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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (47 page)

BOOK: El rey del invierno
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—¡Qué lástima de Ynys Trebes! —Estaba, como de costumbre, sentada en el alféizar de la ventana que dominaba el valle de Dinnewrac; el valle se extendía a lo lejos hasta el río, crecido en esa época por las lluvias de principios de verano. Se diría que se imaginaba a los francos cruzando el vado y avanzando en tropel por las lomas—. ¿Qué fue de Leanor? —La pregunta me tomó por sorpresa.

—¿La arpista? Murió.

—¡No! ¿Acaso no me dijisteis que había escapado de Ynys Trebes?

—Así fue —asentí—, pero enfermó en su primer invierno en Britania y murio sin mas.

—¿Y qué se hizo de vuestra mujer?

—¿Mi mujer?

—La que teníais en Ynys Trebes. Dijisteis que Galahad estaba con Leanor, pero que el resto también teníais mujeres. ¿Quién era la vuestra? ¿Qué fue de ella?

—No lo sé.

—¡Oh, Derfel! ¡No es posible que significara tan poco para vos!

—Era hija de un pescador —contesté con un suspiro—. Se llamaba Pellcyn, aunque todos la llamaban Puss. Su marido había muerto ahogado un año antes de que yo la conociera. Se despeñó cuando huía hacia la nave con el grupo de supervivientes que Culhwch conducía por el sendero del risco. Llevaba en brazos a su hija de pocos meses y no pudo agarrarse a las rocas. El pánico se había apoderado de todos en la precipitación de la huida y la confusión era total, nadie tuvo la culpa.

Muchas veces pienso que de haber estado yo allí, Pellcyn no habría perdido la vida. Era una joven robusta y de ojos brillantes, risueña y bien dispuesta para cualquier trabajo por duro que fuera. Una mujer excelente. Pero si la hubiera salvado a ella, habría sido a costa de la vida de Merlín. El destino es inexorable.

—¡Cuánto me habría complacido conocer a Merlín! —exclamó Ygraine con melancolía; a fe mía que debía de estar pensando lo mismo que yo.

—Le habríais agradado, señora —dije—. Siempre fueron de su agrado las mujeres bonitas.

—¿También habría agradado a Lanzarote? —se apresuró a preguntar.

—Oh, sí

—¿No prefería a los niños?

—No, no.

Ygraine se rió. Ese día lucía un vestido bordado de lino teñido de azul, que sentaba bien a su tez clara enmarcada por la cabellera oscura. Se adornaba con dos torques de oro y una maraña de brazaletes tintineaba en su delicada muñeca. Apestaba a heces, pero tuve la delicadeza de fingir que no lo notaba, pues deduje que debía de llevar un pesario con los primeros excrementos de un recién nacido, un antiguo remedio para las mujeres estériles. Pobre Ygraine.

—Odiabais a Lanzarote —me acusó de repente.

—Profundamente.

—¡No es justo! —exclamó. Bajó de un salto del alféizar y paseó de un lado a otro por la reducida estancia—. Nadie merece que su vida sea relatada por un enemigo. ¡Imaginaos que Nwylle escribiera la mía!

—¿Quién es Nwylle?

—No la conocéis —dijo frunciendo el ceño, y supuse que era la amante de su marido—. No es justo —insistió—, porque de todos es sabido que Lanzarote era el más grande entre los guerreros de Arturo. ¡Lo sabe el mundo entero!

—Yo no.

—¡Pero debió de ser valiente!

Me quedé mirando por la ventana, tratando de pensar con ecuanimidad para encontrar algo bueno que decir de mi peor enemigo.

—Podía haber sido valiente —afirmé—, pero prefirió no serlo. Luchaba en ocasiones, aunque solía evitar la batalla porque temía que las cicatrices le deformaran el rostro, ¿comprendéis? Era vanidoso, coleccionaba espejos romanos. La estancia de los espejos del palacio de Benoic era la habitación de Lanzarote. Allí se sentaba a admirar su propia imagen repetida en todas las paredes.

