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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (49 page)

BOOK: El rey del invierno
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—¿Con Nimue? —pregunté ansioso.

—No fue a buscarla, Derfel —dijo negando con la cabeza—. Se dirigió al norte, pero adónde o por qué, sólo él lo sabe.

—¿Y Nimue? —pregunté aun temiendo recibir respuesta.

La cicatriz de la mano izquierda me palpitaba.

—Sigue en la isla, si es que todavía vive —dijo, y tras una pausa, añadió—: Lo lamento.

Miré hacia la sala atestada de gente. Acaso Merlín ignorase el paradero de Nimue. ¿O había preferido abandonarla entre los muertos? Por más cariño que sintiera hacia él, no podía dejar de pensar cuán cruel llegaba a ser, el más cruel sobre la tierra. Si había pasado por Ynys Wydryn, no podía dejar de saber que Nimue estaba presa, mas nada había hecho por ella, sino que la había abandonado a su merced entre los muertos. Se me llenó la cabeza de terrores que aullaban y gemían como los niños moribundos de Ynys Trebes. Por unos instantes no consegui articular palabra ni hacer movimiento alguno, luego miré a Bedwin.

—Galahad llevará a mis hombres al norte si yo no regreso —le dije.

—¡Derfel! —exclamó apretándome el brazo—. Nadie regresa de la isla de los Muertos íNadie!

—¿Acaso importa? —le pregunté.

Si toda Dumnonia estaba perdida, ¿qué importaba lo demás? Y Nimue no estaba muerta; lo sabía por los latidos de la cicatriz de mi mano. Y si a Merlín le era indiferente, a mí no; Nimue me importaba más que Gorfyddyd y Aelle juntos, o que el odioso Lanzarote y su ambición de unirse a los elegidos de Mitra. Amaba a Nimue aunque ella no me amara jamás, y la cicatriz era el sello del juramento que me convertía en su protector.

Estaba obligado a ir adonde no llegara Merlín. Debía ir a la isla de los Muertos.

La isla no distaba más de diez millas de Durnovaria, un tranquilo paseo matutino, pero en lo que a mí se refiere podría haber estado en la cara oculta de la luna.

Sabía que no era exactamente una isla, sino una península de piedra blanquecina y dura que se extendía al final de un largo y angosto terraplén. Los romanos habían abierto canteras en la isla, pero nosotros, en vez de seguir explotándolas, utilizamos la piedra de su edificios, de modo que las canteras se habían cerrado y la isla de los Muertos había quedado desierta. Se convirtió en prisión. Se levantaron tres muros para cerrar el paso por el terraplén y se apostaron guardas, y allí se enviaba a los hombres como castigo. Con el tiempo compartieron el destino con otros, hombres y mujeres que, habiendo perdido el juicio, no podían vivir en paz entre nosotros. Tratábase de locos violentos enviados al reino de la locura, donde no habitaba un solo cuerdo y donde sus almas, acosadas por los demonios, dejaban de ser una amenaza para los vivos. Los druidas afirmaban que la isla era el reino de Crom Dubh, el oscuro dios tullido, mientras que los cristianos creían que era el baluarte del demonio en la tierra, pero unos y otros convenían en que, hombres o mujeres, los que cruzaban los muros del terraplén eran almas perdidas. Estaban muertos aun si sus cuerpos vivían, y cuando éstos murieran, los demonios y los espíritus malignos quedarían atrapados en la isla y jamás volverían a acosar a los vivos. Las familias conducían a sus locos hasta el tercer muro y allí los abandonaban a los horrores desconocidos que acechaban al final del terraplén. Luego, de regreso a tierra firme, celebraban el funeral por el pariente perdido. No todos los locos eran enviados a la isla. Algunos habían sido tocados por los dioses y tenían consideración de seres sagrados; había familias que mantenían a sus locos encerrados, como Merlín había enjaulado al pobre Pelinor; pero si el loco había sido tocado por dioses malévolos, su alma poseída no tenía más destino que la isla.

