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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (60 page)

BOOK: El rey del invierno
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—El caballo tiene cuatro, ¿para qué quieres más?

Cabalgamos hasta Caer Lud, la principal fortaleza de Gorfyddyd en las montañas fronterizas. El pueblo se hallaba en un monte, junto a un meandro del río, y supusimos que los centinelas estarían menos atentos que los de la calzada romana del valle del Lugg. Aun así, no declaramos la verdadera misión que nos llevaba a Powys, sino que nos identificamos como hombres sin tierra procedentes de Armórica que deseaban entrar en el país de Gorfyddyd. Los guardias, al descubrir que Galahad era príncipe, insistieron en darnos escolta hasta el comandante de la plaza, de modo que nos condujeron por el pueblo, rebosante de hombres armados cuyas lanzas descansaban a la puerta de cada casa y cuyos cascos se apilaban bajo los bancos de las tabernas. El comandante era un hombre abrumado por los problemas que dejaba traslucir su odio hacia las responsabilidades de gobernar una guarnición desbordada por la inminencia de la guerra.

—Supe que veníais de Armórica tan pronto como vi vuestros escudos, lord príncipe —le dijo a Galahad—; es un símbolo de otras tierras para nuestros ojos provincianos.

—Y un símbolo honorable a los míos —repuso Galahad con seriedad, sin mirarme.

—Sin duda, sin duda —replicó el comandante. Se llamaba Halsyd—. Y os damos la bienvenida lord príncipe. Nuestro rey supremo acoge a todos... —Enmudeció cohibido. Estaba a punto de decir que Gorfyddyd acogía a todos los guerreros desterrados, pero tal calificativo rayaba en el insulto, aplicado a un príncipe despojado del reino de Armórica—. A todos los hombres valientes —se corrigió—. ¿Por casualidad teníais intenciones de quedaros aquí?

Temía que fuéramos dos hambrientos más en un pueblo que ya se veía obligado a alimentar a la numerosa soldadesca presente.

—Quisiera dirigirme a Caer Sws —anunció Galahad— con mí criado —añadió, señalándome.

—Que los dioses os acorten el camino, lord príncipe.

Y así entramos en tierras enemigas. Cabalgamos por valles tranquilos donde el grano recién engavillado parcelaba los campos y cuyos pomares estaban rebosantes de manzanas maduras. Al día siguiente entramos en las montañas siguiendo el camino de polvo que serpenteaba entre grandes extensiones de bosques húmedos hasta que, finalmente, remontamos una arboleda y cruzamos el paso que llevaba a la capital de Gorfyddyd. Sentí un escalofrío nervioso al columbrar las rudas murallas de tierra de Caer Sws. Aunque el ejército de Gorfyddyd se estuviera reuniendo en Branogenium, a unas cuarenta millas de distancia, las tierras que rodeaban Caer Sws hervían de soldados. Las tropas habían levantado toscos refugios de paredes de piedra y techumbre de turba alrededor del alcázar, donde ondeaban ocho enseñas en señal de que eran ocho los reinos que engrosaban las filas cada vez más numerosas de Gorfyddyd.

—¿Ocho? —preguntó Galahad—. Powys, Siluria, Elmet y ¿cual más?

—Cornova, Demetia, Gwynedd, Rheged y los Escudos Negros de Demetia —dije, completando la amenazadora lista.

—No me extraña que Tewdric quiera la paz —comentó Galahad en voz baja, asombrado por el número de hombres acampados a ambos lados del río que regaba la capital enemiga.

Bajamos en dirección a aquella colmena de hierro. Los chiquillos nos perseguían atraídos por el extraño símbolo de nuestros escudos, mientras que sus madres vigilaban nuestro paso con recelo desde las aberturas sombrías de sus refugios. Los hombres nos miraban de pasada, tomando nota de nuestra insignia y de la calidad de nuestras armas, pero ninguno nos detuvo hasta que llegamos a las puertas de Caer Sws, donde la guardia real de Gorfyddyd nos cerró el paso con lanzas pulidas.

—Soy Galahad, príncipe de Benoic —se anunció pomposamente— y vengo a visitar a mi primo el rey supremo.