—Creo que lo hacéis parecer peor de lo que era —protestó Ygraine.

—Pues creo que aún era peor —repuse. No me gusta escribir acerca de Lanzarote; su recuerdo es como una mancha en mi vida—. Por encima de todo —proseguí— era deshonesto. Mentía intencionadamente a fin de esconder la verdad sobre si mismo, pero cuando le convenía también sabia hacerse agradable a la gente. Habría sido capaz de seducir a un pez, querida señora.

Arrugó la nariz descontenta con mis palabras. Sin duda, cuando Dafydd ap Gruffud traduzca estas palabras, dará esplendor a la memoria de Lanzarote tal como a él le habría agradado. ¡Lanzarote el magnifico! ¡Lanzarote el honesto! ¡Lanzarote el bello, el bailarin, el sonriente, el ingenioso, el elegante! Era el rey sin tierra y el señor de la mentira, pero si Ygraine se sale con la suya, su recuerdo perdurará en el tiempo como parangón de los guerreros reales.

Asomóse Ygraine a la ventana en el momento en que Sansum expulsaba a un grupo de leprosos de la puerta de entrada. Arrojábales el santo varón puñados de tierra diciéndoles a gritos que se fueran al diablo, al tiempo que exhortaba a los hermanos a que le secundaran. El novicio Tudwal, que de día en día se muestra más rudo con el resto de la comunidad, bailoteaba junto a su maestro animándole. Los guardias de Ygraine, que holgazaneaban como de costumbre a la puerta de la cocina, acudieron por fin con las lanzas a librar al monasterio de mendigos enfermos.

—¿En verdad deseaba Sansum sacrificar a Arturo? —preguntó Ygraine.

—Así me lo confió Bedwin.

—¿A Sansum le gustan los muchachos, Derfel? —inquirió con picardía.

—El santo varón ama a todas las criaturas, querida reina, aun a las jovencitas que hacen preguntas impertinentes.

Sonrió sumisa y luego esbozó una sonrisa.

—A fe mía que no le gustan las mujeres. ¿Por qué no permite que ningún hermano se case? Hay monjes que se casan, pero no en este monasterio.

—El piadoso y muy estimado Sansum —le expliqué— cree que las mujeres nos distraerían de nuestro deber de adorar a Dios, del mismo modo que vos me distraéis de mis obligaciones.

Se rió, pero entonces recordó un encargo que traía y recobró la compostura.

—En la última remesa de pergaminos hay dos palabras que Dafydd no comprende y desea que se las aclaréis. Una es catamítes.

—Decidle que pregunte a otro.

—Naturalmente que preguntaré a otro —repuso indignada—. La otra es camello. Dice que no es carbón.

—Un camello es un ser mitológico, señora, con cuernos, alas, escamas, cola bífida y aliento de fuego.

—Se diría que describís a Nwylle —replicó Ygraine.

—¡Ah! ¡Los piadosos escritores trabajan! ¡Mis dos evangelistas! —exclamó Sansum irrumpiendo en la celda con las manos sucias de la tierra que había arrojado a los leprosos; miró con desconfianza el pergamino y arrugó la nariz—. ¿Qué es lo que apesta de este modo?

—Las judías del desayuno, señor obispo —respondí con cara de carnero—. Disculpadme.

—Me sorprende que toleréis su compañía —dijo Sansum a Ygraine—. ¿Y no deberíais estar en la capilla rogando a Dios que os conceda un hijo? ¿Acaso no es ése el asunto que os trae aquí?

—A fe mía que a vos no os competen mis asuntos —replicó con aspereza—. Si deseáis saberlo, obispo y señor mio, comentábamos las parábolas de Nuestro Salvador. ¿Acaso no pronunciasteis vos en una ocasión un sermón acerca de un camello y el ojo de una aguja?

—¿Y cómo se dice, apestoso hermano Derfel, camello en sajón? —preguntó Sansum con un gruñido, mirando por encima de mi hombro.

