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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (46 page)

BOOK: El rey del invierno
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Se fue al otro lado de la sala y se acercó a uno de los poetas de la reina Elaine.

—Fuera lo viejo, viva lo nuevo, ¿eh? —dijo el obispo Bedwin, que apareció a mi lado de pronto.

—He envejecido tanto que me sorprende que Lunete me haya reconocido —dije con amargura.

Bedwin sonrió y me llevó al patio, que estaba vacio.

—Merlín vino con vosotros —dijo, no preguntando, sino afirmando.

—Si, señor.

Le conté que Merlín me había dicho que salía un momento y volvía enseguida.

—Le gusta esa clase de juegos —comentó el obispo, meneando la cabeza con desazón—. Cuéntame más cosas.

Le conté cuanto sabía. Paseamos por la terraza superior, una vuelta tras otra, entre el humo de las antorchas chorreantes. Le hablé del padre Celwin y de la biblioteca de Ban, le conté la verdadera versión del sitio de Ynys Trebes y le dije la verdad sobre Lanzarote; para terminar, le describí el pergamino de Caleddin que Merlín había cogido de la ciudad caída.

—Dice Merlín que contiene la sabiduría de Britania.

—Ruego a Dios que así sea, y que Dios me perdone —contesto Bedwin—. Necesitamos ayuda.

—¿Tan mal están las cosas?

Bedwin se encogió de hombros, parecióme viejo y fatigado. Tenía el cabello y la barba ralos, y el rostro más alargado de lo que recordaba.

—Supongo que podrían estar peor —dijo—, pero desgraciadamente, no mejoran. Todo sigue más o menos igual que cuando te fuiste, salvo que Aelle se hace más y más fuerte, tanto que hasta se atreve a llamarse el Bretwalda. —Tamaña barbaridad le hizo estremecer. Bretwalda era un título sajón que significaba soberano de Britania—. Ha conquistado todas las tierras entre Durocobrivis y Corinium, y se habría apoderado también de ambas plazas de no haber comprado nosotros la paz con el último oro que nos quedaba. Además, en el sur está Cerdic, y demuestra mayor crueldad que Aelle.

—¿Aelle no ataca Powys? —pregunté.

—Gorfyddyd le pagó con oro, igual que nosotros.

—Tenía entendido que Gorfyddyd estaba enfermo.

—La peste terminó, como todas las pestes. Gorfyddyd sanó y ahora comanda a los hombre de Elmet, además de a las fuerzas de Powys. Y lo hace mejor de lo que nos temíamos, aguijoneado por el odio, tal vez. Ya no bebe como antaño y ha jurado cobrarse la cabeza de Arturo en venganza, por el brazo que perdió, y lo que es peor aún, Gorfyddyd está logrando lo que tanto ansiaba Arturo: la unión de las tribus; desgraciadamente, las une contra nosotros en vez de contra los sajones. Paga a los silurios de Gundleus y a los irlandeses Escudos Negros para que ataquen nuestras costas y soborna al rey Mark para que preste ayuda a Cadwy; me atrevería a decir incluso que ahora está reuniendo dinero para pagar a Aelle si rompe la tregua con nosotros. Gorfyddyd asciende y nosotros caemos. En Powys lo llaman rey supremo. Además, su heredero es Cuneglas, mientras que el nuestro es un pobre tullido, y menor de edad todavía. Gorfyddyd arma un ejército y nosotros sólo disponemos de bandas guerreras. Tan pronto como se recoja la cosecha de este año, Derfel, Gorfyddyd vendrá al sur con los hombres de Elmet y Powys. Dicen que será el mayor ejército que se haya visto en Britania; así pues, no es de extrañar que algunos digan —bajó la voz— que deberíamos hacer la paz en las condiciones que nos piden.

—¿Qué condiciones son ésas?

