucha! ¿No lo oyes? —Ciertamente, oi el llanto de un niño, aunque no había forma de saber si se trataba de Mordred o no—. Bien; ven por aquí.

Se abrió paso entre una multitud que la admiraba desde un lado de la calle; después subió un montón de cascotes que se levantaba cerca de la bonita casa de Nabar.

La seguí hasta un solar en construcción, o mejor dicho, un lugar donde estaban derrumbando un edificio y levantando otro sobre los mismos cimientos. El edificio que estaban echando abajo era un templo romano.

—Aquí adoraban a Mercurio —dijo Ginebra—, pero ahora tendremos un templo dedicado a un carpintero muerto. Pero ¿cómo podrá un carpintero muerto procurarnos buenas cosechas? ¡Dime! —Las últimas palabras, aunque ostensiblemente dirigidas a mi, fueron pronunciadas en voz tan alta que molestaron al grupo de obreros cristianos que trabajaba en su nueva iglesia. Algunos colocaban piedras, otros azolaban las jambas de las puertas y otros tiraban abajo los muros antiguos para extraer material con que levantar los nuevos—. Si necesitáis un tugurio para vuestro carpintero —dijo Ginebra con voz vibrante—, ¿por qué no lo alojáis sin más en el edificio antiguo? Se lo pregunté a Sansum, pero dice que todo debe ser nuevo, de forma que sus caros cristianos no hayan de respirar el mismo aire respirado antes por paganos; por tamaño desatino eliminamos lo antiguo, que era exquisito, y levantamos una construcción espantosa a base de piedra mal revestida y sin gracia alguna. —Escupió al suelo para ahuyentar el mal—. ¡Dice que es una capilla para Mordred. ¿Puedes creerlo? Está decidido a convertir al niño lisiado en un cristiano quejumbroso, y, piensa hacerlo en este lugar abominable.

—¡Querida señora! —El obispo Sansum salió de detrás de uno de los muros nuevos, que verdaderamente estaban revocados con mal gusto, comparados con el esmerado trabajo de los restos del templo antiguo. Sansum llevaba manchada de polvo blanco la negra sotana, y también el hirsuto cabello—. Vuestra graciosa presencia nos honra altamente, señora —dijo inclinándose ante ella.

—No te hago ningún honor, gusano. He venido a mostrar a Derfel la carnicería que estáis perpetrando. ¿Cómo podéis adorar en semejante lugar? —Señaló despectivamente la iglesia a medio construir—. De la misma forma podríais hacerlo en una cuadra de vacas.

—Nuestro amado Señor nació en un establo, señora, de modo que mucho me congratula que nuestra humilde iglesia os recuerde a un refugio de ganado.

Volvió a inclinarse ante ella. Unos cuantos albañiles, reunidos en el extremo opuesto de la edificación, entonaron un himno sagrado para protegerse de la torva presencia de paganos.

—Ciertamente, suena como un establo de vacas —replicó Ginebra secamente; pasó ante eí sacerdote y, pisando cascotes, se acercó a una cabaña de madera levantada contra una de las paredes de piedra y ladrillo de la casa de Nabur. Soltó a los perros y los dejó correr a su gusto—. ¿Dónde está la estatua, Sansum? —preguntó con orgullo al tiempo que abría la puerta de la cabaña de un puntapié.

—¡Ay, graciosa señora! Quise salvarla para vos, pero nuestro bendito señor ordenó que fuera fundida, para los pobres, ¿comprendéis?

—¡Bronce! —exclamó, volviéndose al sacerdote con fiereza—. ¿De qué sirve el bronce a los pobres? ¿Acaso lo comen? —Me miró—. Una estatua de Mercurio, Derfel, alta como un hombre alto, maravillosamente cincelada. ¡Una auténtica obra de arte de los romanos, no de los britanos! Pero ya no existe, la han fundido en un horno cristiano porque vosotros —dijo, mirando de nuevo a Sansum con verdadero desprecio— no podéis soportar la belleza. Os asusta la belleza. Sois como larvas que destrozan los árboles sin saber lo que hacen. —Entró en la cabaña agachando la cabeza; allí guardaba Sansum los objetos de valor que encontraba entre los restos del templo. Salió de nuevo con una pequeña estatua de piedra y la lanzó a las manos de un guardia—. No es gran cosa, pero al menos se libra de una larva carpíntera nacida en una cuadra de vacas.