—Nwylle —respondí.

Ygraine estalló en carcajadas y Sansum la miró airado.

—¿Mi señora encuentra graciosas las palabras del Todopoderoso?

—Es que aquí me siento feliz —respondió Ygraine con humildad—, pero desearía saber qué es un camello.

—¡Eso lo sabe todo el mundo! —replicó con soma—. Un camello es un pez, ¡un pez enorme! Semejante al salmón —añadió malicioso— que vuestro esposo a veces se acuerda de enviar a estos pobres monjes.

—Haré que os envíe más —dijo Ygraine—, con la próxima remesa de pieles para Derfel, y sé que pronto enviará más, ya que el rey siente un gran interés por este Evangelio sajón.

—¿Es eso cierto? —preguntó desconfiado.

—Un enorme interés, obispo y señor mío —replicó Ygraine con firmeza.

Es una joven lista, muy lista, y bonita por demás. El rey Brochvael demuestra gran insensatez tomando una amante cuando tiene a la reina, pero los hombres siempre han sido insensatos en lo que atañe a las mujeres. O algunos lo han sido, y creo que el mayor insensato fue Arturo. Mi estimado Arturo, mi señor, mi protector, el más generoso de los hombres, cuya historia escribo.

¡Cuán ajeno me resultaba estar en casa, sobre todo porque no tenía casa propia! Poseía algunas torques de oro y otras joyas de escaso valor pero las vendí, salvo el broche de Ceinwyn, para dar de comer a mis hombres en aquellos primeros días, tras el regreso a Britania. El resto de mis bienes había quedado en Ynys Trebes engrosando el tesoro de algún franco. Así pues, era pobre, no tenía hogar ni ninguna otra cosa que ofrecer a mis hombres, ni disponía siquiera de una casa de campo en la que agasajarlos, mas todo me lo perdonaron. Eran hombres buenos que me habían jurado fidelidad. Habían dejado atrás, igual que yo, todo lo que no pudieron acarrear cuando cayó Ynys Trebes, e igual que yo, se vieron reducidos a la pobreza, pero ninguno se quejó. Cavan se limité a decir que un soldado debe aceptar tanto ser despojado como cobrar un botín, sin darle importancia. Issa, un campesino que demostró ser excelente lancero, quiso devolverme una torques de oro no muy gruesa con la que le había obsequiado. Según sus palabras, no era justo que un lancero poseyera una torques de oro cuando su capitán carecía de ella; mas no quise aceptarla e Issa se la regaló a la muchacha que había traído de Benoic, y al día siguiente ella se fugó con un sacerdote errante y su cohorte de rameras. Menudeaba esa clase de cristianos vagabundos que erraban por los campos; hacíanse llamar misioneros y solían acompañarse de un séquito de mujeres creyentes que, supuestamente, ayudaban en la celebración de los ritos cristianos, pero que en realidad, a decir de los rumores, se servían de la seducción para captar adeptos a la nueva fe.

