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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (48 page)

BOOK: El rey del invierno
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—Pobre Nimue —dijo Ginebra—. Es una criatura indómita, ¿no es cierto? Me agrada, pero creo que nosotros no le agradamos a ella. ¡Somos demasiado frívolos! No logré despertar su interés por Isis. Dijo que era una diosa extranjera, escupió como un gato y murmuró una plegaria a Manawydan.

Arturo no mostró reacción alguna ante la alusión a Isis, por lo que supuse que había perdido el miedo a la extraña diosa.

—Desearía conocer mejor a Nimue —dijo.

—Así será —respondí— cuando Merlín la devuelva de entre los muertos.

—Si lo consigue —dijo escéptico—. Jamás ha regresado nadie de la isla.

—Nimue regresará —insistí.

—Es extraordinaria —terció Ginebra—. Si existe alguien capaz de sobrevivir al paso por la isla, es Nimue.

—Con ayuda de Merlín —recalqué.

Sólo al final de la comida derivamos hacia la cuestión de Ynys Trebes, y aun entonces Arturo tuvo buen cuidado de evitar el nombre de Lanzarote. En cambio, lamentó no tener con qué recompensar mis esfuerzos.

—Estar en casa es recompensa bastante, lord príncipe —dije utilizando el tratamiento preferido de Ginebra.

—Al menos puedo nombrarte lord —dijo Arturo—. De ahora en adelante serás llamado lord Derfel.

Reí, no porque no lo agradeciera, sino porque la recompensa del título guerrero de lord parecía exceder mis virtudes. Me sentía por demás orgulloso: un hombre era llamado lord por ser rey, príncipe o caudillo o por habérselo ganado haciendo méritos con la espada. Obedeciendo a la superstición, toqué la empuñadura de Hywelbane para que el orgullo no enturbiara mí suerte. Ginebra se rió de mí, mas no por malquerencia sino porque se alegraba de mi suerte, y Arturo, a quien nada agradaba tanto como ver felices a los demás, sintióse complacido por ambos. También él sentiase de buen ánimo ese día, pero manifestaba su alegría de modo más contenido que otros hombres. En aquellos tiempos de su primer regreso a Britania, nunca le vi borracho, nunca le vi alborotar ni perder la contención, salvo en el campo de batalla. Envolvíase en una quietud que desconcertaba a muchos, pues les hacia temer que leyera en sus almas; pero su calma era producto de su deseo de ser diferente. Deseaba ser admirado y gozaba recompensando generosamente la admiración.

El tumulto de los que esperaban para presentar sus quejas crecía y Arturo suspiró al pensar en el trabajo que le aguardaba. Apartó el vino y me miró como disculpándose.

—Os merecéis un descanso, lord —dijo, halagándome deliberadamente con mi nuevo titulo—. Pero ¡ay!, pronto habré de pediros que partáis con vuestras espadas hacia el norte.

—Mis espadas son vuestras, lord príncipe —dije con humildad.

—Estamos rodeados de enemigos —dijo al tiempo que trazaba un círculo con el dedo en la mesa de mármol—, mas el verdadero peligro es Powys. Gorfyddyd reúne un ejército como Bretaña no ha visto jamás. Ese ejército avanzará hacia el sur muy pronto y temo que el rey Tewdric no tenga agallas suficientes para el combate. Necesito concentrar el mayor número posible de lanzas en Gwent para asegurar la lealtad de Tewdric. Cei puede contener a Cadwy, Melwas tendrá que ingeniárselas para atacar a Cerdic y el resto de nosotros iremos a Gwent.

—¿Y Aelle? —preguntó Ginebra significativamente.

—Estamos en paz con él —replicó Arturo remarcando las palabras.

—Se vende al mejor postor —dijo Ginebra—, y Gorfyddyd no tardará en aumentar la oferta.

—No puedo enfrentarme a Gorfyddyd y a Aelle a un tiempo —dijo Arturo encogiéndose de hombros—. Serian necesarias trescientas lanzas para contener a los sajones de Aelle, no para derrotarlos, sólo para contenerlos, y la ausencia de esas trescientas lanzas significaría la derrota en Gwent.