—Sólo una, la muerte de Arturo. Gorfyddyd jamás le perdonará por haber despreciado a Geinwyn. Y no se le puede culpar. —Bedwin se encogió de hombros y dio unos pasos más en silencio—. El verdadero peligro —prosiguió— estriba en que Gorfyddyd encuentre el dinero suficiente para convencer a Aelle de que vuelva a la guerra. Nosotros no podemos pagar más a los sajones, no nos queda nada, el tesoro está vacío. ¿Quién va a pagar impuestos a un régimen moribundo? Y tampoco podemos destinar lanceros a recoger los impuestos.

—Allí hay mucho oro —dije, señalando con la cabeza hacia el salón, donde el jolgorio iba en aumento—. Lunete llevaba mucho encima —añadí con resentimiento.

—Las damas de la princesa Ginebra —comentó Bedwin amargamente— no están obligadas a contribuir a la guerra con sus joyas. Y aunque lo hicieran, dudo de que hubiera suficiente para sobornar otra vez a Aelle. Si en verdad nos ataca en otoño, Derfel, todos aquellos que desean la vida de Arturo no la pedirán en susurros, sino que vociferarán su demanda desde las murallas. Claro que Arturo podría marcharse, sencillamente. Podría volver a Brocelianda, supongo; Gorfyddyd se ocuparía entonces de Mordred y quedaríamos reducidos a la condición de reino vasallo bajo el poder de Powys.

Yo caminaba en silencio. No tenía idea de que la situación fuera tan desesperada. Bedwin sonrió con tristeza.

—Así que, amigo mío, parece que has salido del fuego para caer en las brasas. Habrá trabajo para tu espada, Derfel, y descuida que será pronto.

—Me gustaría ir a visitar Ynys Wydryn —dije.

—¿Para reencontrarte con Merlín?

—No, con Nimue.

Bedwin se detuvo en seco.

—¿Es que no te lo han dicho?

Algo frío me rozó el corazón.

—No me han contado nada; creí que estaría aquí, en Durnovaría.

—Estuvo aquí, sí. La princesa Ginebra mandó a buscarla. Mucho me sorprendió que acudiera, pero acudió. Debes comprender, Derfel, que Ginebra y el obispo Sansum... ¿te acuerdas de él? No podrías olvidarlo, seguro...; en fin, Ginebra y Sansum no se entienden. Nimue fue el arma de Ginebra. Dios sabrá qué esperaría la reina de ella, pero Sansum no esperó a averiguarlo; empezó a predicar contra ella acusándola de bruja. Me temo que algunos de mis cristianos no practican la caridad, y Sansum decía que debía morir lapidada.

—¡No! —exclamé horrorizado.

—¡No, no! —Levantó una mano para calmarme—. Ella también luchó, trajo paganos de los pueblos a la ciudad. Saquearon la iglesia de Sansum, se produjeron disturbios y murieron doce personas, aunque ni ella ni Sansum sufrieron daño alguno. La guardia del rey temió que fuera un ataque a Mordred. No lo era, claro está, pero eso no impidió que echaran mano a las lanzas. Después, Nabur, el magistrado responsable del rey, tomó presa a Nimue y la declaró culpable de iniciar la revuelta. ¡Cómo no, siendo cristiano! El obispo Sansum exigió pena de muerte, la princesa Ginebra exigió que fuera puesta en libertad y mientras duraba la disputa, Nimue se pudría en los calabozos de Nabur. —Bedwin hizo una pausa y vi en su cara que lo peor estaba aún por llegar—. Enloqueció, Derfel —prosiguió al fin— Fue como enjaular a un halcón, ¿comprendes? Y se rebeló contra los barrotes. Se volvió loca de atar, gritaba y gritaba y nadie podía detenerla.

Sabía lo que iba a decirme a continuación y sacudí la cabeza.

—No —dije.

—La isla de los Muertos —me dio por fin la horrenda noticia—. No les quedó otro remedio.

—¡No! —exclamé otra vez; Nimue estaba en la isla de los Muertos, perdida entre los irrecuperables, no podía soportar la sola idea de semejante destino—. Ha recibido la tercera herida —dije en voz baja.

—¿Cómo? —preguntó Bedwin, colocándose la mano tras la oreja.

—Nada. ¿Vive aún?

—¿Quién sabe? Nadie va allí, y el que va no regresa.

