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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (56 page)

BOOK: El rey del invierno
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—No somos perros. Somos criaturas de los dioses y ellos, con toda seguridad, nos han asignado un destino.

—¿Con toda seguridad? A lo mejor sólo les hacemos reir.

—Merlín dice que hemos perdido el contacto con ellos —insisti obstinadamente.

—De la misma forma que Merlín ha perdido contacto con nosotros —replicó Arturo sin vacilar—. Ya viste cómo abandonó Durnovaría la misma noche en que regresasteis de Ynys Trebes. Merlín está muy ocupado, Derfel, buscando los tesoros de Britania, y lo que nosotros hagamos en Dumnonia no le afecta. Aunque yo estableciera un gran reino para Mordred y administrara justicia y trajera la paz y lograra que cristianos y paganos bailaran juntos a la luz de la luna, no le importaría. Merlín sólo espera el momento de poder devolverlo todo a los dioses y cuando llegue ese momento me pedirá que le devuelva a Caledfwlch. Esa fue la segunda condición que me impuso. Dijo que podía tomar la espada de los dioses siempre y cuando se la devolviera a él en el momento preciso.

Hablaba con un matiz burlón que me molestaba.

—¿No creéis en el sueño de Merlín? —le pregunté.

—Creo que es el hombre más sabio de Britania —replicó con seriedad—, sabe mucho más de lo que yo pueda imaginar siquiera. También sé que mi destino está ligado al suyo, como creo que lo está el tuyo al de Nimue, pero por otra parte pienso que Merlín nació aburrido, de modo que se dedica a hacer lo mismo que hacen los dioses: divertirse a expensas nuestras. Todo eso significa que el momento de devolver a Caledfwlch será cuando más falta me haga tenerla conmigo.

—Y entonces, ¿qué haréis?

—No lo sé, no tengo la menor idea. —Al parecer ese pensamiento debió de hacerle gracia porque sonrió; luego me puso la mano en el hombro—. Ve a dormir, Derfel. Tu lengua ha de prestarme servicio mañana, y no quiero que se confunda a causa del cansancio.

Me fui y logré dormir un rato a la sombra que la luna arrancaba a una de las grandes piedras, aunque antes de conciliar el sueño estuve pensando en aquella noche lejana en que Merlín cargó de dolor el brazo y el alma de Arturo con el peso de la espada y la carga aún mayor del destino. Me pregunté por qué habría sido Arturo el elegido, pues en ese momento se me antojaba que Merlín y mi señor eran opuestos. Merlín creía que el caos sólo podía ser vencido dominando las fuerzas del misterio, mientras que Arturo creía en el poder de los hombres. Ocurrióseme que tal vez Merlín hubiera preparado a Arturo para gobernar a los hombres y quedar libre, así, para ocuparse él de los poderes oscuros; comprendí entonces, aunque de forma harto imprecisa, que llegaría un momento en que todos habríamos de escoger; tal perspectiva me infundió temor y rogue por que no llegara nunca. Dormí hasta que el sol salió y proyectó la sombra de una piedra solitaria, que se levantaba fuera del círculo, en el centro mismo del redondel, donde los cansados guerreros guardábamos el precio del rescate de un reino.

Bebimos agua, comimos pan duro, nos ceñimos las espadas y extendimos el oro junto a la piedra del altar, sobre la hierba húmeda de rocio.

—¿Qué impedirá a Aelle tomar nuestro oro y seguir adelante con la guerra? —pregunté a Arturo mientras aguardábamos la llegada del sajón.

Al fin y al cabo, ya le habíamos dado oro en otra ocasión, a pesar de lo cual había incendiado y saqueado Durocobrivis.

Arturo se encogió de hombros; llevaba la armadura de repuesto, una cota romana de malla con abundantes señales de combates. Sobre la pesada malla llevaba un manto blanco.

—Nada —respondió—, sino el escaso sentido del honor que pueda tener. Por eso tendremos que ofrecerle algo más que oro.

—¿Algo más? —pregunté, pero Arturo no contestó porque los sajones acababan de aparecer por el luminoso horizonte del sol naciente.