—Lo cual no se le escapa a Gorfyddyd —señaló Ginebra.

—Entonces, querida, ¿qué solución se te ocurre?

Pero Ginebra carecía de solución más plausible; la única que le quedaba a Arturo era esperar y rogar por que la frágil paz con Aelle no se rompiera. Había comprado al rey sajón con una carreta de oro y en el reino ya no quedaban riquezas con que mejorar el precio.

—Sólo nos resta esperar que Gereint sea capaz de contenerle —dijo Arturo— mientras derrotamos a Gorfyddyd. Descansad hasta después de Lughnasa, lord Derfel —me dijo sonriente tras apartar el asiento de la mesa—; después, tan pronto hayamos recogido la cosecha, marcharemos juntos hacia el norte.

Dio unas palmadas para que acudieran los sirvientes a retirar los restos de la comida y dejaran entrar a los que esperaban. Mientras los sirvientes se apresuraban a cumplir su trabajo, Ginebra me hizo una señal.

—¿Podemos hablar? —me preguntó.

—Con gusto, señora.

Se quitó el pesado collar, se lo entregó a un esclavo y me condujo por una escalera de piedra hasta la entrada de un huerto, donde dos de sus grandes galgos la saludaron efusivos. Las avispas zumbaban en torno a la fruta caída que empezaba a pudrirse y Ginebra ordenó a las esclavas que la retiraran para pasear tranquila. Dio de comer a los galgos unos trozos del pollo que había sobrado de la comida mientras una docena de esclavas recogía la fruta fermentada en las faldas de sus vestidos; acribilladas por las avispas, desaparecieron presurosas y nos dejaron solos. Habíanse erigido estructuras de mimbre alrededor de todo el muro del huerto, que serían decoradas con flores para la gran fiesta de Lughnasa.

—Es bonito —dijo Ginebra a propósito del huerto—, pero cuánto me gustaría estar en Lindinis.

—El año próximo, señora —dije.

—No quedarán sino ruinas —respondió indignada—. ¿Acaso no te lo han dicho? Gundleus asaltó Lindinis. No tomó Caer Cadarn, pero destrozó mi palacio nuevo. Hace ya un año. Espero que Ceinwyn le haga profundamente desgraciado, pero dudo de que sea capaz. ¡Es tan insípida e insignificante! —exclamó haciendo una mueca. El sol que se filtraba entre el follaje iluminó su pelo rojo y definió duras sombras en su hermoso rostro—. A veces desearía ser hombre —dijo para mi sorpresa.

—¿De veras?

—¿Sabéis lo odioso que resulta esperar noticias —preguntó apasionada—. En dos o tres semanas partiréis hacia el norte y no nos quedará más que esperar. Esperar y esperar. Esperar noticias de si Aelle falta a su palabra, esperar para conocer lo numeroso que es en verdad el ejército de Gorfyddyd. ¿A qué espera Gorfyddyd? ¿Por qué no ataca ahora? —inquirió tras una pausa.

—Los soldados de la leva trabajan ahora en la siega —dije—. Todo se detiene en tiempo de cosecha. Sus hombres querrán recoger el grano antes de venir a robarnos el nuestro.

—¿Es que no hay forma de impedirselo? —preguntó abruptamente.

—En la guerra, señora —repuse—, no se hace lo que se puede, sino lo que se debe hacer. Ahora debemos detenerlos.

O morir, pensé lúgubremente.

Avanzó algunos pasos en silencio, rechazando a los perros que brincaban excitados a su lado.

—¿Qué dicen las gentes de Arturo? ¿Lo sabes? —preguntó al cabo.

—Que más le valiera huir a Brocelianda y entregar el reino a Gorfyddyd. Dan la guerra por perdida.

Me miró fijamente, abrumándome con sus enormes ojos. En aquel momento, tan cerca de ella, a solas en el cálido jardín y envuelto en su aroma sutil, entendí por qué Arturo había arriesgado la paz de un reino por aquella mujer.