—¡Entonces es allí adonde Merlín ha ido! —exclamé aliviado.

Sin duda Merlín se habría enterado de la noticia cuando hablaba con el hombre al fondo del patio, y él era capaz de hacer lo que nadie más haría. La isla de los Muertos no encerraba horrores para él. ¿Qué otra cosa le habría hecho desaparecer tan precipitadamente? Pensé que al cabo de un día o dos reaparecería en Durnovaria con Nimue, rescatada y repuesta. No podía ser de otra forma.

—Roguemos a Dios por que así sea —dijo Bedwin—, por el bien de Nimue.

—¿Qué ha sido de Sansum? —pregunté, con deseos de venganza.

—No recibió castigo oficial; pero Ginebra convenció a Arturo de que le retirase la capellanía de Mordred. Después, murió el anciano que administraba la capilla del Santo Espino de Ynys Wrydyn y logré convencer al joven obispo de que tomara él el relevo. No le agradó, pero sabía que se había forjado muchas enemistades en Durnovaria y finalmente aceptó. —La complacencía de Bedwin en la derrota de Sansum era evidente—. No hay duda de que aquí ha perdido influencia, y no creo que vuelva. A menos que sea mucho más sutil de lo que pienso. Naturalmente, él es uno de los que murmuran que Arturo debería ser sacrificado. Y Nabur también. En nuestro reino existe una facción que apoya a Mordred, Derfel, y se preguntan por qué hemos de luchar por Arturo.

Evité pisar el vómito que un soldado borracho, salido del salón, había arrojado en el suelo. El hombre protestó, me miró y volvió a vomitar.

—¿Quién, sino Arturo, podría gobernar Dumnonia? —pregunté a Bedwin, alejados ya del soldado borracho.

—Buena pregunta, Derfel, ¿quién? Gorfyddyd, claro está, o su hijo Cuneglas. Algunos dicen que Gereint, pero él no lo desea. Nabur incluso habló de mí. No dijo nada concreto, claro está, sólo alguna insinuación. —Bedwin soltó una risita burlona—. ¿De qué serviría yo ante nuestros enemigos? Necesitamos a Arturo. Nadie sino él habría sido capaz de contener semejante circulo de enemigos durante tanto tiempo, pero la gente no lo entiende, Derfel. Le culpan del caos, pero si hubiera cualquier otro en el poder, el caos sería aún mayor. Somos un reino sin un rey de verdad, por eso cualquier valentón ambicioso pone el ojo en el trono de Mordred.

Me detuve junto al busto de bronce que tanto se parecía a Gorfyddyd.

—Si Arturo hubiera desposado a Ceinwyn... —dije, pero Bedwín me interrumpió.

—Sí, si, Derfel. Si el padre de Mordred no hubiera muerto, o sí Arturo hubiera matado a Gorfyddyd en vez de cortarle sólo un brazo, todo seria diferente. La historia no es sino una cadena de síes. Tal vez tengas razón, tal vez si Arturo hubiera desposado a Ceínwyn, ahora estaríamos en paz y quizá la cabeza de Aelle estuviera clavada en una lanza en Caer Cadarn, pero ¿cuánto tiempo crees que Gorfyddyd habría soportado el éxito de Arturo? Y, sobre todo, no te olvides de por qué Gorfyddyd se avino a la idea del matrimonio.

—¿Por la paz?

—Ni mucho menos. Gorfyddyd permitió que su hija se prometiera porque creía que el hijo de ella, es decir, su nieto, reinaría en Dumnonia, y no Mordred. Creí que estaba claro como el agua.

—Para mi no —dije, pues cuando estuve en Caer Cadarn y Arturo enloqueció de amor yo no era sino un simple lancero de la guardia, no un capitán con motivos para especular sobre los móviles de reyes y príncipes.

—Necesitamos a Arturo —repitió Bedwin, mirándome a los ojos—, y si él necesita a Ginebra, pues que así sea. —Encogióse de hombros y siguió caminando—. Me habría complacido más que desposara a Ceinwyn, pero la elección y el tálamo no son de mi competencia. Ahora, la pobre doncella habrá de casar con Gundleus.