—¿Sois primos? —musité.

—Así se expresa la realeza —me contestó en un susurro.

Lo que vimos en el interior de la fortaleza justificaba en parte la presencia de tantos soldados en Caer Sws. Tres altas estacas habían sido clavadas al suelo para las ceremonias formales que precedían a la guerra. Powys era uno de los reinos donde la influencia cristiana era menor y los ritos antiguos se observaban escrupulosamente; pensé que muchos de los soldados que acampaban extramuros habrían vuelto de Branogenium sólo para presenciar las ceremonias e informar a sus camaradas de que los dioses habían sido aplacados. Gorfyddyd no emprendería la invasión precipitadamente sino con arreglo al procedimiento, y pensé que Arturo tenía razón al pensar que un ataque por sorpresa podía hacer tambalearse un plan tan toscamente organizado.

Unos criados se llevaron nuestros caballos y cuando un consejero, tras un interrogatorio, se hubo cerciorado de que Galahad era quien decía ser nos hicieron pasar a un gran salón de festejos. El ujier recogió nuestras espadas, escudos y lanzas y los colocó junto a las armas de los hombres reunidos en el salón de Gorfyddyd.

Había más de cien guerreros entre los achaparrados pilares de roble de donde pendían calaveras humanas, expresión del estado de guerra en que se hallaba el reino. Hallábanse reunidos bajo los cráneos reyes, príncipes, jefes y paladines de los ejércitos aliados. Los únicos muebles de la sala eran los tronos, alineados sobre un estrado al fondo de la estancia; Gorfyddyd se hallaba bajo el símbolo del águila, y junto a él, pero en un trono más bajo, estaba Gundleus. La mera visión del rey silurio me provocó palpitaciones en la cicatriz de la mano. Tanaburs estaba acuclillado junto a Gundleus; y sentado a la derecha de Gorfyddyd se veía a Iorweth, su druida personal. Cuneglas, Edling de Powys, ocupaba el tercer trono, flanqueado por reyes a los que no reconocí. No había mujeres. Era sin duda un consejo de guerra, o al menos la ocasión de refocilarse juntos con la victoria que iban a conseguir. Todos vestían cota de malla y armadura de cuero.

Nos detuvimos al final del salón y vi que Galahad elevaba una plegaria silenciosa a su dios. Un perro lobo con una oreja mordida y el lomo lleno de cicatrices nos olisqueó las botas y volvió junto a su amo, que se hallaba junto con los demás guerreros en el suelo de tierra cubierto por esteras. En un rincón alejado, un bardo cantaba en voz baja una canción de guerra, aunque nadie prestaba oídos a su monótono recitar, pues todos escuchaban a Gundleus, que enumeraba las fuerzas que habrían de llegar de Demetia. Un cacique, que evidentemente debía de haber sufrido a causa de los irlandeses en el pasado, arguyó que Powys no necesitaba a los Escudos Negros para derrotar a Arturo y a Tewdric, pero su protesta fue acallada por un gesto brusco de Gorfyddyd. Ya estaba dispuesto a aguardar hasta el final de la sesión, pero transcurridos breves minutos, nos condujeron al centro de la sala, al espacio despejado que había ante Gorfyddyd. Miré a Gundleus y a Tanaburs pero ninguno de ellos me reconocio.

Nos postramos de hinojos y aguardamos.

—Alzaos —dijo Gorfyddyd.

Obedecimos al instante, y una vez más contemplé su rostro amargo. Poco había cambiado desde la última vez que lo viera. Tenía las mismas bolsas bajo los ojos y su expresión recelosa era idéntica a la del día en que Arturo se presentó a pedir la mano de Ceinwyn, aunque la enfermedad sufrida entre tanto le había encanecido el pelo y la barba. La barba rala no ocultaba del todo el bocio que había desarrollado. Nos miró con cautela.

—Galahad —dijo con voz ronca—, príncipe de Benoic. Hemos oído hablar de vuestro hermano Lanzarote, pero no de vos. ¿Sois, al igual que vuestro hermano, cachorro de Arturo?