—¿Pero tú lucharás por Arturo? —me preguntó.

—Hasta el fin, señora —dije—. Y por vos —añadí torpemente.

—Te lo agradezco —dijo sonriente. Cambiamos de dirección y nos dirigimos hacia la pequeña fuente que manaba de la roca en un rincón del muro romano. El hilo de agua irrigaba el huerto, y alguien había colgado cintas votivas en las hendeduras de la roca musgosa. Ginebra, alzando el orillo dorado de su vestido verde manzana, pasó por encima del regato—. Se ha formado en el reino un partido a favor de Mordred —me confió; ya me lo había dicho el obispo Bedwin en la noche de mi regreso—. Son cristianos en su mayoría y ruegan por la derrota de Arturo. Si fuera derrotado, naturalmente, habrían de someterse a Gorfyddyd, pero la sumisión, por lo que he visto, es intrínseca en los cristianos. Si yo fuera hombre, Derfel Cadarn, mi espada haría rodar tres cabezas: las de Sansum, Nabur y Mordred.

—Si Nabur y Sansum son lo mejor que el partido de Mordred es capaz de reunir, señora —repuse sin poner en duda la sinceridad de sus palabras—, Arturo no tiene por qué preocuparse.

—También el rey Melwas, creo —me respondió Ginebra—, y quién sabe cuántos más. La mayoría de los sacerdotes errantes del reino se ocupa de extender semejante peste predicando por doquier por qué han de morir hombres por Arturo. Les cortaría la cabeza a todos, pero los traidores no se dan a conocer, lord Derfel. Esperan en la oscuridad y asestan el golpe aprovechando cualquier distracción. Si Arturo derrota a Gorfyddyd, cantarán alabanzas y pretenderán haberle prestado apoyo incondicional. —Escupió en el suelo para alejar el mal y me miró inquisitivamente—. Háblame del rey Lanzarote —dijo de pronto.

Tuve la impresión de que sólo entonces entrábamos en el verdadero asunto que había motivado el paseo bajo los manzanos y los perales.

—No lo conozco bien —dije evasivamente.

—Anoche te encomió —dijo.

—¿De veras? —contesté escéptico.

Sabía que Lanzarote y sus compañeros todavía se alojaban en casa de Arturo; en realidad, había temido encontrármelo y fue grande mi alivio al ver que no comía con nosotros.

—Dijo que eres un gran guerrero —insistió Ginebra.

—Me alegra saber —contesté con amargura— que a veces es capaz de decir la verdad.

Pensé que Lanzarote, en un intento de adaptar las velas a los nuevos vientos, habría procurado ganarse el favor de Arturo alabando a un hombre que sabia su amigo.

—¿Acaso —continuó Ginebra— los guerreros cuando padecen derrotas tan terribles como la de Ynys Trebes, terminan siempre reñidos entre sí?

—¿Padecer derrotas? —contesté con rudeza—. Le vi abandonar Benoic, señora, pero no recuerdo que padeciera nada, como tampoco recuerdo que llevara vendaje alguno en la mano cuando partió.

—No es cobarde —insistió con ardor—. Lleva la mano izquierda cargada de anillos de guerrero, lord Derf el.

—¡Anillos de guerrero! —me burlé; hundí la mano en la faltriquera y saqué un buen puñado.

Tenía tantos que ya ni siquiera me molestaba en hacerlos. Los tiré y se esparcieron por la hierba del huerto; los galgos se espantaron y miraron a su ama desconcertados. Ginebra se quedó mirándolos y apartó uno con el pie.

—Me agrada el rey Lanzarote —dijo desafiante, advirtiéndome de que los comentarios despectivos no eran bienvenidos—. Y debemos atenderle. Arturo cree que no supimos mantenernos a la altura de las circunstancias en Benoic y que lo menos que podemos hacer es tratar a los supervivientes con honor. Deseo que te muestres amable con Lanzarote. Hazlo por mí.

—Si, señora —respondí dócilmente.