La olas rompían violentamente contra los acantilados de la isla. En el extremo que se adentraba en el mar, incluso en los días de más calma se formaban grandes torbellinos y las aguas se agitaban violentas a la entrada de la gruta de Cruachan, la que conducía al otro mundo. El mar estallaba en un torrente de espuma que alcanzaba la parte superior de la cueva y las olas rompían interminablemente contra la espantosa boca oculta. Ningún pescador osaba acercarse a tamaña vorágine, pues cualquier barca que quedara atrapada en tan demoledora fuerza se perdía para siempre, hundíase sin remedio y la tripulación era arrastrada al fondo y convertida en sombras en el otro mundo.

Brillaba el sol el día en que me encaminé hacia la isla. Llevaba conmigo a Hywelbane, pero ninguna otra impedimenta, pues no existía escudo ni armadura de factura humana capaz de protegerme de los espíritus y las sierpes de la isla. Cargué con algunas vituallas, un pellejo de agua fresca y una bolsa de tortas de avena; como talismanes contra los demonios de la isla, me prendí el broche de Ceinwyn y un ramillete de ajos en la capa verde.

Llegué a la casa en que se celebraban los festejos fúnebres. A partir de allí el camino estaba ribeteado de cráneos, humanos y de animales, para advertir a los incautos de la proximidad del reino de las almas muertas. Ahora tenía el mar a la siniestra, y a la diestra un pantano oscuro y salobre en el que no cantaba pájaro alguno. Más allá de la marisma se veía una gran playa de guijarros que se separaba de la costa describiendo una curva hasta el terraplén que unía la isla al continente. Acceder a la isla por la playa de guijarros significaba dar un rodeo de varias millas, por lo que generalmente se tomaba el camino festoneado de calaveras hasta un destartalado muelle de madera, desde donde una barcaza cruzaba hasta la playa. Junto al muelle se amontonaban las casas de zarzo de los guardas. Otros guardas vigilaban la playa de guijarros.

Los guardas del muelle eran viejos o veteranos heridos que vivían con sus familias en las chozas. Vieron que me acercaba y al llegar a su altura me cerraron el camino con lanzas herrumbrosas.

—Soy lord Derfel —dije— y os ruego que me franqueéis el paso.

El comandante de los guardas, un hombre rechoncho con una vieja coraza de hierro y un casco mohoso de piel, se inclinó ante mi.

—No está en mi mano impediros el paso, lord Derfel —dijo—, pero sí el regreso.

Sus hombres, admirados de que alguien visitara la isla por propia voluntad, me miraban boquiabiertos.

—En tal caso, pasaré —dije, y los lanceros se hicieron a un lado a la voz del comandante, que les ordenó preparar la barcaza—. ¿Son muchos los que piden pasar por aquí? —pregunté al comandante.

—Algunos —repuso—. Los hay que están hastiados de vivir, y también hay quien cree que podrá gobernar una isla habitada por locos. Pocos han sobrevivido lo bastante para rogarme que les permitiera volver.

—¿Se lo permitisteis? —inquirí.

—No —respondió con brusquedad. Vio que de una de las cho— zas ya traían los remos y me miró con el ceño fruncido—. ¿Estáis convencido, lord? —preguntó.

—Lo estoy.

El hombre sentía curiosidad, pero no osó indagar en mis asuntos. Ayudóme a descender los resbaladizos escalones del muelle y tendió la mano para que yo subiera a la barcaza ennegrecida por la pez.

—Los remeros os conducirán hasta la primera puerta —me dijo, y señaló un punto del terraplén, al otro extremo del estrecho canal—. Más adelante encontraréis un segundo muro, y luego un tercero, al final del terraplén. No hay puertas que cierren el paso en esos muros; no tenéis más que atravesarlos. No es probable que encontréis almas muertas entre un muro y otro, pero una vez franqueados, sólo los dioses saben con qué os enfrentaréis. ¿Queréis ir, en verdad?

—¿Nunca habéis sentido curiosidad? —le interrogué.

—Se nos permite llevar comida y acompañar a las almas muertas hasta el tercer muro, y no siento deseos de ir más lejos —dijo lúgubremente—. Acudiré al puente de espadas que lleva al otro mundo cuando llegue el momento, lord. La cueva de Cruachan se abre al otro lado de la isla —añadió apuntando con la barbilla hacia el terraplén—, y sólo los locos o los hombres desesperados buscan la muerte antes de que llegue su hora.