—Yo no debo obediencia a hombre alguno, lord rey —respondió Galahad—, sino a los huesos de mi padre, pisoteados por sus enemigos. Soy un hombre sin tierra.

Gorfyddyd se removió en el trono. Sobre el brazo izquierdo del asiento reposaba su manga vacía, recuerdo perenne de su odiado enemigo, Arturo.

—¿Acudís a mí en busca de tierras, Galahad de Benoic? —preguntó—. Son muchos los que se presentan con tal propósito —le advirtió, señalando a la multitud que atestaba el salón—. Aunque me atrevo a decir que en Dumnonia hay para todos.

—Acudo a vos, lord rey, con los saludos, traídos por voluntad propia, del rey Tewdric de Gwent.

El nombre causó sensación. Los del fondo, que no habían oído la declaración de Galahad, pidieron escucharla de nuevo y el murmullo de las conversaciones se prolongó varios segundos. Cuneglas, el hijo de Gorfyddyd, levantó la mirada bruscamente. Una preocupación se reflejaba en su rostro redondo de largos bigotes, y no me extrañó, pues Cuneglas, como Arturo, deseaba la paz; pero Arturo había destruido sus esperanzas al desdeñar a Ceinwyn, y ahora el Edling de Powys no podía sino secundar a su padre en una guerra que prometía arrasar todos los reinos del sur.

—Nuestros enemigos, al parecer, pierden la sed de guerra —dijo Gorfyddyd—. ¿Por qué otro motivo enviaría Tewdric sus saludos?

—Rey supremo —replicó Galahad, dirigiéndose a Gorfyddyd prudentemente por el titulo que él mismo se había adjudicado previendo la victoria—, el rey Tewdric no teme al hombre, pero ama la paz por encima de todo.

Gorfyddyd se convulsionó de tal modo que pensé que iba a vomitar, pero entonces me di cuenta de que se estaba riendo.

—Los reyes sólo amamos la paz cuando la guerra no nos favorece. Esta reunión, Galahad de Benoic —añadió, señalando la multitud de jefes y príncipes— es motivo suficiente para que Tewdric prefiera la paz. —Hizo una pausa para cobrar resuello—. Hasta ahora, Galahad de Benoic, me he negado a recibir a los mensajeros de Tewdric. ¿Por qué habría de recibirlos? ¿Acaso el águila escucha al cordero que clama piedad? Dentro de pocos días espero escuchar el balido de todos los hombres de Gwent suplicándome la paz, mas de momento, y puesto que habéis llegado tan lejos, tal vez me hagáis pasar un buen rato.

—Decid, ¿qué ofrece Tewdric?

—Paz, lord rey, simplemente paz.

—Sois un desheredado, Galahad —escupió Gorfyddyd—, tenéis las manos vacías. ¿Acaso Tewdric cree que puede disponer de la paz a su antojo? ¿Acaso cree que he gastado el oro de mí reino en un ejército para nada? ¿Me toma por demente?

—Cree, señor, que el derramamiento de sangre entre britanos es un derroche inútil.

—Habláis como mujer, Galahad de Benoic —le insultó Gorfyddyd en voz suficientemente alta para que la chanza y las risas se extendieran por todo el salón—. Sin embargo —prosiguió, apaciguadas las carcajadas—, y puesto que habréis de llevar al rey de Gwent una respuesta u otra, decidle lo siguiente. —Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos—. Decidle que es un cordero que mama de las tetas secas de Dumnonia. Decidle que mi querella no es contra él sino contra Arturo, por lo que podrá tener la paz que desea con dos condiciones. Primera, que de paso franco a mi ejército por sus tierras, y segunda, que me proporcione grano suficiente para alimentar a un millar de hombres durante diez días. —Los guerreros presentes se asombraron ante la generosidad de las condiciones, que además traslucían un planteamiento ingenioso, pues si Tewdric aceptaba, evitaría el saqueo sistemático del país y facilitaría la invasión de Dumnonía—. Galahad de Benoic, ¿os han dado poder para aceptar estas condiciones?

—No, lord rey; sólo para preguntaros las condiciones que vos pondríais y para conocer vuestro pensamiento con respecto a Mordred, rey de Dumnonia, a quien Tewdric ha jurado proteger.