Marchaban en una larga fila al son de tambores de guerra, con los lanceros formados en orden de batalla, aunque con las armas empenachadas de hojas en señal de que no atacarían inmediatamente. Aelle iba al frente. Él fue el primero, de los dos que conocí, que se adjudicó el título de Bretwalda. El segundo vendría más tarde trayéndonos problemas más graves aún, aunque Aelle ya era trastorno suficiente. Era alto, con la cara aplastada y severa y ojos oscuros que no dejaban atisbar uno solo de sus pensamientos. Tenía barba negra, las mejillas señaladas por cicatrices de guerra y faltábanle dos dedos de la mano derecha. Vestía manto de paño negro con cinturón de piel, botas de cuero, yelmo de hierro con cuernos de toro y, por encima un pellejo de oso que dejó caer a tierra cuando el calor del día se hizo excesivo para tan ostentosa prenda. Era su enseña un cráneo de toro impregnado de sangre clavado en una lanza sin más sujeción.

Formaban la tropa doscientos hombres, o tal vez algunos más, la mitad de los cuales llevaba perros atados con correas. Tras los guerreros avanzaba una horda de mujeres, niños y esclavos. Nos superaban largamente en número, pero Aelle había dado palabra de que estábamos en paz, al menos hasta que tomara una decisión con respecto a nuestro destino, de modo que sus hombres no se mostraron hostiles. Los guerreros se detuvieron al otro lado de la zanja que rodeaba el círculo y Aelle, acompañado por su consejo, un intérprete y un par de magos, se acercó al encuentro de Arturo. Los magos tenían el pelo de punta, se peinaban los mechones con excrementos para mantenerlos tiesos y vestían mantos harapientos de piel de lobo. Cuando giraban para pronunciar sus encantamientos, las patas, las colas y los hocicos de lobo se levantaban y dejaban al descubierto sus cuerpos pintados. Se acercaron recitando a voz en grito para anular cualquier posible encantamiento que hubiéramos lanzado contra su jefe. Nimue, acuclillada detrás de nosotros, entonaba fórmulas con que contrarrestar los efectos de los otros hechiceros.

Los jefes se midieron mutuamente con la mirada. Arturo era más alto y Aelle más corpulento. El rostro de Arturo sorprendía, el de Aelle aterrorizaba. Era un rostro implacable, la cara de un hombre llegado de más allá del mar para forjarse un reino en tierra ajena, reino que iba consolidando con brutalidad salvaje y contundente.

—Debería matarte ahora, Arturo —dijo—, y quedarme así con un enemigo menos que eliminar.

Los magos, desnudos bajo las pieles apolilladas, se agacharon tras su señor. Uno masticaba tierra, otro hacia girar los ojos en las órbitas y Nimue, destapado el ojo vacio, les gruñía quedamente. La batalla entre los magos era una cuestión particular a la que ninguno de los dos jefes prestó atención.

—Aelle, tal vez no esté lejos el día en que hayamos de enfrentamos en el campo de batalla —dijo Arturo—. Por el momento, te ofrezco la paz.

Yo casi esperaba que Arturo se inclinara ante Aelle, que era rey, y de rango superior por tanto; sin embargo, le trató como a un igual y Aelle aceptó el tratamiento sin protestar.

—¿Por qué? —preguntó Aelle sin rodeos.

Aelle no gustaba de circunloquios, al contrario que los britanos. Ya me había dado cuenta de esa diferencia entre los sajones y nosotros. El pensamiento britano discurría en lineas curvas, como la intrincada filigrana de los orfebres, pero los sajones eran directos y tajantes, rudos como sus amazacotados broches y gruesas gargantillas. Raramente entraban los britanos en un tema de forma directa; iban aproximándose, dejando caer alusiones y dando pistas, deleitándose en la maniobra, mientras que los sajones prescindían de toda sutileza. Habiame comentado Arturo en una ocasión que yo poseía la franqueza de los sajones, y creo que lo dijo con intención de alabarme.

Arturo no respondió a la pregunta de Aelle.

—Creía que estábamos en paz, pues llegamos a un acuerdo sellado con oro.

Aelle no traslució vergüenza alguna por haber roto la tregua. Limitóse a encoger los hombros como si romper la paz fuera una nimiedad.

—Si la tregua no te ha servido, ¿por qué quieres comprar otra? —inquirió Aelle.