Arturo me adjudicó una casa solariega a las afueras de Dur— novaria, hacia el norte: no en propiedad, ya que pertenecía a una heredera huérfana llamada Gyllad, sino nombrándome protector de la muchacha, cargo que, por lo general, acarreaba la ruina del custodiado y el enriquecimiento del custodio. Gyliad apenas contaba ocho años, y de haberlo deseado habría podido desposarla y disponer de sus propiedades o vender su mano a algún hombre deseoso de comprar a la novia junto con las tierras; pero en vez de proceder a la usanza, obedecí los deseos de Arturo y viví de las rentas de Gyllad permitiendo que la pequeña creciera en paz. A pesar de todo, sus parientes protestaron por mi nombramiento. La misma semana del regreso de Ynys Trebes, no transcurridos ni dos días en casa de Gyllad, uno de sus tíos, un cristiano, apeló ante Nabur, el magistrado cristiano de Durnovaria, alegando que el padre de Gyllad, antes de morir, le había prometido el cargo de guardián de su sobrina, y para conservar el regalo de Arturo hube de apostar a mis lanceros alrededor del patio. Llevaban todos los pertrechos bélicos y las puntas de sus lanzas brillaban de tan afiladas; su presencia convenció al tío y a sus aliados de que sería mejor no insistir en el pleito. Requirieron la presencia de la guardia de la ciudad, pero una mirada a mis veteranos les persuadió de que tenían trabajos más urgentes que atender. Nabur se quejó de que algunos de los soldados que habían regresado se dedicaban al bandidaje en la pacífica ciudad, pero al no presentarse mis oponentes ante el tribunal de justicia, viose obligado a fallar el juicio a mi favor. Con el tiempo me enteré de que el tío de Gyllad había pagado a Nabur previamente para que dictara el veredicto contrario, mas nunca consiguió recuperar el dinero. Nombré mayordomo de Gyllad a uno de mis hombres, Llystan, que había perdido un pie en una batalla en los bosques de Benoic, y tanto él como la heredera y sus propiedades prosperaron.

Arturo me hizo llamar a la semana siguiente. Nos reunimos a medio día en la sala de palacio donde comía con Ginebra. Ordenó que dispusieran un asiento y comida para mí. El patio exterior estaba atestado de personas con pleitos pendientes.

—Pobre Arturo —comentó Ginebra—, apenas llega a casa de visita y ya se presentan todos con quejas sobre el vecino o con súplicas para que les reduzcan la renta. ¿Por qué no acuden a los magistrados?

—Porque no tienen con qué sobornarlos —dijo Arturo.

—O no son lo bastante poderosos como para rodear su casa de guerreros con cascos de hierro —añadió Ginebra con una sonrisa para demostrarme que no desaprobaba mí accion.

No esperaba otra cosa, ya que era enemiga declarada de Nabur, caudillo de la facción cristiana del reino.

—Un gesto espontáneo de apoyo por parte de mis hombres —dije desentendiéndome, y Arturo rió.

Fue una comida agradable. Pocas ocasiones se me presentaban de estar a solas con Arturo y Ginebra, pero en esos contados momentos siempre comprobaba que ella le hacia feliz. Ginebra poseía un ingenio punzante del que Arturo carecía, aunque le gustaba, y usábalo con mesura, pues así lo prefería Arturo. Lisonjeaba a Arturo, mas también se prodigaba en buenos consejos. La constante disposición de Arturo a creer siempre lo mejor de los demás necesitaba la compensación del escepticismo de su esposa. Ginebra no parecía haber envejecido desde la última vez en que la viera tan de cerca, aunque sus ojos verdes de cazadora quizás habían adquirido una nueva sagacidad. No percibí signo alguno de su estado, el vestido verde claro caía liso sobre su vientre, ceñido con un cordón con borlas de oro a modo de cinto holgado. Llevaba al cuello la insignia del ciervo y la luna, por debajo del collar sajón con gruesos rayos de sol que Arturo le enviara desde Durocobrivis. Habíalo recibido con desdén cuando se lo presenté en su día, pero en ese momento lo llevaba con orgullo.

Durante la comida conversamos sobre asuntos triviales. Arturo deseaba saber por qué los mirlos y los tordos dejaban de cantar en verano, mas ninguno conocíamos la respuesta, ni por qué los vencejos y las golondrinas desaparecían en invierno, aunque en una ocasión Merlín me contó que viajaban hasta una gran cueva en las tierras agrestes del norte, donde permanecían durmiendo entre grandes montones de plumas hasta la primavera. Ginebra me hizo hablar de Merlín y le prometí por mi vida que el druida había regresado a Britania.

—Ha ido a la isla de los Muertos —le dije.

—¿Dónde dices que ha ido? —preguntó Arturo horrorizado.

Referí lo sucedido con Nimue y agradecí a Ginebra sus esfuerzos por librar a mi amiga de la venganza de Sansum.

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