Gorfyddyd adoptó una expresión ofendida.

—¿Acaso me consideráis capaz de promover guerras contra los infantes? —preguntó; se puso en pie y avanzó hasta el borde del estrado de los tronos—. Esta guerra es contra Arturo —insistió, para ponerlo no sólo en nuestro conocimiento sino también en el de todos los presentes—, que prefirió tomar a una ramera de Henis Wyren en vez de desposar a mi hija ¿Habrá hombre capaz de dejar impune semejante insulto? —El salón en pleno se sumó a la respuesta—. ¡Arturo es un advenedizo —exclamó a gritos— nacido de una ramera, y a una ramera se ha unido! Mientras Gwent proteja al amante de la ramera, Gwent y Powys serán enemigos. Mientras Dumnonia luche por el amante de la ramera, Dumnonia y Powys serán enemigos. ¡Y nuestro enemigo nos procurará generosamente oro, esclavos, alimento, tierra, mujeres y gloria! Mataremos a Arturo y su ramera estará a nuestra disposición en las barracas. —Aguardó a que las ovaciones terminaran y luego miró a Galahad desde arriba imperiosamente—. Transmitidselo así a Tewdric, Galahad de Benoic, y luego comunicádselo también a Arturo.

—Derfel será quien se lo diga a Arturo —clamó una voz en el salón; me volví y vi a Ligessac, otrora comandante de la guardia de Norwenna y traidor después, al servicio de Gundleus. Me señaló con el dedo—. Rey supremo, ese hombre ha jurado servir a Arturo. Lo juro por mi vida.

El salón hervía de agitación. Algunos me acusaban de espía a gritos y otros pedían mi muerte. Tanaburs me miraba fijamente, como sí quisiera ver a través de mi barba y de mis gruesos bigotes; de pronto me reconoció y dio un grito.

—¡Matadlo! ¡Matadlo!

Los guardias de Gorfyddyd, los únicos hombres armados del salón, corrieron hacia mi. Gorfyddyd los detuvo alzando la mano, gesto que también fue acallando los ánimos poco a poco.

—¿Has jurado servir al amante de la ramera? —me preguntó el rey, como si fuera a dictar una sentencia de muerte.

—Derfel está a mi servicio, rey supremo —reiteró Galahad.

—Que responda por si mismo —replicó Gorfyddyd, señalándome con el dedo—. ¿Has jurado servir a Arturo?

—Sí, lord rey —admití, incapaz de renegar de un juramento.

Gorfyddyd bajó de la plataforma con paso plúmbeo y tendió su único brazo hacia un centinela sin dejar de mirarme con fijeza.

—¿Sabes, perro, lo que hicimos con el último mensajero de Arturo?

—Le disteis muerte, lord rey —dije.

—Envié su cabeza de gusano a tu señor, el amante de la ramera, así lo hice. ¡Vamos, rápido! —repitió el gesto hacia el centinela más cercano, que no sabia qué colocar en la mano tendida de

su rey—. ¡La espada, imbécil! —gritó Gorfyddyd, y el hombre sacó la espada a toda prisa y se la entregó al rey por el pomo.

—Lord rey —dijo Galahad interponiéndose; pero Gorfyddyd hizo girar el arma de modo que quedó vibrando a escasa distancia de los ojos de Galahad.

—Cuidad vuestras palabras en mi salón, Galahad de Benoic —le advirtió con un gruñido.

—Os suplico por la vida de Derfel —continuó Galahad—. No ha venido en condición de espía sino como emisario de paz.

—¡No quiero paz! —replicó a gritos—. ¡No me place la paz! Quiero ver a Arturo gimiendo como gimió mi hija en una ocasion. ¿Lo comprendéis? ¡Quiero verle derramar lágrimas! ¡Quiero que me suplique como me suplicó ella! Quiero verlo humillado, quiero verlo muerto mientras su ramera complace a mis hombres. Aquí no son bien recibidos los emisarios de Arturo, y él lo sabe. ¡Y tú también lo sabías! —terminó gritándome a la cara las últimas palabras y preparando la espada.

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