—¡Con Gundleus! —exclamé, en voz tan alta que asusté al soldado mareado, el cual protestó desde el charco de vómitos—. ¿Ceinwyn con Gundleus?

—La ceremonia de compromiso se celebra dentro de dos semanas —respondió Bedwin con calma— durante Lughnasa. —Lughnasa era la fiesta de verano de Lleullaw, el dios de la luz, y estaba dedicada a la fertilidad; por ese motivo, todo compromiso de matrimonio celebrado durante la fiesta se consideraba muy auspicioso—. Se unirán a finales de otoño, después de la guerra. —Calló un momento, al darse cuenta de que las últimas palabras insinuaban que Gorfyddyd y Gundleus ganarían la guerra y que la ceremonia de matrimonio formaría parte de la celebración de la victoria—. Gorfyddyd ha jurado entregarles la cabeza de Arturo como regalo de boda —añadió Bedwín con pesadumbre.

—¡Pero Gundleus ya está casado! —dije, sin saber por que estaba tan indignado.

¿Seria porque recordaba la frágil belleza de Ceinwyn? Todavía llevaba su broche colgado bajo la coraza, pero me dije que la indignación no era por ella, sino sólo por lo mucho que odiaba a Gundleus.

—El hecho de estar casado con Ladwys no le privó de contraer matrimonio con Norwenna —dijo Bedwin con mucha sorna—. Dejará a Ladwys de lado, dará tres vueltas a la piedra sagrada y besará la seta mágica o lo que hagáis los paganos para divorciaros en estos días. Por cierto, ya no es cristiano. Se divorcía al estilo pagano, se casa con Ceinwyn, le hace un heredero y luego corre al lecho de Ladwys. Al parecer, así funcionan las cosas hoy en día. —Se detuvo a escuchar un momento el sonido de las risas que venían del salón—. Aunque tal vez —prosiguió—, en años venideros se nos antojen estos días los últimos de los buenos tiempos.

Un deje en el tono de voz de Bedwin hizo que me deprimiera un poco más.

—¿Estamos condenados? —le pregunte.

—Sí Aelle mantiene la tregua, es posible que duremos un año más, siempre y cuando derrotemos a Gorfyddyd. En caso contrario, roguemos por que Merlín nos haya traído una vida nueva.

Se encogió de hombros pero no pareció muy esperanzado. El obispo Bedwin no era un buen cristiano, aunque sí un hombre de buen corazón. Ahora, Sansum me dice que por bondadoso que fuese Bedwin, nada impedirá que su alma arda en el infierno. Pero aquel verano, recién llegado de Benoic, todas las almas me parecían condenadas a la perdición. La cosecha acababa de empezar y tan pronto terminara, caería sobre nosotros la acometida de Gorfyddyd.

La Isla De Los Muertos
11

Exigióme Ygraine que le mostrara el broche de Ceinwyn y, girándolo a la luz de la ventana, miró atentamente sus espirales de oro. Vi el deseo reflejado en sus ojos.

—Poseéis muchos que sobrepasan a éste en hermosura —comenté con suavidad.

—Mas no tan cargados de historia —replicó, probándose el broche sobre el pecho.

—Pero se trata de la historia de mi vida, querida reina —puntualicé—, no de la vuestra.

—Y... ¿qué fue lo que escribisteis? —preguntó sonriente—. ¿Que si yo me mostrara tan bondadosa como creéis que soy os permitiría conservarlo?

—¿Tal escribí?

—Sabíais que de ese modo me obligaríais a devolvéroslo. Sois un viejo astuto, hermano Derfel. —Me tendió el broche pero cerró la mano antes de que pudiera yo cogerlo—. ¿Será mio algún día?

—De nadie más, querida señora. Os lo prometo.

—¿Y no permitiréis que se lo apropie el obispo Sansum? —inquirió, sin soltarlo todavía.

—Jamás —respondí con fervor.

—¿Es cierto que lo llevabais bajo la cota? —preguntó al dejarlo caer en mí mano.

—En todo momento —contesté, una vez lo puse a salvo entre los pliegues del sayo.

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