—Porque tengo una disputa con Gorfyddyd —replicó Arturo, adoptando la franqueza sajona— y deseo que estés de mi parte en esta disputa.

Aelle asintio.

—Pero si te ayudo a destruir a Gorfyddyd, te fortalezco a ti. ¿Por qué habría de aceptar?

—Porque si no, Gorfyddyd me destruirá a mí y será más fuerte.

Aelle rompió a reír mostrando una dentadura de dientes podridos.

—¿Acaso le importa al perro si mata a una rata o a otra? —preguntó.

Traduje que si acaso le importaba al perro abatir a un ciervo o a otro. Me pareció más apropiado, y el intérprete de Aelle, un esclavo britano, lo pasó por alto y no advirtió a su amo.

—No —admitió Arturo—, pero no todos los ciervos son iguales. —El intérprete de Aelle dijo que no todas las ratas eran iguales y yo no se lo dije a Arturo—. En el mejor de los casos, lord Aelle —prosiguió Arturo—, yo conservo Dumnonía y me alío con Powys y Siluria. Pero si gana Gorfyddyd, se anexiona Elmet, Rheged, Powys, Siluria y Dumnonia, todos contra ti.

—Pero también tienes a Gwent de tu parte —replicó Aelle, hombre astuto y de mente rápida.

—Cierto, pero también la tendría Gorfyddyd en caso de guerra entre britanos y sajones.

Aelle lanzó un gruñido. Las circunstancias le favorecían, pues los britanos se enfrentaban unos a otros, pero sabia que tales hostilidades cesarían en algún momento. Como, al parecer, Gorfyddyd pronto se proclamaría vencedor, la presencia de Arturo podría servir para alargar el conflicto entre sus enemigos.

—Entonces, ¿qué quieres de mi? —preguntó.

Sus hechiceros saltaban y brincaban a cuatro patas como saltamontes humanos mientras Nimue colocaba guijarros en el suelo. La forma en que los colocaba debió de inquietar a los magos contrarios, que empezaron a lanzar breves gritos de alarma. Aelle no les hizo el menor caso.

—Quiero que respetes la paz con Dumnonia y Gwent durante tres lunas —dijo Arturo.

—¿Sólo quieres comprar paz? —La voz de Aelle tronó de tal forma que hasta Nimue se sobresaltó. El sajón señaló con la mano enguantada a sus hombres, acuclillados con las mujeres, los perros y los esclavos al otro lado del foso—. ¿Qué hace un ejército durante la época de paz? ¡Dimelo! ¡Les he prometido más oro! ¡Les he prometido más tierra! ¡Les he prometido más esclavos! ¡Les he prometido sangre de wealhas! ¿Y tú me ofreces la paz? —Escupió—. En el nombre de Thor, Arturo, paz tendrás cuando seas cadáver, y mis hombres se sortearán a tu mujer. ¡Ésa es la paz que te ofrezco! —Volvió a escupir y luego me miró—. ¡Perro, dile a tu amo que la mitad de mis hombres acaba de llegar en las naves! No tienen cosecha recogida ni medios para alimentar a los suyos durante el invierno. El oro no se come. Si no tomamos tierras y grano, moriremos de hambre. ¿De qué le sirve la paz a un muerto de hambre?

Traduje el mensaje omitiendo los insultos más atroces.

Un gesto de dolor turbó el rostro de Arturo. A Aelle no le pasó desapercibido, mas tomándolo por debilidad, dionos la espalda con burla y desprecio.

—Te concedo dos horas de ventaja, gusano —dijo a voces por encima del hombro—, luego saldré a perseguirte.

—Ratae —dijo Arturo, sin darme tiempo siquiera a traducir la amenaza de Aelle.

El sajón se volvió de nuevo. No dijo nada, se limitó a mirar a Arturo fijamente a la cara. La piel de oso despedía un hedor insoportable, una mezcla de sudor, excrementos y grasa. Se quedó en suspenso.

—Ratae —repitió Arturo—. Dile que Ratae puede ser tomada. Dile que allí abunda cuanto desea. Dile que las tierras colindantes serán suyas.

Ratae era la fortaleza que protegía la frontera oriental de Gorfyddyd con los sajones, y si Gorfyddyd perdía esa plaza, los sajones avanzarían veinte millas hacia el interior de Powys.