—Tengo buenas razones —dije—; volveremos a vernos en este mundo de los vivos.

—No si cruzáis el estrecho, señor.

Observé la ladera blanca y verde que se perfilaba por encima de los muros del terraplén.

—Una vez estuve en un pozo de la muerte —hice saber al comandante— y salí con vida, como también saldré de aquí. —Busqué una moneda en la bolsa y se la di—. Discutiremos el regreso en su momento.

—Sois hombre muerto, señor —me advirtió por vez postrera—, desde el momento en que crucéis el canal.

—La muerte no sabe cómo tomarme —dije con necia jactancia y ordené a los remeros que me llevaran al otro lado del sinuoso canal.

Bastaron unos pocos golpes de remo para que la barcaza se detuviera en un ribazo fangoso. Trepamos hasta el arco de piedra del primer muro, cuya barra levantaron los dos remeros; empujaron luego las puertas y se echaron a un lado para dejarme paso. Un dintel negro marcaba el umbral que separaba ambos mundos. Una vez traspasada esa porción de madera renegrida, seria dado por muerto. El miedo me hizo dudar un momento, pero al punto crucé el umbral.

Las puertas se cerraron tras de mi con un crujido. Me estremecí.

Examiné la cara interna del muro principal. Medía diez pies de alto, era una barrera de piedra lisa erigida con la maestría de cualquier obra romana, hasta el punto de que no se percibía resquicio alguno en la blanca superficie. Un macabro parapeto de calaveras en la parte superior impedía que las almas muertas regresaran al mundo de los vivos.

Oré a los dioses, una plegaria a Bel, mi protector personal, y otra a Manawydan, el dios del mar que había salvado a Nimue en el pasado; luego avancé por el terraplén hasta el segundo muro que cerraba el camino; no era tal muro, sino un tosco amontonamiento de piedras redondeadas por el mar, aunque también estaba rematado por una hilera de cráneos humanos. Bajé los peldaños que descendían por la otra cara del muro. A mi derecha, hacia el oeste, grandes olas estallaban contra los guijarros, mientras que a mi izquierda las aguas poco profundas de la bahía brillaban en calma a la luz del sol. En la bahía faenaban algunas barcas de pesca, pero todas se mantenían a prudente distancia de la isla. Un poco más adelante estaba el tercer muro. No vi allí hombre ni mujer que esperara. Planeaban las gaviotas sobre mi cabeza y llevábase el viento del oeste sus gritos desgarrados. A los lados del terraplén, se veían las huellas de la pleamar señaladas por negras algas marinas.

Sentí terror. Desde que Arturo regresara a Britania me había enfrentado a innumerables muros de escudos y a incontables hombres en la batalla, mas no recordaba enfrentamiento, ni siquiera el infierno de Benoic, en el que hubiera sentido el frío que en ese momento me helaba el corazón. Me detuve y volví la mirada hacia las suaves lomas verdecidas de Dumnonia y hacia la aldea de pescadores de la bahía oriental; ¡Regresa! ¡Regresa!, me dije. Nimue permanecía allí desde hacia un año y dudaba de que alma alguna lograra sobrevivir tanto tiempo en la isla de los Muertos, a menos que reuniera fiereza y poder. Aun sí la encontraba, estaría loca y no podría abandonar el lugar. Ese era su reino, el dominio de la muerte. ¡Vuelve! ¡Vuelve!, me repetí; sentí entonces las palpitaciones de la cicatriz de la mano y me dije que Nimue aún vivía.

Repentinamente me sobresalté al oír un aullido entrecortado. Di media vuelta y vi a una harapienta figura negra brincando en la cima del tercer muro, pero desapareció por el otro lado; supliqué a los dioses que me concedieran valor. Nimue siempre había sabido que le serían infligidas las tres heridas, y la cicatriz de mi mano era la garantía de la ayuda que había de prestarle para sobreponerse a tan duras pruebas. Seguí avanzando.