Sansum, sin dejar de sonreír a pesar de los insultos, me preguntó por la marcha de la guerra en el norte.

—Vamos ganando poco a poco —dije.

—Decid a Arturo, príncipe y señor mío, que ruego por él.

—Ruega por sus enemigos, sapo —terció Ginebra—, tal vez así ganemos más presto. —Se quedó mirando a sus dos perros, que en ese momento orinaban contra las paredes de la nueva iglesia—. Cadwy hizo una incursión hacia aquí el mes pasado —me dijo—, y se acercó mucho.

—A Dios gracias, nos libramos —añadió piadosamente el obispo Sansum.

—Pero no gracias a ti, miserable gusano —dijo Ginebra—. Los cristianos huyeron, se levantaron la faldas y echaron a correr hacia el este. Los demás nos quedamos, y Lanval, gracias a los dioses, expulsó a Cadwy. —Escupió hacia la nueva iglesia—. Más adelante seremos liberados de nuestros enemigos y, cuando tal cosa ocurra, Derfel, haré derrumbar esa cuadra de vacas para construir un templo digno de un verdadero dios.

—¿Un templo a Isis? —preguntó Sansum maliciosamente.

—Cuidado, sapo —le advirtió Ginebra—, pues mi diosa gobierna la noche y podría despojarte de tu alma para divertirse. Aunque sólo los dioses saben de qué serviría a nadie un alma tan miserable. ¡Vamos, Derf el!

Recogimos a los dos mastines y volvimos a subir la cuesta. Ginebra temblaba de ira.

—¿Has visto lo que está haciendo. ¡Arrasa lo antiguo! ¿Por qué? Para imponernos sus mezquinas y vulgares supercherías. ¿Por qué no puede dejar en paz las cosas antiguas? A nosotros no nos importa que unos necios quieran adorar a un carpintero, ¿por qué ha de preocuparle a él a quién adoremos nosotros? Cuantos más dioses haya, mejor, digo yo. ¿Por qué exaltar a un dios ofendiendo a otro? No tiene sentido.

—¿Quién es Isis? —pregunté al entrar por las puertas de la villa; ella me miro con picardía.

—¿Por ventura no es ésa una pregunta de mi querido esposo?

—Sí —dije.

—¡Bien hecho, Derfel! —dijo riéndose—. La verdad siempre asombra. De modo que a Arturo le preocupa mi diosa.

—Le preocupa porque Sansum le molesta con cuentos de misterios.

Se quitó el manto y lo dejó caer sobre el embaldosado para que lo recogiera un esclavo.

—Dile a Arturo que no hay de qué preocuparse. ¿Duda acaso de mi afecto?

—Os adora —dije con tacto.

—Y yo a él. —Me sonrió—. Diselo así, Derfel —añadió con ternura.

—Lo haré; señora.

—Y dile que no hay por qué preocuparse por Isis. —Me tomó la mano impulsivamente—. Ven —me dijo, igual que antes, cuando me llevó al templo cristiano; en esta ocasión la seguí por el patio, saltando por encima de los canales hasta una puerta pequeña situada en la arcada del fondo—. Aquí —dijo, y me soltó la mano para abrir la puerta—, éste es el templo de Isis que tanto preocupa a mi amado señor.

—¿Pueden entrar hombres? —pregunté, vacilante.

—Durante el día sí, mas no por la noche. —Agachó la cabeza para entrar y apartó una gruesa cortina de lana colgada a la misma entrada. La seguí y, al pasar al otro lado de la cortina, me encontré en un recinto negro, sin luz—. No te muevas de donde estás —me advirtió; al principio pensé que se trataría de un precepto de Isis; cuando la vista se me acostumbró a la densa oscuridad, vi que me había hecho detener para evitar que cayera en el estanque de agua que ocupaba el centro. Sólo entraba algo de luz por los bordes de la cortina de la puerta, pero al cabo de un rato percibí una luz gris que se colaba por el otro extremo de la estancia; después Ginebra empezó a retirar una a una varias capas de cortinajes negros que colgaban de un mástil sujeto con abrazaderas; eran tan gruesas que ni la menor luz habría podido filtrarse a través de las capas superpuestas. Detrás de los cortinajes, amontonados ahora en el suelo, había unos postigos que Ginebra abrió de par en par; la luz entró a chorros.

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