Lo traduje. Tardé un poco en hacer entender a Aelle la situación geográfica de Ratae, pero por fin lo entendió. No le parecio muy bien, pues al parecer Ratae era una inexpugnable fortaleza romana que Gorfyddyd había reforzado con una impresionante muralla de tierra.

Arturo explicó que Gorfyddyd se había llevado a los mejores lanceros de la guarnición con el ejército que había reunido para la invasión de Gwent y Dumnonia. No tuvo necesidad de añadir que Gorfyddyd se había arriesgado a desproteger la fortaleza confiando en la paz que había comprado a Aelle, una paz cuyo precio Arturo pretendía superar en ese momento. Arturo le reveló además que la comunidad cristiana de Ratae había levantado un monasterio fuera de la muralla de tierra que rodeaba la fortaleza y que las idas y venidas continuas de los monjes habían abierto un sendero de acceso a la fortificación. Añadió que el comandante del alcázar era uno de los pocos cristianos que engrosaban las filas de Gorfyddyd y que miraba con buenos ojos el monasterio.

—¿Cómo lo sabe? —me preguntó Aelle directamente.

—Dile que tengo conmigo a un hombre de Ratae que sabe la forma de acercarse al monasterio y que está dispuesto a servir de guía. Dile que lo único que pido es que se respete la vida de dicho hombre.

Entonces comprendí quién debía de ser el desconocido que caminaba junto a Hygwydd, como comprendí que Arturo sabia que habría de sacrificar Ratae desde mucho antes de partir de Durnovaría.

Aelle pidió más información sobre el traidor y Arturo le contó que el hombre había desertado de Powys y había acudido a Dumnonia para vengarse, pues su mujer le había abandonado por un reyezuelo de Gorfyddyd.

Mientras Aelle consultaba con sus consejeros, los magos farfullaban contra Nimue. Uno de ellos la señaló con un fémur humano, pero Nimue se limitó a escupir. Con ese gesto parecio concluir la sesión de magia, pues los dos hechiceros se retiraron tan pronto Nimue se puso en pie sacudiéndose el polvo de las manos. El consejo de Aelle regateó en el precio. En determinado momento exigieron la entrega de todos los caballos de guerra, pero Arturo les pidió a cambio todos sus perros y por fin, a primera hora de la tarde, los sajones aceptaron la oferta de Ratae más el oro de Arturo. Tal vez fuera aquélla la mayor cantidad de oro jamás pagada por britano alguno a un sajón, pero Aelle insistió en llevarse además dos rehenes, con la promesa de liberarlos si el ataque a Ratae no resultaba ser una trampa urdida por Gorfyddyd y Arturo juntos. Escogió al azar y la elección recayó sobre dos guerreros de Arturo: Balin y Lanval.

Aquella noche cenamos con los sajones. Fue curioso compartir una velada con esos hombres, mis hermanos de raza, e incluso llegué a temer cierta afinidad con ellos, pero en realidad su compañía me repugnaba. Tenían un sentido del humor ordinario, unos modales groseros y olían que apestaban, envueltos en sus pellejos de animales. Algunos se burlaron de mi diciendo que me parecía a su rey Aelle, pero entre sus rasgos aplastados y duros y la idea que yo tenía de mi propio rostro no había semejanza alguna. Al cabo, Aelle, con un bufido, ordenó a los burladores que se callaran, y tras mirarme friamente, me ordenó que invitara a los hombres de Arturo a compartir la cena, consistente en enormes tajadas de carne asada que nosotros comimos con los guantes puestos, rasgando a bocados la carne abrasadora hasta que los jugos nos cayeron a chorros por las barbas. Les invitamos a hidromiel y ellos nos invitaron a cerveza. Se produjeron algunos altercados entre beodos, pero no hubo víctimas. Aelle, al igual que Arturo, mantúvose sobrio, aunque los dos hechiceros del Bretwalda se emborracharon a conciencia; cuando se quedaron dormidos junto a sus propios vómitos, Aelle los disculpó diciendo que eran dementes y por ello mantenían contacto con los dioses. Dijo que tenía otros sacerdotes de juicio sano, pero que, según la creencia, los lunáticos poseían un poder especial que podía serles de utilidad.

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