Trepé por el tercer muro, que no era sino otro montón de redondeadas piedras grises, y vi al otro lado unos toscos peldaños que bajaban hacia la isla; al pie de la escalera había unas cestas vacías; sin duda serían el suministro de agua y carne en salazón que los vivos ofrecían a sus parientes muertos. La figura harapienta desapareció sumiéndome en la soledad de un escarpado

cerro, entre la maraña de zarzas que bordeaba el camino de piedra; el sendero conducía al flanco occidental de la isla, donde se columbraba un grupo de edificaciones en ruinas al pie del enorme cerro. La isla era un vasto espacio. Había dos horas de camino desde el tercer muro hasta donde el mar azotaba el extremo sur, y dos más de oriente a poniente, trepando por la cresta de la gran roca.

Avancé por el camino. El viento agitaba la vegetación marina que crecía más allá de las zarzas. A mi paso graznó una gaviota, alzó el vuelo con las blancas alas desplegadas y se perdió en la claridad del cielo. El camino describía una curva en dirección a la antigua ciudad. Había sido una guarnición romana, nada comparable a Glevum o Durnovaría, sino un puñado de sórdidos edificios bajos construidos en piedra para cobijar a los esclavos de las canteras. Las techumbres eran toscos entramados de algas y maderos depositados en las orillas por las mareas; un refugio miserable hasta para los muertos. El miedo a lo que pudiera esperarme en la ciudad me hizo titubear, pero entonces oí una voz de alarma y, desde la maleza que cubría la loma, a mi izquierda, arrojaron una piedra que rebotó en el camino. La voz hizo precipitarse fuera de las chozas a un enjambre de criaturas desharrapadas, ansiosas por ver quién se acercaba a su colonia. Era una multitud de hombres y mujeres, desnudos algunos, pero cubiertos de harapos los más, aunque destacaba un grupo que lucía sus raídas ropas con aíres de grandeza; los más ufanos, tocados con coronas de algas, se adelantaron hacia mí como si de los más altos monarcas en la tierra se tratara. Vi algunos con lanzas, pero casi todos se proveyeron de piedras. También había niños, criaturas enclenques, asilvestradas y peligrosas. Entre los adultos, unos temblaban de forma incontrolable otros se movían convulsos y todos me miraban con ojos brillantes y hambrientos.

—¡Una espada! —exclamó un hombre gigantesco—. ¡La espada para mí! ¡Una espada!

Avanzó pesadamente seguido de sus compañeros. Una mujer me arrojó una piedra y, súbitamente todos empezaron a gritar jubilosos, pues había llegado un nuevo espíritu al que saquear.

Desenvainé a Hywelbane, pero ni hombres, ni mujeres ni niños parecieron amedrentarse ante su larga hoja. Entonces huí. No podía haber deshonor para un guerrero en huir de los muertos. Eché a correr por donde había venido y al punto una lluvia de piedras me cayó a los talones y un perro saltó y empezó a morderme el borde de la capa. Me deshice de la bestia con la espada y seguí hasta el recodo del camino, viré a la derecha, me abrí paso entre zarzas y maleza y corrí hacia la ladera del cerro. Un ser se plantó ante mi sobre dos patas; una criatura desnuda con rostro de hombre y cuerpo de bestia cubierto de pelo y mugre. Uno de sus ojos no era sino una herida purulenta, y la boca, un amasijo de encías pútridas; arremetió contra mi con manos que se me antojaron garras, de largas uñas en forma de gancho. Hywelbane dio un tajo limpio; aullé de terror, convencido de que me enfrentaba a uno de los demonios de la isla; pero conservaba el instinto tan afilado como la espada, que cercenó el velludo brazo de la bestia y le atravesó el cráneo. Salté por encima de su cuerpo y huí peñas arriba a sabiendas de que una horda de espíritus hambrientos se arrastraba en pos de mi vida. Alcanzóme una piedra en la espalda y otra golpeó una roca cercana, pero seguí subiendo aprisa, ayudándome de manos y pies, por los pilares y plataformas de las canteras, hasta que finalmente di con un sendero sinuoso que, como en Ynys Trebes, recorría el flanco escarpado del cerro.

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