—Es preciso procurarle una esposa rica —prosiguió Ginebra—. Necesita tierras y hombres a su servicio. En mi opinión, su llegada a nuestras costas es sumamente afortunada para Dumnonía. Necesitamos buenos soldados.

—Ciertamente, señora.

El sarcasmo de mi voz le arrancó media sonrisa, mas a pesar de mi hostilidad, perseveró en el verdadero motivo de la invitación a disfrutar de la frescura de su huerto privado.

—El rey Lanzarote —dijo— desea ser iniciado en el culto de Mitra, y Arturo y yo no queremos que nadie se oponga.

Sentí un arrebato de rabia por la ligereza con que se tomaba mí religión.

—Mitra, señora —dije con frialdad—, es una religión de hombres valerosos.

—Ni siquiera a ti, Derfel Cadarn, te convienen más enemigos —replicó Ginebra con la misma voz helada, y supe que se convertiría en mi enemiga si me oponía a los deseos de Lanzarote.

Sin duda, pensé, Ginebra transmitiría el mismo mensaje a cualquier hombre que pudiera poner trabas a la iniciación de Lanzarote en los misterios de Mitra.

—Nada se hará hasta el invierno —dije, evitando un compromiso firme.

—De todos modos, asegúrate de que se haga —dijo, y abrió la puerta que daba al interior de la casa—. Os doy las gracias, lord Derfel.

—Gracias a vos, señora —contesté, y bajando las escaleras hacia las dependencias interiores, la ira me invadió de nuevo.

¡Diez días! Lanzarote no había necesitado sino diez días para hacer de Ginebra su aliada. Juré convertirme en un miserable cristiano antes que ver a Lanzarote participando en los festines de la gruta bajo la cabeza sangrante de un toro. Hube de romper tres líneas de escudos sajones y hundir a Hywelbane hasta la empuñadura en el cuerpo de los enemigos de mi país antes de ser elegido para servir a Mitra, y lo único que Lanzarote había hecho era jactarse y posar afectadamente.

Al entrar en la estancia vi a Bedwin sentado junto a Arturo. Estaban atendiendo a los demandantes, pero Bedwin dejó el estrado y me llevó a un rincón tranquilo junto a la puerta que daba al exterior.

—Acabo de saber que eres lord —dijo—. Mi más sincera enhorabuena.

—Un lord sin tierras —repliqué amargamente, todavía dolido por la humillante petición de Ginebra.

—Las tierras llegan con la victoria —me repuso Bedwin—, y la victoria, con la batalla; no faltarán batallas este año, lord Derf el.

Abrióse la puerta de súbito y Bedwin se detuvo para dejar paso a Lanzarote y a sus seguidores, inclinándose cuando pasaron ante nosotros. Yo no hice sino un movimiento de cabeza. El rey de Benoic pareció sorprenderse al verme, mas nada dijo y avanzó en silencio al encuentro de Arturo, que ordenó traer al estrado una tercera silla.

—¿Lanzarote ya es miembro del consejo? —pregunté a Bedwin furioso.

—Es rey —respondió paciente—. No querrás que permanezca de pie mientras nosotros nos sentamos.

Advertí que el rey de Benoic aún llevaba el vendaje de la mano.

—Parece que la herida del rey le impedirá unirse a nosotros —dije con aspereza.

Poco faltó para que confesara a Bedwin la petición de Ginebra respecto a la iniciación de Lanzarote en el culto de Mitra, mas decidí que las nuevas podían esperar.

—No nos acompañará —confirmó Bedwin—. Permanecera aquí en calidad de comandante de la guarnición de Durnovaria.

—¿Qué decís? —pregunté en voz tan alta y airada que Arturo se volvió en su escaño para ver el motivo de tal alboroto.

—Si los hombres del rey Lanzarote guardan a Ginebra y a Mordred —explicó Bedwin con cierto tono cansado—, los soldados de Lanval y Llywarch quedan libres para luchar contra Gorfyddyd. —Me pareció que dudaba, luego me tocó el hombro con su frágil mano—. Debo decirte otra cosa más —prosiguió en tono mas suave—. Merlín estuvo en Ynys Wydryn la semana pasada.

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